Rolando Astarita |
A partir de las notas recientes sobre dialéctica aparecieron algunos
comentarios que cuestionaron la utilización de la dialéctica en los análisis
marxistas. El propósito de esta nota es mostrar que las críticas que se
enviaron al blog se inscriben en una larga tradición que sostuvo que el
marxismo debía ser depurado de la dialéctica. No pretende ser una revisión
exhaustiva, sino ayudar a ubicar las características principales de esta
tradición, y sus principales planteos, en la esperanza de que anime a los
lectores a interesarse en estas cuestiones. Es a ese fin que cito una
bibliografía bastante extensa, incluyendo algunos textos que defienden el punto
de vista opuesto al de los autores críticos de la dialéctica.
El rechazo de la
dialéctica en la Segunda Internacional
A pesar de que Marx planteó que la dialéctica hegeliana,
despojada de su forma mistificada, había jugado un rol importante en su crítica
de la sociedad capitalista (véase el Prólogo a la segunda edición alemana de El
Capital), existe una larga tradición, dentro del marxismo, de rechazo de la
dialéctica. Ya en la Segunda Internacional (fundada en 1889) se tendía a
aceptar la dialéctica de palabra, pero se le veía poco significado. Es que,
como observaba Korsch, los
marxistas de principios de siglo pensaban que la
discusión sobre las bases generales “metodológicas y gnoseológicas de la teoría
marxista” era “totalmente irrelevante para la práctica de la lucha de clases
del proletariado” (Korsch, 1971, p. 21). Luporini ha avanzado la hipótesis de
que en esto puede haber incidido Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía
clásica alemana de Engels, en el que a propósito del distanciamiento de Marx
con respecto a la filosofía hegeliana se sostiene que el materialismo consiste
en concebir al mundo “tal como se le presenta a cualquiera que lo contempla si
quimeras preconcebidas”. Como señalaba Luporini, se trataba “en apariencia del
retorno a la concepción del sentido común, teñida de alguna manera, de
positivismo, de viejo positivismo” (Luporini, 1969, p. 11). Y
efectivamente, este sesgo lo podemos advertir en, por ejemplo, las polémicas de
Lenin con los populistas. En respuesta al populista Mijailovsky, que había
planteado que el marxismo basaba su argumento a favor en la tríada hegeliana de
afirmación, negación y negación de la negación, Lenin escribe que “estamos ante
la vulgar acusación de que el marxismo acepta la dialéctica hegeliana”. Agrega
que se ataca a Marx “por la manera de expresarse” y “por la procedencia de su
teoría”, y que, como lo había planteado Engels, el verdadero camino científico
es “considerar la evolución social como un proceso histórico natural del
desarrollo de las formaciones económico-sociales” (véase Lenin, 1969, pp.
174-176).
Esta visión de una historia que evolucionaba más o menos
linealmente estaba, por otra parte, muy extendida, y parecía tomar aliento del
fortalecimiento progresivo del movimiento obrero y socialista desde las últimas
décadas del siglo XIX, en el marco de un desarrollo también relativamente
tranquilo del capitalismo. Un buen representante de este enfoque es Kautsky,
uno de los dirigentes y teóricos más respetados de la Segunda Internacional. A
principios de siglo XX Kautsky afirmaba que sería inevitable que los inventores
mejoraran progresivamente la técnica; que los capitalistas revolucionaran la
vida económica;y que los obreros aspiraran a mejores condiciones de vida
y combatieran a los capitalistas, a resultas de lo cual, también
inevitablemente, aspirarían al poder político y al derrumbamiento del dominio
capitalista (véase Kautsky, 1975, p. 137). En este cuadro,
sólo algunos autores se asomaron a una comprensión de la importancia
de la dialéctica hegeliana para el análisis histórico y social. De esta línea,
Korsch rescata a Labriola y Plejanov; aunque el marxismo de Plejanov también es
considerado por muchos demasiado mecánico y lineal (por ejemplo Lowy 1975; en
mi opinión, las obras de Plejanov son más elaboradas y sofisticadas de lo que
generalmente se presenta).
Por otro lado algunos han reivindicado la concepción
dialéctica de Rosa Luxemburgo; por ejemplo, Lowy la cita cuando, en polémica
con el revisionismo, la revolucionaria alemana sostenía que la dialéctica
era “el método para el cual no existen fenómenos, principios o dogmas
constantes e inmutables”, (citado por Lowy, 1975). Sin embargo, esto también
podía ser suscrito por partidarios de Kant. Las diferencias de fondo no parecían
aclararse.
En cuanto al ala derecha de la socialdemocracia,
sencillamente sostenía que debía romperse todo vínculo con la dialéctica
hegeliana. Bernstein, cabeza de la corriente revisionista, planteaba que el
movimiento necesitaba basarse en el positivismo cientificista de Comte y en la
ética kantiana. Otto Bauer, otro destacado teórico, pensaba que Marx había
desarrollado “la parte de Kant que hay en Hegel”, pero “libre de la
reinterpretación ontológica de Kant por parte de Hegel” (citado por Rosdolsky,
1983, pp. 12-3). La respuesta del marxismo “ortodoxo” a estos ataques discurría
por los carriles ya señalados: una doctrina articulada en un evolucionismo casi
lineal, más o menos optimista. Significativamente, durante la guerra Lenin
habría de reconocer que el menosprecio o ignorancia de la dialéctica hegeliana
había sido una falencia del socialismo de la Segunda Internacional. En los
Cuadernos filosóficos escribió que era imposible entender El Capital, y en
especial el primer capítulo, sin haber estudiado la Lógica de Hegel, y concluyó
que, por lo tanto, “hace medio siglo ninguno de los marxistas entendió a Marx”.
Lo cual implicaba una crítica de sus propias concepciones anteriores. Esta
preocupación explica por qué Lenin, a comienzos de los años 20 considerara
fundamental la promoción del estudio sistemático de la dialéctica de Hegel.
En el movimiento
comunista
Como no podía ser de otra manera, la situación se mantuvo en
los primeros años de la Tercera Internacional. Rosdolsky recuerda que en los
veinte Lukács “se quejaba del vicio de considerar a la dialéctica en Marx como
un simple ingrediente estilístico superficial”. Es que los textos más conocidos
de dirigentes revolucionarios, referidos a la teoría, ofrecen un panorama
bastante desolador en lo que se refiere a tratamiento dialéctico de los
problemas. Aquí tengo presente, en primer lugar, Teoría del materialismo
histórico, de Bujarin, quien estaba considerado el teórico más prominente de la
IC. Si bien el texto estaba destinado a difundir las ideas del marxismo entre
las masas populares, el enfoque era extremadamente mecánico; en esencia,
Bujarin concebía una sociología basada en el modelo de las ciencias
naturales. Lo cual le valdría la crítica de Gramsci, a comienzos de la
década de 1930. Uno de los cargos fundamentales de Gramsci era que Bujarin
había convertido el pensamiento marxista en materia del sentido común, y lo
critica por no tomar en cuenta la dialéctica hegeliana.
En cuanto a los autores que en la década de 1920 plantearon
la importancia de la dialéctica de Hegel para el marxismo, es necesario
mencionar, además de Gramsci, a Lukacs y su Historia y conciencia de
clase; y a Korsch, con su libro Marxismo y filosofía. En estos trabajos
Lukács y Korsch plantearon, (también Gramsci), críticas al marxismo
mecanicista, a-dialéctico de la Segunda Internacional, y que dominaba en buena
parte de la Internacional Comunista, abriendo así el camino a lo que se
llamaría la “filosofía de la praxis”. Lukács, por ejemplo, sostiene que la
ortodoxia del marxismo se refiere exclusivamente al método, y que éste es la
dialéctica aplicada a las sociedades humanas. Desde este punto de vista,
rechaza la reducción de la historia a leyes naturales e inmutables, y critica
la tendencia a transformar la dialéctica en una ciencia positivista. Lo cual
representaba una ruptura bastante radical con el marxismo no solo “a lo
Kautsky”, sino también “a lo Bujarin”. Algo similar puede decirse de Korsch.
Sin embargo, varios factores impidieron que esta corriente pudiera superar, en
un sentido real, las falencias del marxismo no dialéctico. En particular, hay
que señalar que los trabajos de Lukács y Korsch constituyeron la base teórica
de las corrientes izquierdistas y consejistas de la Tercera Internacional, y
éstas se vieron debilitadas a partir del reflujo revolucionario en Europa, en
la década de 1920. Indudablemente, hubo una minusvaloración en estos trabajos
de los condicionamientos objetivos que subtienden la acción revolucionaria (una
crítica más global a estos aspectos de la filosofía de la praxis puede verse en
Hoffman, 1977). Y también de las dificultades que presentaba, para la agitación
revolucionaria, la conciencia “real” (esto es, efectivamente existente) de la
clase obrera europea. En este respecto Lukacs sostenía que el materialismo era
esencialmente la autoconciencia de la clase obrera, y que ésta era la única
clase capaz de adquirir una comprensión objetiva de la sociedad capitalista. La
clase obrera, según Lukács, necesariamente adquiría esta conciencia (la
conciencia “atribuida”). Por eso, y siempre según Lukács, el proletariado no
tiene por qué detenerse en los datos de la realidad inmediata, ni dejarse
arrastrar por ellos, ya que él mismo constituye “la esencia de las fuerzas
motoras”. De aquí también se desprendía un excesivo optimismo con respecto a
las posibilidades de transformación de la sociedad, y de la propia clase
obrera, luego de la toma del poder. Una posición que chocaba no sólo con
la crítica leninista del izquierdismo de la IC, sino también con las difíciles
condiciones que enfrentaba la revolución.
Por otra parte, la idea de que el materialismo era la
autoconciencia de la clase obrera, sería pasible del cargo de ser un criterio
no científico (un punto central de las críticas de los estructuralistas marxistas
o marxistas galileanos, en los años 1960 y 1970; véase infra). Es posible
entonces que estas cuestiones le enajenaran el apoyo de sectores de la
izquierda marxista. Señalo esta circunstancia porque aquí posiblemente nazca el
divorcio entre los teóricos de la praxis, defensores de la dialéctica, y buena
parte de la militancia, incluso crítica de lo que luego sería la
burocratización de la IC y la URSS.
De aquellos primeros años de la Internacional Comunista
también hay que mencionar la obra de Isaac Rubin, quien demostró la relevancia
de la dialéctica de Hegel para la comprensión de la teoría del valor trabajo de
Marx (Rubin, 1987). Además, también en los 1920 surgió en la Rusia soviética
una corriente, encabezada por Deborin, que defendía la necesidad de estudiar la
dialéctica y se oponía al materialismo mecanicista, defendido por
Akselrod. De todas maneras, una vez defenestrado Bujarin del poder, Stalin
suprimió a los “dialécticos”. En 1931 el “deborinismo” fue condenado por
“menchevique”, y muchos terminaron sus vidas en los campos de concentración
(Deborin sobrevivió, fue rehabilitado en 1956 y se publicó su obra).
Con la consolidación del stalinismo se generalizó entonces
la versión estándar de la dialéctica a través de los manuales del “materialismo
dialéctico” (término que habría sido utilizado por primera vez por Plejanov, en
1891). Como he planteado en otra nota, estos textos daban fórmulas secas, que
en nada cambiaban la forma de pensar. En este respecto, es importante destacar
que los críticos de izquierda, y en particular los de la filosofía de la
praxis, plantearon que esa “dialéctica disecada”, incapaz de despertar el
espíritu crítico, era un producto genuino del régimen burocrático. La tesis de
Raya Dunayevskaya ilustra el punto. Dunayevskaya (1989) señalaba que, a pesar
de que la burocracia stalinista ritualmente hacía referencia a la ruptura de
Marx con Hegel, evitaba referirse a los dos textos en los que Marx presenta de
forma más extensa su crítica a Hegel, a saber, la “Crítica de la Filosofía del
derecho”, (y su Introducción) y los Manuscritos económico filosóficos de 1844.
En ellos Marx critica a Hegel porque éste reconcilia las contradicciones en el
pensamiento (en el Espíritu Absoluto), en tanto estas contradicciones son
reales. Como diría luego Marx, de lo que se trata no es de transformar una idea
mistificadora sobre la realidad, sino la realidad que engendra esa idea (citado
por Vázquez Sánchez, 1980, p. 121). Pero además, en los Manuscritos, Marx
subrayó que el mérito de la filosofía hegeliana era “su carácter absolutamente
negativo y crítico”, y sugiere que esa negatividad no se reducía al capitalismo
privado, sino continuaba una vez anulada la propiedad privada, ya que “hay que
evitar, sobre todo, el volver a fijar la sociedad como abstracción frente al
individuo” (Manuscritos, citado por Dunayevskaya). Esto en el marco de haber
planteado que la alienación constituía la contradicción fundamental de la
sociedad capitalista. De ahí que Marx reivindicara una “segunda negación”, esto
es, una negación que ocurriría una vez anulada la propiedad privada, que daría
lugar al nacimiento del “humanismo positivo” después del comunismo. Las
implicancias subversivas en relación al régimen burocrático soviético, según
Dunayevskaya, eran claras.
En el mismo sentido, y también apoyándose en la Crítica de
la filosofía del derecho de Hegel, Sánchez Vázquez planteaba que en una
verdadera revolución no hay divorcio entre forma y contenido, y que “la
exterioridad o formalización de la práctica es el rasgo más característico del
burocratismo”; y criticaba “la praxis social estatal, política, cultural,
educativa, etcétera, ejercida de un modo burocrático” (Sánchez Vázquez, 1980,
p. 315). Aquí encontramos una reivindicación, por parte de los teóricos de la
praxis, del principio de la autonomía y la actividad del sujeto, que habría
sido formulada de manera idealista por Hegel, pero que despejaba el camino
“para pasar a una concepción de la actividad práctica, real, revolucionaria”
(Sánchez Vázquez, 1980). Pero esto sería tachado de “humanismo idealista” por
parte de los PC y la burocracia. De ahí el interés en mantener en un segundo
plano los Manuscritos de 1844 (que fueron conocidos recién en los 1950), a
pesar de que contenían una de las críticas más importantes de Marx a Hegel. El
rechazo de Althusser a concebir al marxismo como un humanismo (que asociaba a
la “desviación derechista” de la crítica a Stalin, de 1956), estuvo también
vinculado a esta problemática.
Con esto puede verse que en torno a las discusiones acerca
de la dialéctica, y a la relación Marx-Hegel, también se estaban dirimiendo
cuestiones políticas. La burocracia soviética, y de los partidos Comunistas,
trató de cortar todo vínculo del marxismo con el “núcleo racional” de la
dialéctica hegeliana, en última instancia, por “razones de Estado”. Como diría
Henri Lefebvre, en el Prefacio de 1969 de Lógica formal y lógica dialéctica:
“el diamat stalinizado… (…) fue una tentativa de totalización, un sistema
filosófico político, es decir, un neohegelianismo, una filosofía de estado y un
filosofía del Estado, pretendido resultado final de la historia y de la
historia de la filosofía. La síntesis desembocaba en el Estado staliniano
reforzado” (p. 4). Para que se entienda esta crítica, recordemos que, según Hegel, la
monarquía constitucional prusiana de principios del siglo XIX era la
realización de la esencia universal del Estado, y un producto del
desenvolvimiento de la Idea.
La suerte que corrió este libro de Lefebvre es
ilustrativa de lo que estamos planteando. Su autor lo escribió entre 1946
y 1947, siendo militante del PC, como parte de una serie que constaría de ocho
volúmenes. Pero el texto fue atacado por la ortodoxia stalinista, que le
reprochaba el haber “hegelianizado” la dialéctica marxista, y reclamaba una
“lógica proletaria”. Lefebvre abandonó el PC y fue uno de los animadores del
“marxismo humanista”; aunque a fines de los 1970 volvió al partido, porque
pensaba que se habían abierto condiciones democráticas. Agreguemos todavía una
cuestión: a pesar de las protestas sobre el “determinismo económico” de que
hacían gala, casi invariablemente, los manuales que trataban el materialismo
histórico, de hecho el stalinismo fue más bien voluntarista. El proyecto de
construir el socialismo en un solo país, por encima o por fuera de las
restricciones económicas (en particular, el atraso tecnológico y científico)
era más tributario del subjetivismo que del “determinismo objetivista”, que
muchas veces se le reprocha al stalinismo. Algo similar se aplica al maoísmo;
su política del Gran Salto Adelante, por ejemplo, se concibió en abstracción de
los condicionamientos materiales.
Marxismo
estructuralista
Vinculada a la batalla “contra el marxismo humanista” y el
“marxismo de la praxis”, en los años 1960 y 1970 la dialéctica sufrió uno de
los embates más importantes, esta vez proveniente del campo del estructuralismo
marxista, encarnado principalmente por Althusser, Balibar, Nicos Poulantzas y
Godelier. Un punto común de estos autores fue el propósito de reemplazar la
dialéctica por el análisis estructural. La crítica de Althusser a la “totalidad
hegeliana”, a la que concebía como una esencia omnipresente que abraza todas
las cosas, representaba un rechazo de la idea de un principio unificador de lo
múltiple y los diferentes (rol que puede jugar, según la teoría de Marx, el
capital en la totalidad concreta capitalista). Como alternativa frente a la
“totalidad hegeliana”, Althusser postuló la “totalidad compleja”, una
estructura en la que la contradicción se lee como “contradicción entre partes”.
La interacción entre las instancias económicas, políticas, etcétera, debía ser
la clave del análisis científico. Los althusserianos intentaron llevar adelante
un programa de investigación articulado en torno a esta idea; por ejemplo,
Poulantzas en lo que respecta al Estado y los regímenes políticos (véase
Poulantzas 1985). También conceptos esenciales del materialismo histórico
fueron reinterpretados en clave estructuralista. Así, Godelier planteaba que
las fuerzas productivas y las relaciones de producción constituían dos
estructuras completamente diferenciadas, que interactuaban desde esa identidad
diferenciada, y que la “identidad de los contrarios” eran solo una
mistificación hegeliana (véase Godelier y Seve, 1973). Una interpretación que
reaparece en los marxistas analíticos (véase más abajo).
Pero… ¿qué había de las afirmaciones de Marx acerca del rol
que había jugado la dialéctica hegeliana en su teoría? La explicación de
Althusser fue que Marx no se había dado cuenta de que, en realidad, había
inventado otra dialéctica. Es que, siempre según Althusser, Marx no había
podido utilizar la dialéctica hegeliana, ya que la inversión materialista
habría modificado su contenido. Por eso, al desarrollar el materialismo histórico,
Marx habría establecido una nueva dialéctica. De aquí que había que elaborar la
dialéctica que estaba implícita en Marx, leyendo entrelíneas El Capital y otros
textos (véase Althusser 1967 y Althusser y Balibar 1969). Sin embargo, salvo
por el concepto de “sobre-determinación” de las contradicciones (algo así como
que diferentes contradicciones podían articularse), poco es lo que avanzó esta
nueva dialéctica “estructuralista”.
En lo que respecta a la relación Marx- Hegel, fue
reinterpretada en términos de ruptura total (a partir de la Ideología alemana,
de 1845) o, en términos más precisos, de “ruptura epistemológica” (concepto
tomado de Bachelard). De manera que textos como los Manuscritos de 1844, con
sus críticas a la alienación y al burocratismo, quedaban relegados a la etapa
precientífica del marxismo. Nada de “Aufheben” (superar conservando) en la
historia intelectual de Marx. De hecho, según Althusser, tampoco Ricardo habría
legado algo valioso al marxismo. Se podría decir que, desde el punto de vista
político, los marxistas estructuralistas representaron una variante culta del
stalinismo, que intentó responder a las críticas de la burocracia por parte de
los marxistas de la praxis, del marxismo “a lo Sartre”, y de corrientes como el
trotskismo. Tal vez esto explique el que no pudiera atraer a la juventud que se
levantó en 1968. En 1974 Althusser intentó algunas correcciones de sus
posiciones en un ensayo de autocrítica, pero no fue a fondo. Ya antes de su
muerte (ocurrida en 1990), el estructuralismo marxista había entrado en
declive; Poulantzas incluso abandonó el marxismo y adoptó una postura
socialdemócrata burguesa. Digamos también que entre las descendencias del
althusserianismo, una de las más importantes, en el campo de la economía, fue
la escuela de la regulación, iniciada por Michael Aglietta. Si bien al comienzo
la escuela mantuvo algunas de las ideas y categorías marxistas -en especial en
autores como Lipietz-, luego los regulacionistas viraron hacia una concepción
ecléctica de la sociedad, muy alejada de las ideas de Marx (véase Mavroudeas,
1999).
En el marxismo
italiano
Entre las variantes del “marxismo
sin dialéctica”, también fue importante el marxismo italiano. Su iniciador,
en los años 1950, fue Galvano Della Volpe. Aunque Della Volpe también era
crítico de la dialéctica, su perspectiva fue distinta de la althusseriana.
Della Volpe planteó que el nacimiento de la concepción científica en Marx
arranca con su crítica a la filosofía del derecho de Hegel (nos basamos en
Della Volpe, 1969). Recuerda que Marx critica a Hegel porque no desarrolla su
pensamiento a partir del objeto, sino el objeto a partir de una idea dispuesta a priori, donde lo universal como tal es
sustantivado. Della Volpe sostiene entonces que el descubrimiento de la “mistificación dialéctica” como uno de
los secretos de Hegel se inscribe en la línea de instancias anti-platónicas y
anti-idealistas en la historia de la filosofía y la ciencia, que coincide con
la crítica de Galileo a la física precedente. Por eso, siempre según Della
Volpe, el marxismo y el galileísmo se inscribían en la ciencia experimental
moderna, enfrentada al racionalismo abstracto y a la metafísica. El marxismo
sería, en esencia, un galileísmo moral aplicado a una sociología de Estado. Su
método, al igual que el de Galileo, se articularía en torno al círculo
concreto-abstracto-concreto, entendido como la relación recíproca entre
hipótesis y datos empíricos. Lo cual, señala Della Volpe, implica que, siempre
de acuerdo a este método científico, todo juicio se reduce a un juicio de
experiencia, y tiene su fundamento en el carácter discreto de la materia. El
hecho, lo discreto, subraya, es positivo, y no tiene sentido hablar de su
carácter contradictorio. Ser materialista es conservar la positividad de lo discreto
y del hecho. Por eso también, subrayaba Della Volpe, la abstracción es
determinada. Della Volpe sostiene que Hegel disuelve (en el análisis de la
certeza sensible, en la Fenomenología) lo inmediato y sensible; por lo cual
anula lo individual, y con ello el principio de no contradicción. Por eso
también critica la idea de Hegel de una diferencia “que se refiere a sí misma”,
ya que la diferencia siempre es exterior, entre hechos o cosas discretas. De
acuerdo a Della Volpe, Hegel viola el principio lógico según el cual tal
“hombre” solo puede tener sentido a condición de ubicarse por fuera de la
relación contradictoria. Es significativo que, desde este planteo global, Della
Volpe reivindique la respuesta de Lenin a Mijailovski (ver supra) acerca del rol
de la dialéctica hegeliana en el marxismo.
Della Volpe influyó decisivamente en Lucio Colletti. Según
Colletti, el fundamento de la verdad es lo empírico, pero Hegel pone en
cuestión la certeza de lo inmediato. Por eso, los verdaderos antecesores de
Marx serían Hume y Kant, y no Hegel. En este respecto, Marx habría tenido dos
caras, una científica y la otra hegeliana. Más importante aún, Colletti planteó
que la base de la ciencia es el principio de no contradicción, y que en la
realidad no puede haber contradicciones, sino solo oposiciones reales; esto es,
conflictos y oposiciones sin contradicción. Por ejemplo, el conflicto entre la
clase obrera y la clase capitalista no es diferente de cualquiera de los
conflictos analizados por Galileo o Newton; la contradicción no tiene nada que
hacer aquí (véase, por ejemplo, Colletti 1975, 2010). Es importante señalar que
Colletti, a diferencia de otros autores que rechazaron la dialéctica, criticó
el abandono de la teoría del valor trabajo por los teóricos del monopolio (como
Paul Sweezy); y se opuso al ataque de los sraffianos a la teoría del valor de
Marx. Pero no brindó una alternativa coherente a las críticas sraffianas. En lo
político, Colletti rompió con el PC (a diferencia de Della Volpe, que se
mantuvo en el partido hasta su muerte) y militó en la izquierda crítica
anti-PC, en los 1960. Pero en los 1970 viró rápida y abruptamente su posición:
“… el que una vez fuera el filósofo marxista más famoso de Italia, se convirtió
en el espacio de tres o cuatro años en enemigo acérrimo del marxismo y firme
defensor de un liberalismo más o menos convencional” (Anderson, 1986, p. 30).
La crítica sraffiana
y el marxismo analítico
En lo que hace al terreno de la economía, desde por lo menos
mediados de los setenta las ideas centrales de El Capital estaban siendo
sometidas a una fuerte crítica por autores influenciados por Sraffa (a los que
he llamado “ultra-sraffianos”. En particular, se cuestionaba la noción misma
del valor trabajo, a la que veían redundante e innecesaria, en el mejor de los
casos; o sencillamente, incoherente. Lo cual empalmaba con una tradición
establecida entre los poskeynesianos de Cambridge, como Joan Robinson, quien
sostenía que el concepto del valor era metafísica pura, y calificaba de
“tonterías y disparates hegelianos” el método de Marx. En oposición a los
enfoques que apelaban a la dialéctica, los sraffianos afirmaban que los
análisis lógicos y matemáticos eran suficientes para elaborar una crítica de la
explotación capitalista, o para entender la crítica del capitalismo, y tendían
a pensar que la dialéctica era utilizada por los defensores de la ortodoxia
marxista para eludir los problemas planteados. En respuesta a estos ataques,
los marxistas “fundamentalistas” (como algunos los llamaron) rescataban la obra
de Rubin y la importancia de la dialéctica para la comprensión del valor, la
explotación o la dinámica de la sociedad capitalista. Las polémicas de la
Conference of Socialist Economists, de Inglaterra, brindan un buen panorama del
debate entre los economistas marxistas en los años 1970 (véase, por ejemplo,
Mohun, 1994). Según mi propia experiencia, los marxistas que estudiábamos las
cuestiones del valor, y los debates suscitados por los sraffianos, nos vimos
impulsados, de manera creciente, a adentrarnos en la dialéctica llevados por la
misma polémica (a la par que también estudiábamos el álgebra matricial, por
entonces de moda).
Hacia fines de la década el “marxismo sin dialéctica”
recibió otro impulso con la publicación del libro de Gerald Cohen, La teoría de
la historia de Karl Marx. Una defensa. En lo esencial, Cohen argumentaba a
favor del llamado “determinismo tecnológico”, que dice que los cambios de las
relaciones de producción se explican por los cambios de las fuerzas
productivas. Para esto, Cohen utilizó exclusivamente el método analítico. Su
punto de partida fueron definiciones “claras y distintas”. En su visión, las
fuerzas productivas se definen en completo aislamiento de las relaciones de
producción, y cuestiona varios de los conceptos de Marx. Por ejemplo, sostiene
que la afirmación de que el capital es una relación social (contenida en El
Capital) carece de sentido lógico; y que forma y contenido deben ser concebidas
siempre en su separación. Una de las conclusiones centrales del trabajo de
Cohen es que cuando la gente reconoce racionalmente que las fuerzas productivas
se estancan (las relaciones de producción entorpecen o traban su desarrollo),
se plantean la superación del régimen social. El capitalismo sería entonces
superado por ser ineficiente.
El libro de Cohen marcó el nacimiento de la corriente
llamada marxismo analítico, que intentó presentar un marxismo académicamente
aceptable, sustentado en la lógica formal y las matemáticas (en especial el
álgebra matricial), y despojado de la dialéctica. Entre sus representantes
más destacados se ubica John Roemer. Desde el punto de vista del método, Roemer
planteó que no existe una forma específica de lógica o explicación en el
marxismo, y que la dialéctica es “el yoga del marxismo”. De hecho, identificó a
la dialéctica con una especie de razonamiento teleológico, según el cual las
cosas suceden de determinada manera porque deben suceder a partir de una
totalidad casi metafísica (por ejemplo, por las necesidades del capital, de la
clase obrera, o cualquier otra entidad). Como alternativa, Roemer sostuvo que
“el modelo neoclásico de una economía competitiva no es un mal lugar para los
marxistas para comenzar su estudio del capitalismo idealizado” (Roemer, 1986 p.
192). Algunos han afirmado que con este abordaje el marxismo analítico llegó a
las mismas conclusiones que Marx. La realidad es que Roemer negó la validez de
la teoría del valor trabajo; desarrolló modelos en los que aparece el
valor-hierro y en que el hierro puede ser explotado (mucho de esto son
paráfrasis de lo ya planteado por los ultra-sraffianos); sostuvo que el proceso
de trabajo puede no estar en el centro del análisis de la explotación y las
clases sociales; y que las posiciones de clases pueden derivarse de los
comportamientos de los individuos que enfrentan mercados competitivos
(individuos que optimizan más teoría de los juegos; véase Roemer, editor, 1986
y 1988). En este último aspecto, Roemer pone en el centro del surgimiento de la
explotación la desigualdad en la distribución de riqueza; un individuo podría
elegir racionalmente ser explotado por otro con mayores recursos. Me es
difícil entender qué tiene esto de “aporte” al marxismo. A partir de los 1980,
la mayoría de los autores del marxismo analístico abandonó el marxismo. Ésta
fue, hasta donde alcanza mi conocimiento, la última variante significativa que
intentó establecer un “marxismo sin dialéctica”.
El marxismo
“pro-dialéctica”
A lo largo de los años 1960 a 1980 hubo muchos autores que
plantearon la importancia de la dialéctica para el análisis social (muchos
también en relación a las ciencias naturales). Algunos de los textos más
significativos los hemos citado. Mencionemos también a Ilyenkov (1972), Marcuse
(1971) y Zeleny (1974), que ayudaron a que comprendiéramos aspectos de la
dialéctica (la lista es necesariamente muy incompleta). Si bien importantes,
también hay que reconocer que estos textos no alcanzan a responder todas las
objeciones que se hacen a la dialéctica. Por ejemplo, en los años 1930 Popper,
además de negar la existencia de las contradicciones reales (una idea de vieja
data, que ya estaba en Dühring), sostuvo que Hegel había cometido una elemental
confusión lógica entre el “es” de la predicación y el “es” de la identidad.
Esta objeción está, además, en el centro de la crítica de Popper a la
contradicción hegeliana. Pues bien, solo con la lectura de especialistas en
Hegel pude comprender por qué el cargo de Popper es infundado (el argumento de
Hegel se basa precisamente en la distinción que Popper dice que Hegel no hace).
Pero esto no era posible de entender, para quienes no somos especialistas en
filosofía, con los textos de Ilyenkov o Marcuse. Menos aún con algunos
resúmenes de dialéctica, incluso los elaborados en corrientes críticas del
stalinismo, como es el caso de Novak (1973). De todas maneras, la obra de
muchos de estos autores constituyó la base para que, desde por lo menos
mediados de los 1980, surgieran nuevos trabajos que profundizaron en Hegel y su
relación con Marx. Entre estas obras, citamos la corriente “New Dialectics”
(véase Saad Filho, 1997). En particular, subrayo trabajos de Tony Smith,
Shamsavari, Fred Moseley y también Bertell Ollman. Muchos aspectos de la
dialéctica fueron desarrollados en relación a la teoría del valor de Marx y la
dinámica de la sociedad capitalista.
En conclusión, el rechazo de la dialéctica dentro del
marxismo tiene una larga data; recorre casi toda su historia, hasta nuestros
días. A pesar de que el sesgo anti dialéctico ha dominado en los movimientos
políticos de masas (Segunda y Tercera Internacional, el movimiento comunista
oficial), y en buena parte del marxismo académico la mayor parte del tiempo
(primero con el estructuralismo marxista, incluyendo al regulacionismo
marxista, y luego con el marxismo analítico), sus frutos teóricos no son
llamativos. Sin embargo, muchas de las críticas que hicieron los
“marxistas sin dialéctica” al uso que hizo Marx de la dialéctica hegeliana
obligan a profundizar en las cuestiones. No me refiero a algunas de las más
superficiales -no conozco ningún marxista serio que quiera explicar el
desarrollo del capitalismo por “el concepto que se piensa a sí mismo”- sino a
las cuestiones sustanciales. Por ejemplo, por qué sostenemos que el modo de
producción capitalista es un modo de producción esencialmente contradictorio; o
por qué afirmamos que el universal, entendido como el principio de unidad en
una totalidad compleja (como lo es la sociedad capitalista) es importante para
la crítica social.
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