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Foto: Marshall Berman |
Maciek Wisniewski | La
ciudad y la modernidad fueron sus dos grandes temas. Marshall Berman
(1940-2013), teórico político e intelectual público, luchaba por el derecho a
la ciudad para todos y ayudaba a entender las consecuencias de la
modernización. A contrapelo de teorías posmodernas, la veía como una condición
de desasosiego y desintegración. En su clásico Todo lo sólido se desvanece
en el aire (1982), a base de experiencia de vivir en un cambiante espacio
de su natal Nueva York (las carreteras y obras públicas de Robert Moses,
etcétera), y con amplias referencias a literatura y filosofía –sobre todo a
Marx: el principal motivo fue tomado del Manifiesto comunista–, pintó un
ambiguo retrato de modernidad capitalista y su “destrucción creativa”
(Sombart/Schumpeter), un tormentoso proceso de acumulación y aniquilación de
riqueza. Bien apuntó
Corey Robin que
este es uno de los pocos textos, frutos de la íntima revelación del autor,
como, por ejemplo, Orientalismo, de Said. Su marxismo era un poco “light ” y
su enfoque hacia la modernidad a veces poco riguroso, pero él mismo se decía
“marxista-humanista”, e, igual que Marx, aunque admiraba la modernidad se
preocupaba más por sus víctimas, buscando su mejor variedad, más allá del
capital. Junto con otros teóricos hablaba de
urbicidio –“asesinato
de una ciudad”–, señalando que la destrucción de edificios también es una forma
de violencia contra las personas. Aunque el término se popularizó
en contextos
bélicos como la guerra en ex Yugoslavia o las prácticas de Israel en territorios
palestinos (véase: Martin Coward,
Urbicide, The
politics of urban destruction,Londres 2009), él lo usaba en un sentido
amplio para criticar las malas políticas de planeación, que destruían los
espacios públicos y el tejido social urbano.
Cuando el año pasado estuvo en Polonia, promocionando la
edición de su libro
Aventuras en el
marxismo (1999), en una entrevista (Krytyka Polityczna, 13/4/12),
habitualmente buscando en literatura las imágenes de la destrucción
capitalista, recordaba la novela
Los hermanos Ashkenazi (1935),
escrita en yidish, de Israel Joshua Singer (1883-1944), el hermano mayor del
premio Nobel de Literatura Isaac Bashevis, sobre el nacimiento y decadencia de
Lodz, centro textil –“el Manchester polaco”–, una de las más grandes ciudades
industriales europeas. El libro –comparado con otra novela sobre Lodz: La
tierra prometida (1899), del otro premio Nobel, Wladyslaw Reymont
(1867-1925), filmada por Andrzej Wajda– retrata el capitalismo salvaje del
siglo XIX, que moldeó una ciudad enferma y polarizada entre extrema pobreza y
gran opulencia, que degeneraba los lazos humanos, incluso entre los hermanos,
de los cuales uno fue modelado en
Izrael Poznanski (1833-1900),
un industrial que edificó su imperio en precarias condiciones laborales. Habla
de cómo el joven comunismo ganaba terreno entre los obreros y de agudos
conflictos entre judíos, polacos, rusos y alemanes. La fábrica de Poznanski,
que a principios del siglo XX perdió su “esplendor”, fue nacionalizada en la
época del “socialismo real existente” y cerrada después de la “transición” post
1989. Lodz se sumergió en la desindustrialización neoliberal y el desempleo.
Cuando Berman preguntó a un periodista por las razones de esta implosión, éste
contestó con un perfecto cuento
laissez-faire:
“ Los
obreros se volvieron perezosos. Querían ir a surfear (¡sic!). La única razón
por la que el negocio fracasa son los trabajadores (¡sic!)”, (Dissent, 17/6/12).
Desde el principio, quizás como ninguna otra ciudad polaca,
Lodz fue expuesta a los vientos del progreso y la destrucción (otra novela
dedicada a ella de Zygmunt Bartkiewicz se titula Mala ciudad, 1911).
Mientras Varsovia siempre ha sido más víctima de los vientos de la historia, la
anatomía urbana de Lodz es fruto del cambio de patrones de acumulación a escala
global y modalidades del capitalismo. El más reciente cambio que quedó grabado
en ella es el paso de la producción al consumo (un proceso en marcha desde los
años 60, que en Polonia tuvo su pique en 1989): la vieja y monumental fábrica
de Poznanski fue convertida en el más grande centro comercial y parque de
diversión en Europa del este (Manufaktura). Ya no alberga máquinas, sino
tiendas, restaurantes, cines, museos y un hotel, mientras sus viejos obreros,
pauperizados y relegados al desempleo estructural, no pueden permitirse ni
siquiera un capuchino para poder gozar de la nueva cultura capitalista
(documental Mi calle, 2012). Otras fábricas son centros culturales
(Lodz trata de venderse como “ciudad de cuatro culturas”, invocando la supuesta
convivencia pacífica entre diferentes nacionalidades durante el boom económico), o
lujosos departamentos (lofts). Avanza la gentrificación, elitización
de barrios pobres que provoca el aumento de rentas y desposesión –para
Neil
Smith no es un proceso “cultural”, sino netamente económico, impulsado
por especulación y búsqueda de ganancia– y que no combate la pobreza, sino la
desplaza (The Guardian, 10/10/13). Según Berman, la gentrificación es
un cáncer de la ciudad, que hace que
“los
que más la aman, menos se la pueden permitir”.
Aunque para él el urbicidio era un fenómeno
presente en todas las épocas, con el capitalismo cobró rasgos particulares. Se
hizo inseparable de la modernización urbana, que a su vez es un proceso
contradictorio (sus fuerzas se alimentan de la destrucción y son muy frágiles),
devastador (los escombros sepultan también las historias humanas) y paradójico
(aniquila la misma vida urbana que promete liberar). La falta de regulación en
el mercado inmobiliario y de transparencia en la asociación público-privada
empeora aún más las cosas en las ciudades producidas según las necesidades del
capital. La alternativa sería la democratización del espacio urbano y la
incorporación de habitantes en planeación. Si bien esta crítica podría sonar a
pura nostalgia, más bien era una
voz por “otra
modernidad” y por “otra ciudad” que no sean capitalistas. Curiosamente, la
“ciudad socialista” con que soñaba Berman significaría no menos, sino más de
todo: más edificios, más neones y más producción, pero todo orientado a satisfacer
las verdaderas necesidades de la gente (The Guardian, 17/9/13). Un espacio
común para todos, no para unos pocos.