Trabajadores: Es un hecho notabilísimo el que la miseria de
las masas trabajadoras no haya disminuido desde 1848 hasta 1864, y, sin
embargo, este período ofrece un desarrollo incomparable de la industria y el
comercio. En 1850, un órgano moderado de la burguesía británica, bastante bien
informado, pronosticaba que si la exportación y la importación de Inglaterra
ascendían a un 50 por 100, el pauperismo descendería a cero. Pero, ¡ay! el 7 de
abril de 1864, el canciller del Tesoro
[*] cautivaba
a su auditorio parlamentario, anunciándole que el comercio de importación y
exportación había ascendido en el año de 1863 «a 443.955.000 libras esterlinas,
cantidad sorprendente, casi tres veces mayor que el comercio de la época,
relativamente reciente, de 1843». Al mismo tiempo, hablaba elocuentemente de la
«miseria». «Pensad —exclamaba— en los que viven al borde de la miseria», en los
«salarios... que no han aumentado», en la «vida humana... que de diez casos, en
nueve no es otra cosa que una lucha por la
existencia».
No dijo nada del pueblo
irlandés, que en el Norte de su país es remplazado gradualmente por las
máquinas, y en el Sur, por los pastizales para ovejas. Y aunque las mismas
ovejas disminuyen en este desgraciado país, lo hacen con menos rapidez que los
hombres. Tampoco repitió lo que acababan de descubrir en un acceso súbito de
terror los más altos representantes de los «diez mil de arriba». Cuando el
pánico producido por los «estranguladores»
[2] adquirió
grandes proporciones, la Cámara de los Lores ordenó que se hiciera una investigación
y se publicara un informe sobre los penales y lugares de deportación. La verdad
salió a relucir en el voluminoso Libro Azul de 1863
[3],
demostrándose con hechos y guarismos oficiales que los peores criminales
condenados, los presidiarios de Inglaterra y Escocia, trabajaban muchos menos y
estaban mejor alimentados que los trabajadores agrícolas de esos mismos países.
Pero no es eso todo. Cuando a consecuencia de la guerra civil de
Norteamérica
[4], quedaron
en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de Chester, la misma
Cámara de los Lores envió un médico a los distritos industriales, encargándole
que averiguase la cantidad mínima de carbono y de nitrógeno, administrable bajo
la forma más corriente y menos cara, que pudiese bastar por término medio
«para
prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre». El Dr. Smith, médico
delegado, averiguó que 28.000 gramos de carbono y 1.330 gramos de nitrógeno
semanales eran necesarios, por término medio, para conservar la vida de una
persona adulta... en el nivel mínimo, bajo el cual comienzan las enfermedades
provocadas por el hambre. Y descubrió también que esta cantidad no distaba
mucho del escaso alimento a que la extremada miseria acababa de reducir a los
trabajadores de las fábricas de tejidos de algodón
[**]. Pero
escuchad aún: Algo después, el docto médico en cuestión fue comisionado
nuevamente por el Consejero Médico del Consejo Privado, para hacer un informe
sobre la alimentación de las clases trabajadoras más pobres. El "Sexto
Informe sobre la Sanidad Pública", dado a la luz en este mismo año por
orden del parlamento, contiene el resultado de sus investigaciones. ¿Qué ha
descubierto el doctor? Que los tejedores en seda, las costureras, los
guanteros, los tejedores de medias, etc., no recibían, por lo general, ni la
miserable comida de los trabajadores en paro forzoso de la fábrica de tejidos
de algodón, ni siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno
«suficientes para
prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre».
«Además» —citamos textualmente el informe— «el examen del
estado de las familias agrícolas ha demostrado que más de la quinta parte de
ellas se hallan reducidas a una cantidad de alimentos carbonados inferior a la
considerada suficiente, y más de la tercera parte a una cantidad menos que
suficiente de alimentos nitrogenados; y que en tres condados (Berks, Oxford y
Somerset), el régimen alimenticio se caracteriza, en general, por su
insuficiente contenido en alimentos nitrogenados». «No debe olvidarse» —añade
el dictamen oficial— «que la privación de alimento no se soporta sino de muy
mala gana, y que, por regla general, la falta de alimento suficiente no llega
jamás sino después de muchas otras privaciones... La limpieza misma es
considerada como una cosa cara y difícil, y cuando el sentimiento de la propia
dignidad impone esfuerzos por mantenerla, cada esfuerzo de esta especie tiene
que pagarse necesariamente con un aumento de las torturas del hambre». «Estas
reflexiones son tanto más dolorosas, cuanto que no se trata aquí de la miseria
merecida por la pereza, sino en todos los casos de la miseria de una población
trabajadora. En realidad, el trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento
es, en la mayoría de los casos, un trabajo excesivamente prolongado».
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño, y hasta inesperado:
«De todas las regiones del Reino Unido»,
es decir, Inglaterra, el País de Gales, Escocia e Irlanda, «la población
agrícola de Inglaterra», precisamente la de la parte más opulenta, «es
evidentemente la peor alimentada»; pero hasta los labradores de los condados de
Berks, Oxford y Somerset están mejor alimentados que la mayor parte de los
obreros calificados que trabajan a domicilio en el Este de Londres.
Tales son los datos oficiales publicados por orden del
parlamento en 1864, en el siglo de oro del librecambio, en el momento mismo en
que el canciller del Tesoro decía a la Cámara de los Comunes que «la condición
de los obreros ingleses ha mejorado, por término medio, de una manera tan
extraordinaria, que no conocemos ejemplo semejante en la historia de ningún
país ni de ninguna edad».
Estas exaltaciones oficiales contrastan con la fría
observación del dictamen oficial de la Sanidad Pública:
«La salud pública de
un país significa la salud de sus masas, y es casi imposible que las masas
estén sanas si no disfrutan, hasta lo más bajo de la escala social, por lo
menos de un bienestar mínimo».
Deslumbrado por los guarismos de las estadísticas, que
bailan ante sus ojos demostrando el «progreso de la nación», el canciller del
Tesoro exclama con acento de verdadero éxtasis:
«Desde 1842 hasta
1852, la renta imponible del país aumentó en un 6%; en ocho años, de 1853 a
1861, aumentó ¡en un veinte por ciento! Este es un hecho tan sorprendente, que
casi es increíble... Tan embriagador aumento de riqueza y de poder» —añade
Mr. Gladstone— «se halla restringido
exclusivamente a las clases poseedoras».
Si queréis saber en qué condiciones de salud perdida, de
moral vilipendiada y de ruina intelectual ha sido producido y se está
produciendo por las clases laboriosas ese «embriagador aumento de riqueza y de
poder, restringido exclusivamente a las clases poseedoras», examinad la
descripción que se hace en el último «Informe sobre la Sanidad Pública»
referente a los talleres de sastres, impresores y modistas. Comparad el
«Informe de la Comisión para examinar el trabajo de los niños», publicado en
1863 y donde se prueba, entre otras cosas, que
«los alfareros,
hombres y mujeres, constituyen un grupo de la población muy degenerado, tanto
desde el punto de vista físico como desde el punto de vista intelectual»; que
«los niños enfermos llegan a ser, a su vez, padres enfermos»; que «la
degeneración progresiva de la raza es inevitable» y que «la degeneración de la
población del condado de Stafford habría sido mucho mayor si no fuera por la
continua inmigración procedente de las regiones vecinas y por los matrimonios
mixtos con capas de la población más robustas».
¡Echad una ojeada en el Libro Azul al informe del señor
Tremenheere, sobre las «Quejas de los oficiales panaderos»! Y quién no se ha
estremecido al leer la paradójica declaración de los inspectores de fábrica,
ilustrada por los datos demográficos oficiales, según la cual la salud pública
de los obreros de Lancaster ha mejorado considerablemente, a pesar de hallarse
reducidos a la ración de hambre, porque la falta de algodón los ha echado
temporalmente de las fábricas; y que la mortalidad de los niños ha disminuido,
porque al fin pueden las madres darles el pecho en vez del cordial de Godfrey.
Pero volvamos una vez más la medalla. Por el informe sobre
el impuesto de las Rentas y Propiedades presentado a la Cámara de los Comunes
el 20 de julio de 1864, vemos que del 5 de abril de 1862 al 5 de abril de 1863,
13 personas han engrosado las filas de aquellos cuyas rentas anuales están
evaluadas por el cobrador de las contribuciones en 50.000 libras esterlinas y
más, pues su número subió en ese año de 67 a 80. El mismo informe descubre el
hecho curioso de que unas 3.000 personas se reparten entre sí una renta anual
de 25.000.000 de libras esterlinas, es decir, más de la suma total de ingresos
distribuida anualmente entre toda la población agrícola de Inglaterra y del
País de Gales. Abrid el registro del censo de 1861 y hallaréis que el número de
los propietarios territoriales de sexo masculino en Inglaterra y en el País de
Gales se ha reducido de 16.934 en 1851, a 15.066 en 1861, es decir, la
concentración de la propiedad territorial ha crecido en diez años en un 11% Si
en Inglaterra la concentración de la propiedad territorial sigue progresando al
mismo ritmo, la cuestión territorial se habrá simplificado notablemente, como
lo estaba en el Imperio Romano, cuando Nerón se sonrió al saber que la mitad de
la provincia de Africa pertenecía a seis personas.
Hemos insistido tanto en estos «hechos, tan sorprendentes,
que son casi increíbles», porque Inglaterra está a la cabeza de la Europa
comercial e industrial. Acordaos de que hace pocos meses uno de los hijos
refugiados de Luis Felipe felicitaba públicamente al trabajador agrícola inglés
por la superioridad de su suerte sobre la menos próspera de sus camaradas de
allende el Estrecho. Y en verdad, si tenemos en cuenta la diferencia de las
circunstancias locales, vemos los hechos ingleses reproducirse, en escala algo
menor, en todos los países industriales y progresivos del continente. Desde
1848 ha tenido lugar en estos países un desarrollo inaudito de la industria y
una expansión ni siquiera soñada de las exportaciones y de las importaciones.
En todos ellos «el aumento de la riqueza y el poder, restringido exclusivamente
a las clases poseedoras» ha sido en realidad «embriagador». En todos ellos, lo
mismo que en Inglaterra, una pequeña minoría de la clase trabajadora ha
obtenido cierto aumento de su salario real; pero para la mayoría de los trabajadores,
el aumento nominal de los salarios no representa un aumento real del bienestar,
ni más ni menos que el aumento del coste del mantenimiento de los internados en
el asilo para pobres o en el orfelinato de Londres, desde 7 libras, 7 chelines
y 4 peniques que costaba en 1852, a 9 libras, 15 chelines y 8 peniques en 1861,
no les beneficia en nada a esos internados. Por todas partes, la gran masa de
las clases laboriosas descendía cada vez más bajo, en la misma proporción, por
lo menos, en que los que están por encima de ella subían más alto en la escala
social. En todos los países de Europa -y esto ha llegado a ser actualmente una
verdad incontestable para todo entendimiento no enturbiado por los prejuicios y
negada tan sólo por aquellos cuyo interés consiste en adormecer a los demás con
falsas esperanzas-, ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación
de la ciencia a la producción, ni el mejoramiento de los medios de
comunicación, ni las nuevas colonias, ni la emigración, ni la creación de
nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas estas cosas juntas están en
condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas; al contrario,
mientras exista la base falsa de hoy, cada nuevo desarrollo de las fuerzas
productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y
agudizará más cada día los antagonismos sociales. Durante esta embriagadora
época de progreso económico, la muerte por inanición se ha elevado a la
categoría de una institución en la capital del Imperio británico. Esta época
está marcada en los anales del mundo por la repetición cada vez más frecuente,
por la extensión cada vez mayor y por los efectos cada vez más mortíferos de
esa plaga de la sociedad que se llama crisis comercial e industrial.
Después del fracaso de las revoluciones de 1848, todas las
organizaciones del partido y todos los periódicos de partido de las clases
trabajadoras fueron destruidos en el continente por la fuerza bruta. Los más
avanzados de entre los hijos del trabajo huyeron desesperados a la república de
allende el océano, y los sueños efímeros de emancipación se desvanecieron ante
una época de fiebre industrial, de marasmo moral y de reacción política. Debido
en parte a la diplomacia del Gobierno inglés, que obraba con el gabinete de San
Petersburgo, la derrota de la clase obrera continental esparció bien pronto sus
contagiosos efectos a este lado del Estrecho. Mientras la derrota de sus
hermanos del continente llevó el abatimiento a las filas de la clase obrera
inglesa y quebrantó su fe en la propia causa, devolvió al señor de la tierra y
al señor del dinero la confianza un tanto quebrantada. Estos retiraron
insolentemente las concesiones que habían anunciado con tanto alarde. El
descubrimiento de nuevos terrenos auríferos produjo una inmensa emigración y un
vacío irreparable en las filas del proletariado de la Gran Bretaña. Otros, los
más activos hasta entonces, fueron seducidos por el halago temporal de un
trabajo más abundante y de salarios más elevados, y se convirtieron así en «esquiroles
políticos». Todos los intentos de mantener o reorganizar el movimiento
cartista
[5] fracasaron
completamente. Los órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno
tras otro por la apatía de las masas, y, de hecho, jamás el obrero inglés había
parecido aceptar tan enteramente un estado de nulidad política. Así pues, si no
había habido solidaridad de acción entre la clase obrera de la Gran Bretaña y
la del continente, había en todo caso solidaridad de derrota.
Sin embargo, este período transcurrido desde las
revoluciones de 1848 ha tenido también sus compensaciones. No indicaremos aquí
más que dos hechos importantes.
Después de una lucha de treinta años, sostenida con una tenacidad
admirable, la clase obrera inglesa, aprovechándose de una disidencia momentánea
entre los señores de la tierra y los señores del dinero, consiguió arrancar la
ley de la jornada de diez horas
[6]. Las
inmensas ventajas físicas, morales e intelectuales que esta ley proporcionó a
los obreros fabriles, señaladas en las memorias semestrales de los inspectores
del trabajo, son ahora reconocidas en todas partes. La mayoría de los gobiernos
continentales tuvo que aceptar la ley inglesa del trabajo bajo una forma más o
menos modificada; y el mismo parlamento inglés se ve obligado cada año a
ampliar la esfera de acción de esta ley. Pero al lado de su significación
práctica, había otros aspectos que realzaban el maravilloso triunfo de esta
medida para los obreros. Por medio de sus sabios más conocidos, tales como el
doctor Ure, profesor Senior y otros filósofos de esta calaña, la burguesía
había predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda limitación legal de la
jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria inglesa, que,
semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y, además, sangre
de niños. En tiempos antiguos, el asesinato de un niño era un rito misterioso
de la religión de Moloc, pero se practicaba sólo en ocasiones solemnísimas, una
vez al año quizá, y, por otra parte, Moloc no tenía inclinación exclusiva por
los hijos de los pobres. Esta lucha por la limitación legal de la jornada de
trabajo se hizo aún más furiosa, porque —dejando a un lado la avaricia
alarmada— de lo que se trataba era de decidir la gran disputa entre la
dominación ciega ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de
la Economía política burguesa, y la producción social controlada por la
previsión social, contenido de la Economía política de la clase obrera. Por
eso, la ley de la jornada de diez horas no fue tan sólo un gran triunfo
práctico, fue también el triunfo de un principio; por primera vez la Economía
política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía
política de la clase obrera.
Pero estaba reservado a la Economía política del trabajo el
alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la Economía política de la
propiedad. Nos referimos al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las
fábricas cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunas
«manos» («hands»)
[***] audaces.
Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que
han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran
escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de
la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»;
han mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos
de trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación
contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el
trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es
sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo
asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Roberto Owen fue
quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los
experimentos realizados por los obreros en el continente no fueron de hecho más
que las consecuencias prácticas de las teorías, no descubiertas, sino
proclamadas en voz alta en 1848.
Al mismo tiempo, la experiencia del período comprendido
entre 1848 y 1864 ha probado hasta la evidencia que, por excelente que sea en
principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo cooperativo,
limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los
obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en progresión geométrica del
monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar siquiera un poco la carga de
sus miserias. Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos aristócratas
bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta a economistas
agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema cooperativo, que
en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de
soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a
las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y,
por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales. Pero los señores de la
tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios
políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de
contribuir a la emancipación del trabajo, continuarán oponiéndole todos los
obstáculos posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trató de
silenciar en la última sesión del parlamento a los defensores del proyecto de
ley sobre los derechos de los colonos irlandeses. «¡La Cámara de los Comunes —exclamó— es una Cámara de propietarios territoriales!».
La conquista del poder político ha venido a ser, por lo
tanto, el gran deber de la clase obrera. Así parece haberlo comprendido ésta,
pues en Inglaterra, en Alemania, en Italia y en Francia, se han visto renacer
simultáneamente estas aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para
reorganizar políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número.
Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y
guiado por el saber. La experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los
lazos fraternales que deben existir entre los trabajadores de los diferentes
países y que deben incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus luchas por
la emancipación, es castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados. Guiados
por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países, que se
reunieron en un mitin público en Saint Martin's Hall el 28 de septiembre de
1864, han resuelto fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal
unión y colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con una
política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego
prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las
riquezas del pueblo? No ha sido la prudencia de las clases dominantes, sino la
heroica resistencia de la clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de
aquéllas, la que ha evitado a la Europa Occidental el verse precipitada a una
infame cruzada para perpetuar y propagar la esclavitud allende el océano
Atlántico. La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota
con que las clases superiores de Europa han visto a Rusia apoderarse del
baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las inmensas
usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara, cuya cabeza
está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos los gabinetes de
Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios
de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus
gobiernos respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios
de que dispongan; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una protesta
común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que
deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de
las relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género forma
parte de la lucha general por la emancipación de la clase obrera.
¡Proletarios de todos los países, uníos!
Notas
[*] W.
Gladstone. (N. de la Edit.)
[**] Dudo
de que haya necesidad de recordar al lector que el carbono y el nitrógeno
constituyen, con el agua y otras substancias inorgánicas, las materias primas
de los alimentos del hombre. Sin embargo, para la nutrición del organismo
humano, estos elementos químicos simples deben ser suministrados en forma de
substancias vegetales o animales. Las patatas, por ejemplo, contienen sobre
todo carbono, mientras que el pan de trigo contiene substancias carbonadas y
nitrogenadas en la debida proporción.
[***] Hands,
manos, significa también obreros. (N. de la Edit.)
[1] El
28 de setiembre de 1864 se celebró en St. Martin's Hall de Londres una gran
asamblea internacional de obreros, en la que se fundó la Asociación
Internacional de los Trabajadores (conocida posteriormente como la I
Internacional) y se eligió el Comité provisional. C. Marx entró a formar parte
del mismo y, luego, de la comisión nombrada en la primera reunión del Comité
celebrada el 5 de octubre para redactar los documentos programáticos de la
Asociación. El 20 de octubre, la comisión encargó a Marx la redacción de un
documento preparado durante su enfermedad y escrito en el espíritu de las ideas
de Mazzini y de Owen. En lugar de dicho documento, Marx escribió, en realidad,
dos textos completamente nuevos —el "Manifiesto Inaugural de la Asociación
Internacional de los Trabajadores" y los "Estatutos provisionales de
la Asociación"— que fueron aprobados el 27 de octubre en la reunión de la
comisión. El 1º de noviembre de 1864, el "Manifiesto" y los
"Estatutos" fueron aprobados por unanimidad en el Comité provisional,
constituido en órgano dirigente de la Asociación. Conocido en la historia como
Consejo General de la Internacional, este órgano se llamaba hasta fines de
1866, con mayor frecuencia, Consejo Central. Carlos Marx fue, de hecho, su
dirigente, organizador y jefe, así como autor de numerosos llamamientos,
declaraciones, resoluciones y otros documentos.
En el "Manifiesto Inaugural", primer documento
programático, Marx lleva a las masas obreras a la idea de la necesidad de
conquistar el poder político y de crear un partido proletario propio, así como
de asegurar la unión fraternal de los obreros de los distintos países.
Publicado por vez primera en 1864, el "Manifiesto
Inaugural" fue reeditado reiteradas veces a lo largo de toda la historia
de la Internacional, que dejó de existir en 1876.
[2] Estranguladores (garroters),
ladrones de los años 60 del siglo XIX, que agarraban a sus víctimas por el
cuello.
[3] Libros
Azules (Blue Books), denominación general de las publicaciones de
documentos del parlamento inglés y de los documentos diplomáticos del
Ministerio del Exterior, debida al color azul de la cubierta. Se editan en
Inglaterra a partir del siglo XVII y son la fuente oficial fundamental de datos
sobre la historia económica y diplomática del país.
En la pág. 6 trátase del "Informe de la comisión para
investigar la acción de las leyes referentes al destierro y a los trabajos
forzados", t. I, Londres, 1863; en la pág. 90, de la "Correspondencia
con las misiones extranjeras de Su Majestad sobre problemas de la industria y
las tradeuniones", Londres, 1867.
[4]
La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los
Estados industriales del Norte y los sublevados Estados esclavistas del Sur. La
clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de la burguesía nacional, que
apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la intervención
de Inglaterra en esa contienda.
[5]
El cartismo era un movimiento revolucionario de masas de los obreros
ingleses en los años 30-40 del siglo XIX. Los cartistas redactaron en 1838 una
petición (Carta del pueblo) al parlamento, en la que se reivindicaba el
sufragio universal para los hombres mayores de 21 años, voto secreto, abolición
del censo patrimonial para los candidatos a diputado al parlamento, etc. El movimiento
comenzó con grandiosos mítines y manifestaciones y transcurrió bajo la consigna
de la lucha por el cumplimiento de la Carta del pueblo. El 2 de mayo de
1842 se llevó al parlamento la segunda petición de los cartistas, que incluía
ya varias reivindicaciones de carácter social (reducción de la jornada laboral,
elevación de los salarios, etc.). Lo mismo que la primera, esta petición fue
rechazada por el parlamento. Como respuesta, los cartistas organizaron una
huelga general. En 1848, los cartistas proyectaban una manifestación ante el
parlamento a fin de presentar una tercera petición, pero el Gobierno se valió
de unidades militares para impedir la manifestación. La petición fue rechazada.
Después de 1848, el movimiento cartista decayó.
[6] La
clase obrera de Inglaterra sostuvo la lucha por la reducción legislativa de la
jornada laboral a 10 horas desde fines del siglo XVIII. Desde comienzos de los
años 30 del siglo XIX, esta lucha se extendió a las grandes masas del
proletariado. La ley de la jornada laboral de 10 horas, extensiva nada más que
a las mujeres y los adolescentes, fue adoptada por el parlamento el 8 de junio
de 1847. Sin embargo, en la práctica, muchos fabricantes hacían caso omiso de
ella.
La Asociación Internacional de
los Trabajadores fue fundada el 28 de septiembre de 1864, en una Asamblea
Pública celebrada en Saint Martin's Hall de Long Acre, Londres.
La primera
edición fue publicada en inglés en el folleto Address and Provisional
Rules of the Working Men's International Association, Established September 28,
1864, at a Public Meeting held at St. Martin's Hall, Long Acre, London, editado
en Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo
se publicó la traducción al alemán, hecha por el autor, en el
periódico Social-Demokrat, N° 2 y en el apéndice al N° 3, del 21 y 30 de
diciembre de 1864.
Digitalización y Edición electrónica: Marxists Internet Archive, 2001.