A diferencia de otros años, el telediario del pasado 11 de
septiembre no empezó con un recordatorio del atentado de las torres gemelas.
Todas las cadenas nacionales (y muchas internacionales) empezaron con una
espectacular cadena humana que iba desde un pueblo de Castellón a uno del sur
de Francia. Solo los hooligans más sectarios y tuertos pueden negar éxito de
movilización de los organizadores (la Assemblea Nacional de Catalunya). En la
Vía Catalana participaron unas 400.000 personas de todas las edades, clases
sociales, ideologías y pueblos de Cataluña. Esta exhibición de fuerza bajo el
lema
“Via catalana cap a la independència” supera la manifestación de Barcelona
del año pasado (“Marxa cap a la independència”). Otra cosa que llama la
atención era el clima popular, festivo y reivindicativo del acto. Salvo
incidentes aislados, a lo largo de toda la jornada reinó un ambiente pacífico y
democrático.
Ahora bien, ¿qué ha pasado en Cataluña? ¿Qué le ha pasado a
Cataluña? El pasado 11 de septiembre la mayor parte de los españoles veía con
asombro las imágenes que llegaban de todas partes de Cataluña. No entendían
nada. ¿De dónde habían salido todos esos independentistas? ¿Qué ha pasado con
la Cataluña moderada y del seny? También había caras de estupor entre los
propios catalanes que vivimos bajo la dictablanda del nacionalismo. Por la noche las tertulias televisivas y radiofónicas
echaban humo. Desde los medios de comunicación afines a la socialdemocracia se
relanzaban
las tesis de la España federal, como si los nacionalistas que están
a disgusto con un sistema de autonomías fueran a estar cómodos con un cambio
burocrático. El socialismo ibérico está a la deriva en la cuestión nacional
desde hace décadas precisamente porque ha dejado de creer en España como
nación. La izquierda euro-comunista es víctima de sus propias construcciones
ideológicas y produce situaciones tan esperpénticas como la de extremeños
barbudos y con camisa de leñador aplaudiendo el “dret a decidir”.
En los medios de la derechita pudimos escuchar las
explicaciones y las consignas de siempre. Los tertulianos liberales hablaban de
dinero, de cómo iba a afectar a los catalanes la salida de España, la salida
del euro. También hablaban del artículo 2 de la Constitución (la
indisolubilidad de la Nación española) y el 155, que recoge la coacción estatal
y que, en último término, permite la suspensión de las instituciones
autonómicas. Hablaban incluso de sacar los tanques a la calle. Eso sí, al
amparo del ordenamiento vigente.
La ultraderecha totalitaria no habló. No habló porque no
sabe razonar. Se limitó a la acción directa. Un grupo de descontrolados reventó
un acto institucional de la Generalitat en la librería Blanquerna de Madrid con
consignas propias de un autobús escolar. De paso, tiró la bandera catalana al
suelo, gesto que no solo ofendió a los nacionalistas sino también a nosotros,
los catalanes antinacionalistas. No consiguieron nada a parte de dar buenos
titulares a la prensa del establishment catalanista.
Que nosotros sepamos, en ningún medio se habló de poder o de
batalla cultural, que es precisamente la que está librando (en solitario) el
nacionalismo catalán desde hace décadas.
En este post nos proponemos dar una explicación a lo
manifestado en la Vía Catalana desde la óptica del neo-marxismo de Antonio
Gramsci (en la foto). Gramsci fue el fundador del Partido Comunista italiano y
creador de uno de los métodos más completos y evolucionados de hegemonía
ideológica. Sus análisis sobre la relación entre sociedad y poder han sentado
las bases teóricas para las revoluciones modernas.
En Cataluña se ha producido un aparente vuelco de la noche a
la mañana. En dos o tres años quienes eran catalanistas o nacionalistas se han
metamorfoseado en independentistas. Si en Cataluña ha habido una revolución
social, ¿quién mejor que Gramsci para explicarnos qué ha ocurrido?
Solo descubriendo dónde está el origen de la enfermedad
podremos combatirla con efectividad. Todo lo demás será tratar los síntomas.
Es la cultura,
estúpido. Estructura y superestructura
Igual que otros marxistas, Gramsci reflexionó sobre cómo
consigue la clase dominante (minoritaria) que las clases dominadas
(mayoritarias) le obedezcan de una forma natural, sin tener que recurrir
permanentemente a la coacción o las amenazas. Para ello analizó las nociones de
ideología y cultura y estableció la distinción clave (y hoy clásica) entre
“sociedad política” y “sociedad civil”.
La teoría marxista clásica distingue entre estructura y
superestructura. La estructura consiste en el conjunto de relaciones materiales
y económicas existentes en la sociedad. La superestructura es la ideología
dominante que reproduce, perpetua y tiende a justificar esta estructura
habituando a las conciencias a los valores convencionales que la soportan. El
marxismo originario entendía que quien controlara la estructura pasaría a
detentar el poder. Desde ahí, la labor revolucionaría debía ir orientada a
cambiar esta estructura de forma que paralelamente cambiaría sola la
superestructura (la cultura, los consensos y convenciones sociales, la forma de
entender el mundo).
Gramsci partió de los conceptos de estructura y
superestructura del marxismo, pero les dio la vuelta. Para él lo importante no
era controlar los medios económicos, sino la cultura. La cultura conforma las
mentes en función de la ideología dominante. Gramsci no creía que el objetivo
fuera tomar los medios de producción, como Marx, ni los medios de poder
político, como Lenin, sino a los medios de comunicación y educación,
considerándolos como el objetivo básico para la conquista del poder. En su
teoría, la revolución debía orientarse a cambiar la forma de ver el mundo. El
control de la superestructura (de las mentes) permitiría tomar de forma
paulatina y sin violencia la estructura y, por tanto, el poder. Algo así como hackear
el software que mueve la máquina para tomar el control del hardware de forma
natural.
En este punto Gramsci estudió a fondo la Revolución Francesa
y la consagración de sus ideas (de las cuales procedían las ideas marxistas).
El ideólogo italiano comprendió que antes de la toma de la Bastilla los
espíritus de una buena parte del pueblo ya habían sido ganados a través de
miles de panfletos, de libros y ensayos ilustrados, de comedias populares, de
canciones y tonadillas. También comprendió que tiempo después cuando las
bayonetas de los ejércitos de Napoleón llegaban a pueblos remotos de otros
países de Europa una buena parte de la población les acogía con entusiasmo
porque décadas antes habían llegado esos mismos libros, comedias y canciones
con las ideas de la Ilustración. El trabajo revolucionario ya estaba hecho y
solo faltaba recoger los frutos.
Gramsci también comprendió que la conquista de las
instituciones económicas y de poder no daría paso a una revolución permanente
si no iba precedido por una labor previa de moldear los espíritus de forma que
se aceptasen voluntariamente los valores de la revolución. No se trataba de
alcanzar el poder, se trataba también de preservarlo.
“No es la economía, estúpido”, hubiera dicho Gramsci. Es la
cultura.
En los siguientes posts analizaremos la distinción entre
“sociedad civil” y “sociedad política”, la “estrategia de las termitas” y la
“agresión molecular”. Y veremos cómo los fumanchús del nacionalismo catalán han
seguido paso a paso el manual de Gramsci en las últimas décadas.
II
Si se logra que la
mayoría acepte la nueva ideología, la toma del poder político será como
recoger una fruta madura.
“Sociedad política” y
“sociedad civil”
Gramsci distingue entre “sociedad política” (el Estado y sus
resortes) y “sociedad civil”. Para él la “sociedad civil” equivale al sector
“privado”: la esfera cultural, intelectual, religiosa y moral. Gramsci llegó a
la conclusión de que los comunistas habían fracasado en Europa (a diferencia de
lo ocurrido en Rusia) por haber creído que el Estado se reducía a un simple
aparato político. En realidad, el Estado “organiza el consentimiento”. Dirige
no sólo por medio de su aparato político, sino sobre todo a través de una
ideología implícita (la superestructura) que descansa en valores admitidos y
que la mayoría de los miembros de esta sociedad dan por supuestos. Este aparato
“civil” engloba la cultura, las ideas, las costumbres, las tradiciones y hasta
el sentido común. En todos estos campos, no directamente políticos, actúa un
poder en el que también se apoya el Estado: el poder cultural. En otras
palabras, el Estado no sólo ejerce su poder mediante la coerción, sino que
domina sobre todo a través de una “hegemonía ideológica”, de una adhesión
espontánea de la mayoría a una determinada visión del mundo. Este consenso o aceptación
generalizada hace que no se discutan las premisas de orden y funcionamiento de
la sociedad. Como estas premisas han sido dispuestas y benefician a la clase
dirigente, esta clase, aun siendo minoritaria, consigue dominar a la clase
dirigida (el proletariado).
Por ejemplo, hoy en día vemos que con un número
relativamente pequeño de policías se puede mantener en orden una ciudad porque
en el subconsiente colectivo está asumido que su presencia es legítima, que
representan la autoridad y que no obedecerles acarreará con seguridad
responsabilidades jurídicas. El día que esta asunción se no sea asumida por la
mayoría la policía será ineficaz para mantener la ley y el orden. Ejerce más
dominación el consenso social que el número de porras realmente existente.
Por eso, para Gramsci la conquista de la hegemonía es más
importante que la toma del poder político. Un poder político que no tenga una
sociedad civil que le responda ideológicamente, está girando en el vacío. Si se
logra que la mayoría acepte la ideología socialista, la toma del poder político
será como recoger una fruta madura.
Así, Gramsci desplaza el conflicto social de los resortes
del Estado a la sociedad civil. Cree que es ahí donde se debe buscar la
fractura a partir de la cual construir una “contrahegemonía” al dominio
burgués. Por tanto, había que infiltrarse y tomar el control de todas esas
instituciones públicas y privadas que tienen como función socializar a los
individuos para construir las bases de la legitimidad, es decir, las
asociaciones empresariales y sindicales, los medios de comunicación y de
enseñanza, las asociaciones culturales y folclóricas, las iglesias, etc. Una
vez que la legitimidad del “orden burgués” estuviera en entredicho, estarían
sentadas las bases de la revolución. Por eso, Gramsci escribe en sus Cuadernos
de la cárcel lo siguiente:
Un grupo social puede e incluso debe ser ya dirigente antes
de haber conquistado el poder gubernamental: es una de las condiciones
esenciales para la conquista de ese poder”.
Gramsci redirige la estrategia marxista clásica. De forma
paralela al “trabajo de partido”, directamente político, el ideólogo propone
emprender un trabajo cultural, consistente en sustituir la hegemonía burguesa
por una hegemonía cultural proletaria.
Los medios para obtener
el control de la cultura
La vanguardia en la lucha para hacerse con el poder cultural
corresponde a los intelectuales orgánicos. Son los intelectuales del pueblo o
del proletariado, opuestos a los intelectuales tradicionales. Son los agentes
que en el campo de la cultura, organizan las mayorías ideológicas que son la
precondición necesaria a la toma y conservación del poder político.
Según la estrategia de Gramsci, lo que debe ejecutarse es
una “agresión molecular” a la sociedad civil para erosionar poco a poco el
esquema dominante de ideas religiosas, filosóficas, científicas y artísticas.
La victoria debe llegar mediante un lento “trabajo de termitas”. Hay que ir
desintegrando lentamente lo que llama el “bloque histórico”, el bloque
ideológico dominante, hay que meterse, buscar cualquier rendija, por pequeña
que sea, para irlo resquebrajando, tratar de que comiencen a fallar los
mecanismos de la sociedad civil en vigor. En este trabajo de demolición a lo
que hay que apuntar ante todo es, obviamente, a la clase hegemónica y
dominante, porque detenta tanto la hegemonía como el poder político, para que
empiece a perder la hegemonía y pase a ser sólo dominante. Es decir que no
tenga ya el control sereno de las ideas sino que se vaya haciendo solamente
dominante, de pura coerción, exclusivamente policial o judicial.
Gramsci detalla los medios que estima apropiados para la
“persuasión permanente” de la población: apelación a la sensibilidad popular,
subversión de los valores que están en el poder, creación de “héroes
socialistas”, burla de los valores e instituciones tradicionales, promoción del
teatro, del folclore, de la canción, etc…
Entonces habrá llegado la hora de explotarla situación en el
plano político: la acción histórica o el sufragio universal y popular
confirmarán –y transpondrán al plano de las instituciones y del sistema de
gobierno- una revolución ya consumada en las mentalidades. En otras palabras,
la subversión política no debe crear una situación, sino sólo consagrarla.
Si traducimos todo lo anterior a la estrategia del
nacionalismo catalán, veremos claramente que labor de la “cançó catalana”, el
rock català, el Club Super 3, Òmnium Cultural o la Assemblea Nacional de
Catalunya ha sido precisamente esa “labor de termitas” contra el sentimiento de
hermandad y solidaridad con el resto de España, la exaltación de los “hechos
diferenciales”, la reinterpretación de la historia, la politización de la
lengua y un largo etcétera. En el siguiente post profundizaremos más sobre esta
cuestión.
III
El remedio frente a
una revolución cultural: una contra-revolución cultural.
Cómo hemos cambiado
En los dos posts anteriores hemos explicado de forma
sencilla y breve el método gramsciano para promover la revolución por medio de
la guerra cultural. La infiltración paulatina en la sociedad civil, el control
de la superestructura ideológica, la creación de un discurso contra-hegemónico,
el papel de los intelectuales orgánicos, la estrategia de las termitas y la
agresión molecular al “bloque histórico”.
Echando la vista atrás, vemos cómo los fumanchús del
nacionalismo catalán han aplicado, capítulo a capítulo, el manual
revolucionario de gramsci en las últimas décadas. El interés del nacionalismo
por la cultura es particularmente intenso desde los años sesenta. Su presencia
se ha ido haciendo hegemónica en el terreno del folclore, la música popular, el
teatro, el deporte, el excursionismo y las fiestas de pueblos y barrios.
Incluso la Iglesia ha sido objeto de infiltración y uso político en Cataluña.
Más adelante la estrategia cultural se extendió al ámbito de
la educación, tanto primaria como universitaria. Aquí ha sido flagrante la
falta de visión y la dejación de funciones de los dos grandes partidos
nacionales (PP y PSOE). Durante décadas han permitido que los gobiernos de CiU
y del Tripartito controlaran la educación y aplicaran programas de “inmersión
lingüística” a pesar de que resultan claramente vulneradores de las libertades
individuales, de la libertad de los padres a elegir la educación de sus hijos y
del derecho de los pueblos a mantener sus diferencias (en el caso del pueblo
catalán su cultura y su identidad se expresa en dos lenguas).
La estrategia de infiltración del nacionalismo catalán
también ha tenido como objetivo los medios de comunicación, hasta el punto que
las televisiones y radios públicas nunca han reflejado la pluralidad de
Cataluña y se han convertido en simples terminales ideológicas. La prensa
escrita editada en Barcelona es otro ejemplo de libro de control cultural:
recordemos que tras la famosa sentencia del Tribunal Constitucional sobre el
Estatut todos los grupos de comunicación pactaron la misma editorial para el
día siguiente. Quedó perfectamente claro que los medios de Cataluña comparten
un pensamiento único en esta materia.
El nacionalismo ha sabido crear un nuevo discurso cultural
persuasivo basado en la proclamación de la existencia de una nación (“som una
nació”), la reformulación de la historia y el uso de una neolengua. Términos
tan artificiales como “Països Catalans”, “lengua vehicular”, “hecho
diferencial” o “inmersión lingüística” son utilizados con normalidad en el seno
de la sociedad civil. El nacionalismo también ha sabido rectificar sus errores
históricos. Ha introducido en su discurso factores fiscales y económicos muy
atractivos para las clases medias poco receptivas a discursos épicos. Su
reivindicación del antiguo derecho de autodeterminación (de connotaciones de
coloniales) ha dado paso recientemente al “derecho a decidir”, menos radical y
más “democrático”. También ha sabido ampliar su ámbito de influencia más allá
de las fronteras territoriales e ideológicas del nacionalismo. Al cabo de
los años ha conseguido que amplios grupos de la comunidad valenciana, Baleares y
sur de Francia se reconozcan como “catalanistas”, igual que algunos sectores
sociales de la izquierda y la derecha catalanas tradicionalmente no
nacionalistas.
En resumidas cuentas, el nacionalismo catalán ha sabido
crear un nuevo consenso social basado en el hecho indiscutible de que Cataluña
es una nación en la que pesan más las diferencias culturales que los rasgos
comunes con los demás pueblos de España. También ha sabido crear las
condiciones para que la aceptación de esta premisa sea un requisito para tener
acceso al ascensor social. Lo dice muy claro el barcelonés Loquillo:
Si vives en Cataluña y no estás por la labor del
chanchullismo, eres un facha. Y anticatalán ya es todo aquel que vive en
España. Deberían leer historia, porque se ha vendido a los chavales que los
españoles invadieron Cataluña (…) el nacionalismo ahora mismo en Cataluña es un
negocio muy rentable”.
Muy lejos quedan los tiempos en los que Cataluña era
estimada como tierra de gente acogedora y hospitalaria, de seny y de apertura
intelectual y cultural. Cómo hemos cambiado.
¿Un paso en falso del
nacionalismo?
La Vía Catalana fue simplemente la manifestación de un virus
incubado durante décadas. Ha sido la tempestad que hemos recogido después de
que durante años se hayan sembrado vientos.
Pero el nacionalismo catalán ha podido incurrir en un grave
error que puede llegar a lamentar. Durante décadas ha practicado la estrategia
de las termitas. La erosión del Estado mediante la lluvia fina, el lento
deterioro de todo lo que nos une, la burla y el descrédito de todo lo que suene
a español. La gota malaya, al fin y al cabo. En los tres últimos años hemos
visto cómo el discurso cultural se ha endurecido y cómo la estrategia de lluvia
fina se ha acelerado. Han precipitado la agenda revolucionaria y han anticipado
la fase de distinción entre legalidad y legitimidad. Es muy posible que el
pueblo catalán todavía no haya aceptado e interiorizado este mensaje de última
hora. Esto puede ser un grave error de cálculo, motivado por las necesidades
a corto plazo de una Generalitat en quiebra y una casta política salpicada por
la corrupción. Ahora es el propio Artur Mas quien está reculando en su desafío
al Estado e intentando ganar tiempo en su estrategia.
Los defensores de la unidad y la comunión de los pueblos de
España debemos aprovechar este tiempo. Es muy probable que Artur Mas se
estrelle igual que se estrelló Ibarretxe. Pero no hay tiempo que perder.
¿Cómo se combate una revolución cultural? Con una hermosa,
participativa y festiva contra-revolución cultural. Si ellos financian una
película que adultera la historia, nosotros debemos financiar dos que reflejen
la realidad. Si ellos promueven una exhibición basada en la obra de un artista
nacionalista, nosotros debemos promover dos que exalten la obra y la visión de
Pla o Dalí. Si el Terrat lleva a escena una obra bufa sobre el facherío,
debemos responder con una chirigota del Tricicle contra el nacionalismo
excluyente. Si ellos politizan el deporte, nosotros debemos llenar los estadios
con catalanes que no tengan miedo a reconocer su españolidad.
Y es que al poder cultural solo se le puede oponer otro
poder cultural.