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Karl Marx ✆ Kolles |
Luis Arenas | Un
nuevo fantasma se cierne hoy sobre nuestro mundo. Y desde luego resulta
evidente que no se trata del fantasma del comunismo que anunciaran Marx y
Engels en 1848. No. Lo paradójico es que, al menos en Europa, lo que se
extiende como un espectro amenazante es la figura de un capitalismo al que los
sucesos de la última década parecen haber dejado desorientado, extenuado y,
sobre todo, privado de los fundamentos de legitimidad que atesoró en el último
medio siglo. No importa dónde dirijamos la mirada, la sensación se repite:
desde los comités de dirección de las empresas trasnacionales hasta las plazas
de los suburbios más depauperados, la constancia de que algo en el mundo ha
cambiado drásticamente se ha instalado como un dato que no admite discusión.
Más aún: hay algo de ininteligible, de mundo al revés, en
los paradójicos hechos que rodean la actual crisis de identidad que vive el
capitalismo. ¿Cómo entender el hecho de que a la crisis financiera de 2008
Estados Unidos, el país capitalista por antonomasia, respondiera nacionalizando
la banca mientras que al mismo tiempo la vieja Rusia excomunista –presidida aún
por un ex-director de la KGB– clamara al cielo por el derrumbe de las
cotizaciones bursátiles de la bolsa de Moscú? Ni Karl
Marx ni John M. Keynes, pero
tampoco Adam Smith o Frederick Hayek habrían podido entender desde sus
categorías económico-políticas algunos de los acontecimientos a que hemos
asistido recientemente. Recordémoslo: el nuestro ha sido un mundo en que el
liberalismo económico habló por uno de sus portavoces políticos más
cualificados de la necesidad de “refundación del capitalismo” (Nicolas Sarkozy)
y donde fueron voces patronales y no los sindicatos los que propusieron
abiertamente
“hacer un paréntesis en la economía libre de mercado”; y todo ello
mientras quien acudía al rescate de la deuda soberana de Estados Unidos era...
la China comunista.
Han pasado ya seis años desde entonces y en Europa los
esfuerzos por clarificar este horizonte convulso y aparentemente ininteligible
siguen dando escasos resultados. La desorientación se extiende en los ámbitos
políticos y en los económicos y no deja de afectar igualmente a los discursos
intelectuales y de las ciencias sociales, mudos –en el peor de los casos– o
simplemente incapaces –en el mejor– de aportar análisis para comprender lo que
ocurre. Quizá parte de ese impasse derive de que la naturaleza de los
hechos mencionados exige un análisis que amplíe el radio demasiado parcial y
eurocéntrico en que se ha venido haciendo el análisis de la crisis que sufre el
continente europeo hasta el momento. Europa se sigue empeñado en ofrecer
soluciones locales a una crisis cuyas claves interpretativas se hallan en un
escenario geopolítico ampliado. La diferencia con respecto a crisis anteriores
es que en esos casos parecía estar claro lo que era preciso hacer para revertir
la situación. Hoy, sin embargo, cada día que pasa queda más claro que la
aplicación de las recetas del discurso económico oficial, no hace sino
empeorar la situación día a día. Quizá esos reiterados y persistentes fracasos
de las soluciones propuestas sean un buen indicio del modo inadecuado de
plantear el análisis.
En ese contexto de desorientación colectiva, tal vez los
retos de la filosofía consistan en recordar una vez más como hiciera Marx hace
más de siglo y medio en qué medida los problemas que asolan al mundo en general
y a Europa en particular hunden sus raíces en un sistema-mundo capitalista de
relaciones globalizadas y donde, por ello mismo, la economía política ofrece
aún claves elementales para llevar a cabo una adecuada ontología del presente.
Está fuera de duda que, en ese retorno a la economía
política, será necesario revisar críticamente el análisis marxiano para ver en
qué medida está aún preñado de un ingenuo cientificismo positivista y una ciega
confianza en el progreso que caracterizó a la modernidad tanto en su versión
ilustrada como en sus tradiciones critico-revolucionarias. Es hoy un lugar
común admitido que en esa revisión crítica será necesario poner de manifiesto
cómo el análisis económico-político tradicional del marxismo clásico –pese a
haber localizado correctamente en el Capital el sujeto de la modernidad y las
claves decisivas de su lógica interna– pecó de reduccionismo por ser incapaz de
comprender de acuerdo con sus categorías el conjunto de exclusiones que, como
nos han enseñado los discursos críticos marginalizados (muy en particular los
feminismos y los estudios postcoloniales), acompañan de modo indisociable a la
expansión del sistema-mundo capitalista. Pero en todo caso ese hecho sería en
el mejor de los casos un síntoma de que para entender el desastre que nos
amenaza se necesita hoy una aproximación económico-política ampliada al
objeto de mostrar que la crisis no sólo lo es de una región económica
particular sino de todo un sistema-mundo
capitalista-moderno-colonial-patriarcal (Grosfoguel, 2007) que comienza a
manifestar síntomas de claro agotamiento. Pero no para negar la virtualidad del
análisis que vuelve a situar en la economía el nodo de análisis prioritario.
En ese sentido, el tiempo que nos separa de los orígenes de
esta estafa a escala global – “naturalizada” bajo el término de crisis para
poder diluir las responsabilidades particulares de muchos de sus causantes– ha
sido ya el suficiente para ver hoy con claridad que a lo que asistimos no es a
una crisis cíclica más en el ámbito de la economía, sino a una auténtica crisis
de modelo de civilización. De ahí que nos parezca que, sin perjuicio del
trabajo sectorial que las ciencias humanas puedan realizar en el ámbito de la
sociología, la economía, los estudios culturales, la antropología, etcétera, el
desafío al que nos enfrenta el actual estado de malestar precisa de
las claves hermenéuticas que pueda ofrecerle la filosofía. En efecto, entendida
como la entendemos, a saber, como autoconsciencia crítica de una cultura (Muñoz,
1984), la filosofía está llamada a tomar parte explícitamente en el análisis de
esa crisis de identidad del capitalismo, de sus causas y de los horizontes de
su posible superación. Si hace dos décadas el postmodernismo podía ser visto
como la lógica cultural del capitalismo tardío en su fase de máxima expansión y
optimismo (Jameson,1996), hoy día asistimos a la convicción de que son
necesarias nuevas categorías para cartografiar esa crisis de identidad del
capitalismo que, a diferencia de su fase de evolución postmoderna, ya no se
sitúa sólo ni principalmente en el plano de la cultura –entiéndasela ya como
mundo del espíritu (Hegel), superestructura ideológica (Marx), industria
cultural (Adorno y Horkheimer), grandes metarrelatos (Lyotard), lógica cultural
(Jameson), etcétera–, sino que se extiende progresivamente a otros territorios
y que por ello mismo comienza a tener peligrosamente el aspecto de una crisis
no solo económica o cultural, sino sistémica. El capitalismo como sistema-mundo (por
emplear categorías habituales en la crítica post-marxista) constituye una
unidad global que aúna a la vez una única división del trabajo (por
más que distribuida internacionalmente en zonas geográficas especializadas en
la producción de ciertos bienes) y unamultiplicidad de sistemas
culturales. Esa es la razón por la que la lógica cultural no puede ser ya capaz
(si es que alguna vez lo fue) de aprehender por sí sola la crisis de identidad
en que el capitalismo se encuentra. Lo que de específicamente novedoso tiene
esta fase de evolución del capitalismo a la que asistimos es que en ella han
venido a parar simultáneamente en una suerte de tormenta perfecta buena
parte de las tensiones que han estado sacudiéndolo desde hace décadas.
Sintéticamente, y sin afán de ser exhaustivos, podemos señalar algunos planos
en que esas tensiones parecen haberse desatado:
- En el político, bajo la erosión progresiva que, en
general, están sufriendo la legitimación de los sistemas democráticos liberales
(Bartels, 2008) y de la que es reflejo evidente entre nosotros la corrosión y
desmembramiento –al parecer ya imparable– del relato mítico del Régimen del 78.
- En el social, con la amenaza de ruptura de los pactos
y equilibrios originados en Europa tras la Segunda Guerra Mundial (Wallerstein,
2005) y la quiebra progresiva e imparable del modelo social de Estado de
bienestar a la que venimos asistiendo.
- En el económico, como resultado del progresivo
desplazamiento en las últimas dos décadas de los flujos de capital de la
economía productiva a la economía financiera gracias a los procesos de
desregularización de los mercado de capitales y el desarrollo de sofisticados
mecanismos de ingeniería financiera (Bello, 2005).
- En el ecológico, dada la vinculación cada vez más
evidente entre la crisis de la biosfera del planeta y las progresivas crisis de
expansión-acumulación (Moore, 2011a, 2011b).
- En el demográfico, como consecuencia del incremento
desequilibrado y exponencial de una población mundial que ya supera los 7.000
millones de personas (Crossette, 2011).
- En el alimentario, visible en el modo en que las
reservas de alimentos han entrado a formar parte de los mercados de futuros
poniendo en peligro el abastecimiento de alimentos básicos en amplias zonas de
África, Asia y América Latina (Vargas y Chantry, 2011; Bello, 2008).
- En el energético, como resultado, entre otros muchos,
del desacople entre la huella ecológica de Occidente y de los países de
economías emergentes y la biocapacidad regenerativa del planeta (Wackernagel y Rees,
1998; Amin, 2009) o
- En el postcolonial, en la medida que el capitalismo
resulta indisociable de “un patrón de poder colonial” que, pese a su naturaleza
móvil –hoy Euroamérica; mañana, tal vez, China– reconfigura transversalmente
las categorías globales de “centro” / “periferia”, con otras como “occidental”
/ “no occidental”, “trabajo coercitivo” / “trabajo asalariado libre”, “varón” /
”mujer”, “racial” / ”étnico”, etcétera (Quijano, 2000)
Todas estas tensiones sugieren, como digo, que la naturaleza
de la crisis ante la que nos encontramos no es cíclica o específicamente local
(europea) sino sistémica y global y que, por tanto, una eventual salida de ella
pasa por pensar también globalmente y tomar en serio la necesidad de abandonar
el propio capitalismo como método de organización de las lógicas económicas,
sociales y culturales que han regido en Euroamérica durante los últimos 150
años y que hoy parecen haberse expandido hasta cubrir el orbe en su conjunto.
Lo recordaba André Gorz en uno de los últimos textos publicados antes de su
muerte:
“La salida del capitalismo tendrá lugar sí o sí, de forma civilizada o
bárbara. Sólo se plantea la cuestión del tipo de salida y el ritmo con el cual
va a tener lugar” (Gorz, 2007).
Esos diferentes fenómenos sintomáticos del desfondamiento en
que parece haber entrado el capitalismo como sistema-mundo solo serán
adecuadamente comprensibles (esto es, comprensibles en su interna
co-determinación mutua) si se hace retornar el análisis al plano de la crítica
de la economía política, algo que el propio Marx había entendido al hacer
pivotar su “ontología del presente” sobre el análisis de la sociedad industrial
de su tiempo. Si ontología de la actualidad significa un discurso filosófico
“que intenta aclarar qué significa el ser en la situación presente” (Vattimo,
2004, 19), es ese ser el que vuelve a exigirnos hoy volver la mirada a sus
claves esenciales en el plano de la economía política y a repensar el carácter
irracional del sistema sobre el que estamos asentados.
De todos estos aspectos quizá el más urgente sea volver hoy
a repensar la conexión entre los procesos económicos y las necesidades humanas
a las que la economía se supone que ha de prestar atención. La salida de la
situación crítica en la que se encuentran las economías occidentales
–amenazadas de endurecimiento de las condiciones de vida cuando no de un brutal
retorno a la pobreza a la que, sin embargo (y esto es importante recordarlo)
lleva condenada desde hace décadas la mayoría de la población no occidental del
globo– sólo puede pasar por un cambio radical en las formas de vida y de
relación de los individuos entre sí y de ellos con el planeta en su conjunto.
De ahí que, a nuestro juicio, resultaría de gran interés volver a retomar y
actualizar los debates que en otro tiempo puso sobre la mesa la Escuela de
Budapest en torno a una teoría de las necesidades (Heller, 1978; 1996). Como se
recordará Agnes Heller dejaba claro entonces el límite moral de las necesidades
(límite, por cierto, de claras resonancias kantianas): “Todas las necesidades
han de ser reconocidas y satisfechas con excepción de aquellas cuya
satisfacción haga del hombre un mero medio para otro” (Heller, 1996, 67). La
actual desconexión entre la economía real y la economía financiera –origen,
recordémoslo, del pistoletazo inicial de la actual crisis pero resultado de un
largo proceso histórico que no hace sino continuar el principio de la
maximización del plusvalor característico del capitalismo– no deja de ser un
ilustrador reflejo de esa definitiva desconexión de la economía con las
necesidades con cuya satisfacción debería estar comprometida.
En efecto, todavía el discurso económico dominante da por
hecho que el intercambio económico capitalista –como cualquier intercambio
económico– supone un conjunto de acciones racionales, esto es,
orientadas a un fin. En concreto, cabría suponer que el fin de la actividad
económica ha de ser la satisfacción de un conjunto de necesidades con que la
vida nos apremia: todos necesitamos casa, ropa, comida y algunos, además,
necesitan teléfonos móviles, coches u ordenadores. Se supone que la actividad
económica es un medio de proveernos de esos bienes. En el fondo una economía de
mercado trata de resolver esos problemas de un modo eficiente: satisfacer
nuestras necesidades (materiales y espirituales; básicas o sofisticadas) de
modo que cuando un agente económico ha satisfecho todas las necesidades que
podamos imaginar (por amplio y generoso que sea el concepto de necesidad que
manejemos), en efecto, tendría sentido considerar que la actividad ha alcanzado
un punto de relativa satisfacción y es posible dar el proceso por momentáneamente
acabado. Pero desde Marx sabemos que es esa detención momentánea precisamente la
que no puede ocurrir en una economía capitalista. Con ello Marx nos
recuerda lo que distingue una economía de mercado capitalista de otras formas
de intercambio económico (incluso de mercado) y nos enfrenta al carácter
intrínsecamente irracional e inevitablemente autodestructivo del actual sistema
económico.
En efecto, en una economía de mercado no capitalista,
la actividad económica sigue el patrón que Marx resumió en su primer libro de El
capital bajo la forma Mercancía-Dinero-Mercancía (M-D-M): alguien vende el
producto de su trabajo (una mercancía o servicio) para obtener dinero que
le sirve a su vez para comprar otras cosas que necesita para continuar con su
vida. Como es fácilmente comprensible, el primer proceso –que llamaremos con
Marx de “circulación simple”– tiene un final obvio, un punto de detención que
clausura el proceso: es la satisfacción de necesidades. Cuando esas necesidades
están cubiertas podemos detener el proceso y descansar. Ya no necesitamos más.
Pero lo que convierte a una economía de mercado en una
economía de mercadocapitalista es que el proceso se invierte. La forma de
circulación “Mercancía-Dinero-Mercancía” (o si se quiere el proceso
trabajo-remuneración-consumo) deja paso a una forma ligeramente distinta:
“Dinero-Mercancía-Dinero”. Los términos son los mismos pero su relación ha
cambiado trasformando completamente el proceso. De hecho, por obra de ese
mínimo cambio ese proceso se ha hecho ahora infinito. El cambio es
cualitativamente significativo: en el primer caso producimos para obtener dinero que,
como medio de intercambio universal, nos permita acceder a otros bienes que
necesitamos o deseamos. En el segundo caso, en el de la circulación destinada a
convertirse en capital bajo la forma “Dinero-Mercancía-Dinero” desde el
principio el dinero está en nuestro poder y lo que convierte el
proceso en capitalista es ahora que el dinero es puesto a funcionar (esto es,
se invierte, se convierte en mercancía) no con el objetivo de satisfacer
necesidades, ni de mantener su valor sino sólo con el único propósito de
obtener de ese movimiento una plusvalía. Por ello dirá Marx que “la circulación
de mercancías es el punto de partida del capital” (Marx, 2002, 179).
En esta circulación capitalista, el dinero ha quedado
completamente desconectado de las necesidades. En este caso el dinero sólo
sirve… para acumular más dinero. Obsérvese, pues: cuando esto ocurre, cuando la
circulación económica ha quedado abstraída de las necesidades (por amplio y
generoso que sea el modo como entendamos éstas), cuando el objetivo del
intercambio económico no es prioritariamente la satisfacción de necesidades,
sino que la satisfacción de necesidades es un simple medio para ampliar la
acumulación de capital, entonces ocurren dos cosas.
La primera y más evidente es que ya no hay razón para que el
proceso se detenga. Si nuestro juego económico es el juego capitalista, el
proceso se ha convertido en un proceso lineal que siempre admite un
poco más (al menos hasta que estallen las costuras de un planeta que hoy, a
diferencia de en la época de Marx, empieza a dar síntomas inequívocos de agotamiento).
Eso explica el hecho de que el éxito de las grandes empresas capitalistas no se
mida en términos de los beneficios que cosechan, sino en términos del diferencial
de incremento de beneficio con respecto a años anteriores. Haya lo que
haya, lo que el juego capitalista exige es siempre más.
La segunda consecuencia es que si las necesidades dejan de
ser el objetivo final de la actividad económica para convertirse en un simple
medio para acumular más capital, entonces buena parte de la energía
productiva del sistema habrá de destinarse aproducir nuevas
necesidades allí donde todas las necesidades (básicas y no básicas) hayan sido
ya cubiertas. Es ahí donde la publicidad y sus universos de seducción entran en
juego abriendo una caja de Pandora que pone en marcha un proceso inagotable. La
nueva teología del capitalismo tiene como primer principio éste: el Capital es
sólo uno y la publicidad es su profeta. Y así es, de hecho: el trabajo de zapa
de la publicidad consiste en recordarnos día a día y minuto a minuto lo lejos
que estamos de poder sentirnos satisfechos en nuestro actual estado: con
nuestro champú actual, nuestro coche actual, nuestra casa actual, nuestro color
de pelo actual, el actual tamaño de nuestros pechos o de nuestros abdominales o
incluso con nuestra pareja actual. Como ejemplo extremo de lo que señalo puede
tomarse un anuncio insertado (previo pago) en el metro de Madrid hace algunos
meses. Rezaba lo siguiente: “¿Estás casada? Revive la pasión: ten una aventura.
Victoria Milán te la proporciona: 100% anónimo y confidencial”. Si el concepto
adorniano de sociedad administrada tuvo algún sentido es aquí, donde
el mercado se encarga de gestionarnos por un módico precio hasta nuestros más
íntimos affaires sentimentales.
Esto significa, en definitiva, que el problema no son (sólo)
los bancos, ni (sólo) los políticos, ni (sólo) la codicia individual de unos
pocos, aunque todo ello haya jugado un papel a la hora de desenmascarar la
escandalosa inmoralidad sobre la que se asienta el sistema capitalista. Es
necesario que nos concienciemos que lo que resulta profundamente irracional e
injusto es el diseño del sistema económico en su conjunto. Y esa es la
convicción que asalta al lector tras cerrar las casi mil páginas de un
detallado estudio llevado a cabo por el economista francés Thomas Piketty en un
libro que nace con vocación de convertirse en clásico: Le Capital au XXIe
siècle (Piketty, 2013). En esa obra –que da continuidad a otros estudios
de Piketty sobre la economía de las desigualdades (Piketty [2004], Atkinson,
A.B. y Th. Piketty [2010])– el economista francés analiza la evolución de la
desigualdades económicas mundiales a partir de un minucioso análisis de las
estadísticas fiables disponibles desde finales del siglo XIX. Piketty llega a la
conclusión de que las expectativas que, según la doctrina oficial, vinculan
crecimiento económico y corrección de las desigualdades simplemente no se
corresponden con los datos: de hecho, con una tasa del rendimiento del capital
que se ha mantenido estable en torno al 5% en el periodo que Piketty analiza y
una tasa de crecimiento general de la economía que ha oscilado entre el 1% y el
1,5% en ese mismo periodo, todo apunta a que las desigualdades y la
polarización de la riqueza actuales no harán más que crecer en el futuro,
dejando el período posterior a la Segunda Guerra Mundial como un efímero
paréntesis en la historia global del capitalismo (cf. Gráfico 1).
Gráfico 1
(Extraído de Th. Piketty, Le Capital au XXIe siècle).
Con ello otro más de los mitos del hasta ahora pujante
neoliberalismo caída derrumbado con estrépito. Simon Kuznets, premio Nobel de
economía, habría pronosticado en su famosa curva de Kuznets que la desigualdad
económica se incrementa a lo largo del tiempo mientras un país está en
desarrollo; tras cierto tiempo crítico donde el promedio de ingresos se ha
alcanzado, esta curva comienza a decrecer. Pues bien, la ingente cantidad de
datos que pone encima de la mesa Piketty no hacen sino desmentir esa esperanza:
una espiral de desigualdad nunca vista parece ser el escenario en que nos
encontramos y, a decir verdad, sus pronósticos anuncian que esa polarización
entre una minoría selecta detentadora de la mayor parte de la riqueza mundial y
una inmensa mayoría condenada a una vida de mera supervivencia no hará más que
incrementarse en el futuro.
Las razones de este aumento exponencial de la desigualdad
son muchas y muy complejas: deslazamiento de la economía del sector productivo
al sector financiero, políticas fiscales regresivas desde los años setenta,
cooptación del poder político por parte del poder económico, quiebra de la
amenaza del socialismo real, aceptación de la ideología neoliberal por parte de
sectores amplios de la socialdemocracia, etcétera. Pero por encima de todas
ellas una razón resulta evidente: mientras que la globalización ha permitido a
los capitales desplazarse interminablemente a través de las bolsas mundiales
con la levedad, la inmaterialidad y la velocidad de la luz comprando y vendiendo
activos financieros en fracciones de milisegundo (los famosos high
frequency trading o “negociaciones de alta frecuencia”), los que solo
cuentan con la fuerza de su trabajo están aún sujetos a la gravedad que impone
su condición material: basta ver lo fácil que resulta –como nos recuerda en su
reciente publicidad el Ministerio de Economía– comprar deuda pública a golpe de
clic y lo difícil que es saltar una valla en Melilla.
Esto plantea serios retos a una política que se tenga por
democrática. Seguramente que la democracia no es incompatible con un cierto
grado de desigualdad. Pero sí es incompatible y se la vacía radicalmente de
sentido cuando capas cada vez más amplias de la población del planeta (incluso
de esa parte privilegiada del planeta que todavía es Europa) no pueden aspirar
con las rentas de su trabajo a una vida que les permita al menos subvenir a las
necesidades básicas que hacen la vida humana una vida digna de tal nombre:
alimentación, protección ante el frío y las inclemencias, sanidad, educación o
posibilidad de procrear y educar a la propia descendencia. Es lo que se conoce
como el concepto de “pobreza laboral”: el de la gente que vive bajo el umbral
de la pobreza pese a tener un trabajo y un sueldo, un segmento de la población
que en España alcanza el 12% de los trabajadores. Poco hay que decir, por
tanto, de la situación de ese 26% en nuestro país que ni siquiera tienen, por
decirlo con las palabras irónicas de Žižek, “el privilegio de ser explotados
por un trabajo remunerado de larga duración” (Žižek, 2012, 8).
Sabemos por un reciente informe que España es, de lejos, el
país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)
donde más han aumentado las desigualdades económicas entre ricos y pobres con
la crisis (OCDE, 2014). Entre 2007 y 2010 los más pobres en España perdieron
prácticamente un tercio de sus ingresos, mientras que los del 1% más
rico disminuyeron tan solo un 1% los suyos. Cáritas recordaba en su reciente
informe
Precariedad
y Cohesión Social que con 2.600 millones de euros (la mitad de lo que
costará salvar las autopistas de peaje en España) podrían rescatarse a los
700.000 hogares españoles que carecen de ingresos de ningún tipo (Cáritas,
2014). El pasado enero el comisario de Empleo de la Unión Europea, el húngaro
László Andor, declaraba en una rueda de prensa lo siguiente:
“Desafortunadamente, no podemos decir que tener un trabajo equivale
necesariamente a un estándar de vida decente”. Desafortunadamente. El comisario de
empleo hablaba de la dificultad de mantener una vida decente en Europa aun
cuando se disponga de un trabajo como si de un cataclismo meteorológico o de
una enfermedad sobrevenida se tratara. Algo que ocurre “desafortunadamente”. Y
es que la ideología dominante ha logrado instalar en el imaginario común la
idea de que tales desigualdades constituyen un dato natural, una inevitabilidad
de la que es imposible escapar porque pertenece al íntimo orden de las cosas.
Los Mercados –el nuevo Moloch del capitalismo financiero– exigen como tributo
para pacificar su cólera sacrificios que nos obligan a entregar a sus fauces,
siempre insaciables, a segmentos cada vez más amplios de la población.
En todo caso, no se trata de ser ingenuos: la desigualdad en
las sociedades humanas no nace con el capitalismo. Es tan antigua como la
generación de excedentes que surge del tránsito de las poblaciones nómadas a
las sedentarias, causada por el desarrollo de la agricultura y la ganadería.
Pero el capitalismo es el sistema que ha llevado esas desigualdades a cotas de
insostenibilidad moral y económicas intolerables. Lo que hoy comienza a ser
novedoso es que el anuncio de esa insostenibilidad empieza a no ser ya el
dicterio alucinado de un puñado de iluminados desinformados, incapaces de sacar
las consecuencias históricas del fracaso del socialismo real y de sus
predicciones apocalípticas. Un reciente estudio cofinanciado por la NASA –poco
sospechosa de veleidades izquierdistas– revela que la civilización industrial
que nace del capitalismo puede tener los días contados. Los autores de este
estudio (Motesharrei, Rivas y Kalnay, en prensa) desarrollan un complejo modelo
matemático denominado HANDY (Human and Nature DYnamics) para anticipar el
previsible desarrollo de la sociedad industrial. Los resultados del modelo
sugieren que nuestras modernas sociedades industriales y tecnológicas cumplen
con los dos rasgos que se repiten en las sociedades que históricamente han
colapsado en los últimos cinco mil años (de las civilizaciones minóicas y
micénicas a los Mayas, del Imperio Romano al imperio Gupta en la India). Esos
dos rasgos son, por un lado, la sobreexplotación de los recursos más allá de la
capacidad ecológica regenerativa de los ecosistemas, y, por otro, la
estratificación económica de la sociedad en dos grupos nítidamente separados:
unas elites cada vez más ricas y unas masas cada vez más amplias y más
empobrecidas.
Eso significa que cierto pacto social implícito –que está a
la base de cualquier sociedad que aspire a la estabilidad a largo plazo– puede
estar a punto de romperse entre nosotros. Cuando la organización política de
una sociedad impide a grandes segmentos de misma desarrollar una vida
mínimamente digna, los cimientos de esa organización están siendo minados. La
estabilidad social requiere el acuerdo tácito de que el grueso de esa sociedad
tenga, a cambio de su contribución (casi siempre bajo la forma de trabajo
remunerado), la posibilidad de un mínima seguridad vital, una condición de la
que, si está en lo cierto Piketty, nos alejamos a velocidad de crucero.
Pese al esforzado trabajo de los ideólogos del homo
oeconomicus por hacernos creer que el ser humano es tan sólo un
maximizador de preferencias racionales y que esas preferencias tienen como
propiedad básica entre los humanos su insaciabilidad, la más somera inspección
de la realidad humana que nos rodea es más bien elocuente en sentido contrario:
el hombre y la mujer común no quieren hacerse ricos, quieren simplemente vivir
y para ello les basta con lo suficiente. La gran pregunta es precisamente ésa
(la que, por cierto se hacían Robert y Edward Skidelsky en un reciente libro):
¿Cuánto es suficiente para vivir una “vida buena”? Los Skidelsky señalaban algo
que, en efecto, puede parecer irracional y lo es a la escala del individuo. Los
cito: “Ganar dinero no puede ser la ocupación permanente de la humanidad, por
el simple motivo de que el dinero no sirve para nada más que para gastarlo, y
no podemos gastar sin límite. Llegará un momento en que estemos saciados,
asqueados o las dos cosas” (Skidelsky y Skidelsky 2012, 17).
Esta manera de enfocar la cuestión, sin embargo, es, pese a
su aparente sentido común, errónea. Y lo es porque pasa por situar el análisis
de la contradicción en el plano psicológico-subjetivo: debemos tener claro que
la crisis que vivimos hoy no ha sido primera y principalmente el producto de la
codicia y el desmesurado interés de unos pocos individuos (aunque también haya
sido eso). Como recordaba Žižek en El año que soñamos peligrosamente: “La
primera lección que debemos aprender es a no culpar a los individuos y sus
actitudes. El problema no es de corrupción o codicia individuales sino de un
sistema que te empuja a ser corrupto” (Žižek, 2012, 77). Žižek retomaba así la
advertencia que el propio Marx hacía en su Prólogo al Capital donde
liberaba de toda responsabilidad al capitalista concreto y particular y lo
interpretaba como tan sólo la personificación de una categoría económica, una
posición y unas funciones en el juego económico del capitalismo. Lo irracional
no es la conducta codiciosa individual: esa conducta es de hecho sistémica. Lo
irracional es el juego mismo del capitalismo y su radical incompatibilidad con
una democracia digna de tal nombre.
Por eso es tarea hoy de las ciencias sociales y las
humanidades –como lo era ya en tiempos de Polanyi, uno de los primeros en
insistir en este punto desde su socialismo de tradición fabiana (Polanyi,
1989)– negarnos a aceptar esa esclerotización de la acción humana que propone
la idea del “preferidor racional”: un maximizador que atiende tan sólo a sus
propios intereses egoístas; ese individualista radical del que nos habla la
economía y que, más que a un agente racional, dibuja lo que Amartya Sen llamaba
un “tonto racional” (Sen, 1986): un imbécil social, sin sentimientos, sin
moral, sin dignidad, sin capacidad para establecer lazos duraderos ni
compromisos a largo plazo. Es preciso resistirse a esa perverso razonamiento
que afirma que, puesto que todos somos solamente preferidores racionales
egoístas, las únicas diferencias entre ricos y pobres, poderosos y desposeídos
es la que corresponde a sus respectivos méritos: al talento y la inteligencia
de unos frente a la pereza y la lasitud de los otros. Es imprescindible oponer
resistencia a la idea de que la responsabilidad del fracaso es nuestra y de que
la brecha que cada vez más separa a ricos y pobres es, en el fondo, una forma
inevitable de justicia natural.
Algo en esa dirección está cambiando en la conciencia de
muchos de nosotros y nosotras y, sin embargo, esas elites económicas y
financieras parecen no haberse dado cuenta de ello. Parecen no haber tomado
nota del malestar que corre por calles y plazas de muchas de nuestras ciudades
desde hace años. La historia, como recordaba Marx, se repite, primero como
tragedia, luego como farsa. Ante su soberbia y su desprecio de la chusma quizá
a esas elites habría que recordarles aquel episodio previo de la Revolución
Francesa del que da cuenta Rousseau en sus Confesiones y que
supuestamente tiene como protagonista a María Antonieta: se cuenta que ante la
queja del populacho de que el pueblo no tenía pan, ella exclamó: “Que coman brioches”.
No es preciso recordar el destino de la cabeza de la que salió semejante
respuesta.
Por eso y antes de que una nueva explosión de violencia
vuelva a arrasar una vez más el continente europeo sería imprescindible que
tomáramos conciencia de que aceptar el juego económico capitalista es firmar un
contrato indefinido que nos condena a un triple fracaso: al fracaso ecológico,
al fracaso social y, sobre todo, al fracaso individual.
1. ¿Por qué fracaso ecológico? Porque, siendo el
capitalismo un sistema lineal y siendo el planeta, un entorno finito, el
colapso resultará inevitable. Ciertamente quizá la técnica podrá aplazar
algunos años o algunas décadas el desenlace fatal –y aún así esto no lo sabemos
con certeza–, pero será simplemente alargar una agonía a la que estamos
condenados de antemano. Como recordaba Michel Serres en relación con la
ecología reformista –partidaria de ese famoso oxímoron que es el “desarrollo
sostenible”–, nuestra situación se asemeja “a la figura de una embarcación que
navega a 20 nudos hacia una barrera rocosa contra la cual, invariablemente,
colisionará, y sobre cuya pasarela el oficial de guardia recomienda reducir la
velocidad en una décima sin cambiar de dirección” (Serres, 1992, cit. en
Latouche, 2009). Baste este dato: en las últimas tres décadas la humanidad ha
consumido un tercio de los recursos naturales del planeta. Estados Unidos, con
un 5% de la población de la población mundial, consume el 30% de los recursos
naturales y genera el 30% de los residuos del planeta. Esto significa que si el American
way of life se universalizara, necesitaríamos de 3 a 5 planetas para
proveernos de los recursos necesarios. Y no estamos hablando sólo de petróleo y
de gas natural. Estamos hablando de cobre, hierro, paladio, titanio, zinc,
rodio y otros metales esenciales para la industria cuya demanda supera con
mucho la oferta actual, una oferta que no podrá ser cubierta en las próximas
décadas cuando los países emergentes comiencen a entrar de un modo aun más
agresivo en los mercados de materias primas y de alimentos.
2. ¿Por qué fracaso social? Porque en un sistema
que supuestamente genera tanta riqueza tan deprisa, la injusticia se acelera al
mismo ritmo que los beneficios. Mucho antes que Pikkety, el economista holandés
Jan Pen ofreció en su libro Income Distribution (Pen, 1971) una
imagen poderosa de ese fracaso social con lo que llamóel desfile de los
salarios (cf. Gráfico 2).
Imaginemos que la altura de la gente fuera proporcional a
sus ingresos anuales. Supongamos que una persona con un ingreso promedio
midiera 1,70 metros. Ahora imaginemos que toda la población adulta de un país
capitalista desfilara delante de nosotros durante una hora, en orden ascendente
de ingresos (y de alturas). Pen analizaba el caso del Reino Unido, pero es
fácil proyectar su análisis sobre la economía mundial. ¿Qué ocurriría en ese
caso? Los primeros en pasar delante de nosotros serían los endeudados, tanto
particulares como empresas con pérdidas. Estos serían invisibles: sus cabezas
estarían bajo tierra. Luego vendrían los desempleados y los trabajadores
pobres, que serían enanos incluso tomando como referencia la media de ingresos
salariales. Después de media hora de estar pasando gente ante
nuestros ojos, la altura de los que desfilan sólo nos llegaría hasta la
cintura. Se tarda casi 45 minutos antes de que empiecen a pasar ante
nuestros ojos las personas de tamaño normal. Sólo entonces, en los minutos
finales, llega el turno de los gigantes. A falta de seis minutos para el final
del desfile la altura de los que desfilan alcanza los 3,5 metros de altura. A
medida que se acerca el final la altura se dispara. Basten unos ejemplos
cercanos: el salario de Emilio Botín (no su patrimonio, simplemente su
salario anual) le haría tener una altura de 250 metros. César Alierta
alcanzaría un kilómetro. Cristiano Ronaldo alcanzaría una altura de 3
kilómetros. De un sistema que distribuye de esta manera tan desigual la riqueza
que genera cabe decir sin paliativos que es un sistema que socialmente ha
fracasado.
Gráfico 2. Ilustración de “el desfile de los salarios”
(J. Pen, Income distribution: facts, theories, policies)
3. Y por último, ¿por qué fracaso individual o
personal? Porque, incluso si tenemos la suerte de encontrarnos entre ese
privilegiado grupo que alcanza los 1,70 metros de altura, en un sistema que
cifra su felicidad en procesos de adquisición lineales, no importa cuánto
ampliemos nuestro concepto de necesidad, éstas siempre habrán de quedar
insatisfechas. No se trata de filosofía de la sospecha: se trata de prestar
oídos a lo que Charles Kettering, directivo de la General Motors, formuló ya en
1927 para fundamentar el sistema económico en que vivimos: “La clave para la
prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento de
insatisfacción”. En otros términos: cifrar nuestra felicidad o
autorrealización en las promesas que nos ofrece una sociedad de consumo es
condenar esa felicidad o autorrealización a un irremediable fracaso.
Aristóteles sabía que para alcanzar la felicidad (esa eudaimonía cuya
mejor traducción sería precisamente “autorrealización”) era necesaria una cuota
de bienestar material mínima. Lo que algunos investigadores sociales han
descubierto al intentar cuantificar esa riqueza material es que,
sorprendentemente, el umbral por encima del cual se puede empezar a
ser feliz es relativamente bajo (Baucells y Sarim, 2012, 32). La investigación
cifra en 20.000 dólares (unos 15.900 euros, poco más de 1.000 € al mes) los
ingresos mínimos anuales para poder ser feliz. A partir de esos ingresos se
produce una curiosa desproporción entre el aumento de poder adquisitivo y el
aumento de la felicidad: necesitamos mucho, muchísimo dinero, para sólo ser muy poco más
felices. Ese dinero se paga en tiempo, un tiempo que detraemos a los nuestros:
a nuestras esposas, esposos e hijos, a nuestros amigos y, no pocas veces, a
nosotros mismos, obsesionados como estamos por aumentar la productividad
económica individual y colectiva. Es verdad, como dice el eslogan, que Time
is Money, pero a menudo se olvida que su conversa no es cierta: Money
is not Time. El dinero no nos permite comprar tiempo y es tiempo –vale la
pena recordarlo– la sutil materia de la que estamos hechos. Todo el dinero del
mundo no le garantiza a nadie ser más justo, más libre, más respetado y ni
siquiera ser más feliz. Si el humanismo tiene hoy algún sentido ha de ser el de
recordarnos precisamente que son esos valores (justicia, respeto, libertad y
felicidad) la única productividad que merecería la pena seguir ampliando
indefinidamente.
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Luis Arenas es profesor titular
habilitado en el área de Filosofía (2006) y en la actualidad profesor titular
del Departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Es autor
de las monografías Fantasmas de la vida moderna. Ampliaciones y
quiebras del sujeto en la ciudad contemporánea (2011) e Identidad y
subjetividad. Materiales para una historia de la filosofía moderna (2002),
así como la edición del Discurso del método, de Descartes
(1999). Asimismo es coeditor de diversas monografías colectivas como Planos
de [Inter]sección. Materiales para un diálogo de filosofía y arquitectura (2011), El
legado filosófico del siglo XX (2005), El retorno del
pragmatismo (1999) y El desafío del relativismo (1997).