- "Galopa en el horizonte, / tras muerte y polvaderal;
/ porque Felipe Varela / matando llega y se va." | José Ríos
- "De Chile llegó Varela, / y vino a su Patria
hermosa. / Aquí ha de morir peleando / por el Chacho Peñaloza."
| Juan Alfonso
Carrizo
|
Felipe Varela ✆ Octavio Calvo
|
José
Pablo Feinmann | Cierta vez, para ser más preciso, el 10 de abril
de 1867, Marx se encontró no lejos de un lugar conocido como El Pozo de Vargas,
en la provincia de La Rioja_ con el caudillo catamarqueño Felipe Varela. Era
mediodía. Un sol insumiso, luctuoso, hería la tierra y hacía del aire una
carencia ardiente. Sin embargo, allí, la guerra era un destino a cumplir. En
menos de una hora, Varela habría de lanzarse contra las tropas del santiagueño
Taboada. Fue entonces cuando Karl Marx arribó al campamento y pidió hablar con
el caudillo montonero.
Entre alharacas, aspavientos, entre grandes gestos de
asombro, se llegaron hasta la tienda de Varela, del coronel Felipe Varela, y le
dijeron que de una galera polvorienta acababa de descender un hombre extraño,
tan extraño, le dijeron, que era diferente a cuantos habían visto en su vida,
porque tenía una levita negra y por eso parecía un doctor de Buenos Aires, pero
tenía tanto pelo en la cabeza, tanta patilla, tanto bigote y tanta barba, que
esa cabeza semejaba un bosque de pelo, motivo por el cual, dijeron, si
bien por la levita parece un doctor de Buenos Aires, por la cabeza parece el
mismísimo general Juan Facundo Quiroga, Dios lo tenga en Su santa gloria, tras
lo cual “Que venga” dijo Varela, y casi no fue necesario que lo dijera porque
ya estaba ahí el
pintoresco personaje, el cual, indiferente a los tumultos que
había despertado en el campamento, le dijo al coronel “Me llamo Marx. Karl
Marx”, y añadió “Soy historiador, economista y doctor en filosofía”, y Varela
lo miró concienzudamente y preguntó “¿Doctor en qué?, y Marx dijo “En
filosofía”, y Varela dijo “Ninguno de mis hombres se ha enfermado de eso aún”,
y Marx lo miró no sin cierta sorpresa pues tenía sus informaciones sobre Varela
y lo sabía hombre entendido, de modo que ahora no se sorprendió cuando el
coronel le dijo “Vamos, don Marx, ¿cómo no voy a saber yo qué es la
filosofía?”, y Marx dijo “Me hubiera sorprendido que así no fuera”, y añadió
“He oído hablar de usted. Y si bien sé que no es un hombre letrado, también sé
que está muy lejos de ser un ignorante”, y un orgullo cálido, legítimo, se
adueñó de Varela, ya que, seguramente pensó, no cualquier gaucho levantisco, no
cualquier bárbaro y bandolero, como decía de él la prensa de Buenos Aires,
sería capáz de ganarse el respeto de semejante doctorazo, de un hombre como
éste que ahora estaba frente a él, de don Carlos Marx nada menos, que andaba
cambiando la historia con sus ideas, de modo que así se lo dijo, “Vea don Marx,
es un orgullo para mi eso que usted me dice. Y también es un orgullo recibirlo
en mi campamento”, y Marx dijo “Tenía que venir. Tenía que verlo, coronel”, y
luego de mirar alrededor, y luego de verificar que esa batalla que era como un
destino, que era ya inminente, inexorable, no había empezado aún, añadió “Por
lo que veo, no he llegado tarde”, y Varela sonrió con una alegría transparente,
porque, en verdad, le alegraba tenerlo allí a Carlos Marx, un hombre de luces
que se jugaba por la causa de los oprimidos, y también le alegraba que Marx
tuviera tantos deseos de presenciar la batalla, su batalla, la del coronel
Varela, de modo que, muy orondo, le dijo “No, don Marx, si más a tiempo no ha
podido llegar”, y señalando con un amplio gesto a todos sus valientes expectantes
y en armas, añadió “Vea, mire a esos hombres. Todos saben que están frente a la
gloria o la muerte. Pero, créame, don Marx, tanto a la una como a la otra las
recibirán con la misma fiereza. Conque tranquilícese, don Marx. No ha llegado
tarde. La batalla es inminente. La verá”, y Marx movió pesarosamente su gran
cabeza y dijo “Eso es lo que no quiero, verla”, y fijando sus ojos en los de
Varela añadió “No quiero ver esa batalla, coronel”, y Varela, claro, se
sorprendió y preguntó “¿Cómo? ¿Tan pronto se va a ir? ¿Tantas leguas ha
recorrido y ahora no quiere aguardar siquiera una hora?”, y Marx, entonces, con
un tono muy firme, dijo “Si no quiero ver esa batalla, es porque estoy aquí
para impedirla, coronel”, y luego, con un tono ya más apagado, casi, diría, con
desesperanza, añadió “Si puedo”.
Y ahora fue Varela el que fijó sus ojos en Marx, y hubo en
ellos, en esos ojos, un brillo que debía tener algo de la fiereza con la que
había dicho que sus hombres esperaban la muerte o la gloria, ya que esos ojos y
el brillo que había en ellos impresionaron a Marx, quien lo escuchó decir
“¿Quién lo ha enviado, don Marx? ¿Mitre acaso?”, y Marx dijo “No, no me ha
enviado ese general sanguinario”, y con un tono ahora sombrío añadió “Ese
general que está tiñendo de sangre los esteron paraguayos”, y, sosegado, dijo
entonces Varela “Bueno, mejor así. Si no está con Mitre está conmigo”, y Marx
dijo “Es otra la causa que me trae aquí”, y Varela dijo “No hay otra causa en
esta tierra. O Mitre o yo. O Buenos Aires o las Provincias”, y Marx, remarcando
sus palabras, casi silabeándolas para tornarlas más transparentes, más
penetrantes, dijo “La causa que me trae aquí es la causa de la Historia”, y
luego de un instante, como para permitirle a Varela digerir semejante frase,
añadió “O para ser más preciso, coronel: estoy aquí para informarle a usted a
cerca de la Historia y sus leyes”, y entonces Varela se aflojó y, encogiéndose
de hombros, dijo “Ah, bueno, si es por eso nomás, podemos tomarnos un amargo
entonces. ¿Gusta, don Marx?”, y Marx sacudió con energía su cabezota y dijo
“No, gracias. Pero ese brevaje que se toman ustedes a mi me revoluciona las
tripas”, y Varela sonrió, y empezó lentamente a echarle agua al mate, y
mientras lo hacía y sin dejar de sonreír, dijo “!Qué don Marx este! Si hasta
para hablar de la diarrea menta la revolución”.
Y, ahora, ahí estaban: el ex lugarteniente de Angel Vicente
Peñaloza, el militante de la Unión Americana, el guerrero que, en menos de una
hora lanzaría sus tropas sobre las del santiagueño Taboada, y el autor del
Manifiesto Comunista, de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, el creador
del socialismo científico, cuyas leyes, es decir, las leyes que hacían
participar a este socialismo de los rigores de la Ciencia había ido a
explicarle al guerrero de Unión Americana, al defensor de la causa del
interior, al aliado del Paraguay.
“De veras me sorprende tenerlo aquí, Me lo hacía terminando
el primer tomo de El Capital” dijo Varela, y Marx asintió quedamente y
enseguida extrajo de su levita un amplio pañuelo blanco y se secó esa humedad
ardorosa que le perlaba la frente y dijo “Ya he terminado ese libro. El primer
tomo, como bien dice usted. Ahora estoy escribiendo el prólogo”. “Va a ser muy
leído ese libro, don Marx”, dijo Varela, “Tanto como mi Proclama. O como el
Manifiesto del General Felipe Varela a los pueblos americanos que estoy
preparando. Créamelo. ¿Y sabe por qué va a ser así?”, preguntó Varela, “Porque
usted y yo tenemos mucho que decirles a los desdichados de este mundo. A los
castigados por esa Civilización desalmada que nos quieren imponer”.
Y Marx volvió a secarse una vez más su frente húmeda y
ardorosa y dijo “Coronel, tal como usted lo dice, esa Civilización es desalmada.
Pero esa Civilización que usted llama desalmada y que, en efecto, lo es, es,
sin embargo, invencible para usted, coronel”, dijo Marx, y Varela preguntó
“¿Por qué es invencible esa Civilización, don Marx?”. “Antes” dijo Marx “de
contestarle esa pregunta. Antes de decirle, coronel, por qué, para usted, al
menos, esa Civilización es invencible, debo llevar a su conocimiento algunos
desgraciados sucesos. Lamento informarle que el día primero de este mes de
abril de l867, es decir, hace apenas nueve días, coronel, las tropas de su
aliado el cuyano Juan Sáa fueron derrotadas por el coronel mitrista Arredondo
en la localidad de San Ignacio”, y luego de un silencio que fue como una
oración fúnebre dijo Varela “Tal como usted lo ha dicho, don Marx, un
desgraciado suceso”. “Hay más” dijo Marx. “Los vencedores se ensañaron con los
vencidos, coronel. Y los prisioneros fueron degollados”, y Varela sonrió
amargamente, como si lejos de sorprenderlo, esa noticia no hiciera más que
confirmarle la naturaleza perversa y sanguinaria del enemigo que lo enfrentaba,
y así lo dijo. “No me sorprende esa saña. Los salvajes unitarios son así, don
Marx. Ellos son los bárbaros. Luego de asesinar a quien fuera mi jefe, el
valiente general Angel Vicente Peñaloza, le cortaron la cabeza y la exhibieron
en una pica. Y ¿sabe usted qué dijo al enterarse del suceso el general
Wenceslao Paunero, ese sicario de Mitre? Así es la guerra, no se pueden comer
huevos sin romper las cáscaras”.
Y Varela chupó con largueza de su bombilla, y Marx lo miró
en silencio, y súbitamente, creyó verlo más flaco, más puro nervio y hueso, y
más triste y desamparado también, no obstante lo cual el caudillo se rehizo con
una presteza que era, sin duda, la vieja memoria de su viejo orgullo, de su
obstinada fiereza de guerrero imbatible, y dijo “Juan Sáa y sus hombres sabían
por qué peleaban y habrán sabido morir también. Cuando uno defiende una causa
justa la muerte no es una derrota. Ya pueden los salvajes unitarios degollar a
miles de los nuestros, no importa, surgirán otros, don Marx, que vengarán toda
injusticia, toda crueldad”, y Marx, muy firme, dijo “Sí, coronel. Surgirán
otros. Y vengarán las injusticias y las crueldades, las de ustedes y las de
ellos, pues ellos también las padecerán”, y Varela lo miró intrigado, sabiendo
que se agitaba algo más en las palabras de Marx, y así, en efecto, era, ya que
Marx dijo “Pero esos otros, desde luego, no serán ustedes. No serán gauchos”.
Y Varela alzó su barbilla y niró a Marx casi con altivéz, y
preguntó “¿Y qué serán entonces?”, “Serán obreros” respondió Marx, y Varela
secamente dijo “Aquí no hay obreros, don Marx. Sólo gauchos”, y añadió “Obreros
hay en Inglaterra. Allí donde usted piensa escribir el prólogo de El Capital.
Si aquí hubiera obreros, ¿por qué no habrían de estar peleando a nuestro lado?
¿O son mitristas los obreros, don Marx?, abundó Varela, y Marx meneó su
cabezota y alguna sonrisa entre la resignación y la ironía se abrió paso en
medio de tanta pelambre y dijo “Sí, coronel, los obreros son mitristas”, y tuvo
que alzar como un rayo una mano para detener la palabra de Varela, y una vez
que hubo conseguido esto, dijo “Déme un par de minutos, coronel. Sé que en
menos de una hora tiene una batalla. Pero yo no necesito tanto. Solo le pido un
par de minutos”, y Varela se sosegó y dijo “No voy a ser yo quien se los
niegue. Adelante, don Marx”.
Y Marx dijo “Cuando
yo digo que los obreros son mitristas, coronel, digo que son un resultado del
mitrismo. Vea, el mismo año que le cortaron la cabeza a su jefe Peñaloza
apareció en Buenos Aires el periódico El Artesano. ¿Me entiende? El primer
periódico obrero de este país. Los obreros, coronel, son un fruto de la
política mitrista, pero al engendrarlos, Mitre engendra a quienes habrán de cavar
su sepultura. La historia es así; cada nueva forma contiene el gérmen que habrá
de destruirla. Todo esto no es simple, y yo lo estoy haciendo más simple aún
porque el tiempo apremia, porque usted tiene una batalla y yo quiero
impedirla”, dijo Marx, y Varela, que había escuchado apasionadamente las
palabras de Marx, preguntó “¿Por qué, don Marx? ¿Por qué quiere impedir esa
batalla?”, y Marx respondió “Porque me entristece que se derrame en vano la
sangre de tantos valientes. La sangre de sus hombres, coronel”. “¿Por qué en
vano, don Marx? ¿Por qué para usted está tan condenada nuestra causa?” preguntó
Varela.
Y Marx respondió largamente “Porque Mitre está trayendo
contra usted los mejores regimientos del frente paraguayo. Porque esos regimientos
tienen las armas mortales del progreso. Traen cañones Krupp, fusiles Remington.
Demasiado para sus lanzas, coronel, aun cuando con tanto coraje las empuñen sus
hombres. Porque usted, coronel, representa un órden económico arcaico. Porque
su economía es artesanal, primitiva, feudal y, si me permite el término, pero
lo juro, coronel, no hay otro, precapitalista. Y, por último, coronel Varela,
porque Mitre, con todas sus crueldades y su infinita mezquindad, es un aliado
de la Europa capitalista, a la que arrojará sobre estos campos históricamente
estériles, y, entonces, coronel, al sistema arcaico, artesanal y precapitalista
de los suyos, lo superará el moderno sistema de producción capitalista, con sus
fábricas, sus obreros y sus sindicatos. Y ellos, estos obreros traídos a estas
tierras por la política del sanguinario general Mitre, ellos, coronel, no sé
cuando, pero un día, inexorablemente, derrotarán a Mitre, porque ellos,
coronel, son la negación, la condena que lleva en sí el sistema que Mitre tiene
la misión histórica de imponer en este país”, dijo largamente Marx.
Varela lo escuchó en silencio, con respeto, porque respetaba
a Marx, tal como el cabezón barbado lo respetaba a él, a Varela, pero al
respeto de Varela se le sumaba un deslumbramiento hondo por la sabiduría de
Marx, aún cuando en esa sabiduría latiera su condena, y fue así entonces que
Varela dijo “Usted, don Marx, me dice que esos obreros derrotarán a Mitre
inexorablemente, pero no sabe decirme cuándo”. “Se lo dije, no sé cuando, pero
es inevitable que Mitre triunfe antes para que esos obreros lo derroten
después”, dijo Marx, y Varela preguntó “¿Y por qué no me deja intentar a mi esa
empresa ahora? Están allí, en lo de Vargas. Son los sicarios de Mitre. Son el
mismísimo Mitre. Ha tenido que sustraer innumerables tropas del frente
paraguayo para atacarme. Tan poca cosa no debo ser, don Marx. ¿Por qué no
habrían de derrotarlos ahora el coronel Varela y sus montoneros?”.
Y Marx dijo “Porque aunque usted los derrote hoy nada
cambiará mañana. Escuche, coronel: hay una finalidad en la historia. Y esa
finalidad dice que lo nuevo supera a lo viejo. Mitre está haciendo lo que debe
ser hecho, Mitre está montado sobre el sentido de la historia. En su forma
torpe, petulante, sanguinaria, él representa lo necesario. Y escuche algo más,
coronel, porque voy a decirle una temeridad. Si usted, coronel, gana esta
batalla, la que estallará en menos de media hora ya, y si usted, luego de ganar
esta batalla, gana también todas las otras, y si usted, en fin, gana todas las
batallas contra Mitre y lo derrota, y se adueña del poder, y se aposenta en el
mismísimo Fuerte de Buenos Aires, entonces, usted, coronel Varela, no tendrá
posibilidad alguna más que hacer una política idéntica a la de Mitre. ¿O usted
cree que Inglaterra permitirá otra cosa? ¿Acaso se lo ha permitido a Solano
López? ¿Por qué está siendo ahogado en sangre Paraguay?”. Y el cabezón barbado
hablaba con pasión dialéctica pero también con lo mejor de su humanismo
revolucionario, pues no hubo indiferencia, ni mera certificación lógica cuando
dijo esa frase, cuando dijo que el Paraguay estaba siendo ahogado en sangre,
razón por la cual Varela, que ya lo respetaba inmensamente por su inteligencia,
también lo respetó ahora por el dolor que le producía a Marx el trágico destino
de estos pueblos, y fue entonces, en medio de estos hondos sentimientos, que
preguntó el coronel Varela “¿Y quién vengará esta devastación? ¿O quedará
impune tanta sangre derramada?”, y dijo Marx “La burguesía, engendra a su
propio verdugos. Las iniquidades del general Mitre serán vengadas por los
proletarios argentinos”. “Insisto, don Marx: ¿cuándo?”, y Marx respondió
“Insisto, coronel: no lo sé”.
Y entonces Varela hizo a un lado a Marx, se dirigió hacia la
salida de la tienda, se detuvo aquí un instante, de espaldas, como si estuviera
meditando hondamente las palabras que diría, giró, buscó con su mirada la de
Marx, y dijo “Si usted no puede decirme cuándo, eso para mí es nunca. Y yo
tengo que pelear ahora”. “Peleará en vano, Su lucha es imposible, coronel”,
dijo Marx, y Varela dijo “Permítale a este soldado testarudo, a este Quijote de
los Andes, a este, según lo ha dicho usted, precapitalista, decirle una verdad:
siempre, a lo largo de todas las épocas, les han dicho a los oprimidos que su
lucha era imposible. También se lo dirán a sus proletarios”, y Marx preguntó
“¿Vá a dar la batalla entonces?”, y Varela respondió “Ya mismo”, y preguntó
“¿No se queda a presenciarla?”. “No. Ya sé el resultado”, dijo Marx, y Varela
dijo “Yo no”, y entonces Marx le tendió su mano al coronel y éste se la
estrechó con fuerza antes de salir de la tienda para arengar a sus hombres.
Extraído del libro ‘La astucia
de la razón’ de José Pablo Feinmann, según resumen hecho por Héctor Solasso