Claudio
Katz [1] | Al
cabo de seis años de crisis global la coyuntura internacional ofrece un cuadro
muy variado. Los bancos fueron salvados a expensas de un enorme bache fiscal y una
gran expansión del desempleo. En las economías centrales se contuvo la
depresión pero no el estancamiento, China consolidó su ascenso, las economías
intermedias mantuvieron un crecimiento frágil y la periferia sufrió una nueva
degradación.
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Foto: Claudio Katz |
Los cambios geopolíticos han puesto en debate
la supremacía imperial de Estados Unidos, la continuidad de la Unión Europea y
la aparición de nuevos bloques. La ofensiva del capital sobre el trabajo
persiste con fuertes resistencias en Europa, convulsiones en Medio Oriente y
reacciones sociales en Asia.
¿Cómo impacta la crisis en las distintas
regiones? ¿Qué alcance y significado tiene la multipolaridad? ¿Cambió la
relación social de fuerzas en que se asienta el neoliberalismo? Los
acontecimientos del último sexenio brindan pistas para esclarecer las
tendencias de la coyuntura, la etapa y la época del capitalismo.
Dilemas
del socorro bancario
La quiebra de Lehman Brothers inauguró un
período de turbulencias que transformó a la crisis en un dato cotidiano de las
economías centrales. Los incontables paralelos con lo ocurrido en 1929 retratan
la gravedad del torbellino, que convulsionó a los bancos estadounidenses y al euro.
Al comienzo del 2014 la anémica recuperación de
la Eurozona coexiste con una inestable reanimación económica de Estados Unidos,
el languidecimiento de Japón y la desaceleración de China. Es el mismo
escenario que ha predominado en los últimos años. Los promisorios signos de
reactivación se diluyen con la reaparición de nubarrones financieros y
paralizaciones productivas. Pocos analistas anuncian el fin de la crisis y
muchos consideran factible una reaparición del momento crítico vivido en el
2008-09.
Esta incierta coyuntura prevalece al cabo de
una inédita expansión del gasto público. Todos los gobiernos de los países
afectados por la crisis desplegaron un gran socorro para rescatar a los financistas
que especularon con créditos sub-prime, burbujas y bonos empaquetados.
Las investigaciones sobre el rol de Goldman
Sachs en el diseño de hipotecas titularizadas fueron cerradas. Los expertos en
ocultar riesgos y apañar créditos insolventes conservan sus empleos. Sólo cayó algún
chivo expiatorio por estafas muy explícitas (Madoff) y se negocian algunas
multas sin consecuencias penales con las calificadoras de riesgos (Standard and
Poors).
Los bancos estadounidenses neutralizaron la
reglamentación de una tenue ley de supervisión, mantienen sus operaciones en
las sombras, impiden la división de las grandes entidades y preservan los
paraísos fiscales. En Europa todavía no se aprobó el famoso impuesto a las
transacciones cambiarias (tasa Tobin) y el último proyecto incluye un gravamen
ridículo que podría favorecer al propio auxilio de los bancos[2].
Los gobiernos optaron por el rescate en lugar
de cerrar o nacionalizar los bancos colapsados. Evitaron el camino de la
clausura por temor a un desplome general de los depósitos y acreencias. Luego
de la conmoción creada por la intervención de Lehman se disiparon las
propuestas ortodoxas de precipitar una desvalorización masiva del capital.
Pero la asociación de los gobernantes con el
poder financiero sepultó también las tentativas opuestas de avanzar hacia la estatización
de las entidades. Esta complicidad contrasta con el trato dispensado a las víctimas
de la crisis que padecen pobreza, desempleo y caída del salario,
Se ha mantenido intacta la estructura bancaria
que detonó la crisis. El oxígeno oficial aportado a las entidades agrava todos
los desequilibrios financieros. Lo más explosivo es la magnitud de la inyección
monetaria consumada para auxiliar a los bancos. No existen precedentes de una
emisión con efectos tan expansivos sobre la liquidez internacional. Nadie sabe cuándo
y cómo esa descomunal suma de dinero será absorbida por la economía.
La Reserva Federal (FED) introdujo una política
de “relajamiento cuantitativo” para transferir un caudal millonario de fondos a
los bancos. Intenta inducirlos a incrementar los préstamos con destino
productivo. Pero los resultados de esa medida sobre el nivel de actividad
económica han sido exiguos. Las entidades eluden derivar esos recursos a créditos
de inversión o al refinanciamiento de las familias endeudadas. Utilizan el
dinero para incentivar un nuevo ciclo de especulación con materias primas,
acciones o monedas extranjeras.
La FED ha quedado atrapada en un complejo dilema.
Si mantiene la liquidez continuará alentando las transacciones de alto riesgo
que condujeron al estallido del 2008. Pero si desactiva ese peligro
incrementando la tasa de interés asfixiará la débil recuperación y reabrirá el
grifo para una recesión de envergadura[3].
A diferencia de los años 60 no está obligada a
optar entre el crecimiento inflacionario y la retracción de la economía. En las
últimas décadas se ha instalando un cuadro deflacionario que reduce el impacto
de la emisión sobre los precios. Pero debe lidiar con la disyuntiva de
propiciar nuevas burbujas financieras o resignarse al continuado estancamiento.
Un anticipo de este dilema se verificó en
Japón durante los años 90. El auxilio a los bancos no se tradujo allí en
repunte del crecimiento y los rescates ni siquiera erradicaron la insolvencia
financiera. Si se repite ese escenario los gobiernos bombearán fondos que nunca
llegarán a la esfera productiva.
Liderazgo
financiero estadounidense
La crisis comenzó en Estados Unidos, se
expandió al resto de las economías desarrolladas y terminó atenuándose en el
país de origen. Esta curva se explica por la gravitación de la primera potencia
en varios terrenos.
En primer lugar mantiene la primacía del dólar
en el comercio y las finanzas. En esa divisa están nominadas el 62% de las
reservas y el 85% de las transacciones globales. El billete norteamericano ha
perdido su reinado de posguerra, pero ninguna otra moneda ocupa su lugar. Preserva
una significativa hegemonía, mientras se negocia otro patrón internacional
basado en la convivencia de varias monedas, el retorno a las paridades fijas o
la formación de una canasta de divisas[4].
A pesar del elevado endeudamiento y déficit
comercial que soporta la economía estadunidense, el dólar se mantuvo como refugio
predilecto de los capitalistas en los momentos críticos del último sexenio. En esas
coyunturas los acaudalados buscaron protección en ese signo monetario.
Estados Unidos define, en segundo término, el
ritmo y las características de la reforma del sistema financiero internacional.
Este ajuste normativo se ha tornado imperioso por la crisis reciente, la globalización
de las finanzas y la interconexión de las Bolsas. Un reconocido jefe del clan
bancario supervisa esta remodelación (Paul Volcker), para perpetuar la
hegemonía de los capitales que operan desde Nueva York. También busca
garantizar los privilegios del puñado de expertos que maneja de ese
complejísimo sistema.
La influencia de este sector se verificó en el
veto que impuso a las propuestas de limitar las operaciones de alto riesgo. Los
financistas bloquearon, además, las sanciones contra los causantes del crack
del 2008 y consiguieron la continuidad de las escandalosas comisiones que
cobran los gestores de las burbujas.
Estados Unidos logró, en tercer lugar,
rehabilitar al FMI como auditor de las economías nacionales y supervisor de los
ajustes. Una entidad desprestigiada y con recursos decrecientes, cuenta
nuevamente con muchos fondos y gran capacidad de intervención global. En los
últimos cónclaves del G 20 se acordó duplicar el capital de ese organismo. Aunque
los norteamericanos aportan poco dinero mantienen una influencia predominante en
el directorio. La agenda del FMI se define en Washington.
Este poder de Wall Street y la Reserva Federal
explica cómo pudo la potencia del Norte exportar una crisis originada en su
territorio. Al comienzo del temblor impuso la estrategia de expandir la
liquidez bancaria y neutralizó la resistencia de Alemania. Ha recurrido
nuevamente a la inundación internacional de dólares, que en el pasado facilitó
la licuación de la deuda pública estadounidense. Ante la ausencia de
alternativas los tenedores de esa moneda vuelven a aceptar ese riesgo.
Muchos bancos del país se han recompuesto con
fondos públicos y comienzan a devolver parte del dinero obtenido durante el
rescate. Por eso la FED propicia un giro hacia la restricción monetaria y el aumento
de las tasas de interés[5].
En las fases anteriores de liquidez, la
política monetaria expansionista condujo a la emigración de capitales hacia las
economías intermedias, que ofrecían mayor rendimiento a los fondos golondrinas.
En el escenario opuesto que se avecina (de encarecimiento del costo del dinero),
comenzaría un retorno de esos capitales hacia las economías centrales.
En ambos períodos Estados Unidos ha orientado
el ciclo financiero global, confirmando el rol central que tienen Wall Street,
la FED y los bancos de ese país en el desenvolvimiento del capitalismo
contemporáneo[6].
Deterioro
industrial
La otra cara de este protagonismo
internacional es el deterioro interno de la economía del Norte. Ese declive se
corrobora en el débil crecimiento, que ha sucedido al endeudamiento privado y a
la insolvencia desatada por la crisis de las hipotecas.
La recuperación de la economía está afectada
también por el enorme costo fiscal que ocasionó el socorro de los bancos. La
deuda pública alcanzó un peligroso techo luego de saltar del 62 % (2007) al
100% del PBI (2011). La gravedad de esta carga fue testeada el año pasado
durante el cierre del gobierno federal. La administración dejó de funcionar, mientras
republicanos y demócratas discutían los límites al financiamiento de ese pasivo.
El establishment utilizó el abismo fiscal como
un argumento de ajuste, para forzar cortes más drásticos en el gasto municipal
y social. Finalmente no se produjo el temido default, ni la dramática corrida
contra los bonos del tesoro. Pero lo ocurrido ilustra la dimensión de la crisis
fiscal que corroe a la economía norteamericana[7].
Esta flaqueza se acentúa, además, por la
impotencia que demuestra Obama para introducir reformas mínimas. Bajo la
presión del TEA Party y los republicanos aceptó el vaciamiento de su proyecto
de salud. Los millones de estadounidense que carecen de protección sanitaria
deberán afiliarse a un servicio privado pre-pago regulado por el estado. El
proyecto de una cobertura significativa y menos onerosa quedó archivado.
Como la derecha ha bloqueado cualquier reintroducción
de impuestos a los ricos, todo el ajuste sigue recayendo sobre los
trabajadores. Obama choca con los republicanos en temas culturales (aborto,
matrimonio homosexual) y prioridades políticas (inmigración, uso de armas). Pero
su agenda económica es muy semejante. Un abismo lo separa del New Deal que
instrumentó Roosvelt durante la gran depresión.
El presidente actual mantiene una política
neoliberal adversa a los sindicatos y rechaza todas las sugerencias de los
economistas keynesianos para regular los bancos, aliviar a los pequeños
deudores y mejorar el ingreso de los empobrecidos.
Como resultado de este continuismo un puñado
de multimillonarios ha triplicado su apropiación del PBI en comparación a los
años 70. El sistema impositivo que impuso el reaganomics no ha cambiado, mientras
uno de cada seis norteamericanos vive con ingresos inferiores a la línea de
pobreza.
El endeudamiento personal constituye otro índice
del mismo deterioro. Es un recurso de supervivencia frente a la pérdida de
ingresos, que utilizan todas las víctimas del modelo actual. Las familias de
Estados Unidos han quedado particularmente atrapadas en la madeja de esta
financiación.
Las brechas sociales se amplían además con la
expansión del desempleo, que no decae en los momentos de reactivación. Gran
parte de los empleos perdidos desde el 2008 desaparecieron para siempre. Las
grandes empresas continúan incrementando la productividad con innovaciones que
expulsan mano de obra, mientras amplían su deslocalización de plantas. Crean
fuera del país los empleos que destruyen internamente, multiplicando los barrios
fantasmales en las ciudades obreras (como Detroit).
Es cierto que este deterioro industrial
coexiste con el liderazgo estadounidense en la creación de nuevas tecnologías
de la información. Pero esa actividad genera poco empleo y no podrá encabezar
un resurgimiento del nivel de ocupación. La emigración de empresa hacia países
con menores costos laborales genera pérdidas de puestos de trabajo muy
superiores, a la recuperación de empleos que acompaña al desarrollo de las
actividades de punta. Las nuevas tecnologías no recrean el trabajo masivo de la
industria clásica.
Reajustes
en la primacía bélica
Estados Unidos conserva un rol internacional
protagónico a pesar de su pérdida de liderazgo industrial. ¿Cómo se explica
esta disociación? La influencia decisiva de sus bancos aporta una respuesta.
Pero la principal explicación se encuentra en el rol imperial que despliega la
primera potencia. Esa supremacía militar le permite preservar protagonismo
económico.
El gendarme del planeta es garante del orden
capitalista. Es un sheriff que maneja el 40% del gasto bélico global, a través
de 800 bases militares distribuidas en 130 países. No tiene sustituto en este
papel de custodio de las clases dominantes. Protege al capital frente a las
amenazas sociales serias o las situaciones de extrema inestabilidad[8].
Actualmente Obama perfecciona estas formas de
intervención. Promueve una menor presencia directa de tropas para facilitar acciones
laterales con mayor sostén tecnológico. El curioso premio Nobel de la Paz
incorporó a su equipo a un ex halcón republicano (Check Hagel) y a un experto
en provocaciones de la CIA (John Brennan). Ha decidido evitar las invasiones
con más operaciones encubiertas.
Washington es la capital de una guerra
perpetua. Un ejército secreto de 60.000 hombres se encarga de implementar los
mandatos de una diplomacia militarizada que desinforma a la población. Este
encubrimiento es facilitado por el ínfimo porcentaje actual de alistamiento de
la ciudadanía.
Las operaciones quirúrgicas son realizadas por
comandos entrenados para el asesinato. El caso de Bin Laden ilustra como estas
ejecuciones son resueltas sin procesos judiciales. Obama maneja la lista de condenados
y define el momento de cada crimen. Utiliza una ley secreta para detener a los
sospechosos de terrorismo en cualquier parte del mundo y refuerza los grupos de
tareas que pasaron de 35 (2002) a 106 (2010)[9].
Esta política conduce a restricciones de las
libertades democráticas, como se ha notado en la venganza que soporta el
soldado Bradley Manning por destapar información sobre la violencia imperial.
La persecución internacional que sufren Assange y Snowden obedece al mismo
propósito de silenciar la brutalidad de las operaciones estadounidenses. Este
belicismo repercute internamente en el continuado armamento de población, los
asesinatos en los colegios y la expansión de las milicias derechistas.
Obama reajusta la estrategia imperial para reparar
la fatiga política y el agujero financiero que dejó Bush. Después de la crisis
del 2008-09 Estados Unidos no puede costear guerras infinitas. Los 800.000
millones de dólares gastados en Irak y los 450.000 millones desembolsados en Afganistán
dejaron exhausto al Tesoro. Tal como ocurrió luego de Vietnam, la primera
potencia necesita cicatrizar las heridas para retomar el intervencionismo. No
es la primera vez que el imperio introduce un paréntesis entre dos cruzadas[10].
Imperialismo
colectivo
La reorientación actual incluye una revisión
de las prioridades bélicas, para reducir la presencia estadounidense en Medio
Oriente y aumentar la presión sobre China. En la primera región se transfieren
responsabilidades a los socios locales, mientras la CIA preserva el control de
las operaciones secretas, el manejo de la información y la provisión selectiva
de armamento.
En la segunda zona el Pentágono incrementa el
número de tropas localizadas en la zona del Pacífico, afianza el cerco sobre
Corea del Norte y supervisa los conflictos limítrofes entre Japón, Corea y
China. Pero además, los marines entrenan tropas de 34 países africanos y
encabezan todas la “intervenciones humanitarias” que requieran las empresas
multinacionales. Sostienen especialmente la tensión sobre Rusia, a través de
los nuevos satélites que incorporó la OTAN.
El gendarme global mantiene su vieja
estrategia de hostilizar a los adversarios para obligarlos a negociar. El
acuerdo con Irán es el ejemplo más reciente de esta política. La primera
potencia impuso el desarme nuclear a cambio de concesiones mínimas. Logró este
objetivo al cabo de muchos años de bloqueo comercial y ofertas de negocios a la
burguesía persa.
La renuncia a bombardear Siria demostró que
Estados Unidos tiene limitada su capacidad de intervención militar directa,
pero no su rol de mandante geopolítico. Está ubicado en la primera fila de las
negociaciones, luego de la contraofensiva iniciada en Libia para sepultar la
primavera árabe en guerras sectarias.
Se ha retirado superficialmente de los
conflictos de la región, para facilitar un desangre que le permita negociar
nuevas alianzas con los ganadores de las batallas en curso. Fue el modelo que
utilizó con Irak contra Irán, para luego sepultar a Irak y terminar negociando
con Irán. En Siria financia a los yihadistas contra el gobierno para luego
exigir la depuración de los fundamentalistas. En el Líbano apaña el reinicio de
las masacres.
Pero como cada aventura alumbra una nueva
fuerza reaccionaria autónoma, la secuencia de guerras no tiene fin. Ya ocurrió
con los talibanes y Al Qaeda. El próximo descarrilamiento podría ser encabezado
por Arabia Saudita, si el reino continúa avanzando en la construcción de una
bomba atómica para reforzar sus ambiciones regionales[11].
Es evidente que el sheriff del mundo quedó
afectado por el resultado de Irak. Debió abandonar un fallido ensayo colonial
que devastó a ese país. Pero sigue manejando los hilos de la región junto a sus
socios y a diferencia de Vietnam no soportó una crisis interna por las masacres
perpetradas.
Luego de la experiencia iraquí, Obama promueve
acciones imperiales más coordinadas y trata de compartir costos con sus socios
internacionales. Busca que Europa hostilice a Rusia frente a la crisis de
Ucrania, qué Francia intervenga en África y que las elites locales se
involucren más directamente en los conflictos de Yemen, Tailandia, Pakistán o
Egipto.
Esta política apunta a incrementar la
participación de sus aliados en la custodia imperial sin resignar el manejo de
las prioridades. Estados Unidos determina quiénes son los integrantes y excluidos de la OTAN, cómo
opera el eje forjado durante la guerra fría con Europa y Japón y qué papel
deben cumplir las sub-potencias ya probadas (Israel, Canadá, Australia),
seleccionadas (Turquía, Brasil, Sudáfrica) o eventuales (Pakistán, India).
Estas tendencias confirman que el rol militar de
Washington no se ha modificado. Preserva el liderazgo de una gestión imperial
colectiva, que en la segunda mitad del siglo XX sustituyó a las viejas confrontaciones
bélicas inter-imperialistas[12].
Algunos autores cuestionan esta
caracterización remarcando el declive militar de Estados Unidos. Interpretan
los desenlaces geopolíticos recientes en Medio Oriente, Europa Oriental o Asia
como expresiones de impotencia de un viejo gendarme. Estiman que el Pentágono ha
quedado irreversiblemente agotado y retrocede frente a cada desafío. Consideran
que luego de ejercer cierta hegemonía cultural durante de los años 90 (con la
fantasiosa ilusión de un “siglo americano”), los yanquis han perdido la partida[13].
Pero resulta difícil corroborar este
diagnóstico a la luz de lo ocurrido en los últimos años. Estados Unidos sigue
fijando las pautas y asumiendo las decisiones más relevantes de la acción
imperial. Es la voz cantante a la hora de definir quiénes son los integrantes y
los excluidos del club nuclear.
En ese terreno negocia con sus viejos
antagonistas (China y Rusia), comparte el armamento con sus socios (Francia,
Gran Bretaña) y agentes privilegiados (Israel), acuerda la magnitud del poderío
atómico con regímenes históricamente próximos (Pakistán) o actualmente afines
(India). Al mismo tiempo impone una duro acoso contra quienes buscan dotarse de
esos recursos bélicos en forma autónoma (Corea del Norte).
Estados Unidos ha perdido capacidad de acción
unilateral, pero no poder de intervención en la dirección del imperialismo
colectivo. Este comando obedece a la inexistencia de otro timón para la
custodia general del capitalismo.
Alemania
remodela a Europa
Europa es el epicentro de la crisis actual.
Allí continúa la recesión al cabo de fatigosos ajustes con niveles récord de
desempleo. El momento más dramático del temblor se registró en el 2011-2012,
cuando sobrevoló una convergencia de quebranto de los bancos con cesaciones de
pagos de la deuda pública, en pleno temblor global. También parecía inminente
el estallido del euro. Ese dramatismo ha cedido pero el respiro es frágil. La
situación de las instituciones financieras es delicada y el estancamiento es
mayor que en Estados Unidos.
La interpretación europea inicial de tsunami
como un eco pasajero del temblor norteamericano ha quedado desmentida. El Viejo
Continente está entrampado en un círculo vicioso de quiebras bancarias y
déficit fiscal. El rescate de las entidades potenció la deuda pública y
precipitó recesiones, que acentúan la vulnerabilidad del sector financiero.
Aunque 800 bancos ya recibieron un billón de euros nadie avizora el final del
túnel.
Alemania se ha convertido en la gran potencia
del Viejo Mundo. Recuperó preeminencia con la anexión de la RDA, que financió
entre 1998 y 2006 con ajustes internos y retracción salarial. Luego impuso el incremento
de la productividad por encima de los sueldos, mediante un atropello contra las
conquistas sociales. Con las leyes Hartz se obligó a los desocupados a realizar
trabajos precarizados, que ya representan un cuarto del empleo total. Esta
agresión fue desplegada por los capitalistas para reducir el costo salarial.
La afluencia de mano de obra barata y
calificada del Este y la relocalización externa de numerosas empresas complementaron
el ajuste. Los sindicatos no fueron demolidos como en Inglaterra, pero decreció
su poder de negociación y el modelo renano de capitalismo social se diluyó, hasta
perder sus viejas diferencias con el esquema anglosajón. El capital alemán se
internacionalizó, recibió inversiones externas y adoptó el estilo brutal de los
managers estadounidenses.
Estas transformaciones han socavado la
legitimidad del sistema político. En Alemania Oriental las elites del viejo
régimen no obtuvieron los beneficios que lograron sus pares de Polonia, Hungría
o Eslovaquia con la restauración capitalista. La emigración de jóvenes provocó
una importante despoblación de la ex RDA y el 16% de la población total, ya
afronta un serio riesgo de pobreza. Además, los servicios de alimentación para
los carenciados se han triplicado desde el 2002[14].
Los capitalistas germanos salieron airosos de
la anexión e impusieron sus prioridades en la conformación de la Unión Europea.
Acumularon un gran acervo de acreencias y superávits comerciales que les
permite definir el rumbo del continente. Esta primacía se ha consolidado luego
de cooptar a varias economías del norte (Dinamarca, Holanda, Finlandia, Austria).
También ha sido esencial el acuerdo político
con Francia. La clase dominante de ese país compensa su declive productivo con
la alianza geopolítica que forjó con su viejo rival. Pero el precio del
convenio es un ajuste continuado, que conservadores y socialdemócratas
implementan sin ninguna distinción. A los pocos meses de asumir, Hollande sustituyó
su leve sugerencia de subir impuestos a las familias pudientes por nuevos
subsidios al capital y mayor flexibilidad laboral.
Inglaterra ensaya otra estrategia tomando
distancia del poder alemán. Se mantiene fuera del euro y renegocia el status
especial que acordó en el 2009 dentro de la UE. Esta autonomía es exigida por
el lobby bancario, para preservar los negocios internacionalizados de la City
londinense. Pero hay muchas tratativas en curso, porque el sector industrial
-que coloca la mitad de sus exportaciones en el Continente- promueve una
reaproximación con Europa.
Cirugía deflacionaria
Las economías intermedias de Europa afrontan
las consecuencias de convalidar los recortes que impone la cúpula de la Unión.
Esta cirugía comenzó en Italia a principios de los 90 con la aceptación de las
reglas de Maastrich. El viejo modelo de inflación, devaluación y déficit fiscal
fue sustituido por una drástica comprensión del gasto público. La derecha de
Berlusconi y los socialdemócratas de Prodi se han repartido la tarea de
privatizar y desregular el mercado de trabajo, acentuando la brecha que separa
al Norte del Sur. Con este molde macroeconómico se perpetúa el estancamiento y
el desempleo.
España siguió otro recorrido. Su incorporación
a la Unión dio lugar a un fuerte crecimiento inicial e incentivó la
internacionalización de ciertas empresas que se transformaron en jugadores
globales (Telefónica, Endesa, Fenosa, Repsol, BBVA, Santander). La
contrapartida de esa inserción ha sido una especialización de la economía
(construcción, servicios, turismo), que cercenó la estructura industrial y
estabilizó elevadas tasas de desempleo.
Estas fragilidades explican el gran impacto de
la crisis reciente. El estallido de la burbuja inmobiliaria precipitó en España
un colapso bancario que arruinó las finanzas públicas al cabo de cuatro
rescates. El último socorro incluyó el tutelaje alemán directo en la
supervisión de los recortes. El producto se contrae, el déficit fiscal saltó al
6,4% y la deuda araña el 87% del PBI.
España e Italia no pueden compensar su
fragilidad económica con acciones geopolíticas. En las últimas centurias
tuvieron poca presencia en este ámbito y la incorporación a la Unión consolidó
esa marginalidad. El impacto de la crisis se asemeja por estas razones al
sufrimiento de toda la periferia europea[15].
El desempleo bate récord en la zona euro
(10,8%) y se duplica entre los jóvenes (21,6%). Pero en España ya supera el 23%
y en Italia afecta a uno de cada tres jóvenes y a la mitad de las mujeres del
sur. El 8,2% de trabajadores europeos quedó situado en el 2010 por debajo de la
línea de pobreza. Pero el número de empobrecidos se duplicó en Italia (2007-
2012) y alcanza a tres millones de personas en España. Si esta degradación
persiste al ritmo actual, un amplio sector de la población de ambos países
quedará privado de coberturas básicas en los próximos años. El modelo
socialdemócrata de “capitalismo con mejoras sociales” se desvanece en forma
acelerada.
En el fracturado mapa del continente, Alemania
determina el ritmo del ajuste. Impone a los deudores una indigerible dieta deflacionaria,
para amoldar la región a su patrón de competitividad. Como al mismo tiempo
necesita preservar los nuevos mercados evita la bancarrota de sus clientes,
refinanciando a los quebrados con durísimos condicionamientos.
Cada país debe socorrer a sus bancos con
fondos propios, puesto que la unificación monetaria no incluye compartir los pasivos.
Alemania proyecta avanzar hacia una convergencia fiscal y bancaria de toda la
U.E., cuando haya concluido la actual limpieza de insolventes. Por eso otorga
préstamos sólo a las economías colapsadas que aceptan el futuro control germano.
Para preparar esa supervisión, Alemania bloquea
cualquier auxilio indiscriminado basado en la mutualización de deudas o la
emisión de Eurobonos. Impone un organismo afín (ABE) que timonea la
reorganización de los bancos. También introduce la supervisión del Banco
Central Europeo sobre las 6.200 entidades de la eurozona y maneja la
recapitalización de esas instituciones a través de un fondo de estabilidad
(MEDE). El paso siguiente sería reformar el Tratado Europeo para asegurarse el
control fiscal, ampliando la delegación de atribuciones que ya detenta
Bruselas.
Sólo al final de este proceso Alemania
consideraría la introducción de los mecanismos federales que rigen en Estados
Unidos, para supervisar las finanzas y la moneda. Pero este plan requiere que
el euro, los bancos y las finanzas públicas perduren sin estallar por la gran
ingesta de cicuta que contienen los ajustes. La crisis podría demoler este
proyecto antes de su concreción, si se agrava la actual fractura entre el Norte
y el Sur europeo.
Mecanismos
de polarización
Los capitalistas de toda la Eurozona invocan
la permanencia en el euro para justificar la destrucción del estado de
bienestar. Pero los más afectados son los países de la periferia regional.
Estas economías han sufrido duramente las consecuencias de una liberalización
financiera, que generalizó las maniobras de titularización, el apalancamiento y
las contabilidades fuera de balance. Los bancos quedaron desprovistos de sus
protecciones tradicionales y al trastabillar impusieron un inmenso agujero a
las finanzas públicas.
La periferia europea está agobiada por pasivos
inmanejables y ha quedado sometida a las exigencias de los acreedores. Su
situación se asemeja a los padecimientos sufridos por América Latina en los momentos de mayor
endeudamiento.
Los mismos excedentes de liquidez y mercancías
que Estados Unidos colocaba entre sus vecinos del Sur en años 80 y 90, fueron
transferidos por Alemania a las economías más frágiles del Viejo Continente. Ambas
potencias utilizaron formas semejantes de endeudamiento público para descargar
sobrantes de mercancías y capitales. Esta traslación socavó la estabilidad
fiscal de las regiones dependientes y derivó en ajustes muy similares. El FMI
monitoreaba los recortes de América Latina y ahora repite esa supervisión en
una Troika compartida con la Comisión Europea y el BCE. Sólo han cambiado las
victimas y la localización de un mismo proceso.
El desastre es mayúsculo en varios casos.
Grecia sufre un colapso superior al padecido por Argentina en el 2001, tanto en
el desplome de su producto (el doble del derrumbe pos- convertibilidad), como
en la magnitud del endeudamiento (169% frente a 150% del PBI). El desempleo promedia
el 27% y alcanza el 58% en la juventud, en un escenario de depresión sin fin[16].
La Troika no expulsó al país del euro pero
tampoco lo financia. Mantiene una soga corta para imponer el ajuste perpetuo
con inverosímiles promesas de mejoría futura. Al cabo de una promocionada
renegociación de la deuda, el pasivo fue reducido en un irrisorio 10%. A Irlanda no le va mejor. Durante una década el
país fue exhibido como el “modelo más exitoso de neoliberalismo” y desde hace
cuatro años soporta un ajuste sin pausa. El consumo se ha desplomado (12%
inferior al 2007) y los recortes no han reducido la deuda pública que continúa
por encima del 120% del PBI.
En Portugal la derecha y los social-liberales
se alternan en el gobierno para introducir nuevos recortes, al concluir cada
ronda de negociación de la deuda. Con el tercer rescate de los bancos el país
quedó vaciado de reservas, mientras se multiplica el desempleo. Europa Oriental
sufre una gran emigración de la población desocupada y soporta tasas de pobreza
semejantes al Tercer Mundo.
El destino de dos paraísos financieros ilustra
quién carga con las consecuencias de la crisis. En Islandia se privatizaron las
entidades para atraer capitales a dos bancos, que recaudaron fondos
equivalentes a 10 veces el PBI de la isla. Cuando colapsaron el FMI intentó
transferir el desfalco a una población que impidió el atropello.
También en Chipre se buscó penalizar a los
pequeños depositantes por la quiebra de los bancos. La resistencia social y el
temor a una corrida en otros mercados liberalizados obligaron a limitar esa confiscación.
Pero el precedente de una expropiación directa de los ahorristas quedó flotando
como un recurso para el futuro.
La moneda común opera en toda la Eurozona como
una convertibilidad forzosa, que consolida las ventajas de las economías
avanzadas al impedir el uso de las devaluaciones para recomponer la
competitividad.
Los países más endeudados son forzados a
reducir su déficit fiscal y su desbalance comercial. Como utilizan la misma
moneda que el resto para gestionar productividades, salarios y tasas de
inflación muy diferentes, soportan una gran hemorragia de recursos hacia el centro.
El promedio salarial en Alemania, Francia,
Países Bajos, Suecia y Austria duplica o triplica las medias de Grecia,
Portugal o Eslovenia. Supera entre 7 y 10 veces los niveles vigentes en
Letonia, Rumania o Bulgaria. La brecha de productividad con Alemania es
abismal.
También los desniveles de inflación entre el
Norte y Sur de Europa se han acentuado. En el período 2000-08 el incremento de
precios fue 11,8% en la primera región y 27% en la segunda. Desde su
incorporación al euro las economías de la periferia crecieron aumentando el
consumo sin ningún soporte productivo. La inflación diferenciada reflejó este
desequilibrio, que primero desembocó en déficit comercial, luego en
endeudamiento y finalmente en quebranto bancario.
Estos procesos ilustran el carácter crónico de
las desigualdades socio-económicas regionales y la recreación de relaciones
centro-periferia en los momentos de gran reconversión capitalista. En el
escenario europeo se verifica como ambos polos se alimentan mutuamente, a
medida que la región es adaptada a los nuevos moldes de la acumulación global[17].
Del
federalismo al centralismo
La crisis no ha detenido la conformación de la
Unión Europea, que ya es un proto-estado continental con varias instituciones
en gestación. Hasta ahora funciona mediante tratados sin gran sustento
constitucional. Para cambiar cada regla se necesita el voto de los gobiernos,
que a su vez recurren a consultas internas. Estos mecanismos regirán hasta que
se defina como centralizar las decisiones. Esta modificación se está procesando
mediante la eliminación de todos los resabios de la Europa social que obstruyen
a la Europa del capital.
La transformación en curso ya no guarda ningún
parentesco con el ideario federalista. Ese proyecto se ha disipado para
insertar al Viejo Continente en la mundialización neoliberal. El viraje es
comandado por Alemania que ensayó internamente, los nuevos principios de
restricción salarial y prioridad explícita del beneficio, a través de estrictas
políticas monetarias de independencia del Banco Central[18].
Los primeros pasos que siguió la paulatina
conformación de la Unión (Tratado de Roma en los 50, política agraria común en
los 60, sistema de paridades en los 70, acuerdos de moneda en los 80)
registraron un brusco giro con el tratado de Maastrich en los 90. Allí comenzó
el viraje neoliberal consumado con la unificación monetaria, el resurgimiento
de Alemania y el ingreso de los países del Este a la U.E.
El modelo actual funciona bajo el comando de una
casta supra-nacional, que amolda la construcción de Europa a las exigencias del
mercado. Su poder creció abruptamente luego con la implosión de la URSS y la
reunificación germana. Maastrich consagró la primacía del despotismo
capitalista, para demoler el estado de bienestar en los 27 miembros de la Unión
y en los 17 integrantes de la Eurozona.
Todos perdieron soberanía, resignaron
atribuciones presupuestarias y delegaron decisiones en la tecnocracia de
Berlín-Bruselas. Este sometimiento se verifica en la primacía económica del
Tribunal Europeo, el dominio de las empresas continentales, el libre flujo de
capitales financiero y la gravitación del euro.
El proyecto federalista inicial de
Monnet-Delors ha quedado totalmente sustituido por las propuestas de Hayek de
forjar una estructura política divorciada de la soberanía popular. Este esquema
modifica a tal punto las tradiciones progresistas de posguerra, que el término
“reforma” ya no implica mejoras sociales sino aceleración de las
privatizaciones.
La meta geopolítica inicial de la Unión
apuntaba a realzar la gravitación de Francia para contener un eventual resurgimiento
germano. Ese propósito tenía el Plan Schuman y la Comunidad del Acero y el Carbón.
Se buscaba evitar la repetición de la inestabilidad de los años 30, imponiendo
la subordinación de Alemania a una construcción continental.
Pero la crisis de Suez, las derrotas del
colonialismo francés y la erosión del gaullismo alteraron el proyecto. Por un
lado se incrementó la presencia perdurable de Estados Unidos en el Viejo
Continente y por otra parte se debilitaron las posibilidades de un esquema europeo
autónomo. El desplome de la URSS reforzó estas tendencias.
El viejo temor a una repetición de la inestabilidad
de entre-guerra se diluyó e irrumpió el nuevo horizonte de forjar empresas
regionalizadas (o internacionalizadas), para apuntalar la competitividad
europea. El discurso apolítico que emana desde Bruselas expresa esta prioridad.
Todas los debates actuales confirman la
sustitución definitiva del proyecto keynesiano por el planteo hayekiano.
Algunas interpretaciones atribuyen este cambio a la necesidad de centralizar la
actividad de las grandes empresas integradas. Otros explican el mismo proceso por
la pérdida de influencia del estado-nacional. La interdependencia económica y
la formación de alianzas continentales son vistas como datos insoslayables del
nuevo escenario europeo.
Contradicciones
de la Unión Europea
Muchos analistas se preguntan si la Unión
aguantará la profunda erosión que genera la crisis actual. También discuten si
el ajuste en marcha no terminará debilitando al Viejo Continente en la
competencia global.
Cada iniciativa que adopta la Unión reduce su legitimidad
política. Desecha las normas de una confederación, afianza la tiranía de sus
organismos (Comisión, Consejo, Corte) y se divorcia del sustento electoral. Por
estas razones aumenta el predicamento de las corrientes euro-escépticas.
El “déficit democrático de la Unión” es
presentado por los neoliberales como un trago amargo y pasajero. Pero en
realidad promueven un consenso pasivo de largo plazo, asentado en el sostén de las
elites para contrapesar la indiferencia de las masas.
Dos de cada tres europeos ya hablan otro
idioma y las calificaciones educativas se han unificado. Pero las clases
populares no comparten el nuevo europeísmo, carecen de un sentido supra-nacional
y conservan sus afiliaciones nacionales. Este descontento emerge periódicamente
a la superficie en los resultados de los comicios.
El distanciamiento popular distingue la
unificación actual de las viejas construcciones nacionales, que incluían la intervención
revolucionaria de las masas para democratizar los nuevos estados. Estos
organismos surgieron históricamente a través de la expansión gradual de la
autoridad en cierto territorio, la edificación desde arriba (absolutismo
francés) o la revolución anticolonial (Estados Unidos).
La Unión Europea no repite ninguno de estos
precedentes y se forja con gran orfandad simbólica. Los valores de la
civilización asociados con el Viejo Continente desde el Iluminismo han sido vertiginosamente
erosionados por los atropellos neoliberales.
La unificación actual destruye, además, el
equilibrio de poderes políticos que generaba la existencia de múltiples estados
competidores. Este deterioro podría compensarse con la integración económica continental.
Pero las empresas están consumando su entrelazamiento en un contexto de crisis
global y desgarramiento social[19].
Los analistas euro-escépticos también remarcan
la inexistencia de una defensa militar y una política exterior común, la
inoperancia del Parlamento de Estrasburgo, la continuada primacía de partidos
políticos nacionales y la ausencia de una real identidad europea. Subrayan
especialmente la incapacidad de la Unión para sustituir a los viejos estados
nacionales en la gestión corriente de los asuntos públicos[20].
La manifestación más evidente de estas
tensiones es la creciente gravitación de las
demandas regionalistas. Las tendencias separatistas se expanden en un
amplio espectro de regiones (Escocia, Flandes) y en procesos muy
contradictorios. Las legítimas exigencias nacionales (catalanes) se mixturan
con el regresivo rechazo a compartir los presupuestos locales con las zonas
empobrecidas (Norte de Italia).
El contraste entre los derechos vulnerados de
los vascos y la persecución racista en la ex Yugoslavia, ilustra el carácter
diametralmente opuesto que pueden asumir esos nacionalismos. Al aceptar varios
mini-estados en su seno, la Unión Europa abrió un peligroso sendero de
pertenencia a la Comunidad fuera de los estados vigentes.
Dos
facetas de la unificación
La estructura estatal europea en gestación
presenta un perfil neoliberal de pocos gastos y burocracias ínfimas. Con ese
delgado aparato se busca avasallar las conquistas sociales que nunca alcanzaron
los asalariados de otros continentes. Por esa razón el presupuesto de Bruselas
se reduce al 1% del PBI regional.
La insignificante dimensión de ese organismo
conduce a combinar los atropellos decididos en Bruselas con su implementación
estatal-nacional. En este último ámbito se garantiza el recorte. Allí se concentran
los dispositivos represivos y las instituciones políticas requeridas para
consumar la agresión.
Pero un proto-estado mínimo para el ajuste
también genera una estructura débil para la competencia internacional. Esta diferencia
se ha verificado en las políticas divergentes que adoptaron la Reserva Federal
y el Banco Central Europeo frente a la crisis. Mientras que la FED lanzó una emisión
de 400% de la base monetaria de la economía estadounidense, el BCE sólo incrementó
ese volumen en un 150%[21].
Esta diferencia de respuestas ha determinado
una recuperación inferior del producto bruto y del empleo en comparación a Estados
Unidos. La caída del nivel de actividad tuvo una duración inicial similar en
ambas regiones (un año y medio). Pero la Eurozona recayó posteriormente en una
nueva recesión de dos años. Además, su tasa de desempleo promedia el 12,1%
frente al 6,7% de Estados Unidos[22].
Mientras que la potencia norteamericana
recurrió a tres rounds de relajamiento monetario, en el Viejo Continente imperó
la norma deflacionaria. Esta asimetría ha sido explicada por la adopción de una
política monetaria expansiva frente a otra restrictiva. También se menciona la existencia
de una Reserva Federal con experiencia, frente a un Banco Central Europeo en
surgimiento. O se recuerda que los reglamentos de la Unión impiden prestar el
dinero, que la FED distribuye sin ninguna restricción en todo el territorio
estadounidense.
Otros analistas subrayan la mayor capacidad de
acción de un estado imperial construido hace dos siglos, frente a un proto-estado
continental en plena gestación. Observan la misma diferencia entre un capital yanqui
(que opera en forma cohesionada) y capitales europeos (segmentados en proyectos
heterogéneos).
Pero la principal diferencia radica en la
continuada hegemonía imperial de Estados Unidos. El ejercicio de esa supremacía
le otorga un manejo militar, político y económico que no tienen sus rivales
europeos. Este dominio se expresa también en la forma dominante de ejercer la
política monetaria con un horizonte global.
Por estas razones la Reserva Federal adoptó
una actitud ofensiva frente a la crisis, emitiendo moneda y reduciendo las
tasas de interés, mientras que el BCE recurría a la deflación y al
encarecimiento del costo del dinero.
Merkel optó por una estrategia ultra-ortodoxa,
no sólo por alcance acotado del euro como moneda mundial. Su conducta defensiva
también obedece a la subordinación germana al poder geopolítico norteamericano.
Alemania ha recuperado gravitación económica pero no presencia militar.
La sintonía del país con cualquier acción
anti-terrorista que exige el Pentágono ilustra este sometimiento. Las elites
alemanas son muy conservadoras y se han acostumbrado a seguir los mandatos del Departamento
de Estado. En los últimos años aceptaron la participación de sus efectivos en
los Balcanes, Afganistán y el Congo.
El comando económico que rige dentro de la
Unión Europea no se extiende a la órbita geopolítica global. Como Alemania
carece de ejército y proyección internacional, no puede actuar sola. Necesita
el concurso de Francia, que a su vez ha optado por el abandono de la estrategia
soberana del gaullismo.
El declive imperial francés no siguió el precedente
británico de inmediata dependencia financiera y subordinación militar a Estados
Unidos. De Gaulle pretendió reconstruir la autonomía del país mediante guerras
coloniales y proyectos atómicos propios, aprovechando la gravitación
internacional que mantenía la cultura francesa.
Pero ese intento fue socavado por la adaptación
al neoliberalismo que inició Mitterand y posteriormente propiciaron los
intelectuales derechistas enemistados con la generación del 68. Esta
transformación fue reforzada por la apertura de la economía, la privatización
de las empresas públicas y la consolidación de un estilo gerencial anglosajón.
El estancamiento económico, la reacción
política y el declive cultural de Francia han desembocado en el giro
pro-norteamericano en los últimos años. Este viraje incluyó el reingreso a la
OTAN y la participación militar en Afganistán.
Es cierto que Francia mantiene un despliegue
imperial propio en su viejo espacio colonial. Allí desenvuelve todas las
“intervenciones humanitarias” que exijan sus empresas. Ha realizado estas
incursiones neocoloniales en Costa de Marfil, Ruanda, Congo, Níger y República
Centroafricana, considerando a esa región como una gran reserva de negocios.
Pero habitualmente actúa en sintonía con el
Pentágono, a través de operaciones coordinadas que distribuyen el trabajo
militar. En el caso reciente de Mali la invasión fue concretada por Francia
para garantizar la provisión de uranio a su red energética. Pero el ejército
norteamericano ya había adiestrado previamente a las tropas del mismo bando[23].
No sólo en África la acción imperial francesa
remueve presidentes, promueve secesionismos y encubre genocidios en
coordinación con la OTAN. También en Medio Oriente actúa con sus aliados
occidentales, para sostener a las fuerzas reaccionarias de Libia o Siria.
Todas las rivalidades franco-americanas se
procesan en el marco compartido del imperialismo colectivo. Cualquiera sea la
expectativa francesa de esta acción (conservar su influencia neocolonial, su proteccionismo
agrario o su excepcionalidad cultural), la asociación con Estados Unidos reduce
el margen de acción de la principal potencia militar de la eurozona.
Estados Unidos incrementa su influencia sobre
una Europa unificada. Piloteó la expansión de la OTAN hacia el Este promoviendo
la incorporación de varios países lindantes con Rusia y logró un explícito
compromiso del Viejo Continente en la “guerra contra el terrorismo”. Ha
impuesto la definitiva extinción de las viejas diferencias que separaban a los
conservadores de los social-demócratas en el manejo de la política exterior
europea.
La reciente crisis desatada por el espionaje
informático norteamericano corrobora ese viraje. Snowden destapó cómo el
Pentágono ausculta los secretos de sus socios europeos. Los espiados
respondieron con cierta espuma mediática, pero aquietaron rápidamente el
escándalo para no perturbar las operaciones conjuntas de ambas potencias.
La
impotencia de Japón
La crisis global generó fuertes efectos pero
no sorpresas en la economía nipona. Reavivó impactos que la tercera potencia
del bloque desarrollado padece desde hace veinte años.
El prolongado estancamiento que soporta Japón
le quitó centralidad económica, desde el estallido de una burbuja especulativa
en sectores bancarios y de la construcción (1989). Ese temblor inició un lento
proceso de restricción crediticia e inversora, que desembocó en 5 recesiones durante
los últimos 15 años.
En ese período las cotizaciones del mercado
bursátil Nikkei y los activos inmobiliarios se desplomaron en un 70% y el nivel
de actividad se retrajo muy por debajo del promedio de Estados Unidos y Europa.
La insolvencia bancaria generó un agujero
financiero que continúa absorbiendo el 40% del presupuesto estatal. La deuda
total se ubica en un récord internacional de 245% del PBI y todas las
iniciativas ensayadas para retomar el crecimiento han chocado con la persistente
deflación. Estos resultados son vistos con gran preocupación por los gobiernos
occidentales, que actualmente recurren al mismo experimento monetario.
Un nuevo intento de reactivación ha encarado
el gobierno de Shinzo Abe. Lanzó planes keynesianos de gran porte, que incluyen
la inyección anual de 100.000 millones de dólares (Plan Kuroda). Se propone
monetizar la deuda pública, expandir el crédito barato y mantener reducidas las
tasas de interés, mientras empuja la actividad económica estimulando cierto
repunte de la inflación. Implementa una flexibilización monetaria muy riesgosa,
con un volumen de liquidez interna que podría situarse por encima de su
equivalente estadounidense.
El atisbo de crecimiento que registran ciertos
analistas no alcanza para revertir el estancamiento de las últimas décadas. El
nuevo plan ha impulsado el despegue de los índices bursátiles, pero no la
reactivación real de la economía[24].
Las iniciativas en curso alientan también la
devaluación para propiciar las exportaciones. Pero esta opción enfrenta la
saturación del mercado mundial y la retracción general de compras. Japón no
está en condiciones de entablar una guerra de monedas con sus competidores
asiáticos, mientras mantiene irresueltos varios conflictos económicos con
Estados Unidos.
Los funcionarios norteamericanos negocian desde
hace varios años la liberalización comercial de la economía nipona,
especialmente en los sectores más protegidos de la agricultura, el comercio
minorista, la salud, la energía y las finanzas. Después de muchas negativas, el
gobierno se ha resignado a negociar un tratado de libre comercio.
Japón lideró la primera oleada de
exportaciones asiáticas y quedó posteriormente afectado por el ascenso de sus rivales.
China y Corea del Sur han logrado mayor competitividad en varios sectores. El
viejo milagro exportador nipón se está deteriorando y por primera vez desde los
años 80, la economía padeció coyunturas de déficit comercial por la fortaleza
del yen y la debilidad de las ventas. El encarecimiento de las importaciones de
petróleo y minerales ha influido significativamente en este declive.
El peso económico de Japón se desdibuja. Por
esta razón durante los picos de la crisis reciente hubo más preocupación por el
contagio, que por los eventuales auxilios a Estados Unidos y Europa
El deterioro de la competitividad nipona está
influido en el largo plazo por el envejecimiento de la población. El exabrupto
de un ministro, que presentó la aceleración del fallecimiento de los ancianos
como único remedio al déficit de la seguridad social, ilustra la gravedad de
este problema.
En un contexto de evidente madurez industrial
Japón no cuenta con reservas demográficas para abaratar el salario. Enfrenta un
fuerte escollo frente a rivales asiáticos que cuentan con gran acervo de
trabajo juvenil.
También en el tablero internacional Japón
actúa en espacios geopolíticos muy estrechos y se desenvuelve como un actor
secundario en comparación a Europa. Está subordinado a las prioridades que fija
Estados Unidos y esta marginalidad tiene serias consecuencias a la hora de
concretar negociaciones comerciales o financieras.
Japón acompaña sin voz propia todas las
acciones de la gestión imperial colectiva. Esta conducta se corroboró en las
guerras recientes. Las fuerzas neo-conservadoras que dirigen el país reforzaron
el alineamiento pro-occidental, mediante un giro armamentista que incrementó el
presupuesto miliar.
Esa política condujo a la revisión de la
Constitución de posguerra que restringe la acción bélica externa del país.
Siguiendo las demandas de Washington fueron enviadas tropas a Irak y Afganistán
y para limitar el avance de China se multiplican los ejercicios con los socios
regionales de Estados Unidos (Filipinas, Malasia, Australia) [25].
El escenario japonés confirma que más allá de los
matices y diferencias, la crisis global afecta a todas las economías avanzadas.
¿Pero qué ocurre con los países emergentes? ¿Han logrado sustraerse del
temblor? ¿Consumaron el esperado desacople?
Resumen
Seis años de crisis han alterado el escenario
mundial. Los bancos fueron salvados con mayor bache fiscal y una enorme
inyección monetaria que incentiva más burbujas que reactivaciones productivas.
Estados Unidos exportó la crisis y define el
ciclo financiero global porque mantiene la supremacía del dólar, el manejo de
los grandes bancos y el control sobre el FMI. Pero la deuda pública y la
regresividad impositiva acentúan su deterioro industrial. Mantiene protagonismo
por una preeminencia militar, que reorganiza con más tecnología y menos tropas.
Reajusta prioridades estrechando la coordinación con los aliados.
Luego de la anexión, el ajuste interno y una
alianza con Francia, Alemania refuerza su predominio en Europa. Italia y España
no tienen resguardos geopolíticos frente a la cirugía deflacionaria y las
transferencias a los acreedores golpean a la periferia de la región.
El ideario federalista keynesiano ha sido
reemplazado por la centralización neoliberal en la conformación de un
proto-estado continental. Para amoldar Europa a la competitividad global se
acentúa el despotismo de la Troika. Pero la ilegitimidad, el rechazo popular y
las demandas separatistas socavan a la Unión.
La reducida estructura estatal europea es
funcional al ajuste pero no a la concurrencia internacional. Lo demuestra la
política monetaria defensiva y el abandono de proyectos militares. La crisis
refuerza el prolongado estancamiento de Japón que pierde posiciones en Asia y
reafirma su rol secundario en la política internacional.
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