Richard Levins | Cuando era un crío siempre tuve claro que, cuando me hiciera
un hombre, sería a la vez un científico y un rojo. Más que enfrentarme al
problema de cómo compaginar la militancia con la actividad académica, tendría
dificultades para separarlas. Antes siquiera de saber leer, mi abuelo solía
leerme el Ciencia e Historia para Niños y niñas (Science and History for Girls
and Boys), de Bad Bishop Brown’s. Estaba convencido de que todo trabajador
socialista debería estar familiarizado, como mínimo, con la cosmología, la
evolución y la historia. Yo nunca separé la historia, en la que todos
participamos activamente, de la ciencia, esa investigación sobre cómo son las
cosas.
Mi familia había abandonado la religión organizada hacía cinco
generaciones, pero mi padre me hacía sentarme a estudiar la Biblia todos los
viernes porque era una parte importante de la cultura que nos rodeaba y algo
importante para mucha gente, un relato fascinante de cómo las ideas se
desarrollan en condiciones cambiantes, y porque todo ateo debería conocerla
igual que los creyentes. Mi primer día de escuela: mi abuela me insistió en que debía
aprender todo lo que pudieran enseñarme… pero no creérmelo todo. Ella
era muy
consciente de la “ciencia racial” de la Alemania de los años 30 y las justificaciones
eugenésicas y supremacía masculina, tan populares en nuestro país. Su actitud
provenía de un conocimiento de los usos de la ciencia al servicio del poder y
el beneficio, y de una desconfianza propia de los trabajadores respecto a sus
gobernantes. Su consejo dio forma a mi posicionamiento en la vida académica.
Crecí en un barrio de izquierdas de Brooklyn donde las
escuelas cerraban el primero de mayo y donde conocí, con doce años, a mi primer
republicano. En el paseo de madera de Brighton Beach se debatían constantemente
en grupo cuestiones de ciencia y política y cultura, conversaciones que eran
también el pan nuestro de cada día de las mesas y sobremesas. El compromiso
político era algo fuera de toda duda: cómo actuar con relación a tal compromiso
era un asunto que generaba las discusiones más feroces.
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“Los filósofos no han hecho más que interpretar
de diversos modos el mundo,
pero de lo que se trata es de transformarlo”
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Comencé a interesarme en la genética cuando era adolescente,
porque me fascinó el trabajo del científico soviético Lysenko. Finalmente
resultó que estaba totalmente equivocado, especialmente por haber llegado a
conclusiones biológicas a partir de principios filosóficos. Con todo, sus
críticas a la genética de su tiempo me llevaron a la obra de Waddington y
Schmalhausen y otros que no lo rechazarían sin más únicamente por lo típico de
la Guerra Fría, sino que tenían que responder a su reto desarrollando una
visión más profunda de la interacción entre el organismo y el medio.
Mi mujer, Rosario Morales, me puso en contacto con Puerto
Rico en 1951 y los once años que pasé allí dieron una perspectiva latinoamericana
a mi forma de entender la política. Las recientes victorias de la izquierda en
Sudamérica son una fuente de optimismo incluso en estos tiempos sombríos. La
vigilancia del FBI en Puerto Rico me bloqueó el acceso a los trabajos que
estaba buscando y, para ganarme la vida, acabé de agricultor en una granja de
las montañas del oeste de la isla.
Cuando era estudiante en la Cornell University’s School of
Agriculture se me había enseñado que el principal problema agrícola de los
Estados Unidos era cómo deshacerse de los excedentes de las granjas. Pero como
granjero en una región pobre de Puerto Rico me di cuenta de la importancia de
la agricultura para la vida de la gente. Esa experiencia me enseñó las
realidades de la pobreza, cómo socava la salud, acorta las vidas, cierra
puertas y anquilosa el desarrollo personal, y las formas específicas que el
sexismo toma en las zonas rurales pobres. La organización directa del trabajo
en las plantaciones de café se combinaba con el estudio. Rosario y yo
escribimos el programa agrario del Partido Comunista de Puerto Rico en el que
combinábamos análisis económicos y sociales un tanto poco serios con lo que
empezaba a ser una comprensión cierta del funcionamiento de los métodos de
producción ecológica, de la diversificación, conservación y las cooperativas.
Fui a Cuba por primera vez en 1964 para ayudar al desarrollo
de la genética de su población y echar un vistazo a la Revolución Cubana. Con
los años acabé implicándome en la continuada lucha cubana por la agricultura ecológica
y un camino ecológico de desarrollo económico que era justo, igualitario y
sostenible. El pensamiento progresivista, tan potente en la tradición
socialista, suponía que los países en vías de desarrollo tenían que llegar al
nivel de los países avanzados por el camino único de la modernización.
Rechazaba a los que criticaban la vía de la alta tecnología de la agricultura
industrial tachándolos de «idealistas», sentimentalistas de ciudad nostálgicos
de una rural edad de oro bucólica que nunca había existido en la realidad. Pero
existía otra visión: la de que cada sociedad crea sus propias formas de
relacionarse con el resto de la naturaleza, su manera particular de uso de las
tierras, su tecnología apropiada, sus propios criterios de eficiencia. Esta discusión
se hizo más enconada en Cuba en los 70 y por los 80 el modelo ecológico había
casi ganado la partida, a pesar de que su puesta en práctica llevaría tiempo.
El Periodo Especial, la época de crisis económica tras el colapso de la Unión
Soviética, cuando no había materiales de alta tecnología disponibles, hizo que
los ecologistas por convicción reclutaran a los ecologistas por necesidad. Esto
fue posible únicamente porque los ecologistas por convicción habían preparado
el camino.