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Karl Marx ✆ Diego Rivera
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►“Todo lo
que sé es que yo no soy marxista” – Karl
Marx
Horacio Tarcus
El
auge de la historia intelectual, así como la renovación del repertorio
conceptual de la historia política, ha venido estimulando en los últimos años
el estudio de los avatares del marxismo en América Latina. Aunque todavía de
modo emergente, los estudios sobre la historia del libro, la edición y la
lectura han descubierto en el universo de los marxismos latinoamericanos, un
campo de estudios promisorio. Este estudio se centra en a la recepción y
circulación transnacional de las ideas. El auge de la historia intelectual, así como la renovación
del repertorio conceptual de la historia política, ha venido estimulando en los
últimos años el estudio de los avatares del marxismo en América Latina. Aunque
todavía de modo emergente, los estudios sobre la historia del libro, la edición
y la lectura han descubierto en el universo de los marxismos latinoamericanos,
con su monumental despliegue en el plano de la cultura letrada, un campo de
estudios promisorio.
Este campo de estudio cuenta con numerosos precedentes, como
la antología de Michael Löwy, enriquecida con un estudio preliminar, El
marxismo en América Latina (1982), que ha conocido numerosas reediciones. O el
estudio de Raúl Fornet-Betancourt O marxismo na América Latina (São Leopoldo,
Brasil, 1995; el original alemán es de 1994). Poco después de esta última obra,
el chileno Jaime Massardo publicó sus Investigaciones
sobre la historia del marxismo en América Latina (2001).
Pero yo quisiera referirme aquí a una renovación de los
estudios sobre los marxismos latinoamericanos, renovación que toma como
problemática teórica central a la recepción y circulación transnacional de las
ideas. Estos estudios tienen, a mi modo de ver, dos precedentes en los estudios
latinoamericanos. Por una parte, las obras de José Aricó: Mariátegui y los
orígenes del marxismo latinoamericano (1978) y Marx y América Latina (1982).
Por otra parte, por esos mismos años trabajó con una problematización semejante
el latinoamericanista francés Robert Paris, como lo revela su trabajo «Difusión y apropiación del marxismo en
América Latina», que apareció en el Boletín
de Estudios Latinoamericanos y del Caribe número 36 (junio de 1984).
Estos estudios se vieron sin duda beneficiados por las dos
grandes empresas intelectuales de estudio histórico del marxismo que se
emprendieron en Europa en las dé- cadas de 1970 y 1980. Me refiero aquí a Storia del marxismo, la obra colectiva
dirigida por Eric Hobsbawm y colaboradores, editada por la editorial italiana
Einaudi (1978); y Storia del marxismo
contemporaneo, obra publicada también en varios volúmenes por la Fundazione
Giangiacomo Feltrinelli.
El marxismo latinoamericano aparece en estas obras como un
estudio de caso del proceso de difusión mundial del marxismo entre finales del
siglo XIX y principios del XX, proceso que parte de la tensión entre lo que la
teoría de Marx gana y al mismo tiempo pierde cuando es asumida como doctrina
por un movimiento internacional de masas.
Pero este estudio de caso, además de inscribir este proceso
de difusión en una escala universal, implica también el reconocimiento de la
especi- ficidad que adopta el marxismo o los marxismos cuando son recepcionados
y apropiados en cada una de las naciones de nuestro continente. Esta teoría
surgida en Europa occidental será, según las diversas matrices de
interpretación, aplicada, adaptada, aclimatada, mestizada, recreada o bien
antropofaguizada, si se apela a la elocuente operación de la vanguardia
brasileña de los veinte.
Las nuevas perspectivas se interesan por la lectura y sus
usos sobre el carácter activo y creativo de quienes buscan importar o adoptar
ciertas ideas provenientes de otro contexto para hacerlas propias, ya sea
traduciéndolas, citándolas, publicándolas, prologándolas, anotándolas,
profesándolas... Se interesan por la lectura y sus medios: libros, folletos,
periódicos, revistas; sobre la lectura y sus ámbitos: las bibliotecas obreras,
los centros de estudio, las librerías populares; sobre la lectura y sus
sujetos: traductores, editores, profesores, investigadores, divulgadores... que
son, todos ellos, también y sobre todo, lectores.
Finalmente, insisto, la perspectiva de la recepción exige
una investigación sobre los modos, los canales y los agentes a través de los
cuales ha ingresado el pensamiento de Marx en la América Latina, al mismo
tiempo que una reflexión más general sobre los procesos de recepción de ideas,
de sus alcances y límites.
En las antípodas de aquella perspectiva que entiende que hay
un verdadero Marx al que basta leer correctamente, el punto de partida de esta
nueva perspectiva ha sido la recepción como problema. Lejos de suponer al
marxismo como una teoría universal disponible para su uso adecuado y que solo se
trata de aplicar correctamente a la realidad local, se interesa por aquel
malentendido estructural inherente a todo proceso de adopción de ideas en un
contexto heterónomo al contexto de su producción.
En este marco de preguntas elaboré Marx en la Argentina. Sus
primeros lectores obreros, intelectuales y científicos, que publicó Siglo XXI,
Buenos Aires, en el 2007, y que reeditó recientemente. La pregunta que guio mi
investigación no fue, pues, ¿quién leyó correctamente
a Marx en la Argentina de finales del siglo XIX y principios del XX?, sino otra
si se quiere previa: ¿era posible leer El
Capital en la Argentina de las décadas anteriores al Centenario? No solo en
el sentido lato de si se hallaban ejemplares disponibles de esta obra —cuestión
nada menor, desde luego—, sino sobre todo en el sentido de si existían lectores
individuales o sujetos sociales que pudieran decir o hacer algo productivo con
él. Se sabe que leer El Capital no
fue, a pesar de las manifiestas esperanzas de su autor, una tarea sencilla, ni
siquiera en Europa Occidental. Desde entonces hasta hoy, la historia de El Capital es la historia de ciento cincuenta
años de querellas en torno a sus interpretaciones.
¿Qué significaba, entonces, leer El Capital en el país de
las vacas y las mieses, tan lejos del maquinismo, la gran industria y la clase
obrera moderna? Y en todo caso ¿por qué leerlo?, ¿para quiénes?, ¿contra quié-
nes? Y aún más: ¿por qué traducirlo y editarlo? ¿Cómo difundirlo, cómo
enseñarlo, cómo divulgarlo, cómo resumirlo? Es más: ¿leerlo en sintonía con qué
otras obras de su época? ¿Darwin, Comte, Spencer, Hæckel? ¿O en compañía de
Saint-Simon, Fourier y Lassalle? ¿O incluso de Nietzsche? ¿Como una obra
cientí- fica sobre las leyes que rigen el modo de producción capitalista o como
una condena ética del capital como maquinaria que se alimenta de trabajo humano
vivo? Y, desde luego, ¿cómo referirlo —aplicarlo— a la realidad argentina?
¿Debían los socialistas argentinos entender el texto de Marx en el sentido de
que la expansión mundial del capitalismo era progresiva y por lo tanto debían
alentarla en el propio país, o bien debían resistirla con barreras
proteccionistas? ¿Podía también nuestro país, como parecía sugerir el texto de
Marx, ver reflejado su propio porvenir en el espejo de los países
industrialmente desarrollados? ¿Hablaban de nuestra situación los tramos de El
Capital referidos a la «acumulación originaria» y a la «moderna teoría de la
colonización»?
Mi libro intenta configurar un mapa de las respuestas que a
estas preguntas ensayaron obreros, intelectuales y científicos en la Argentina
de 1871-1910, ya fueran inmigrantes o criollos. Como toda obra de historia,
busca ponderar desde el presente los alcances y los límites de cada una de sus
respuestas. Pero la vara para esta evaluación no es la «correcta»
interpretación que se reserva para sí el autor, sino las condiciones históricas
de recepción de la teoría.
El lector encontrará en ese libro una serie de paradojas
abiertas por el «malentendido» inherente a toda recepción. Raymond Wilmart, el
introductor de El Capital en la
Argentina, no encontró lectores para la obra de su maestro en el Buenos Aires
de 1873, y decepcionado ante el escaso eco de la recepción no tardó en
transformarse en un prestigioso abogado de la élite dirigente.
Germán Avé-Lallemant, el naturalista de origen alemán y
primer lector local intenso de El Capital,
hizo su lectura de esta obra —que había tomado al capitalismo británico como
modelo y cuyo autor esperaba que fuera leída por la clase obrera industrial—
desde la periferia de la periferia: la ciudad de San Luis en el año 1888.
Juan B. Justo, que asumió el ingente esfuerzo de traducir El Capital por vez primera al español,
tomó prudente distancia de la teoría de Marx y del marxismo.
El joven José Ingenieros recorrió en una década la parábola
que comenzó en un «socialismo revolucionario» de tintes románticos y libertarios,
y concluyó en un socialismo reformista de tintes biologistas y hasta racistas.
Y Ernesto Quesada, que cuestionó el socialismo, pero
pretendió haber alcanzado una lectura más rigurosa, fidedigna y profunda de
Marx que los propios socialistas...
Esforzándome en situar a estos actores históricos en su
época y privilegiando esta mirada paradojal, me propuse trabajar ante todo los
matices, las tensiones internas, los claroscuros. Me anticipo a advertir que se
decepcionará aquel lector que busque en este libro la idealización de alguna
figura magistral para ejemplo de las jóvenes generaciones —a la manera de la
literatura reverencial sobre Juan B. Justo—. Pero también se decepcionará aquel
que busque en él una suerte de historia justiciera que establezca justos y réprobos
según los actores históricos leyeran correctamente
o incorrectamente a Marx, o según
lo aplicasen de modo fiel o traicionasen
al Maestro, ya sea seducidos por las ilusiones del revisionismo o del
reformismo, o tentados por las prebendas del Poder. Al contrario, tomé como
punto de partida que las lecturas originales y productivas de un autor suelen
ser ciertas «malas» lecturas, al mismo que las lecturas ortodoxas son también,
necesariamente, construcciones, interpretaciones. Y no siempre tan productivas…
Si apelo a un Marx es también al Marx de la paradoja, aquel
que no se reconocía en el marxismo instituido. Y si apuesto a una transmisión,
creyendo —como creo— que la historia puede aportar a la construcción crítica de
una memoria de los oprimidos y ofrecer orientaciones y estímulos en las luchas
por su emancipación, busqué evitar las formas cerradas y simples del relato
ejemplar y heroico del pasado. Entiendo que la política emancipadora necesita
nutrirse de la historia, no de mitos cristalizados, no de las epopeyas de los
grandes timoneles, sino de una historia como la definía recientemente el
colectivo Wu Ming:
Hace falta no parar de
contar historias del pasado, del presente o del futuro, que mantengan en
movimiento a la comunidad, que le devuelvan continuamente el sentido de la
propia existencia y de la propia lucha. Historias que no sean nunca las mismas,
que representen goznes de un camino articulado a través del espacio y el
tiempo, que se conviertan en pistas transitables. Lo que nos sirve es una
mitología abierta y nómada, en la que el héroe epónimo es la infinita multitud
de seres vivos que ha luchado y lucha por cambiar el estado de cosas. Elegir
las historias justas quiere decir orientarse según la brújula del presente
(Fernández-Savater, 2004, p. 73).
Publicado
originalmente en N° 54 de Temas de Nuestra
América – Revista
de Estudios Latinoamericanos, una de las publicaciones académicas de
la Universidad Nacional de Costa Rica.