“En la fase superior de la sociedad comunista, cuando
haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la
división del trabajo y con ella la oposición entre el trabajo intelectual y el
trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la
primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos
sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno
los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse
totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá
escribir en su bandera: ¡De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus
necesidades!” | Carlos Marx, Crítica del Programa de Gotha
|
Karl Marx & Hugo Chávez ✆ Etten Carvallo
|
Freddy José Melo | Cada 5 de mayo la parte progresista de la humanidad celebra
el nacimiento, en 1818 en tierra alemana, de Carlos Enrique Marx, llamado el
Prometeo de Tréveris y a quien pudiéramos denominar también el Fénix de la
Revolución. Prometeo porque, emulando al titán que desafió la ira divina
y su castigo implacable para robar el fuego sagrado y entregárselo a los humanos
a fin de que dejaran de ser juguetes de los dioses, afrontó la no menos
implacable furia de los poderes históricos dominantes, penetró en el entramado
que pretendían invulnerable y extrajo el fuego de la verdad social para
entregárselo a los oprimidos y explotados, con el fin de encenderles el alma e
iluminarles la conciencia.
Fénix porque, como el ave mitológica que renacía de sus
cenizas, ha sido refutado y demolido decenas de veces y de cada demolición ha
resurgido siempre “más robusto, más potente y más vital”. La expresión es de
Lenin, su genial discípulo y continuador, quien también es un muerto que no
muere. Nadie ha sido, nadie es negado tanto como Marx, pero de sus
negadores
apenas si quedan rastros con capacidad de historia, y de las negaciones sólo
dardos mellados y fríos, que una vez y otra son reciclados y otras tantas
condenados al limbo de la sinrazón.
1. Afincada sobre la realidad
La esencia de la obra de Marx –no la contingencia
perecedera– es inexpugnable porque se
encuentra afincada sobre la realidad, contrastada con la exploración del curso
del desarrollo social. El cual comienza con la posesión común de lo producido
apenas a nivel de subsistencia por los entonces cuasi inermes o desvalidos
conglomerados, y prosigue con el crecimiento de las fuerzas productivas hasta
generar excedentes (especialmente en el curso de la “revolución neolítica”) que
permiten su apropiación por personas y grupos en posiciones favorables, dando
origen a la división de la sociedad en clases: unas, minoritarias, poseedoras
de los bienes excedentes y de los medios para producirlos, otras, sólo de su
fuerza de trabajo, capaz ahora de producir más de lo que consume y por ello
también objeto forzoso de apropiación privada, es decir, de enajenación y
explotación.
Las iniciales clases privilegiadas, para garantizar ese orden
nuevo, organizan un aparato de violencia y lo autolegitiman, dando
nacimiento al Estado y al derecho positivo; y la sociedad ahora dividida sufrirá
desde entonces (hablo de manera general, obviando peculiaridades históricas)
contradicciones antagónicas y luchas entre esclavistas y esclavos, señores y
siervos, burgueses y proletarios, luchas que constituirán en lo sucesivo el
elemento dinámico subjetivo de la historia, el cual, en correlación con el
elemento objetivo –la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas
productivas y las relaciones de producción o, en su expresión jurídica,
relaciones de propiedad–, generará los
cambios graduales y saltos cualitativos que han hecho aparecer las
formaciones sociales esclavistas, feudales y capitalistas y planteado en el
escenario de hoy la necesidad del socialismo.
Cuya construcción, tras ensayos, errores y fracasos y
fusionando aprendizajes, dolores, corajes y esperanzas, restablecerá en un
plano superior de conciencia y capacidad la unidad entre el producido del
trabajo y su productor, disolviendo la enajenación y la explotación y
estableciendo el reino de la justicia y la libertad, es decir, pasando “de la
prehistoria a la verdadera historia del género humano”.
De este examen histórico-dialéctico surge
la aprehensión de la realidad sobre la cual se afinca el análisis de Marx,
realidad que él reconoce y en cuyas profundidades penetra, cuyas regularidades
descubre y cuyo núcleo o meollo –la expropiación del producto excedente del
trabajo o plusvalía, origen de la riqueza de los ricos y concreción de la
explotación del humano por el humano– pone en evidencia genialmente. (Descubrimiento
que ha llevado al paroxismo de la ira a los agentes ideológicos de la
explotación, quienes lo persiguen y pretenden abolirlo aunque sea abjurando del
análisis racional. Posición esta que nunca penetrará en las multitudes para
anular el aliento transformador, por lo cual, si bien puede confundir a
desarmados, es solo boxeo de sombra).
Marx logró una de las más acabadas
interpretaciones del mundo, pero su propósito esencial no era interpretarlo,
sino transformarlo. Por eso fue filósofo, economista, sociólogo, antropólogo,
historiador, jurista y aun matemático, y no fue nada de eso, para desesperación
de los académicos: sólo quería ser, y fue, y todo aquello lo subordinó a ese
desiderátum, un revolucionario. Y en ese camino empalma con Jesucristo y
Bolívar (a los tres los une el sentido histórico de sus obras) para fundir en
un solo torrente de luz el horizonte de lucha de los pueblos.
Su corazón lo elevó a la cima de la generosidad humana y su
cerebro a la del pensamiento
revolucionario, por lo cual muchos lo significan como el más grande
pensador de la historia.
¡Gloria eterna al inagotable maestro y noble amigo!
2. Combatiente de la libertad
Dicen algunos: “Soy un socialista democrático, rechazo la
dictadura del proletariado y cualquier otra dictadura”. También el presidente
Chávez señaló en torno a tal cuestión una importante diferencia suya con Marx.
Con el mayor respeto hacia esos camaradas, especialmente
hacia la profunda inteligencia probada del inmortal Presidente –quien sin duda
no le dedicó suficiente atención a ese punto–, la acusación implícita a Marx de
ser partidario de la dictadura es radicalmente errónea. Marx es por sobre todas
las cosas un teórico y un combatiente de la libertad, el que más claro ha
alumbrado el camino hacia ella; su pugna es por la liberación de toda la
humanidad, sobre la base de la desalienación del trabajo, pues el trabajo
alienado es la negación de la libertad: “el libre desarrollo de cada uno es la
condición para el libre desarrollo de todos”, nos dice en el Manifiesto. Es
decir, Marx es un demócrata esencial, y más que eso aún, pues su pensamiento
trasciende la democracia.
¿Dictadura del proletariado? Marx no la inventa: él en su
análisis de la historia percibe que el Estado nace, a partir del surgimiento de
la propiedad privada sobre los medios de producción, como aparato de violencia
organizada para garantizar el dominio de los poseedores sobre los desposeídos,
aunque bajo el disfraz de sostenedor del interés general. Al examinar este
hecho, Marx usó en calidad de categoría sociológica la noción “dictadura de
clase” para designarlo: así, en sucesión histórica (y visto de manera general),
el Estado esclavista fue la dictadura de clase de los dueños de esclavos y el
Estado feudal la dictadura de clase de los señores feudales, en tanto que el
Estado burgués o capitalista es la dictadura de clase de la burguesía: siempre
la hegemonía de una minoría explotadora sobre una mayoría explotada.
Este análisis –junto con el de las experiencias de las
revoluciones europeas de 1848-1850 y especialmente la de la Comuna de París,
1871– llevó a Marx a la famosa
conclusión de que el órgano estatal que surgiría como reemplazo revolucionario
del burgués, y que por vez primera en la historia sería mayoritario, vendría a
ser la expresión hegemónica de los explotados, la “dictadura del proletariado”,
forma la más democrática posible de Estado y a la que correspondería cumplir un
proceso de transición. Ese Estado sería el órgano de fuerza política organizada
del período de transición de la sociedad capitalista a la comunista, período
durante el cual se debería realizar la desalienación del trabajo. El
proletariado, al liberar el trabajo del carácter alienante de la explotación y
por ende liberarse a sí mismo, liberaría también a todos los seres humanos,
hasta llegar a la extinción de la división en clases y del propio Estado y al
autogobierno de la sociedad.
El análisis
marxista pone así mismo en evidencia que el Estado se expresa políticamente en
formas cambiantes de gobierno: si bien es siempre una dictadura de clase, es
decir, representa y resguarda fundamentalmente los intereses de un sector
social dominante, las formas de gobierno con las cuales ejerce su acción
política pueden ser “democráticas” en grado variable (y siempre clasistamente
limitadas), o “dictatoriales” en grado variable, según las relaciones de fuerza
y las condiciones históricas. El término “dictadura” en este sentido es el que
comúnmente se maneja y ha creado la confusión por la cual se identifica la
dictadura del proletariado con una vulgar dictadura de gobierno, confusión en
la que coincidieron los teóricos burgueses, por lógicos intereses de clase, y
los estalinistas, por interés de la deformación dictatorial-personalista y
partidista-burocrática que al final fue factor fundamental del derrumbe de la
Unión Soviética. Marx no tiene la culpa de las aberraciones ocurridas en su
nombre.
3. El salvaje capitalismo
El capitalismo o formación social basada en el trabajo
asalariado y la producción de mercancías ha creado la desigualdad mayor entre
los seres humanos.
Es un sistema en el que una insignificante minoría es dueña
de la mitad de los bienes del planeta y pretende el control absoluto de todos
sus recursos; un sistema cuya condición de existencia es la acumulación de la
riqueza –en radical contraposición con las necesidades de la gente– mediante el
mecanismo infame de la apropiación privada de lo socialmente producido; un
sistema que organiza todos los aspectos de la vida, desde la cuna y a través
del entramado de las instituciones, en función de dominar y de reproducir la
dominación, de alienar al ser humano hasta el grado de que considere como
normal y éticamente válida esa apropiación privada del producto social y se
haya transformado de ser social natural en ser individualista (“mónada aislada
y replegada en sí misma”, dice Marx en Sobre la cuestión judía); un sistema que
ha generado o desarrollado multitud de discriminaciones, de género, de clase,
étnicas, culturales, nacionales y otras, e inmerso en miseria y exclusión
social a grandes porciones de población (en Venezuela, por ejemplo, a 17 de 24
millones de personas antes del inicio del proceso bolivariano); que es un
criadero de corrupción, burocratismo, falsedad y toda suerte de arbitrariedades
y delitos, así como de impunidad para los privilegiados; que produce
imperialismo, colonialismo y guerra, es decir, avasallamiento, genocidio,
terror, bandidaje, ruina y saqueo de recursos materiales y patrimonios
históricos; que causa destrucción de la naturaleza en medida tal, que hoy se
encuentra amenazada la supervivencia de la especie humana y aun de toda forma
de vida en la Tierra.
No se trata en este último caso de una afirmación alarmista.
Los científicos más connotados del mundo no cesan de llamar la atención sobre
el peligro, que a cada paso muestra trágicas advertencias, y entre nosotros los
presidentes Chávez y Maduro han adoptado el planteamiento y puesto en él toda
su carga de pasión, responsabilidad y liderazgo.
Y es preciso tener claro que quienes más contribuyen a crear
las condiciones del desastre, en desconsiderada desproporción con respecto a
los demás países del planeta –quiénes sino los imperialistas estadounidenses–,
se niegan a firmar el Protocolo de Kyoto, que busca la defensa del entorno
vital.
El capitalismo, en fin, en su actual gradación de
imperialismo exacerbado y decadencia estratégica, ejerce una dictadura global
que políticamente se manifiesta en su dominio de los aparatos estatales y de
sus gobiernos falsamente independientes, los cuales indefectiblemente tienen carácter de clase,
se subordinan a intereses imperiales y son, o bien abiertamente terroristas, o
bien exponentes de diversas fachadas de democracia formal, una democracia que
concede derechos de papel que la inmensa mayoría de explotados y oprimidos no
pueden convertir en realidad, y que muchas veces es tan criminal como las
dictaduras abiertas (v. gr. la “democracia” puntofijista).
El presidente Chávez, al formular sus primeros
planteamientos revolucionarios relativos a las reivindicaciones populares y
nacionales, apuntó fundamentalmente hacia el latifundio y el “capitalismo
salvaje” y exploró las posibilidades de una “tercera vía”. La tremenda
experiencia de dirigir este proceso, el rápido surgimiento de una
contrarrevolución que fue precisando el enemigo nacional y de clase, y las
serias dificultades que confrontaban los programas ante una “sociedad civil” en
pie de guerra y un Estado inficionado de remanentes del pasado, así como los
consistentes avances populares en unidad, organización y conciencia, llevaron
al Presidente a reformular sus planteamientos con la audacia y lucidez que lo
caracterizaron. De ese modo presentó la definición del carácter antimperialista
de la revolución, y cuando comprobó que las aspiraciones esenciales no pueden
lograrse en el capitalismo, proclamó el socialismo como objetivo revolucionario
de largo aliento.
Efectivamente –es la conclusión que con todo rigor se
desprende– no se trata del “capitalismo salvaje”, sino del salvaje capitalismo:
porque el cognomento de “salvaje” debe
identificar con exactitud al capitalismo como un todo y no sólo a una
forma o modalidad de él.
4. El reino de la libertad
El socialismo proclamado por el proceso bolivariano fue
nominado por el presidente Chávez como “del siglo XXI”, lo cual implica la
fidelidad a todo cuanto es válido del pasado y la inclusión de todo lo nuevo
pertinente.
Podemos imaginarlo –de manera general y con visión global,
no nacional– como un sistema social que, recogiendo creadoramente las
experiencias de las luchas propias y universales de todos los tiempos y las de
los experimentos socialistas que han existido y existen; asumiendo así mismo
las ideas de redención humana forjadas a lo largo de esas luchas y
enriqueciéndolas con los nuevos hallazgos, y buscando templar el carácter y la
voluntad de sus constructores en el ejemplo e impronta de los grandes maestros
y conductores de pueblos, será la concreción en nuestra época de la forma de
sociedad que negará y superará dialécticamente al capitalismo y permitirá dar
el salto “del reino de la necesidad al reino de la libertad”, anhelo universal
de los oprimidos.
Las aspiraciones de justicia social, felicidad y dignidad
vienen del remoto pasado y constituyen una inmensa deuda histórica acumulada.
Las luchas de los oprimidos en todas las sociedades de clases arrojaron algunas
consignas inmortales, que han atravesado las paredes del tiempo. Por ejemplo,
“amaos los unos a los otros”, “libertad, igualdad, fraternidad”, “la mayor suma
de seguridad social y felicidad posible”, “patria es humanidad”, “todos los
pueblos del mundo son hermanos”, entre muchos otros, son reclamos que no
pudieron ni pueden ser satisfechos en ninguna sociedad basada en la explotación
del humano por el humano. Como tampoco pueden serlo a plenitud las necesidades
de soberanía e independencia, ni las de erradicación de la pobreza, el hambre y
la exclusión social. Siempre los libertadores de todas las épocas y sus
pueblos, en cuanto al logro de sus sueños más hondos, se estrellaron contra el
muro de los poderes dominantes. Pero todas esas aspiraciones constituyen reto y
compromiso para la futura sociedad socialista y solo en ella podrán
cristalizar. Pues el socialismo, como dejó dicho el presidente Chávez, “es el
camino del amor”.
El socialismo debe desarrollar una sólida base material
asentada en la propiedad social de los principales medios de producción, y
tiene que crear mecanismos para evitar que una capa burocrática o
tecnoburocrática despoje al pueblo y recree una nueva forma de explotación.
Mecanismos que sólo el propio pueblo, constituido en poder social, político y
estatal, puede diseñar, dirigir y orientar hacia la realización y liberación de
los seres humanos en el trabajo.
La economía socialista, que debe desenvolverse a través de
las empresas estratégicas y otras importantes estatalmente gerenciadas y bajo el
control de los obreros y el pueblo, o autogestionadas con asistencia estatal
(mientras exista un Estado transicional), así como de las asociaciones
cooperativas mancomunadas y, si así lo determina la práctica, de otras formas
de trabajo productivo popular, tiene que estar subordinada a las necesidades
reales de la población y debe organizar la remuneración según el trabajo (pero
con visión social) y, en una avanzada etapa, cuando ello sea posible, según las
necesidades de cada quien.
Al socialismo corresponde fundamentalmente crear una
civilización y una cultura nuevas, en las cuales la libertad y la democracia
existan por vez primera para la totalidad de la gente.
Sin democracia y libertad no hay socialismo pleno, sin
socialismo no hay libertad ni democracia plenas, pues esas categorías son
partes interdependientes de un todo: la sociedad unificada en humanidad,
convertida en asociación de iguales altamente responsables, conscientes y
solidarios.
Las formas de libertad y democracia que han existido históricamente
fueron siempre limitadas y de clase, y las formas de socialismo que hemos
conocido no pudieron o no han podido alcanzar la plenitud precisamente por sus
limitaciones (aunque estas obedezcan a razones históricas objetivas) en materia
de democracia y libertad. Hablamos, por supuesto, de una democracia real,
participativa, protagónica y solidaria, revolucionaria; y de una libertad que
vaya naciendo de la progresiva extinción del dominio de clase: libertad y
democracia capaces de desencadenar todas las potencias individuales y
colectivas, mediante la desalienación del trabajo, para asegurar el desarrollo
integral de las personas en un mundo armonioso y fraterno.
El carácter humanizador del socialismo es visible también
examinando la esfera de la acción ideológica.
El rasgo esencial de la ideología que, en interés del bloque
histórico de poder, predomina
como falsa conciencia
sobre el conjunto
de la sociedad (falsificación que viene
estructurándose desde la división en clases y alcanza bajo la égida del
capitalismo imperialista su mayor expresión) es la ruptura psicológica que
cercena la condición social del ser humano y realza el individualismo, dando a
las manifestaciones egoístas la primacía de la personalidad. Es el hombre lobo
para el hombre, la negación de la fraternidad natural posible, del amor en
términos cristianos, de la humanidad como verdad existencial.
Pero, no obstante, del fondo de la unidad original, de la
comunidad primitiva, persisten rasgos concienciales genuinos que han alimentado
el reclamo de los dominados (oprimidos y explotados) en el transcurso de las
luchas de clases, hasta configurar en nuestro tiempo la reivindicación de la
vuelta a la unificación de la sociedad y de la conciencia que le corresponde,
ahora sobre el plano superior de todo lo creado y aprendido, con capacidad para
eliminar las condiciones que propiciaron la ruptura y garantizar el derecho
general a la felicidad. Esa reivindicación configurada es el socialismo. Así,
la lucha ideológica planteada busca restablecer la conciencia social, que
significa amor, justicia, humanidad, en lugar del egoísmo y las formas de
explotación, opresión e inhumanidad que de él se derivan.
5. El socialismo del siglo XX
Expondré mi opinión sobre el tema con la visión de dos
experiencias fundamentales, la Gran Revolución Socialista de Octubre y la
Revolución Cubana, aquella por ser la más característica y esta por su cercanía
geográfica e histórica.
5.1. La Revolución de Octubre
La gran Revolución Socialista de Octubre de 1917 en Rusia,
uno de los más formidables acontecimientos de la historia, amasado en
esperanza, coraje, ira, generosidad, fuerza de pueblo y puesta masiva de la
vida en la determinación de transformar las relaciones entre los seres humanos,
instaura, a cuarenta y seis años de la Comuna de París, treinta y cuatro de la
muerte de Marx y veintidós de la de Engels, una experiencia de construcción de
socialismo que cubriría la centuria.
En el país
más extenso del planeta (habitado por muchedumbres que ya no podían soportar la
opresión multisecular sintetizada hasta hacía poco en el “soberano” padrecito
zar, ni la doble explotación de su trabajo en las tierras y las fábricas, ni la
carnicería en que los poderes imperialistas habían convertido Europa buscando
un nuevo reparto colonial) se fundieron en un solo nudo la revolución
proletaria contra la burguesía, la revolución campesina contra los
terratenientes, la revuelta de los soldados contra la guerra –primera
caracterizada como “mundial”, 1GM– y la decisión mayoritaria de crear un nuevo
tipo de poder. Diez días que estremecieron al mundo (como testimonió el gran
periodista norteamericano John Reed, reportero de dos revoluciones, la primera México
Insurgente), iniciaron una conmoción que signó con fuego el siglo XX y partió
en dos la geografía, el acontecer histórico y la concepción de la sociedad y de
la vida.
En febrero de 1917 fue derrocado el zar y se abrió cauce a
la revolución liberal burguesa contra un orden en el que el feudalismo primaba
sobre el capitalismo. Pero el gobierno provisional, encabezado primero por el
príncipe Lvov y luego por Alexander Kerensky, desatendió los problemas de la
tierra y el trabajo y prosiguió la guerra imperialista. Y a partir de abril,
cuando el exiliado Vladimir Uliánov, con nombre de batalla Lenin, retornó a
ponerse al frente de su pequeño partido obrero, se desencadenó
una lucha de ideas y combates
sociales que fue trasvasando el apoyo de las mayorías, de las organizaciones
pequeñoburguesas y burguesas a la dirigida por el líder bolchevique. Este
demostró ser un jefe político genial, maestro de la estrategia y de la táctica,
del desarrollo teórico cimentado en el socialismo científico de Marx y Engels y
del “análisis concreto de la situación concreta”.
Siete meses después, el 25 de octubre por el viejo
calendario juliano que hasta esos días rigió en Rusia, 7 de noviembre por el
nuevo, llamado gregoriano, de vigencia universal, la insurrección encabezada
por los soviets (consejos) de obreros, soldados y campesinos derribó el
gobierno de Kerensky, y Lenin anunció desde el Palacio de Invierno en
Petrogrado (antes y ahora San Petersburgo): “ha comenzado la construcción de la
sociedad socialista”. Sus dos primeros decretos fueron, el de la paz, para
traer de vuelta a los soldados, y el de
la tierra, para reivindicar a los trabajadores del campo, y luego la supresión
de la propiedad privada sobre los medios de producción y su transformación en
propiedad social estatalmente dirigida.
El país logró salir de la 1GM sólo
para verse envuelto en la vorágine de la guerra civil, desatada por las fuerzas
leales al zarismo –encuadradas en el llamado “ejército blanco”–, encabezada por
los generales Kolchak y Denikin y apoyada por las potencias occidentales.
Tras el fracaso de esa tentativa, catorce ejércitos
burgueses intentaron “matar la criatura en la cuna” (Churchill) y no lo
consiguieron; tampoco pudo hacerlo la hambruna, provocada en gran parte por la
acción de expropietarios y campesinos ricos (kulaks), ni la posterior
arremetida (a partir de junio de 1941y patrocinada por las “democracias”), de
la maquinaria bélica más temida de la época, la de la Alemania nazi, de cuyos
sombríos propósitos el pueblo soviético y su acerado Ejército Rojo salvaron al
mundo.
Pudo hacerlo, sí, la inconsecuencia
interior. Lo que bajo la dirección de Lenin fue democracia máxima relativa, con
el pueblo en la calle y discusión ilimitada, con un Gobierno de obreros y
campesinos que por vez primera creaban un Estado de la mayoría, en el cual la
dictadura de clase que todo órgano estatal representa per se dejaba de serlo de
la minoría, tras la desaparición del maestro (21/1/1924) y el ascenso de un
grupo encabezado por José Stalin –a quien Lenin desaprobaba para el ejercicio
de la jefatura–, se convirtió progresivamente en un régimen de burocracia
pervertida, en el que los gerentes supeditaron a los trabajadores y los agentes
de gobierno a los ciudadanos.
Tal desviación se amparaba en la necesidad de defensa contra
la hostilidad a muerte de los poderes mundiales y en el capitalismo de Estado
creado y concebido por Lenin como necesario y transitorio bajo control
proletario; y derivaba de mentalidades que no confiaban en las multitudes y se
fueron reduciendo a círculos cada vez más estrechos, que confiscaban el poder
colectivo en la misma medida en que diluían su perfil de revolucionarios. La
democracia revolucionaria, sin la cual no es posible ni imaginable construir
socialismo, fue perdiendo su esencia y abriendo paso a la creciente expresión absolutista
de un aparato burocrático parasitario, devenido en nuevo tipo de clase
dominante, que adulteró la perspectiva socialista y restringió a Marx y Lenin a
la condición de banderas de saludo. Se pretendió engañar al pueblo usando la
misma suerte de mecanismos con que la burguesía viene alienando al mundo. La
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), nombre oficial del gran
Estado multinacional, se fue convirtiendo en una especie de Jano, el dios de
las dos caras: hacia el exterior, emoción y perspectiva; hacia dentro,
desilusión.
La degeneración de la democracia del experimento soviético,
que en sus últimas décadas fue denominado “socialismo real” para pretender
justificarlo, condujo al doloroso fracaso del “modelo”, doloroso porque a lo
largo de su existencia había creado un vasto sistema de países llamado “campo
socialista” y levantado las esperanzas de la inmensa masa planetaria de
explotados. Todo eso se derrumbó y el capitalismo lo celebró como su victoria
para siempre y el final de la historia.
El daño inferido a los obreros y los pueblos de la exURSS y
del mundo por la camarilla responsable de esa tragedia histórica es
incalculable, pues significó la perplejidad y pérdida de fe de millones de
personas; la claudicación de muchos antiguos revolucionarios de piel; el
afianzamiento del salvajismo de la explotación capitalista, con la consiguiente
desaparición de reivindicaciones y conquistas del trabajo, y, sobre todo, el
retraso en el avance hacia una sociedad justa y humana, libre de opresión y
explotación.
El jefe de esa camarilla, pese a sus relevantes méritos como
conductor en la guerra contra el nazifascismo y por los servicios prestados
bajo la dirección de Lenin, deja su nombre (“estalinismo”) tristemente unido
para siempre al “modelo” degenerado que produjo la frustración de tantos
sueños. Quienes levantan hoy de nuevo las invencibles banderas socialistas,
marchan por las “grandes alamedas” luminosas de la democracia revolucionaria.
Pero el reto al capitalismo que la URSS
encarnó durante siete décadas largas deja enseñanzas de universal validez,
tanto en sus monumentales errores como en sus incuestionables logros y en el
legado conceptual de sus más preclaros exponentes, Lenin en primer lugar.
Porque la gran Revolución de Octubre puso a temblar al capital, probó que este
puede ser vencido, le arrancó para los explotados concesiones de temor, creó
desde el atraso feudal un poderosísimo país y nos dejó el sabor de la esperanza
a todos quienes tenemos hambre y sed de justicia.
5. 2. La Revolución Cubana
Veremos aquí, por una parte, una visión sintética de la
epopeya que ha cumplido la Isla de Fidel y Martí, y por otra, una muestra de
los problemas con que lucha hoy en día a punta de conciencia y voluntad.
5.2.1. La gran hazaña
La Revolución Cubana es una hazaña de pueblo que sacudió al
mundo con una fuerza aparentemente desproporcionada, pues surgió en el medio
del Caribe, en un territorio alargado y estrecho de menos de 115.000 km2 y con
una población inferior a los diez millones de habitantes. Fue un acontecimiento
político, social, militar, económico, cultural y moral. Esta última dimensión,
la moral, es quizá la que sustenta con mayor vigor el perdurable impacto del
hecho revolucionario, y deriva de que, habiendo sido Cuba el último país en
romper las cadenas del coloniaje español, fue el primero en sacudirse las del
imperialismo yanqui y ha sabido resistir indoblegable su continuada y
multiforme agresión.
Luego de
tres guerras en las cuales los mambises y sus líderes (resaltantes Céspedes,
Maceo, Gómez y el impar Martí) alcanzaron la gloria heroica, Cuba se sacudió el
yugo colonial, aunque la intervención yanqui para una “ayuda” no solicitada
cuando el triunfo patriota era ya ineludible, se lo arrebató y cambió las
cadenas españolas por las del nuevo imperio de habla inglesa. La ocupación por
este sería directa hasta 1902, cuando los marines hicieron entrega formal del
gobierno, pero se marcharon dejando un enclave en Guantánamo, insertando en la
constitución un apéndice que autorizaba a los EE.UU. para intervenir a voluntad
y asegurando a los consorcios norteños el control casi absoluto de la economía.
El apéndice –la llamada “Enmienda
Platt”– fue derogado en 1934, tras la caída del dictador Gerardo Machado, mas
las otras coyundas persistieron y hoy todavía Guantánamo es una herida
sangrante en el corazón de los cubanos (y ahora, además, convertido en campo de
atrocidades represivas).
De 1902 a 1958 los gobiernos “cubanos” fueron desvergonzados
gestores de los intereses gringos, buscando asegurar el máximo de beneficio
para los negocios. Las mejores tierras, la industria azucarera básica, minería,
ganadería, banca, electricidad, teléfonos, servicios, mercado de alimentos y
combustibles, todo se hallaba en manos de unas trescientas compañías
estadounidenses. Las empresas de capital cubano se veían en serias
dificultades, la vida cultural y la educación estaban atrozmente mediatizadas y
el país había sido transformado en centro de prostitución y juego para los
turistas del dólar.
Contra
tales gobiernos antinacionales luchó el pueblo sostenidamente, siempre
traicionado por los dirigentes y partidos de la seudorrepública neocolonial,
salvo por los comunistas y demás sectores y personalidades martianos, que
sembraban ideas y buscaban abrir caminos, pero no conseguían romper el cerco
mediático y las barreras culturales que el bloque de poder dominante les había
levantado alrededor.
Fue
necesaria una cuarta guerra de liberación, la cual estalló con la operación del
Moncada el 26 de julio de 1953, que galvanizó las multitudes y las unió en
torno a un líder, una visión de país y un programa; plantó pie tras el
desembarco del “Granma” en diciembre de 1956; forjó en las montañas un ejército
de obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales y otros sectores; avanzó en
columnas audaces hacia las principales ciudades, y culminó con la huelga
general que el 1° de enero de 1959 completó la victoria de los rebeldes para
volver trizas la tiranía y el andamiaje del poder estadounidense en Cuba. Esa
victoria, labrada por una constelación de revolucionarios encabezados por el
hacedor de leyenda Fidel Castro Ruz, fue también el comienzo del fin, hoy por
hoy en proceso, de la dominación imperialista en Nuestra América.
Lo que la
gran Antilla ha hecho desde entonces es tal vez más difícil que el éxito
guerrillero. Encarando la ira del imperio (que prohijó una invasión barrida en
setenta y dos horas, desconoce la probada voluntad popular sin la cual no
pudiera subsistir la revolución y opera una panoplia de guerra económica,
campaña de descrédito y sabotaje), gobierno y pueblo han construido y
construyen una sociedad basada en soberanía, dignidad y justicia. Pobre en
recursos naturales, pero opulenta en voluntad de servicio, espíritu solidario y
capacidad de trabajo y estudio, la Isla
ha dado saltos que la colocan a la cabeza del continente –y en algunos
aspectos, del mundo– en la solución de las necesidades esenciales.
Alfabetización
total; altas cotas en educación; sistema de salud de primer orden y seguridad
social integral para todos; avance sostenido en alimentación, vivienda, ciencia básica y aplicada, cultura, arte y
deporte; empleo masivo; giro de los índices de sobrevivencia infantil y
expectativa de vida hacia las cimas mundiales; superación del modelo
monoproductor, rumbo a una sociedad del conocimiento, y otros logros obtenidos
gracias a la participación del pueblo organizado y con elevado nivel de
conciencia política, constituyen la hoja de servicios de la Revolución Cubana.
Ninguna otra gestión de gobierno en América, acaso en ninguna otra latitud,
puede mostrar resultados similares en sólo cinco décadas, bajo fuego enemigo y
afrontando catástrofes meteorológicas (Nuestro proceso bolivariano está
demostrando también que la marcha con pasos de siete leguas sólo es posible
para los pueblos en revolución).
¿Semejante desempeño es conocido por los preteridos del
mundo? Sólo de manera muy fragmentaria. La propaganda anticubana de medio siglo
se ha encargado de que así sea. Pero el pueblo de Venezuela, que vive en carne
propia la conspiración mediática y sabe cómo se miente, calumnia, desinforma,
oculta, tergiversa y deforma la verdad en relación con la Revolución
Bolivariana, puede ahora darse cuenta –y sin duda ello viene ocurriendo– de que
eso mismo, década tras década, se ha hecho y se sigue haciendo contra Cuba. Así
como se satanizó al presidente Chávez, hoy al presidente Maduro, y siempre al
proceso por ellos dirigido, así también a Fidel Castro, su patria y su
revolución. Esta verdad hoy evidenciada debe constituir para nosotros una regla
de oro.
5.2.2. La batalla de las ideas
El comandante Fidel Castro, en su famoso discurso de
noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana, dijo al mundo, y se lo
ratificó después al comandante Hugo Chávez, que el mayor error de su vida fue
haber creído que alguien sabía cómo construir el socialismo. En labios de la
persona viviente tal vez más autorizada para tratar ese tema, la frase tiene
una importancia que no se puede medir. Significa que debemos acercarnos al
estudio de la cuestión con la mayor humildad, sin desplantes de “nos las
sabemos todas”, sin arrogancias, autosuficiencias, ni pretensiones de
dispensadores de recetas; significa el reconocimiento honrado, por uno de los grandes
revolucionarios de la historia, de los inmensos tropiezos, errores, fallas y
frustraciones sufridos en el proceso de construcción del socialismo, y de que,
no obstante los indudables logros, los resultados, o bien fueron el fracaso
terrible, o bien no son cabalmente satisfactorios y obligan a seguir tanteando y
explorando los caminos.
Claro, en el fondo, la expresión de Fidel contiene una
reprobación rigurosa al sectarismo, una búsqueda de sindéresis para que el
manejo de los lineamientos teóricos y las enseñanzas históricas se realice con
sentido crítico y autocrítico y voluntad de “creación heroica”.
Dicha expresión, sin embargo, explica
por qué la Revolución Cubana, tan cara a nuestro corazón y al corazón de los
pueblos del mundo, está hoy envuelta en una “batalla de ideas”. Un testimonio
de esto lo da un artículo que no tiene desperdicio, publicado en Le Monde
diplomatique (año V, n° 55, abril 2007, edición colombiana) por Aurelio Alonso,
director de Casa de las Américas. Me permitiré destacar algunas de sus afirmaciones medulares, y perdónese
lo prolongado de las citas, pues tienen
más peso y sustancia que cuanto yo pueda decir y nos ayudarán a ver mejor
(citas textuales, en letra menor; subrayadas en bastardillas y expresiones
sintetizadoras en letra mayor, mías).
Cualquier proceso que se defina hoy como socialista sólo
puede ser concebido como una transición, ya se transite desde una sociedad
dominada por el mercado (con la que hay que romper), o desde una sociedad en
que la centralización estatal de las decisiones y de la economía se haya
convertido en principio rector con carácter absoluto (de cuyos excesos se
quiera salir) (…) Las transiciones suponen definir desde dónde y hacia dónde se
transita. Ante esta complejidad que informa la connotación del concepto, y tras
experiencias socialistas tan cargadas de reveses, todos somos aprendices (…) Lo
que en el socialismo del pasado siglo fue atribuido al fantasma de Stalin, como
perpetuación de un estilo, debiera identificarse mejor en la mediocridad que
les impidió a sus seguidores corregir los defectos estructurales del sistema (…)
En Cuba es una transición desde la transición, porque ha sido un escenario
ininterrumpido de cambios (…) Lo logrado: Resistir (palabra clave para una
ideología afincada en la soberanía), dar seguridades de subsistencia a la
población, formar un sólido capital humano, practicar una solidaridad sistemática
y masiva con otros pueblos. Y por encima de todo, ese valor, en apariencia
intangible, de la dignidad de no dejarse someter por la fuerza del aparato
imperial (…) En el caso cubano, el éxito o el fracaso en este medio siglo no
pueden ser medidos (sic) por la consolidación del desarrollo económico. Ni
siquiera la superación de la pobreza de la cual a menudo presumimos, que en
rigor ha sido superación de desamparo (…) la economía de los primeros tiempos
está repleta de desaciertos y reveses (…) la que se desarrolló bajo el CAME (la
dependencia soviética) padeció menos reveses, u otros distintos, pero tal vez
desaciertos mayores (…) por los defectos del modelo, la pérdida de ingenio
implícita y otras deformaciones (…) Después del derrumbe del sistema soviético
se abre en Cuba (…) un segundo proceso, que pudiera calificarse de transición del
modelo socialista frustrado hacia la búsqueda de un socialismo viable. Con lo
cual subrayamos que la necesidad de reinventar el socialismo del Siglo XXI, a
la cual se ha referido Hugo Chávez con reiteración, es un propósito tan válido
para los cubanos como para quienes tratan de emprender el camino desde otros
contextos económicos, políticos y sociales (…) Pero la otra cara de la verdad
es que no basta que el proletariado tome el poder ni que la burguesía sea
expropiada ni que se derogue la legalidad del ancien régime ni que se barra con
sus instituciones y se desechen sus fundamentos ideológicos. El dato clave es,
a nuestro juicio, que reinventar el socialismo supone parejamente reinventar la
democracia, y viceversa, y este es un paquete completo en la agenda del
siglo XXI. Dentro del abanico de problemas de la sociedad cubana, para la
transición, están: la estructura más propicia para la economía socialista (problema
no resuelto), la estrategia de recuperación ambiental condicionante de las
políticas económicas, ingresos más equitativos, superar déficit de nutrición y
vivienda, confrontar la corrupción y las anomias sociales, abrir canales de
participación efectiva popular en las decisiones, redefinición del papel del
Estado y del Partido en la gestión y dirección política del país.
Por su parte Fidel, en el mencionado discurso, señala:
Nosotros debemos tener el valor de reconocer nuestros
propios errores precisamente por eso, porque únicamente así se alcanza el
objetivo que se pretende alcanzar. Pues sí, se creó tremendo vicio de abuso de
poder, de crueldad, y en especial el hábito de imponer la autoridad de un país,
de un partido hegemónico, a los demás países y partidos.
5.2.3. Una conclusión inevitable
Sin duda muchos teóricos militantes han manejado el escalpelo
crítico y planteado estos problemas desde dentro y desde fuera de experiencias
revolucionarias, antes, durante y después del derrumbe de la URSS y el “socialismo
real”. Pero sus planteamientos –por ejemplo, Rosa Luxemburgo: “La misión
histórica del proletariado (…) es crear en lugar de una democracia burguesa una
democracia socialista”–, se dieron en condición de confrontaciones muy severas
entre actores de mucha autoridad y con difíciles posibilidades de contrastación
con la realidad. La implosión de la URSS vino a ser para muchos la confirmación
de las previsiones que al respecto se realizaron y el descubrimiento de otros
rasgos negativos de carácter estructural, con lo que el reexamen total del
modelo soviético y la exploración de nuevas vías se convirtió en una necesidad.
No obstante, para otros revolucionarios lo que ocurrió no
fue el fracaso del modelo, sino la degradación de la conciencia y el compromiso
en los círculos dirigentes, lo cual facilitó la penetración del enemigo
imperialista y condujo al naufragio.
Si recordamos la grandiosidad de la Revolución de Octubre,
las páginas heroicas como pocas que escribieron los obreros, campesinos y
soldados defendiendo el poder soviético de la invasión de catorce ejércitos
burgueses de Europa, el aporte decisivo y con la más generosa dación de sangre
y sacrificio para salvar del nazi-fascismo al mundo, la epopeya de trabajo y
construcción que significó edificar desde el cuasi feudalismo a la poderosa
Unión de Repúblicas que rivalizó con las arrogantes potencias imperiales, todo
ello testimonio de la más fervorosa adhesión a una causa, una idea y una
esperanza, si recordamos eso, no es posible concebir que si hubiese
cristalizado en el gran objetivo planteado, es decir, en el socialismo, hubiera
podido derrumbarse sin que el pueblo capaz de aquellas heroicidades se
levantara para impedirlo. No habría habido traiciones ni poder terreno con
capacidad para lograrlo.
Si vemos, además, cómo la China Popular, aunque ha
desarrollado en flecha las fuerzas productivas y camina hacia convertirse en la
primera potencia de la Tierra (a lo cual tiene derecho por ser el país más
poblado del mundo), y aunque es dirigida por una organización que sigue proclamando
su credo comunista, presenta después de casi seis décadas un rostro fuertemente
marcado de capitalismo (aducen que están creando la base material y se fían al
futuro: ¿una apuesta?).
Si examinamos los otros países que han luchado por una
sociedad socialista con las más grandes demostraciones de consecuencia y
entrega y tampoco pueden presentar cuentas muy avanzadas.
Si volvemos al análisis crítico y autocrítico de la
Revolución Cubana que hemos antecitado y lo consideramos en todo el valor
testimonial que encierra.
Si sopesamos todo eso, creo que la conclusión no puede ser
otra sino la de que el modelo de socialismo ensayado durante el siglo XX no
conduce con propiedad (o no lo asegura) al objetivo que los explotados y oprimidos
del mundo se proponen y que corresponde a los intereses de toda la humanidad.
6. El socialismo del siglo XXI
Para avanzar hacia el socialismo, no obstante, partimos de
un piso firme. En primer lugar, tenemos la conciencia y la vivencia del enemigo,
el sistema capitalista explotador, que no puede existir sin apoderarse de los
frutos excedentes del trabajo y convertir a quienes lo realizan en sujetos
ajenos a sí mismos; que oprime a las personas sometidas a explotación con el
peso de sus instituciones sociales, educacionales, culturales, religiosas,
comunicacionales, etc., y con sus gobiernos semidemocráticos, seudodemocráticos
o abiertamente represivos; que en su actual fase imperialista exacerba su
condición inhumana, agrediendo pueblos y naciones para robarles sus recursos y tratando
a la Tierra como algo exterior o extrínseco, poniendo en peligro la permanencia
de la vida en ella. Con lo cual el imperialismo se constituye en el enemigo fundamental de los
trabajadores, de los pueblos, de las naciones, del género humano en su conjunto
y de todos los seres vivientes.
En segundo lugar, poseemos la noción de la sociedad que debe
sustituir a esta de explotación, el socialismo, cuyo desarrollo perspectivo
resume las aspiraciones recónditas de las masas desposeídas y sojuzgadas de
todos los tiempos y países y refleja la memoria de cuando la especie humana
vivía en condiciones de igualdad, aunque primitivas. A partir de esa memoria se
ha venido enriqueciendo con los aportes de las luchas populares, hasta constituir
hoy un complejo de sentimientos, aspiraciones, intereses y hallazgos teóricos,
metodológicos y políticos fraguados al calor de los combates, con triunfos y
derrotas históricos pero con la invulnerabilidad de lo que es justo: el derecho
del ser humano despojado a recuperar la igualdad, pero ahora en condiciones
superiores de capacidad y sabiduría.
En tercer lugar, contamos con la adhesión mayoritaria de un
pueblo dueño de una tradición de luchas heroicas, signado con impronta de
libertadores, que ha dado saltos de conciencia en el transcurso del proceso
bolivariano y hoy está listo para acometer el desafío de sacudirse, junto con
la coyunda imperialista, la explotación que sufre su fuerza de trabajo;
contamos con el legado de un líder firme, lúcido y creativo, que fue el
catalizador de esos saltos de conciencia y nos enseñó a no apartar la vista del
rumbo estratégico; contamos asimismo con la fuerza potenciada de la unidad
civil-militar y con un movimiento revolucionario cuyas fortalezas son superiores
a sus debilidades (frente a las cuales hay ojos alertas ), e igualmente con
buena parte de la base económica necesaria para la transformación. Todo lo cual
evidencia la profundidad social y la raíz nacional de nuestro proceso
liberador.
Como sabemos, los pueblos, con la clase obrera a la
vanguardia en la época del capitalismo maduro, han hecho varios intentos de
“asalto al cielo”, empezando en el siglo XIX con la Comuna de París, efímero
triunfo proletario que sirvió para demostrar la posibilidad de un poder nuevo
no regido por la burguesía y que dio a Marx y Engels algunos elementos
esenciales para el desarrollo de su concepción revolucionaria del mundo.
En el siglo XX, plena hegemonía del imperialismo, se
produjeron las formidables revoluciones que estremecieron el sistema de
dominación. El gran líder de la revolución rusa, Vladimir Lenin, marcó su
impronta manejando creadoramente el marxismo y convirtiéndose en referente
esencial de los otros procesos revolucionarios. Pero los desarrollos que se
dieron culminaron, bien en fracasos estruendosos, bien en resultados no
satisfactorios, tal como se ha visto arriba y como hemos tenido que padecer en
el corazón y en la conciencia, al presenciar los derrumbes, los pueblos que
fiaron sus esperanzas en esos desarrollos y quienes en alguna medida habíamos
participado en las luchas populares. Esos fracasos, no obstante, estaban
impregnados de sustancia humana en tal magnitud, que siempre dejaron logros
históricos y legaron enseñanzas invalorables.
¿En dónde está la raíz de los fracasos y las insuficiencias?
Todo indica que en la cuestión de la democracia, como lo han señalado tantos
combatientes y pensadores revolucionarios, como lo plantea a modo de conclusión
Aurelio Alonso en su análisis del proceso cubano. Lo repito: “el dato clave es,
a nuestro juicio, que reinventar el socialismo supone parejamente reinventar la
democracia, y viceversa, y éste es un paquete completo en la agenda del siglo
XXI”.
El problema deriva, según me parece, del hecho de que los
gobiernos revolucionarios se abroquelaron para asegurar la defensa ante los
agresivos enemigos, y a fuerza de cerrar rendijas a estos terminaron
cerrándolas también a la mayoría del pueblo. En lugar de fiar en las masas la
defensa, de desarrollar la participación y el protagonismo que habían alumbrado
la revolución y hecho creadoramente frescos sus tiempos iniciales, se fue
estableciendo un sistema de verticalidad y centralización excesivas, que permeó
todos los ámbitos de la vida social –política, economía, cultura, arte, etc.– y
culminó en la deformación y en algunos casos minimización y hasta quiebre de la
democracia, y los gobernantes de ese modo alejados del pueblo terminaron
estando más cerca de ser enterradores que constructores del socialismo.
En Cuba, cuya revolución se enlaza con la tradición martiana
y ha tenido al frente a un hombre de excepcional humanidad y personalidad y que
no se ha desligado nunca de su pueblo, no ha sido exactamente así. La Isla ha desarrollado
un sistema de mucha mayor amplitud democrática que sus congéneres del
“socialismo real” y presenta rasgos socialistas consistentes, logros humanistas
incomparables, los cuales le permiten corregir y reimpulsar la marcha hacia “una
sociedad de conocimiento, de cultura, del más extraordinario desarrollo humano
que pueda concebirse (…) con una plenitud de libertad que nadie puede cortar”, como
dice Fidel; pero la “inscripción” en el modelo soviético a que se vio obligada
por las circunstancias presenta los problemas que revela el artículo de Alonso.
Hoy no puede concebirse el socialismo sin democracia, ni la
democracia sin socialismo. Son partes consustanciales de un todo, y ninguna de
esas partes puede llegar a plenitud sin la otra. Y es democracia multiforme, en
todos y cada uno de los aspectos de la vida, pero con incidencia inmediata y
definitoria en el aspecto político. Tiene que ser superadora dialéctica de la
democracia burguesa, lo cual significa que debe incorporar todo lo racional y
válido que en dicho constructo democrático exista.
No debemos desconocer que el curso del desarrollo
democrático, desde la antigüedad clásica, posee un doble signo: por un lado, es
producto de las luchas populares y gracias a ello presenta un carácter
progresista que busca extenderse al máximo; por otro lado sufre las
limitaciones de la clase dominante, que trata de contenerla en el mínimo y está
dispuesta a negarla cuando se le torne problemática. El carácter progresista,
que en la democracia burguesa es la suma de todas las conquistas hasta el
capitalismo, debe ser incorporado y superado en la democracia socialista. Ese
“paquete” socialismo-democracia o viceversa crecerá hasta su mayor expresión
mientras sea necesario, y el análisis histórico apunta a que se extinguirá
conjuntamente con la división en clases y el Estado cuando se llegue al estadio
de la sociedad plenamente libre y autogobernada, el estadio del comunismo.
Todo lo dicho indica que hay una percepción universal del
socialismo, en cuanto superación dialéctica del sistema capitalista de
explotación, cuyo estudio es imprescindible para iluminar y acerar la eficacia
de la lucha; y una expresión nacional, que responde a la experiencia histórica
propia, al análisis crítico de otras experiencias, a las características del
orden social existente y a la maduración de sus contradicciones. Esa expresión
nacional le da su fisonomía y originalidad.
Desde luego, toda revolución auténtica, todo socialismo
verdadero, tiene que ser así, debe nacer de la entraña de la realidad social e
inscribir en sus banderas las generalizaciones y síntesis de las experiencias
propias y las de los demás pueblos, pues es una la circunstancia nacional y
también una la universal (el capitalismo dominante), y dondequiera que haya
explotación y lucha hay enseñanza y materia prima de revolución. Debemos ser
originales creando, pero también tomando lo valioso externo y amasándolo
creadoramente con lo nuestro. Martí y Mariátegui nos ayudan a entender eso.
A la luz de lo visto es dable precisar algunos rasgos universales
del socialismo, que está planteado como necesidad, o como alternativa, más que
de la barbarie (expresión de Engels y Luxemburgo), de la muerte (exigencia de
la realidad de hoy):
*El objeto de la economía socialista es la satisfacción de
las necesidades reales de la población (especialmente las correspondientes a
educación, salud, alimentación, vivienda, trabajo, vestido, seguridad social,
expresión cultural y artística, desarrollo del conocimiento, recreación,
comunicación y transporte), sobre la base del nuevo modo productivo que privilegiará el valor de
uso sobre el de cambio, un nuevo patrón de consumo y una nueva relación (de
armonía) con la naturaleza.
*Ello exige e irá fomentando un cambio cualitativo en
nuestra conducta, una manera de ser solidarios y amorosos y también capaces de
frenar la tendencia a consumir sin control y adoptar necesidades ficticias,
pues el crecimiento ilimitado e irracional del consumo lleva al desbarajuste
productivo que ocasiona el daño ecológico, así como a fortalecer la conducta
individualista en detrimento de nuestra socialidad.
*La propiedad social de los medios de producción es un
requerimiento necesario, indispensable, y presenta el doble carácter de instrumento
o vía hacia el socialismo y
expresión del desarrollo socialista, en este último caso como propiedad de todo
el pueblo, de todas y cada una de las personas que lo forman; para asegurar su
validez y eficacia instrumentales, la infaltable nacionalización inicial de los
medios estratégicos debe estar acompañada por un alto grado de conciencia
colectiva y la participación obrera en la gestión, a fin de que no pueda ser
confiscada por una camarilla burocrática.
*Los procesos de planificación, producción, distribución e
intercambio de bienes y servicios deben ser realizados y controlados
democráticamente por los trabajadores y el pueblo.
*La remuneración durante el período de transición tendrá su
referente en el trabajo realizado, pero inscrita en la noción del “salario
social”, con la mira en la perspectiva de la desalienación, del humano
integralmente desarrollado que servirá a la sociedad “según sus capacidades” y
para quien el trabajo liberado de la explotación será “la primera necesidad
vital”; sociedad en la cual, gracias al crecimiento armonioso de las fuerzas
productivas, el producto social permitirá retribuir “a cada quien según sus
necesidades” reales.
*El Estado socialista debe ser una expresión democrática del
poder del pueblo (entendido este como el conjunto de clases y capas sociales
nucleadas alrededor de la clase obrera), debe sustentarse en la articulación de
las organizaciones populares y debe ser un instrumento del sujeto que lo
conforma (el pueblo) para avanzar hacia sus objetivos.
*La gestión y el control obreros y populares deben erradicar
el burocratismo, la corrupción y demás vicios
que suelen enquistarse
en
los aparatos estatales; y así mismo, viabilizar una relación que permita
al Estado ir delegando funciones en el pueblo organizado, en un proceso
prolongado que habrá de culminar en la extinción del órgano estatal como tal y
el autogobierno de la sociedad.
*La creciente conciencia del deber social (nuestro
“imperativo categórico”) ha de orientar la acción de los
trabajadores-ciudadanos y ser el acicate para el florecimiento en plena libertad,
y con sentido plural, de las ciencias, las artes y los valores, para la
superación de las discriminaciones de todo tipo existentes y, en fin, para el
cambio cultural que exprese y configure la nueva sociedad y el nuevo ser
humano.
*El socialismo debe implicar el desarrollo a plenitud de la
autodeterminación y soberanía popular y nacional, la relación solidaria y
fraterna con todos los pueblos y la consiguiente erradicación de las guerras, el
pleno disfrute ciudadano de las oportunidades y recursos de la sociedad, con
máximo aprovechamiento creador del tiempo libre, y el ejercicio de la vida
pública sin otras limitaciones que las derivadas de un orden jurídico
libremente aprobado y asentado en la justicia; la oposición que actúe
democráticamente (aunque es de esperar que se irá extinguiendo junto con los
motivos) debe tener asegurado el respeto a sus derechos y espacios
político-sociales.
*La construcción del socialismo (comunismo en el lenguaje de
Marx) es un movimiento, un proceso ininterrumpido o continuo hacia la
superación de la división en clases y el surgimiento de “una asociación en que
el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de
todos” (Marx y Engels, Manifiesto). En el camino han de quedar, como “piezas de
museo”, la producción mercantil, la división del trabajo y las contradicciones
entre la ciudad y el campo y entre el trabajo manual como predominante y el
trabajo intelectual como predominante.
7. La Revolución Bolivariana
La Revolución Bolivariana, expresión de la revolución
venezolana de liberación nacional rumbo al socialismo, marcha firmemente de manos
del pueblo, la unidad civil-militar y el liderazgo fundamental que, tras
levantar las banderas caídas luego de la derrota del movimiento popular de los
años sesenta y siguientes de la pasada centuria, encarnó el presidente Chávez y
hoy continúa con acierto y gran dedicación el presidente Maduro. Su impacto ha
tenido repercusión mundial y muchas otras banderas también flamearon al influjo
del planteamiento de socialismo del siglo XXI.
Lo que no consiguieron los revolucionarios proclamadamente
marxistas en varias décadas de digna lucha cobrada con represión atroz, el
llevar al seno de las multitudes la conciencia antimperialista y la idea del
socialismo, lo consiguió el proceso bolivariano. Sin duda esta siembra encontró
terreno abonado, pero es el planteamiento que recuperó el liderazgo histórico
del Libertador, incorporó las referencias religiosas de raigambre popular, alumbró
la posibilidad de realizar una transformación social profunda de manera
democrática y pacífica, esgrimió la unidad civil-militar y echó a andar la
democracia participativa y protagónica, el que logró galvanizar al pueblo hasta
entonces escéptico y dio un inesperado y contundente triunfo inicial al
candidato Hugo Chávez.
El ejercicio del gobierno, con la aplicación de
reivindicaciones populares largo tiempo esperadas y el llamado a la organización
de las masas para empoderarse, enfatizando en las mujeres, las y los negros e
indígenas y el conjunto general de las y los excluidos, convirtió al presidente
Chávez en el líder determinante que fue y sigue siendo y según todos los
indicadores seguirá siendo por legado espiritual en el futuro previsible.
El sujeto revolucionario, por supuesto, ha sido y es el
pueblo, o sea, el conjunto de clases y capas sociales unidas en torno a la
clase obrera, antagónico al bloque de poder históricamente dominante.
La marcha del proceso, cuyo ritmo impuso el líder-presidente
(en cuanto a formulación táctica y estratégica) y el pueblo que lo amó y ama
sigue con fervor, aunque no siempre acompañado por la burocracia gubernamental
y política, va haciendo camino al andar. Un camino que no está y no puede estar
libre de contradicciones, pero con un impulso que posibilita avanzar superando
los escollos.
El líder proclamó el socialismo como objetivo de largo
aliento cuando comprobó que las tareas
patrióticas o de liberación nacional planteadas (soberanía política y cultural,
democracia verdadera, independencia económica, atención preferente a las
necesidades del pueblo y relaciones internacionales solidarias) no podían ser
resueltas a plenitud sino trascendiendo los límites del capitalismo. A esa
conclusión llegó –todos seguimos el desarrollo de su discurso–, luego de pasearse
por las posibilidades de abrir una “tercera vía” o de dar “un rostro humano” al
capitalismo salvaje, y tras chocar de frente con el imperialismo, que no quiere
saber nada de patriotismos o insumisiones. De tal modo el horizonte que despejó
nos asoma lo que nunca fue un secreto ni un señuelo, salvo para quienes en
razón de intereses, compromisos o inconsistencias ideológicas han tratado de
darle un desenlace gatopardiano. Nos asoma el socialismo de verdad.
Hay muchos “socialismos”, pero una sola posibilidad de
socialismo verdadero, auténtico. La piedra de toque es la actitud ante el
capitalismo: ¿se trata de superar este, o se trata de “hermosearlo”? Los
socialismos “hermoseadores” son, bien mirados, un homenaje asustado de la
burguesía, de sus intelectuales y teóricos propios o pequeñoburgueses
agregados, al poderío de ese concepto, un reconocimiento a la pertinencia de
las ideas de cooperación y ayuda mutua, solidaridad, igualdad, justicia,
democracia en profundidad, construcción de una sociedad sin explotadores ni
explotados, etcétera; son un intento de adueñarse de la capacidad de esperanza
y sueño que el socialismo representa para las masas desposeídas, una pieza más
de la gigantesca organización de la mentira con que el sistema capitalista, en
todas sus expresiones, ha venido gobernando el mundo.
Ahora bien, lo que no es único es el modo de superar el
capitalismo, ni la fisonomía que cada proceso nacional irá tomando; por el
contrario, estos son múltiples como los pueblos, como las vivencias de sus luchas,
como sus especificidades históricas, y cada pueblo avanza o avanzará tremolando
sus banderas, aunque al propio tiempo, por ser parte de un mismo todo –la
humanidad doliente–, amasará junto con los suyos los hallazgos y experiencias
válidos del colectivo universal. Nuestro “modo” es la Revolución Bolivariana, que bajo el
fundamental liderazgo del presidente Chávez, continuado por el presidente
Maduro, ha logrado el nuevo despertar nerudiano del Libertador, traducido en el
pueblo otra vez espabilado y en pie de lucha.
Su guía para la acción es una síntesis de legados luminosos:
de los rasgos igualitarios y comunitarios de ascendencia indígena y africana;
de las prescripciones de amor y equidad distributiva del cristianismo original;
de los mandatos de soberanía, libertad, dignidad, justicia, igualdad, educación
y unidad continental de Bolívar y los demás próceres; del humanismo de los
socialistas utópicos; de las ideas de superación del capitalismo ligadas al
pensamiento y la praxis de los revolucionarios marxistas. Todo ello
creativamente amasado y echado a andar por la voluntad, energía y talento de
Hugo Chávez Frías.
Es síntesis también de la memoria de los grandes combates
populares librados, especialmente los de nuestra propia historia, cuya parábola
arranca de Guaicaipuro y las tribus insumisas, sigue con las numerosas
insurrecciones de indios, negros, mestizos y “blancos de orilla” que atraviesan
los siglos XVI a XVIII e inicios del XIX, alcanza la cumbre con el Libertador y
sus heroicos camaradas y, luego de la traición, recobra con Zamora y otros
muchos el espíritu que hoy desemboca en nuestra gesta revolucionaria, rumbo al
socialismo del siglo XXI, según la convocatoria de la Revolución Bolivariana.
Lo cual implica a su vez la superación dialéctica de su similar del siglo XX,
es decir, la inclusión en lo nuevo de lo racional y vivo de lo viejo, con el
examen crítico de esas experiencias, el rechazo de sus inconsecuencias y
errores y la asunción de sus logros de justicia y redención social.
Reitero algunos conceptos: El socialismo persigue liberar al
ser humano de la alienación o “amputación de la conciencia social” (Einstein) a
que lo condena la explotación capitalista. Significa la búsqueda del “reino de
la libertad”: es, por tanto, una incomparable empresa ética, la más alta
posible. Su construcción exige erradicar la indicada explotación, para lo cual
es necesario pasar los medios de producción, por lo menos los principales, a
propiedad social, y planificar su uso. Pero ello sólo puede conducir al
objetivo si se abroquela contra la confiscación del poder por una capa
burocrática y se acompaña de una sólida conciencia. El no haber podido resolver
este problema es, no parece caber duda, la razón cardinal de la quiebra de la
URSS y el “socialismo real”. El logro de ese propósito requiere, creo que
tampoco es dable dudar al respecto, el desarrollo de la democracia
participativa y protagónica, revolucionaria, la cual devuelve al pueblo el
señorío de su destino y cuya praxis incluye las conquistas democráticas
–políticas, sociales y de toda índole– arrancadas a los factores dominantes en
los combates de clases. Por eso no puede haber socialismo pleno sin democracia,
ni democracia plena sin socialismo.
Un aspecto político crucial de la lucha por el socialismo
corresponde a la cuestión estatal. El Estado venezolano, heredado del viejo
orden, mantiene en esencia sus rasgos de aparato creado para confundir, dividir
y burlar al pueblo, no para el servicio público, y la incidencia revolucionaria
del presidente Chávez y el presidente Maduro en él, expresada en la democracia
participativa y protagónica –la más profunda y completa forma democrática de
nuestra historia–, genera una lucha que está en pleno desarrollo y que solo el
pueblo consciente y organizado, en ejercicio de su poder soberano y a través
del control social y la guía del liderazgo consecuente, puede decidir a favor
de los intereses revolucionarios. Esa acción es indispensable para forjar un
Estado que exprese la hegemonía del bloque de poder ascendente, constituido por
las clases y capas no explotadoras nucleadas alrededor de la clase obrera, en
sustitución del bloque oligárquico imperialista históricamente dominante.
Transformar el Estado de origen no popular en un órgano de
carácter socialista por su contenido y por su forma es una de las condiciones
necesarias (junto a la capacidad de la economía socialista y, sobre todo, junto
a la asunción de una conciencia socialista por el pueblo) para la victoria del
proyecto revolucionario.
La ideología de la Revolución Bolivariana (ideología como
conjunto de ideas que se profesan, no en el sentido filosófico marxiano), que
ha sido la guía de esta hazaña histórica, fue señalada inicialmente como “el
árbol de las tres raíces” y se basaba en las ideas del Libertador, el gran
maestro Simón Rodríguez y el general del pueblo soberano, Ezequiel Zamora.
Posteriormente, permítanme una nueva reiteración, se incorporaron otros
próceres venezolanos y latinoamericanos, el mensaje cristiano original, las
tradiciones comunitarias de ascendencia indígena y africana, elementos de
socialismo utópico y el pensamiento marxista esencial, introducido
dosificadamente según el líder fundador fue percibiendo la maduración de la
conciencia del pueblo. Ese complejo de fuentes ideológicas ha sido manejado con
notoria maestría, lo que permite pensar que, en la práctica, el líder, desde el
principio, hizo, no dijo, marxismo, pero un marxismo enriquecido con todos esos
aportes formidables y con la certera visión táctica y estratégica del
comandante Chávez. Ese complejo, que en nada sufre si se le denomina bolivarianismo,
es la ideología de esta revolución y ha probado terminantemente su eficacia
política.
Lo expuesto configura, según nuestro parecer, una imagen a
grandes rasgos del socialismo bolivariano, el cual se sitúa en la perspectiva
del siglo XXI y cuyos atributos, con la visión inclusiva de todo eso y al calor
del pueblo que los convierte cada vez más en fuerza material, van al mismo
tiempo definiéndose y acometiendo la transformación revolucionaria de nuestra
patria para dar a sus habitantes la mayor suma de felicidad posible.
8. El partido de la revolución
Para avanzar más rápido y mejor, unificar acciones y
recursos, enfrentar con mayor contundencia al enemigo, combatir desviaciones,
fortalecer convicciones y hacer más seguras las victorias del pueblo, el presidente
Chávez convocó a la forja del partido unido de la revolución. La inmensa
mayoría de los cuadros probados en los combates políticos, independientes o
provenientes de otros partidos revolucionarios, y millones de hombres y mujeres
del pueblo, acudimos a inscribirnos como aspirantes a miembros (sin duda muchos
oportunistas también, algunos se han
autoexcluido, aunque seguramente una porción se mantiene).
En las discusiones previas nos parecía que la organización
debe contemplar dos categorías: la de militantes, atribuida a quienes encarnan
regularmente la acción política, los activistas, y la de simpatizantes y
amigos, correspondiente a quienes carecen de posibilidades o disposición para
la actividad regular. Esto refleja con mayor exactitud la realidad. No fue así,
y creo que debe revisarse.
Durante las siguientes discusiones, en las primeras
organizaciones de base, nos preguntábamos sobre los rasgos caracterizadores del
Partido, entendiendo que por definición debía ser cualitativamente distinto de
los partidos tradicionales, y tras consultar algunas experiencias
revolucionarias y a teóricos consagrados, concluíamos:
Tiene que sobreponerse al sectarismo; practicar la más cabal
democracia participativa y protagónica interna; ejercer de manera metódica y
profunda la crítica y la autocrítica; establecer una relación orgánica con el
pueblo a fin de no ser un Estado Mayor externo sino una parte de la masa
popular, y preparar a sus cuadros para que actúen como educadores y
orientadores de esta que a su vez se orientan y se educan con ella y sean los
primeros en la acción, el trabajo y el estudio, los primeros con el fin de dar
el ejemplo y estimular, nunca con el propósito de escalar posiciones, que sólo
deben ocupar si así lo decide su base de adscripción.
Desde otro punto de vista, pensábamos, debe ser “un partido
de masas que construya cuadros”, según la recomendación de Gramsci, y “que viva
y se desarrolle en la concreción del proceso histórico”, según la de Lenin. Lo
cual significa que, estrechamente unido al pueblo, debe ser un dirigente,
vigilante y contralor de la acción gubernamental. Ello daría necesariamente un
gran impulso a dicha acción.
Al respecto cabe reflexionar sobre la cuestión de la unidad
de cuadros de partido y gobierno. Hasta ahora esa ha sido la práctica y ha
caminado. Pero parece haber llegado el momento para la separación, para
asegurar que la función dirigente, vigilante y contralora del partido, e
impulsora del control social, se desarrolle, y el gobernante pueda dedicar el
grueso de sus energías a su responsabilidad específica. Salvo en la cumbre del
liderazgo, y tal vez en algunos muy pocos todavía necesarios, la norma debe ser
el gobernante gobernando y el partido con el pueblo dirigiendo, vigilando y
controlando. Y además, es la única manera de construir cuadros e ir encaminando
al pueblo hacia el autogobierno.
Carlos Lanz, en su folleto La crítica marxista y la
experiencia socialista, señala los siguientes elementos, que suscribo
(transcripción no textual): elección directa, rendición de cuentas a la
base, revocatoria del mandato, delegación funcional de responsabilidades, libre juego de tendencias, democracia del
saber (libre acceso al conocimiento), rotación de cargos.
La elección directa debe funcionar en toda situación de
normalidad, recurriéndose a la figura de la cooptación únicamente en casos de
emergencia. Ha de cerrarse el paso a la
posibilidad de que se constituya un aparato u otro “con poder selectivo”
(expresión de Ernest Mandel en referencia leninista).
Sobre la ideología debemos reconocer que una cosa es la
ideología de los revolucionarios y otra la de la revolución, de modo que la
ideología del Partido debe fundarse considerando estos dos hechos. En mi
opinión debe llegar a ser el marxismo, pero eso tiene que responder a un
proceso, el resultado de los debates y reflexiones y de las luchas en conjunto:
no puede ser una imposición, no veo al liderazgo tratando de imponerlo y no fío
ninguna posibilidad de éxito si los marxistas convencidos tratásemos de
hacerlo.
Una referencia final, sobre los partidos que no accedieron a
participar en la construcción del PSUV. Inicialmente pensamos lo siguiente:
Es lamentable que no hayan acudido a proveer toda la riqueza
de conocimientos, experiencias, facultades analíticas y valores éticos que
atesoran. Pero si ellos proclaman su adhesión al proceso y al liderazgo del
Presidente, si hay una zona para los amigos del partido y si reconocemos un
espacio incluso a la oposición democrática, ¿cómo vamos a rechazar su
presencia? Que ellos sean tratados como amigos y que las relaciones se basen en
la unidad de acción, consecuentemente practicada. Las puertas tienen que estar
abiertas para todos quienes honradamente deseen luchar por la patria y por el
socialismo.
Hoy, a la luz de la experiencia, nuestra y de las luchas
revolucionarias generales, estoy convencido de que la presencia con mayor
protagonismo de otras fuerzas consecuentes en una alianza bien estructurada,
fundada en el reconocimiento de la responsabilidad y cualidad dirigente
superior de la organización mayoritaria, resultará sumamente positiva para la
marcha de la revolución, para ampliar la visión y las capacidades, para percibir
posibles desvíos, para aumentar las potencialidades de la crítica y la
autocrítica.
Propongo al III Congreso del PSUV:
1) Considerar esta última
cuestión;
2) Revisar lo que ha sido hasta ahora la práctica del Partido y
contrastarla con las normas asentadas en el Libro Rojo y con las que,
procedentes del rico acervo teórico revolucionario, se recogen en este escrito.