Walter Johnson | En
marzo de 2013, los investigadores del University College de Londres hicieron
pública una base de datos que describe con iluminador detalle uno de los
mayores rescates públicos de la historia moderna. En 1833, Gran Bretaña pagó 20
millones de libras esterlinas para compensar a los 3000 propietarios
esclavistas caribeños por la emancipación de sus esclavos. Los pagos
representaban el 40% de todo el gasto público de ese año. La discusión sobre la
base de datos en Gran Bretaña se centró en los receptores de esas reparaciones
a los esclavistas, entre ellos los ancestros de George Orwell, Graham Greene y
David Cameron.
Aparte de unos cuantos cientos de esclavistas del Distrito
de Columbia, nadie en los EEUU recibió compensaciones por la pérdida de su
propiedad humana. De acuerdo con Abraham Lincoln, al menos, el coste de la
emancipación en los EEUU se pagó con sangre. En su Segundo Discurso Inaugural,
Lincoln declaró temer que Dios deseara la continuación de la guerra “hasta que
todas y cada una de las gotas de sangre arrancadas por el látigo hayan sido
reparadas con otras tantas gotas arrancadas por la espada”. Ese pago, con sangre y con dinero del tesoro, del valor de
los esclavos plantea una cuestión tan importante como frecuentemente
desatendida: ¿cuál fue
el papel de la esclavitud en el desarrollo económico de
Norteamérica?
La respuesta más común a esa cuestión es: no mucho. Para la
mayoría de los historiadores, el triunfo de la libertad y el nacimiento del
capitalismo parecen ser una y la misma cosa. La victoria del Norte sobre el Sur
en la Guerra Civil representaría la victoria del capitalismo sobre la
esclavitud, del futuro sobre el pasado, de la fábrica sobre la plantación. Lo
cierto, sin embargo, es que años antes de la Guerra Civil no había capitalismo
sin esclavitud. En muchos sentidos, se trataba de una y la misma cosa.
A finales del siglo XVIII, la esclavitud en los EEUU era una
institución en declive. Los plantadores de tabaco en Virginia y Maryland había
agotado su tierra y se estaban pasando al trigo. El trabajo asalariado estaba
reemplazando cada vez más al trabajo esclavo, tanto en las zonas urbanas como
en las zonas rurales del alto Sur.
Y entonces llegó el algodón.
La primera parte de esta historia es harto conocida: la
invención de la rueca algodonera hacia 1790 y el correspondiente incremento de
la capacidad industrial en Gran Bretaña y en el Norte urbano posibilitó el
cultivo rentable de algodón en una vasta región del bajo Sur que se extendía
entre Carolina del Sur y la Louisiana: el llamado “Reino del Algodón”.
Entre 1803 y 1838, los EEUU, celebérrimamente personificados
por Andrew Jackson, libraron una guerra de varios frentes en el Sur profundo.
Durante esos años, los EEUU suprimieron las revueltas de esclavos y pacificaron
a los blancos todavía leales a las potencias europeas que otrora controlaran la
región. Hacia finales de la década de los 30 del XIX, los semínolas, los
creeks, los chikasaws, los choctaws y los cheroquis habían sido todos
“removidos” de sus territorios al oeste del Misisipi. Sus tierras expropiadas
sentaron las bases del sector dirigente de la economía global en la primera
mitad del siglo XIX.
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Los eventuales compradores regatean los esclavos africanos en una subasta en el Caribe, alrededor del año 1820
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En la década de los 30, centenares de millones de acres de
tierra conquistada fueron inventariados y puestos en venta por los Estados
Unidos. Esa vasta privatización del dominio público desencadenó uno de los mayores
booms económicos registrados hasta entonces en la historia mundial. Capitales
de inversión procedentes de Gran Bretaña, el continente europeo y los estados
del Norte fluyeron masivamente hacia el mercado de tierras. “Empujados por este
estimulante proceso, los precios subieron como el humo”, dejó escrito el
periodista Joseph Baldwin en sus memorias, The Flush Times of Alabama and
Mississippi.
Sin esclavitud, empero, los mapas del inventario de la
General Land Office (Agencia General de Tierras) no habrían pasado de un
imposible plan de ciencia ficción para la sociedad. Entre 1820 y 1860, más de
un millón de personas esclavizadas fueron trasladadas del alto al bajo Sur, la
gran mayoría de ellas por tratantes de esclavos en guisa de inversores
capitalistas de riesgo a los que los esclavos llamaban “conductores de almas”.
La primera oleada se dedicó a labores de desmonte y desbroce de la región para
el cultivo. “Bosques enteros fueron talados y desarraigados”, recordaba el
antiguo esclavo John Parker en Su tierra prometida. Los que vinieron luego
plantaron los campos del algodón al que en lo sucesivo tendrían que cuidar,
recoger, embalar y embarcar: “de sol a sol”, cada día, hasta el final de sus
días.
El 85% del algodón recogido por los esclavos del Sur se
embarcaba hacia la Gran Bretaña. Los molinos que vinieron a simbolizar la
Revolución Industrial y los campos saturados de esclavos del Sur estaban en una
relación de mutua dependencia. Cada año, los bancos comerciales británicos
avanzaban millones de libras esterlinas a los propietarios de las plantaciones
esclavistas en anticipación de la venta de la cosecha algodonera. Esos
propietarios compraban entonces con ese crédito en libras esterlinas los bienes
que iban a necesitar a lo largo del año, muchos de ellos producidos en el
Norte. “Desde el sonajero con que la nodriza acaricia los oídos del pequeño
nacido en el Sur, hasta el sudario que cubre los fríos despojos del muerto,
todo nos viene del Norte”, dejó dicho un sureño.
En la medida en que los sureños se abastecían a sí mismos (y
en harta más modesta medida, a sus esclavos) con productos del Norte, el
crédito originariamente avanzado a cuenta de la cosecha de algodón se abría
paso hacia el Norte, yendo a parar a manos de los comerciantes de Nueva York y
de Nueva Inglaterra, que lo usaban para adquirir bienes británicos. Así, las
tierras indias, el trabajo afro-americano, las finanzas atlánticas y la
industria británica terminaron fraguando la dominación racial, el beneficio y
el desarrollo económico a una escala nacional y global.
Cuando la cosecha del algodón era escasa y las ventas no
conseguían reunir el dinero necesario para devolver los empréstitos, los
propietarios de plantaciones se encontraban endeudados con los comerciantes y
con los banqueros. Se vendían esclavos para hacer frente a la diferencia. La
movilidad y fácil alienabilidad de los esclavos significaba que éstos
funcionaban como una suerte de colateral para la economía de crédito y algodón
del siglo XIX.
No es simplemente que el trabajo de las personas
esclavizadas avalara financieramente al capitalismo del siglo XIX. Es que las
personas esclavizadas eran el capital: cuatro millones de personas con un valor
de, por lo menos, 3 mil millones de dólares de 1860, lo que era más que la suma
de todo el capital invertido en ferrocarriles y fábricas en los EEUU. Vistas
las cosas bajo esa luz, la distinción convencional entre esclavitud y
capitalismo se diluye hasta quedar en un sinsentido.
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Walter Johnson |
Nos hemos acostumbrado a reducir el legado de la esclavitud
en los EEUU a la desventaja negra. Pero la constatable centralidad de la
esclavitud para el desarrollo histórico de la nación sugiere otra cosa muy
distinta: cualquier cálculo de la deuda insatisfecha contraída por la nación a
cuenta de la esclavitud tiene que incluir una medida de la riqueza que generó;
sus ventajas, y no sólo sus desventajas. Porque los EEUU, como escribió W. E.
B. Du Bois, “se levantaron sobre un gemido”.
Walter Johnson es profesor de
Historia y de Estudios Africanos y Afro-Americanos en la Universidad de Harvard. Es autor de un
aclamado libro reciente: River of Dark
Dreams: Slavery and Empire in the Cotton Kingdom [El río de los sueños
oscuros: esclavitud e imperio en el Reino del Algodón, 2013], una formidable
investigación que para muchos ha cambiado radicalmente nuestra forma de
entender el origen, la dinámica y la evolución del capitalismo contemporáneo,
una formidable investigación que para muchos ha cambiado radicalmente nuestra
forma de entender el origen, la dinámica y la evolución del capitalismo
contemporáneo.
Traducción del inglés por Miguel de Puñoenrostro.