“V” – la cantidad
económica en el capitalismo que constituye la base de la producción, del
crecimiento y de la distribución de la riqueza
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Karl Marx ✆ R. Holzschnitt
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1. La abreviación “v” representa en la crítica de la economía
política el capital variable. Es decir, una parte del valor que invierte un
capitalista (hoy: un industrial, empleador, inversor, empresario...) en forma
de dinero, para que aumente (hoy: para que sea rentable la inversión, para que
sea beneficiosa la empresa, para que el balance sea positivo...). Esta parte de
la inversión se caracteriza en oposición al capital constante “c” por el hecho
de que su cantidad y con ella la cantidad total de la inversión es variable.
Está claro que esta característica, la de aumentar, no es la
cualidad de la cantidad del dinero, sino la de la mercancía comprada a cambio
de ella; la capacidad de trabajo o fuerza de trabajo que con ella se adquiere,
llega a la empresa en forma de un obrero (hoy: empleado/a), y el trabajo que él
efectúa usando los medios y objetos del trabajo que representan la “c” resulta
en productos; éstos permiten que al venderlos el legítimo propietario gane más
dinero de lo que costaban los elementos del proceso productivo. La razón de
este crecimiento, universalmente aceptado como finalidad de la economía de libre
mercado, reside según Marx en el hecho de que el trabajo genera productos cuyo
valor de uso consiste en que se convierten en dinero, o sea en que el trabajo
crea valor; y más valor de lo que costó al empleador pagar la fuerza de
trabajo.
2. Este efecto de “v” se consigue por un lado pagando la fuerza
de trabajo, por el otro lado empleándola de forma correspondiente. Pues la
relación entre los costes que representa el salario y el valor creado por el
trabajo en forma de productos para la venta proporciona el superávit “p”
(plusvalía), que es lo que importa.
Es imposible pasar por alto que la cantidad de salario
cedida al obrero, quien vive de ella, de por sí no tiene nada que ver con su
trabajo y su rendimiento. Por esto se establece una relación entre el salario
pagado y el trabajo efectuado a fin de transformar la fuerza de trabajo en
capital variable. El precio del trabajo establece que la fuerza de trabajo sólo
se compra a condición de que su empleo resulte en un aumento de capital. El
salario remunera el valor de la mercancía fuerza de trabajo a fin de que el
asalariado efectúe un trabajo productivo, o sea que produzca plusvalía. Tal
“cualidad” del trabajo siempre está basada en la productividad del trabajo, que
cambia con el rendimiento del obrero y con los medios de producción empleados,
pero se define por la “productividad” del capital, o sea, dicho de forma
moderna: según el grado de rentabilidad que tiene el pago del trabajo.
El trabajo se paga, pues, para hacerlo rentable,
estableciendo una relación cuantitativa entre los rendimientos del obrero y su
remuneración. Esta finalidad del salario en el capitalismo se considera la cosa
más normal, y a la vez se niega continuamente. Una vez introducido, el acto
“dinero a cambio de rendimiento laboral” se considera un invento sensato para
averiguar cuál es la remuneración justa que merece un asalariado.
3. Marx denominó “explotación” a esta subordinación del trabajo
a la creación de “p”, y criticaba el aumento del grado de explotación p/v como
el medio comercial de los propietarios de capital con el que éstos imponen su
derecho a obtener beneficios sobre su fortuna.
Ya en su tiempo esto no dejaba en paz a los amantes del
capitalismo, porque querían prohibir este tipo de acusación social. Sus medidas
prácticas contra el naciente movimiento obrero iban acompañadas de su rechazo
teórico; y los argumentos que entonces se inventaban eran tan modernos que hoy
siguen considerándose útiles. Y algunos “malentendidos” de “la doctrina de
Marx” hasta se integraron en el movimiento obrero y contribuían bastante a su
ruina –lo que en la retrospectiva se estima altamente como su exitosa entrada
en la participación activa en el desarrollo (político) del capitalismo–.
a) La “explotación”, que tiene su explicación en la cuota de
plusvalía que origina el trabajo asalariado, no es un concepto moral sobre un
“salario injusto”. Tampoco una queja de que el pago injusto de los obreros
atestigue una falta de los ideales de “libertad e igualdad” en el mundo de la
propiedad privada.
b) “Explotación” denota simplemente la relación de
producción entre el capital y el trabajo asalariado; los propietarios de
capital y de trabajo respectivamente son libres e iguales. Estas condiciones
jurídicas tampoco representan valores que esperan ser convertidos en realidad;
como definiciones jurídicas de posiciones prácticas dentro del y frente al
Estado son muy reales. Como condiciones políticas forman parte de la relación
de producción en cuestión, que no se caracteriza por algún tipo de diferencias
jurídicas, sino por el antagonismo material de los intereses mutuamente
excluyentes de las clases.
c) “Apropiarse de trabajo ajeno no retribuido” es el
efectuado objetivo del capital; de esta manera funciona su aumento, y sólo de
esta manera. Con esta expresión precisamente Marx tampoco quería propagar una
“retribución justa” de la riqueza monetaria; al fin y al cabo insistía en que
no es el trabajo lo que se paga, sino la fuerza de trabajo; la forma del
salario la consideraba como la manera propia del capitalismo de someter el
trabajo al servicio de la plusvalía “p” – y para nada como fundamento para
elegir el lema “un salario justo para un trabajo justo”.
d) Pues esto Marx lo tenía bien claro: Si el trabajo se
efectúa para crear valor, que constituye en forma de dinero la medida de la
riqueza y que garantiza la disposición exclusiva sobre ella; si esta riqueza
crece con el esfuerzo y con el tiempo de la labor invertida –o sea, si las
fuerzas productivas del trabajo no se emplean para crear cómodamente las cantidades
deseadas de valores de uso y tiempo disponible–, entonces trabajar no supone
riqueza. Los trabajadores asalariados que junto con sus servicios se calculan
como factores dependientes del aumento de capital (hoy: de la economía y su
crecimiento) han cedido, además de la decisión sobre la productividad de su
trabajo, también la decisión sobre su sustento y la medida de su bienestar al
capital que les emplea o no.
e) Finalmente, en cuanto a la indudable intención crítica de
la palabra “explotación”, los argumentos más imbéciles se solían y suelen
aducir para hacer objeciones a Marx. Frente a que éste constata que los
asalariados del capitalismo están reducidos, en medio de la riqueza inmensa
creada por ellos mismos, a mantenerse como manos de obra con fuerza de trabajo
y ni siquiera son capaces de garantizar esto; frente a su afirmación de que
esta situación es consecuencia necesaria de la relación de producción que
arruina de esta u otra forma a los representantes humanos de “v”, sigue siendo
preciso aducir el juicio moral más bobo: En comparación con otras criaturas de
las clases bajas –en tiempos pasados y hoy en otras naciones– no hay razón para
quejarse. Que haga falta aducir la miseria como nivel de referencia para que
los obreros del capital parezcan bien situados, ya es bastante revelador. Pero
es más: La comparación “refuta” a Marx con una prohibición de buscar
explicaciones para cuestiones que una vez planteadas en serio conducen a la
crítica del “sistema”: el trabajo asalariado, con toda la riqueza que crea,
¿sirve como “medio de subsistencia”? ¿Cómo y por qué (no)? En vez de defender
que los seres humanos de hace 200 años y los habitantes de colonias lejanas
vivían en la misma miseria como los trabajadores actuales de SEAT, Marx hizo
precisamente esto: averiguar las necesidades que imperan en el capitalismo.
Para decidir lo que se puede hacer contra la miseria que se hace notar en sus
diferentes maneras entre los miembros de la clase trabajadora.
4. Que los trabajadores vayan a una empresa a fin de ganarse un
sustento, es una cosa. Otra son las condiciones que afrontan en esta actividad.
Pues la relación entre el salario y el esfuerzo ya está fijada antes de que un
asalariado pondere cuidadosamente sus deseos y decida cuántos ingresos necesita
ganar mediante su “empleo”. El precio del trabajo está definido por el puesto
de trabajo: Una cantidad de dinero está asignada al esfuerzo extensivo y/o
intensivo (salario por tiempo o por piezas), y este esfuerzo resulta de los
cálculos del capital. En este sentido, cualquier puesto de trabajo es una
oferta unida a una obligación. En cuanto al dinero está definido cuánto vale la
fuerza de trabajo; en cuanto al trabajo está fijado cómo su vendedor se tiene
que acreditar como capital variable. No es ningún secreto que los cálculos con
la propiedad, que se proporciona el derecho a su aumento, van muy en contra de
los intereses de la mano de obra. Mucho esfuerzo a cambio de poco dinero
corresponde al “crecimiento”; lo contrario correspondería a las necesidades de
quienes trabajan porque quieren vivir (bien) de ello. Bien es verdad que la
cantidad del salario pagado tenga la característica del “valor de la mercancía
fuerza de trabajo”; la cantidad de dinero que corresponde a “v” tiene que
garantizar que se mantenga el individuo trabajador, o sea ponerle en
condiciones de comprar los medios de vida necesarios para ello. Esta necesidad
comprende un “elemento histórico moral”; tanto las “condiciones naturales” como
el “nivel de cultura” de un país definen las costumbres y las exigencias de los
obreros cuya satisfacción resulta decisiva para su voluntad y su capacidad de
trabajar con regularidad. Pero a la vez, la cantidad de dinero que representa
“v” constituye un obstáculo para las necesidades del capital: en los cálculos de
la empresa, las mismas necesidades de la vida obrera son costes que según las
reglas de la resta menguan el superávit, y que por lo tanto se reducen al
mínimo.
5. La “ley del valor”, según la cual el valor de las mercancías
es el producto de trabajo abstracto y tiene su medida en el tiempo laboral
socialmente necesario, los capitalistas la tienen en mayor aprecio que los
catedráticos de la Economía Política. Es que la practican en sus medidas para
obtener y aumentar la plusvalía. Según ellos, la razón para estas medidas es la
competencia a la que se ven “expuestos” – e implican tácitamente que son ellos
quienes compiten con su capital por su aumento. Para que las necesidades de su
negocio pasen por la ejecución de una obligación a la que ellos están sometidos.
Las palancas que mueven para este fin resultan con
determinación en diversas correcciones en el precio del trabajo que no le
sientan nada bien a la fuerza de trabajo.
Para obtener el superávit en la venta de los productos, que
se basa en la competencia por los precios de las mercancías, los capitalistas
siempre recurren al mismo método: reestructuran el proceso de producción, y lo
hacen de una manera que aumente la eficiencia del trabajo. La eficiencia en
cuestión es la relación entre los costes y el superávit. Se consigue
aprovechando la productividad del trabajo que pertenece al propietario de los
medios de producción y que no es asunto alguno del obrero asalariado que se
paga por su fuerza de trabajo. Al fin y al cabo, adjudicar esta remuneración a una
“cantidad de trabajo” no significa que los trabajadores decidan con un cálculo
suyo de esfuerzos y frutos sobre cómo se organiza la empresa – más bien es al
revés: En su calidad de “empleados” están sometidos a la organización técnica,
a la distribución del trabajo y a la disciplina preexistentes. Pagando la
fuerza de trabajo, el capitalista dispone de su uso como de cualquier otra
propiedad, y la usa según los imperativos de su cálculo de esfuerzo y fruto.
Éste adjudica a la suma de salario un esfuerzo – y este principio no cambia por
el hecho de que 150 años después de Marx esta adjudicación se llame “puesto de
trabajo”.
Esta forma de pagar la fuerza de trabajo constituye el
instrumento adecuado para aumentar la eficiencia del trabajo, que se realiza en
dos métodos complementarios para la producción de plusvalía:
a) La plusvalía absoluta parte de una determinada
organización del trabajo. En la empresa rige el orden, la cooperación de las
funciones parciales de la plantilla igual que la disciplina se dan por sentadas
gracias a la supervisión y la rutina, y los salarios de los empleados están
adjudicados a sus rendimientos usuales. Las mercancías producidas consiguen un
precio en el mercado que hace que retorne el capital invertido con un
incremento. La demanda solvente le acredita al propietario del capital que sus
mercancías sean representantes de trabajo socialmente necesario, que bajo su
régimen se cree valor adicional que le llega en forma del dinero ganado.
Entonces cualquier prolongación del tiempo laboral es el medio adecuado para el
aumento de la valorización de su capital, porque esta medida acelera la
rotación. La sabiduría que en el mundo comercial el tiempo es dinero basta como
sustituto del estudio de MARX – esta regla empírica también conduce a que en
las empresas capitalistas valga la ley: Hay que prolongar la jornada.
La práctica de esta ley, tradición conservada hasta hoy, ha
conducido
— a que varias generaciones obreras se gastaran antes de
empezar a vivir del trabajo; los dueños de los medios de producción
aprovechaban su derecho a fijar el horario de la plantilla de una manera que el
tiempo de vida no bastaba para recuperar la fuerza de trabajo;
— a que el Estado, que con su poder establece y administra
como su propio fundamento económico el uso que hace el capital de obreros
libres, se viera obligado a su primer gran acto social: Desde entonces existe
una jornada normal de trabajo fijada por la ley.
— a que este tiempo laboral normal sea acompañado hasta hoy
por una notable cantidad de excepciones; no sólo se ha conservado en una
versión bastante anticuada –al parecer, los progresos en la productividad no
tenían mucha importancia en este aspecto–; se conocen honorables razones
también para horas y turnos extra: las necesidades de la empresa.
La otra razón por la que los obreros permiten que una parte
adicional de lo que ya cuenta como “normal” de su tiempo de vida sea convertida
en tiempo laboral, también es de sobra conocida: El salario normal para la
jornada normal es bastante escaso. Pues pagar la fuerza de trabajo en forma de
un precio del trabajo –por hora o por pieza– significa también que lo que se
paga de salario se emancipa de la consideración del valor de la fuerza de
trabajo. Las necesidades de la vida obrera, la recuperación de sus fuerzas, las
necesidades cambiadas con el avance de la producción y su confrontación con las
condiciones del mercado – todo esto expresamente no se considera cuando el
nivel del salario se fija como dinero a cambio de un esfuerzo realizado. Esta
indiferencia ante las necesidades vitales de los obreros se muestra en la
competencia de los capitalistas por y con los obreros. Cuando el mercado del
trabajo al principio de la era capitalista en cuanto a trabajadores útiles,
dotados de habilidades artesanales, proporcionaba una oferta escasa para las
manufacturas, la fase previa de la gran industria, los capitalistas competían
por los maestros de los oficios correspondientes – mediante el nivel salarial.
Estos principios de pagar salarios adecuados al rendimiento, emanantes del
espíritu comercial, los aplicaban sin más para las manos de obra disponibles en
gran número, que al parecer no empleaban más que sus fuerzas físicas. Una vez
diferenciados los sueldos –con los “argumentos” de rendimiento y cualificación
perfeccionados más tarde– es un hecho acordado primero de bajar el valor de la
fuerza de trabajo y segundo de no pagarlo a la mayoría de los obreros.
b) La plusvalía relativa tiene su origen en que el
rendimiento del trabajo se aumenta debido a cambios en la forma en la que se
efectúa, sobre todo mediante medios de trabajo que hacen que el trabajo sea más
productivo. Este procedimiento también es una “conclusión” – de la competencia
en el mercado que la empresa quiere vencer, al proceso de producción que tiene
a su mando: “...y la competencia impone a cada capitalista individual las leyes
inmanentes de la producción capitalista como leyes imperativas externas.”
La ley en cuestión dice: Hay que trabajar de la forma más
productiva posible. Pero no debido a una escasez de productos y a que el
trabajo ocupe una parte demasiado grande de la vida, es decir a que sea
demasiado pesado. Sino expresamente a fin de que la producción de mercancías
para el mercado resulte en un aumento de capital. En este sentido, la
mencionada “conclusión” de la competencia a la producción –del mercado que no
permite vender las mercancías con beneficio a la productividad laboral–
atestigua ante todo una cosa: El precio de las mercancías que no se pueden
vender o cuya venta no permite beneficio, incorpora demasiado tiempo laboral.
En todo caso, la “sociedad” con su imperdonable criterio que es el dinero,
obviamente le demuestra al capitalista que se ha invertido demasiado trabajo en
sus productos. Esta falta la remedia mediante una productividad que se acredite
como socialmente necesaria creando productos cuya venta resulta rentable aunque
se vendan a menor precio que sus predecesores.
Lo expuesto está bien claro; pero lo ignoran quienes
entienden y reconocen el mismo fenómeno como una necesidad – la necesidad de
“bajar los costes de producción”. Puede que esta idea sirva bien como directriz
para los cálculos de empresas capitalistas, que invierten enormen cantidades de
dinero para organizar el proceso laboral de una manera que permita que las
mercancías producidas proporcionen un superávit de capital; como alternativa a,
o incluso como refutación de la explicación de la plusvalía proporcionada por Marx
no sirve de nada. Pues bajar los “costes de producción” sólo se logra mediante
un inmenso aumento del capital invertido, y lo único que se ahorra son costes
salariales, cuya reducción difícilmente se puede liquidar con el aumento de la
inversión en instrumentos y máquinas. El resultado intencionado y conseguido
concierne una mejora de la mercancía que no tiene nada que ver con sus
cualidades útiles: lo que mejora es la relación entre los gastos invertidos y
el superávit obtenido cuando se venda.
Esta relación que tanto importa para el negocio se consigue
mediante cambios en la producción a los que se hace caso omiso cuando se
parafrasean como “bajar los costes de producción”. Al fin y al cabo, “aumentar
el superávit” se podría usar con la misma razón como lema del programa, pero al
gusto de cierta gente parece no marcar suficientemente la diferencia a la
explicación de Marx. La cosa con el trabajo socialmente necesario como fuente y
medida del valor, la diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y su
producto como causa de la plusvalía – son teorías “indiscutidas” en un sentido
muy particular: proposiciones alternativas en cuanto al origen del superávit
que crea la economía no surgen porque se omite preguntar por él. En lugar de
eso, la economía política moderna no para de presentar testimonios sobre cómo
se calcula o hay que calcular a fin de que haya “crecimiento”. Y aparte de ello
toma la explicación de la plusvalía como una decisión (totalmente inadecuada
para las “leyes naturales de la economía”) sobre quién merece el honor de crear
valores... Sin embargo, esto no puede haber sido la intención de Marx cuando
determinó las consecuencias necesarias de la plusvalía relativa para el trabajo
asalariado:
El sentido capitalista del empleo de la maquinaria destierra
al mundo de los sueños la afirmación (correcta, sin duda) de que las máquinas
pueden aliviar el trabajo. Partir el trabajo que requiere un producto en
simplificados trabajos parciales no conduce a que el trabajo sea más cómodo,
sino a que se tenga que efectuar a mayor velocidad. Intensificar el trabajo, lo
cual hace más rentable el pago de la mano de obra, deshace el capital de
limitaciones relacionadas a las actividades que aún se basan en el manejo hábil
de miembros y herramientas. Esta emancipación del capital es el sentido de la
intensificación.
Mientras que la carga parcial de los obreros como “apéndices
vivos de las máquinas” no sienta para nada bien a sus nervios ni al resto de su
constitución física, los sociólogos y otros artistas lamentan que “se vacíe de
sentido” el trabajo moderno, lo que resulta en películas con el título “modern
times”. Los capitalistas ven la cosa de una manera un poco diferente. Después
de que se haya hecho realidad la otra característica del trabajo creador de
valores, la de ser trabajo abstracto, o sea “gasto de cerebro humano, de
músculo, de nervios, de mano, etc.”, pasan revista al esfuerzo de sus manos de
obra; y tienen que constatar que lo que hay que tomar en serio es que la medida
de la remuneración es el pago del trabajo. Con esta perspectiva valorizan los
puestos de trabajo averiguando minuciosamente qué fuerzas y cualificaciones se
emplean, o mejor dicho cuáles no, caso que la productividad se determine por la
maquinaria y no por las habilidades individuales. Estas últimas se reducen a
esfuerzos que permiten medirse como movimientos simples y esfuerzos parciales y
que traen como consecuencia una gran diferenciación de salarios. Con este
método de bajar los salarios “técnicamente” las manos de obra son responsabilizadas
mediante su remuneración del hecho que el capital sólo exige un empleo escogido
de las capacidades de las que disponen. Que esto les proporcione dificultades
–su desgaste aumenta con la intensiva carga parcial– en mantenerse como fuerza
de trabajo, cuenta entre los fenómenos de los “modern times”.
Está claro que el trabajo corresponde a su deber de procurar
la rentabilidad de las inmensas inversiones también en el sentido tradicional:
Las “necesidades de la empresa” que la rotación rápida del capital requiere, se
presentan con aún más urgencia. Por eso se trabaja tanto como lo exija la
necesidad comercial del capitalista. Trabajo en turnos y horas extra –y
“flexibilidad” en general– siguen exigiéndose a pesar de todo “desarrollo de la
fuerza productiva del trabajo”, y tampoco se reduce la jornada en ningún tipo
de relación a este desarrollo.
Lo que se reduce no es la paliza que se dan los obreros
empleados en la industria moderna, sino primero el salario en relación con las
cantidades de valor que el trabajo mueve y aumenta; y segundo el número de los
obreros que gocen de un “empleo” y que puedan ganarse su sustento. Entre los
que tienen que vivir del trabajo asalariado, el capital produce un ejército
industrial de reserva. No porque sea incompetente o incapaz de “crear puestos
de trabajo”, sino porque la manera de como el trabajo asalariado se emplee se
determina exclusivamente por el fin de que beneficie su aumento. Desarrolla las
fuerzas productivas para aumentar la riqueza en forma de propiedad privada. Marx
atribuyó a los desempleados, que son vetados a vender y emplear su fuerza
productiva pero que tienen que conservarla de alguna forma, una profesión
secundaria: la de avivar en su función de mano de obra dependiente de cualquier
céntimo la competencia entre sus iguales por los “puestos del trabajo” y de
ampliar la libertad de los capitalistas de bajar el precio del trabajo por
debajo del valor de la fuerza de trabajo. Con esta manera de ver la cosa, el
teórico de la plusvalía sigue teniendo razón incluso en el siglo XXI: Lo que él
consideraba como una necesidad del empleo de capital variable, cuenta hoy como
una costumbre que se tiene que conservar: Ante el destino del ejército
industrial de reserva, la mano de obra que se usa y se arruina cuenta entre los
privilegiados – y a causa de los desempleados, los “empleados” han de dejar de
quejarse y de ser exigentes.
6. La doctrina de la plusvalía le permitía a Marx prescindir de
una teoría sobre la “meritocracia”. Sus conocimientos de las consecuencias inevitables
para la vida que los obreros se esfuerzan en vivir, le ahorraron una teoría
sobre “la sociedad del consumo”.
Como riguroso teórico del valor se despidió muy pronto de la
doctrina –plausible en la apariencia en aquel entonces, pero equivocada– de que
el salario no era más que un mínimo vital. Ya le bastaba con tener que
demostrar que buena parte de la clase asignada al trabajo asalariado es
reducida al mínimo vital y se estropea. También tenía bien claro que la
producción capitalista –precisamente a causa de la plusvalía relativa– también
baja el valor de aquellas mercancías que alcanza el consumo del obrero. Así se
amplía el alcance de los víveres que se puede permitir un obrero al servicio
del capital. En este aspecto anticipó los argumentos modernos que insisten en
que hace cien años, los trabajadores no contaban con las bendiciones ni de
televisores ni de váters.
Por otra parte, no le pareció convincente que con todo ello
hubiera empezado el mero lujo entre quienes viven del trabajo asalariado. Las
características de la mercancía fuerza de trabajo, del capital variable,
simplemente no proporcionan evidencia para esta convicción. Sólo plantean la
pregunta por las razones capitalistas por las que los obreros no salen de
azotes y galeras.
a) Que el trabajo sea sometido a las necesidades del capital
significa que la fuerza de trabajo se explota sin piedad. El individuo usado
como tal se ve obligado, antes de que empiece la vida libre, a recuperar sus
fuerzas. Su tiempo y fuerza disponibles por un lado, el dinero ganado por otro
están dedicados a la reproducción. Esta interesante actividad forma en su
totalidad parte de la vida privada, pero se refiere a todas las necesidades que
resultan de los esfuerzos de la vida profesional. Descuidar estas necesidades
significa descuidarse a sí mismo y además a su propia utilidad como fuerza de
trabajo.
b) Los medios, tiempo y dinero, están limitados. No porque
sea así siempre, sino por los esfuerzos que exige y los salarios que concede el
capital. La artimaña de apañárselas se requiere ya en el ámbito de las
necesidades, antes de que se exija en el ámbito de las actividades libres.
c) Además no es que sólo el esfuerzo productivo al servicio
del “empresario” deje sus huellas en la organización del tiempo libre; el trabajador
no está librado del capitalismo y sus leyes una vez salido de la empresa. Se ve
confrontado con una vida comercial bien organizada que acapara su poder
adquisitivo. Se da con los dueños de la propiedad que le quitan gran parte de
este poder adquisitivo a cambio del derecho a tener un techo encima. No sólo
vive en un piso, sino además en un Estado que exige su tributo justo por
administrar la colaboración productiva entre el trabajo asalariado y el
capital, y además por servicios públicos de categorías más altas;
evidentemente, el Estado también tiene derecho a recurrir a los servicios del
trabajo asalariado para sus campañas exteriores (en la actualidad: fuerzas de
intervención y otras responsabilidades para el mundo). Y esto sin preguntar si
el señor trabajador solicitó los proyectos que según la administración pública
necesitan financiarse; ni mucho menos si se los puede permitir. El Estado se
aprovecha del elemento histórico moral del salario, cuya definición siempre es
competencia nacional.
No es ningún milagro que frente a los elogiadores del
bienestar capitalista exista el mismo número de reclamantes que cuentan de
cargas económicas y estrés. Unos no paran de declarar su asombro nada
benevolente frente a la cantidad de cosas que la gente se permite – aunque sólo
son obreros. Otros dan que pensar lo difícil que les resulta a las mismas
figuras permitirse y conservar su bienestar. Marx no participaría ni hoy en día
en esta discusión sin fin. Pues lo que practican los asalariados en su tiempo
libre se limita a una participación muy cuestionable en los deleites que ofrece
el capital a cambio de dinero. Por un lado estos deleites son accesibles, hasta
a cambio del dinero que en su función de medio de circulación también traspasa
el monedero del obrero. Por otro lado el poder adquisitivo del monedero, con
las técnicas de endeudarse y de ahorrar inclusive, nunca permite más de lo que
admiten las coyunturas del capital y del Estado. Punto tercero: todos los
esfuerzos de arreglárselas se hacen imposibles porque las instancias decisivas
de la economía del mercado se sirven de salario y rendimientos. Por lo cual
–punto cuarto– el “bienestar” sólo existe en forma de un por medio debajo del
cual hay una asombrosa cantidad de gente obligada a vivir del salario. Por fin
–punto quinto– ni siquiera poseer un coche y una tabla de surf atestigua que la
reproducción funciona. En los debates sobre la pobreza, junto a los otros sobre
la salud y el medio ambiente, se pone de manifiesto que “la producción
capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso
social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de
toda riqueza: la tierra y el hombre.”
7. Que los obreros no trabajen para vivir, sino que al revés
organicen toda su vida para aguantar el trabajo y sus consecuencias con
respecto a su reproducción – esto lo garantiza el capital con el uso que hace
de ellos. El hecho de que dependiendo de la coyuntura haya obreros que no lo
aguantan, se considera en las más diversas publicaciones sobre conmovedoras
“desventuras individuales”. Que haya desventuras masivas de este tipo con
necesidad, no sólo lo sabía Marx, sino también lo ha tomado en consideración el
Estado.
A pesar de no haber tenido el gusto de conocer la
legislación social moderna, Marx no vio ningún milagro en la vena social del
Estado. Pues lo que podía experienciar en cuanto a la legislación laboral y
fabril, la restricción de la jornada de trabajo y la proclamación de diversas
normas de seguridad e higiene, seguía la misma lógica.
En principio, y esto significa ante todo, cuentan los
cálculos básicos, o sea las libertades del capital. La subordinación del
trabajo bajo la propiedad privada garantizada por ley, ha sido establecida como
fundamento económico de la nación. En segundo lugar, practicar el derecho al
trabajo excedente, o sea tratar a la mayoría desprovista de propiedad como
capital variable, tiene sus consecuencias, que cuestionan el uso de la fuerza
de trabajo porque la hacen inaprovechable. Esto motiva al Estado clasista a
consideraciones y actos sociales. En su calidad de Estado social insiste en
conservar las bases del negocio. Esto le ha proporcionado buena reputación
porque algunas de las medidas simplemente representaban límites al desgaste
desconsiderado de los obreros. A base de esta buena reputación se les han
ocurrido muchas ideas más a ciertos defensores del capitalismo ascendidos de
socialistas a estadistas socialmente activos.
Su compasión de la clase obrera que ni siquiera es capaz de
reproducirse se ha convertido en práctica sin hacer daño al capital. El Estado
moderno les procura a todos los casos bien previsibles de que obreros estén
condenados individual o colectivamente a la inutilidad, una solidaridad
obligada por la ley. Enfermedad, invalidez, vejez, ejército de reserva –todos
los tipos de depauperación, pues, a la que están sometidos las manos de obra
del capital– gozan de la protección de la seguridad social. Las cotizaciones se
pagan del salario de la clase obrera o de tributos requeridos de la sociedad, y
los “servicios” están sujetos a los cálculos que hace el Estado con su dinero y
sus deudas. No es que sea injusto. La máxima autoridad competente trata a los
lesionados obreros de manera análoga al capital, que sabe divorciar
fundamentalmente el pago de la fuerza de trabajo y las necesidades de los
trabajadores mediante la forma del salario. Bajo la tutela estatal, los obreros
se mantienen por su capacidad de aumentar el dinero; si cuestan dinero, la cosa
pierde su sentido. Y los críticos de “la reducción de los servicios sociales”
se ven confrontados con que se insiste en otra ley económica más: “No se puede
gastar dinero que no está.”
A quienes les hace ilusión que el Estado clasista se
“superó” al ser sustituido por el Estado de bienestar, se les convence un
argumento: Que sin el bienestar estatal algún que otro miembro de la comunidad
obrera no podría ni subsistir. Lo que se les ocurre con respecto a los que con
el bienestar social se clasifican de inútiles suele ser más bien una
preocupación por la miseria del Estado que una por la miseria de “la gente”.
8. Otro fruto del Estado social consiste en permitir
sindicatos. MARX también reflexionó sobre este intento organizado de
proporcionarles su derecho a los asalariados. Tampoco en este caso compartía la
lógica de “sin ellos sería peor aún”. Ni siquiera en su comentario más citado
sobre la “cuestión de los sindicatos”:
“Los sindicatos sirven
bien como centros para reunir la resistencia contra las usurpaciones del
capital. Desaciertan su objetivo en parte en cuanto usen su fuerza de manera
inoportuna. Fracasan completamente en cuanto se limiten a una guerra de
guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al
mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como
palanca para la emancipación definitiva de la clase obrera; es decir, para la
abolición definitiva del sistema del trabajo asalariado.” (Marx: Salario,
precio y ganancia; traducción del alemán)
Seguro que en cuanto a los sindicatos modernos, MARX
descartaría lo de servir bien... etc. Sólo queda un uso bastante inoportuno de
la fuerza sindical. Consiste en que los sindicatos siempre propagan la ilusión
de que las negociaciones para acordar un precio del trabajo son una cosa
totalmente diferente: la corrección periódica de los pecados que el capital, el
mercado y el Estado (en palabras modernas: la productividad del trabajo y la
inflación) cometieron en cuanto al valor de la fuerza de trabajo. Esto no sólo
atestigua que no hay nada que los sindicatos modernos estimen más altamente que
“un salario justo”; esta organización de los obreros en el capitalismo además
pretende que en las negociaciones colectivas se negocia sobre la distribución
de la riqueza. ¡Como si bajo el régimen de la propiedad privada, que usa,
desgasta y echa a la calle el trabajo asalariado, se pudiera averiguar qué
cuotas de la cuenta o cazuela –que ni existe siquiera– corresponden a qué clase
social!
En este asunto, el sindicato deduce el derecho a un salario
justo única y exclusivamente del balance del éxito del capital. La
productividad del trabajo que alega como buena razón para un acuerdo más
favorable no es más que la cuota de ganancia del capital. Así queda sellada la
base de un salario que sólo se sabe justificado por el superávit del otro bando
en las negociaciones colectivas. Y que por lo tanto también queda aceptada la
“impotencia” de crear puestos de trabajo y abastecimiento para asalariados
siempre que no sea rentable.
Estando así las cosas tampoco extrañará que los sindicatos
modernos con su motivo de arreglar la distribución estén capaces de organizar
también cosas más importantes. En serio se preocupan por la capacidad de los
capitalistas a procurarles un sustento a sus obreros. Y colaboran en gestionar
debidamente los negocios –la cogestión y la crítica son lo mismo–, y todo esto
en nombre del trabajo asalariado cuya misión de fomentar el “crecimiento” está
fuera de dudas. En cuanto a los feos casos de la pobreza difícilmente
representable por los sindicatos –el pauperismo pormedio– estas organizaciones
tienen en el Estado de bienestar su aliado congenial. Sólo les queda advertirle
que demasiados parados forman un peligro para la seguridad de la administración
pública.
A través de este programa, los sindicatos sí que se han
convertido en “centros” – para nacionalistas. A éstos les da igual el salario,
y están dispuestos a sacrificar a la nación también un poco más que sólo el
elemento histórico moral del salario.
Lo único fastidioso en este marxismo ortodoxo está en que,
aunque cuenta entre las opiniones que no se consideran dignas de tomarlas en
serio, no es que esté ajeno a la realidad de la organización de la pobreza útil
de los trabajadores asalariados en una nación moderna.
Nota del Editor:
La fuente original de este trabajo —que hemos considerado de gran interés—, no indica su autoría, ni el traductor del
alemán al español, y la reproducimos tal cual aparece publicado. En caso de dudas, pueden
contactar directamente con la Editorial GegenStandpunkt, Kirchenstr. 88, D-81675
Múnich, Alemania o bien a través del correo electrónico gegenstandpunkt@t-online.de