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György Lukács ✆ Allan Macdonald
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Manuel
Sacristán | Alrededor del
comienzo de la primera guerra mundial, cuando entre los intelectuales europeos
«ortodoxia marxista» sonaba a vulgaridad y estupidez, uno de los escritores
más brillantes y sutiles de Centroeuropa, Gyórgy —o Georg, según la portada de
sus muchas obras alemanas— Lukács, abandonó el trabajado estilo conceptista
que ya le había dado fama entre sus colegas y, mientras buscaba un lenguaje de
simple decir cosas y exhortar a practicarlas, escribió un ensayo titulado ¿Qué
es marxismo ortodoxo? en el que construía una tajante manifestación de
ortodoxia marxista. «Esa ortodoxia» —escribe nada más empezar el ensayo— «es
la convicción científica de que en el marxismo dialéctico se ha descubierto el
método de investigación correcto, que ese método no puede continuarse,
ampliarse ni profundizarse más que en el sentido de sus fundadores. Y que, en
cambio, todos los intentos de 'superarlo' o de corregirlo han conducido y
conducen necesariamente a su deformación superficial, a la trivialidad, al
eclecticismo» (HCC 2)1. Han pasado casi cincuenta años desde que Lukács,
muerto hace poco, publicó esa declaración de ortodoxia marxista. Durante ese
medio siglo Lukács ha estado siempre presente en la autoconsciencia del marxismo.
La noción de ortodoxia marxista, que es el centro de toda reflexión del
marxista sobre sí mismo, puntúa la obra de Lukács en este medio siglo. Es un
tema adecuado para hacer memoria del viejo filósofo desaparecido, uno de los
últimos intelectuales comunistas de los que intervinieron activamente en
1917-1919.
La ortodoxia marxista del joven Lukács
de 1923 es tan enérgica como poco amiga de dogmas. El siguiente célebre
párrafo, de cita obligada en toda conmemoración, la expresa con énfasis: «[...]
suponiendo —aunque no admitiendo— que la investigación reciente hubiera probado
indiscutiblemente la falsedad material de todas las proposiciones sueltas de
Marx, todo marxista 'ortodoxo' serio podría reconocer sin reservas todos esos
nuevos resultados y rechazar sin excepción todas las tesis sueltas de Marx sin
tener en cambio que abandonar ni por un minuto su ortodoxia marxista [...]. En
cuestiones de marxismo la ortodoxia se refiere exclusivamente al método»
(HCC 1-2). El método marxista es para Lukács la dialéctica, la comprensión del
mundo como cambio, como campo de la revolución. En cambio, el marxismo de
dogmas es para él el marxismo de Kauts-ky, de Bernstein, de Hilferding, de
Bauer, de los Adler, despreciado por Lukács hasta la injusticia porque ve que
sus acumulaciones de saber marxista —acaso verdadero— sobre la historia y la
economía no desembocan en ningún impulso revolucionario. Hasta en su vejez ha
estado Lukács satisfecho de esa caracterización del marxismo que pone a éste,
por de pronto, en otro plano que el de los conocimientos científicos ordinarios
(puesto que éstos pueden cambiar sin alterar la ortodoxia marxista). En el
prólogo autocrítico puesto en 1967 a todos los textos que componen su célebre
obra juvenil Historia y consciencia de clase (uno de los principales clásicos
de la filosofía y del pensamiento político del siglo) ha escrito al respecto:
«Ya las observaciones introductorias [al ensayo ¿Qué es marxismo ortodoxo?]
ofrecen una determinación de la ortodoxia en el marxismo que, según mis presentes
convicciones, no sólo es objetivamente verdadera, sino que también hoy, en la
víspera de un renacimiento del marxismo, podría tener una influencia
considerable».
Efectivamente, lo que está ocurriendo
en el marxismo desde el doble y discorde aldabonazo de 1968 tiene, por debajo
de las apariencias, mucho más que ver con el marxismo del método y de la
subjetividad de Lukács que con el marxismo del teorema y de la objetividad de
Althusser, por ejemplo, o de los dellavolpianos, sin que, desde luego, se haya
de incurrir hoy en el desprecio del conocimiento empírico objetivo que
caracteriza el idealismo de la «ortodoxia» marxista del Lukács de 1923.
Lukács insertaba su tesis sobre la
ortodoxia marxista, la tesis del marxismo como dialéctica, en la filosofía
idealista de tradición hegeliana en que se constituyó su propia autonomía
filosófica respecto de sus primeros maestros, los filósofos neokantianos de las
ciencias de la cultura. Lukács busca en Marx la corroboración de la lectura de
Hegel como pensador revolucionario, y no le es difícil encontrar en el joven
Marx —entonces sólo conocido en parte, pero asombrosamente reconstruido por la
profunda penetración de Lukács— la confirmación de su tendencia idealista
revolucionaria. Marx, recuerda Lukács, «ha enunciado claramente las
condiciones de la mentada relación [la unidad] entre la teoría y la práctica.
"No basta con que la idea reclame la realidad; también la realidad tiene
que tender al pensamiento"». Y Lukács sigue citando a Marx: «Entonces
se verá que el mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa, de la
que basta con tener consciencia para poseerla realmente» (HCC 2-3).
De esas nociones de Marx en que resuena
el lenguaje de Hegel —e interpretándolas en un sentido bastante idealista— va a
partir Lukács para recuperar su Marx revolucionario frente al Marx empírico y
mero teoriza-dor de los autores de la II Internacional. Se puede decir que
fueron tres los caminos de recuperación del Marx revolucionario en la crisis de
la socialdemocracia: el equilibrado camino abierto por Lenin, que consiste en
subrayar el factor subjetivo de la concepción marxista, pero sin dejarlo
desbordarse en un idealismo; el camino caracterizado por este desbordamiento
idealista, la contraposición de un Marx idealista al marxismo limitadamente
materialista y cientificista de la socialdemocracia, ignorante de la
dialéctica: éste es el camino del joven Lukács, del joven Gramsci, del joven
To-gliatti, de tantos jóvenes intelectuales comunistas de los años 20; por último,
el camino, muy minoritariamente seguido, de los comunistas positivistas,
Bogdánov-Panne-koek, Korsch, etc., los cuales recusan la dogmática
so-cialdemocrática añadiendo la teoría machiana del conocimiento a la voluntad
revolucionaria marxista. Es notable que igual los positivistas que los
idealistas dieran en el extremismo. Lenin, movido a la vez por eso y por el
idealismo manifiesto de la obra maestra juvenil de Lukács, la criticó duramente
en su ataque al izquierdis-mo. Y Zinoviev, ya entonces obsesionado por el deseo
de ser reconocido como «el» discípulo de Lenin, aun recargó la medida de esa
crítica.
La raíz más profunda de la «ortodoxia»
marxista idealista del joven Lukács de 1923 es una trasposición revolucionaria
de la tesis hegeliana de la identidad entre sujeto y objeto. Para Hegel el
proceso del conocimiento se aquieta en una identificación del sujeto con el
objeto del conocimiento, que recupera escatológica-mente en lo «último» de la
historia la unidad del origen. Para Lukács, el comunismo es función de la
aparición del proletariado, el cual, al transformarse, al adquirir
consciencia revolucionaria, transforma la sociedad, cumple, pues, una peculiar
unidad de sujeto y objeto en que se aquieta el proceso de la lucha de clases y
se recupera escatológicamente la unidad de origen: «Sólo si [...] esa clase
[el proletariado] es al mismo tiempo, para ese conocimiento [dialéctico,
revolucionario], sujeto y objeto del conocer, y la teoría interviene de este
modo inmediata y adecuadamente en el proceso de subversión de la sociedad; sólo
entonces es posible la unidad de la teoría y la práctica, el presupuesto de la
función revolucionaria de la teoría» (HCC 3).
En realidad, el conjunto del
pensamiento del joven Lukács es menos idealista de lo que indica ese texto,
elegido con intención ilustradora, en el que la unidad de la teoría y la
práctica resulta exigir la identidad del sujeto con el objeto del conocimiento
y de la actitud revolucionarios. Lukács no recoge simplemente la doctrina
hegeliana, sino que la adapta, intentando invertirla en un sentido si no
materialista sí al menos realista. Poco antes de las líneas citadas había
escrito, empezando la serie de los condicionales: «Sólo si el paso a
consciencia significa el paso decisivo que el proceso histórico tiene que dar
hacia su propio objetivo, compuesto de voluntades humanas, pero no dependiente
de humano arbitrio, no invención del espíritu humano; sólo si la función
histórica de la teoría consiste en posibilitar prácticamente ese paso; sólo si
está dada una situación histórica en la cual el correcto conocimiento de la
sociedad resulta ser para una clase condición inmediata de su autoafirmación
en la lucha; sólo si [...]». Aquí el único elemento indudablemente
idealista es esa condición de que el paso a consciencia sea el paso decisivo.
El resto es trasposición de la doctrina de Hegel a la historia real. Pero
siempre queda el hecho de que para Lukács la unidad dialéctica de la teoría y
la práctica exige esa identidad del sujeto (el proletariado) consigo mismo
como objeto. En el fondo de esa tesis inte-lectualista está paradójicamente la
acepción de que el conocimiento se consuma en la práctica. Lukács piensa que
eso sólo ocurre con un conocimiento privilegiado —el revolucionario— y con un
sujeto que se pueda identificar con su propio objeto. Y eso sólo puede pasarle
a un sujeto que al autoconocerse se constituya a la vez como sujeto y como
objeto, en un mismo acto. La implicación idealista es que con eso quedaría
consumada la revolución. Y en este punto el materialista marxista tiene que
negarse, naturalmente, a seguir al joven Lukács. Como también tiene que negarse
a seguirle en la implicación epistemológica de la doctrina, a saber, la
exclusión de la naturaleza, conocimiento dialéctico, como si el conocimiento de
la naturaleza no se consumara, también él, en la práctica. El buen sentido de
Lukács le impide decir, como Hegel, que el sujeto se identifique con la
naturaleza. Pero eso le impone la necesidad, epistemológicamente propia de un
idealismo subjetivo, de excluir a la naturaleza del verdadero conocimiento,
del conocimiento dialéctico, entendido como identificación de sujeto y objeto
(HCC 5).
La motivación revolucionaria del
idealismo de la «ortodoxia» marxista del joven Lukács es manifiesta. Su
segunda formación filosófica, basada en Hegel, puede haber pesado lo suyo. Pero
el mismo rodeo hegeliano fue en parte un expediente de época para rehacerse un
marxismo revolucionario. Togliatti, contemporáneo de Lukács, contestó una vez
a la crítica de idealismo hecha al comunismo suyo, de Gramsci, Terracini, etc.
en los años 20 diciendo que él, Gramsci y los demás, habían llegado al marxismo
igual que Marx: a través de un idealismo objetivo más o menos hegeliano, mucho
en el caso de Lukács y en el de Togliatti, que tradujo a Hegel; poco en el
caso de Gramsci. Frente al Marx «científico puro» de la socialdemocracia Lukács
busca a través de Hegel el Marx «gran dialéctico» de la revolución: «Nada de
Marx como 'destacado científico', como economista y sociólogo. Ya entonces»
—escribe Lukács en 1955, en Mi camino hacia Marx, refiriéndose a los años 20—
«barrunté al pensador abarcante, al gran dialéctico».
Para el joven Lukács, «el método de
Marx es la dialéctica revolucionaria» (Táctica y ética, 1919, en IP 20)2. Y como la «ortodoxia» marxista es
según él respeto del método, resulta que toda la ortodoxia marxista es simplemente
dialéctica revolucionaria. En Historia y cons-ciencia de clase, cuatro años más
tarde, el tema principal es el mismo: «La dialéctica materialista es una
dialéctica revolucionaria» (HCC 2). Los textos más significativos de
Lukács a este respecto indican que, contra lo que suele creerse, acaso estuvo
antes, como queda insinuado, la voluntad revolucionaria que la inmersión en
Hegel. Este texto, por ejemplo: «La claridad acerca de esta función
[revolucionaria] de la teoría es al mismo tiempo el camino que lleva al
conocimiento de su naturaleza teorética, el método de la dialéctica» (HCC
3). Aquí es la consciencia revolucionaria la propedéutica de la dialéctica, y
no al revés.
La identificación del proletariado como
sujeto de la revolución y la definición de la ortodoxia marxista como
dialéctica revolucionaria tienen una consecuencia que el joven Lukács no vaciló
en explicitar radicalmente: «Todo proletario es, por su pertenencia a la
clase, marxista ortodoxo» (IP 38). «La esencia metódica del materialismo
histórico no puede separarse de la actividad
"práctico-crítica" del proletariado: ambas son momentos del mismo proceso
de desarrollo de la sociedad. Y por eso tampoco el conocimiento de la realidad
facilitado por el método dialéctico puede separarse del punto de vista de clase
del proletariado. El planteamiento "austro-marxista" de la separación
metódica entre la "pura" ciencia del marxismo y el socialismo es un
pseudopro-blema, como todas las cuestiones análogas. Pues el método marxista,
la dialéctica materialista como conocimiento de la realidad, no se consigue
más que desde el punto de vista de clase, desde el punto de vista de la lucha
del proletariado» (HCC 24).
Aunque se ha indicado alguna vez —los
dellavolpia-nos lo hacen a veces con intención crítica—, quizás no se ha
subrayado suficientemente el mérito propiamente científico de esa insistencia
del joven Lukács en diferenciar el marxismo de la ciencia común, en versión moderna
burguesa o antigua. Lukács ha valorado más que el mismo Lenin —al menos, por
escrito— la «fuente y parte integrante del marxismo» que menos se suele
subrayar: el movimiento obrero. «No es ninguna coincidencia casual»
—escribió aún Lukács en 1954, en su ensayo Sobre el desarrollo filosófico del
joven Marx— el que la clarificación y consolidación de la concepción
socialista del mundo del joven Marx coincida en el tiempo con la primera
aparición revolucionaria del proletariado alemán, con la insurrección de los
tejedores de Silesia de 1844» (IP 508).
De todos los marxistas de la
subjetividad o «de la práctica» (incluido Lenin), el joven Lukács es el más
preparado filosóficamente —por su buen conocimiento de la matriz filosófica
del marxismo— para explicitar el carácter esencialmente práctico y de clase
del pensamiento de Marx.
La concepción del proletariado del
joven Lukács habría podido chocar con la de Lenin, más marxiana y más
kautskiana. Una noción tan arbitrariamente idealista como la de «consciencia
atribuida» o «imputada», centro de Historia y consciencia de clase, tiene que
haber irritado a Lenin, no sólo a Zinoviev. El joven Lu-kács entiende por ella
que lo decisivo para estimar la consciencia de clase de un proletariado es la
que se le debería atribuir en razón de la situación histórica, y no la consciencia
empíricamente observada entre los obreros. Pero el hecho es, que, acaso
inconsecuentemente con su visión metafísica de la historia, el joven Lukács
coincide cautamente con Lenin en considerar decisiva la función educadora del
partido. En el ensayo de 1920 La misión moral del partido comunista escribía
ya, como Lenin mismo, al que entonces conocía insuficientemente: «Tras haber
sido el educador del proletariado para la revolución, el partido comunista
tiene que convertirse en educador de la humanidad para la libertad y la autodisciplina.
Pero no conseguirá cumplir esa misión más que si ejerce su obra educativa desde
el principio sobre sus miembros».
El idealismo del joven Lukács tiene,
pues, la justificación de un intento, aunque hipertrofiado, de practicar la
operación leninista: revalorizar el elemento subjetivo del marxismo frente al
objetivismo y al cientificismo de la socialdemocracia. En el epílogo de 1957 a
Mi camino hacia Marx Lukács ha aludido a esa motivación de su idealismo juvenil,
comparándola con la de Lenin: «A comienzos del período del
imperialismo, Lenin ha desarrollado la importancia del factor subjetivo más
allá de las doctrinas de los clásicos» (IP 652). Queda el hecho de que,
cualquiera que fuera la motivación, el resultado era efectivamente un
idealismo, tan poco consistente como cualquier otro para guiar la práctica
revolucionaria. Como ha dicho autocríticamente Lukács en 1967, su pensamiento
juvenil negaba en la práctica la naturaleza (HCC XVIII), desconocía que el trabajo
es una categoría imprescindible en el análisis de la realidad social (HCC
XVIII) y disipaba la realidad política con implicaciones tan peligrosas como la
reducción, en Táctica y ética, de «la fuerza del estado burgués» a «la creencia
del proletariado en esa fuerza» (IP 36). Pero lo más grave es que llegaba
inevitablemente —aunque en el caso de Lukács ese resultado natural del
idealismo sea, dadas sus motivaciones, paradójico— a la anulación real de la
práctica en la hipertrofia idealista e intelec-tualista de la teoría. En
Historia y consciencia de clase el joven Lukács reprochaba al Engels del
Anti-Dühring el no atenerse estrictamente a Hegel para definir lo me-tafísico,
o sea, el no definir precisamente como metafí-sico el pensamiento contemplativo
que deja inmutado su objeto. La consideración metafísica, prosigue, «es siempre
y sólo contemplativa, no se hace práctica, mientras que para el método
dialéctico el problema central es la transformación de la realidad. Si no se
tiene en cuenta esa función central de la teoría, se hace del todo problemática
la excelencia» de la dialéctica (HCC 4). Desde luego que Lukács no estaría
pensando explícitamente en una dialéctica como la hegeliana, que transforma
el objeto porque éste es en sustancia mental. Pero la contaminación idealista
es evidente ya por el mero hecho de que en el contexto de la idea de
«transformación» de la realidad falta la idea de práctica material.
La consiguiente disipación de la
práctica misma era demasiado contradictoria con la motivación revolucionaria
del propio Lukács. Por eso las críticas de Lenin y Zinoviev debieron de caer en
terreno ya agrietado, bien dispuesto, pues, para que arraigara la semilla.
Hacia 1924 empieza el «tercer período»,
según lo ha llamado Lukács, de su marxismo. El primero fue el de la mera
curiosidad de estudiante, como en el caso de Gramsci, y vio a Marx como
«científico destacado», a la vez respetado y atacado por los maestros académicos;
el segundo la lectura hegeliana de Marx, a la que se ha hecho referencia hasta
ahora; el tercero es el de la lectura leninista de Marx, que se anuncia en el
hermoso ensayo de Lukács sobre Lenin. El mecanismo des-encadenador de este
«tercer período» de la ortodoxia marxista de Lukács no se reduce, sin embargo,
a la lectura de Lenin. Otra vez opera, con la misma fecundidad de siempre, la
primera «fuente y parte integrante del marxismo»: «Sólo la fusión con el
movimiento obrero revolucionario, fruto de una práctica de años» —ha escrito
Lukács en 1955 (Mi camino hacia Marx, IP 328)— «y la posibilidad de estudiar
las obras de Lenin [...] abrieron el tercer período de mi ocupación con Marx».
Este tercer período es el del
clasicismo de Lukács. Su fundamento es una contradicción muy interesante que
tal vez podría servir para caracterizar toda una época del movimiento
comunista. Hay, por de pronto, en el Lukács de maduración de la segunda mitad
de los años veinte, la decepción por el incumplimiento de las previsiones de
revolución mundial. Al efecto de esa decepción hay que sumar la crítica por
Lenin del izquier-dismo que Lukács había profesado en el período anterior y el
fracaso completo de «Blum» —nombre conspi-rativo de Lukács en la
clandestinidad— en su intento de influir en la política de su partido. (Esta
última decepción fue tan grande que, según él mismo ha contado más o menos
ingenuamente —más bien menos que más, creo yo— le convenció de que era un
incapaz como político y le hizo abandonar para siempre toda lucha por la
definición de la política de su partido.) Pero, por otro lado, la consolidación
del poder stalinista —Lukács creyó siempre en la razón histórica de Stalin,
pese a su enérgico antistalinismo en materia de organización del poder
socialista— le devolvió un optimismo histórico seguro, aunque cauteloso (pues contaba
con plazos bastante largos) y le inspiró como tarea de su vida el «lanzar un
puente» entre el pasado cultural y el futuro comunista. Esta tarea «pontifical»
caracteriza la «ortodoxia marxista» del Lukács de 1930-1970, el Lukács de los
grandes estudios literarios, del Joven He-gel de la Estética y de la Ontología
del ser social. Todas esas grandes producciones del Lukács clásico quieren
ser puentes, son intentos de abrir camino sistemáticamente —o sea, desde casi
todas las vertientes de la consciencia— hacia el futuro. El lenguaje de Lukács
se hace entonces académico, a menudo pesadamente académico, en consonancia con
la tarea «pontifical». El Lukács clásico es un polihístor, un escritor casi
enciclopédico, pero principalmente historiador, que intenta dar toda una visión
de la realidad, integrada en la historia, para facilitar comprensión del
presente por el pasado y por el futuro. Su modelo es a veces el viejo Goethe
imperturbable y algo sardónico, y siempre el Marx maduro de los años 1860: «se
ha de considerar la afirmación de Marx —tan sólo existe una ciencia única
coherente de la historia, que abarca desde la astronomía hasta la llamada
sociología— como hecho fundamental del ser» (C 27)3.
La crisis del stalinismo fue también
una crisis de Lukács. Según ha contado varias veces, Lukács se había
acostumbrado a llevar sordamente adelante un forcejeo tenaz contra la política
cultural staliniana y zda-noviana; pero el nervio, la energía para esa pugna le
venía precisamente de la profunda convicción del acierto de las decisiones
básicas que constituyen el stalinismo: estatalización en un solo país,
política de alianzas, rigor administrativo, conformismo científico-cultural
en atención paternalista al atraso de las masas gobernadas tradicionalmente.
Las tomas de posición de Lukács contra Trotski (con respeto) y contra Bujárin
(con injusto desprecio incluso en lo personal) son elocuentes. Esa convicción
empieza a resquebrajarse (pero sin hundirse nunca) en 1948, año en el cual, con
la cristalización de la guerra fría, Lukács ve amenazada de hundimiento su
esperanza en un desarrollo progresivo de la alianza antifascista de la guerra y
piensa que el movimiento comunista repite los errores de 1920, esto es, su
propio error (de Lukács) de extremismo. (Esta es la hora de Rákosi y Geroe en
Hungría.) En el marco de las dificultades de los países de base no-capitalista
de la Europa del este, la crisis del stalinismo de Lukács culmina en la
catástrofe húngara de 1956. Lukács es entonces, a título provisional, ministro
del primer gobierno Nagy y vive, como es sabido, la tragedia sangrienta de
aquel grupo: él fue uno de sus pocos supervivientes de nombre famoso. La
crisis madura en Lukács, y éste, con su coherencia habitual, la trabaja en
profundidad.
En realidad, Lukács había visto muy
pronto el riesgo de lo que luego sería la vía stalinista, predibujado ya en
tiempos de Lenin. En 1919 había escrito en La función de la moral en la
producción comunista: «El proletariado se aplica la dictadura a sí mismo.
Esta medida es necesaria en interés de la supervivencia del proletariado cuando
faltan el recto conocimiento y la voluntaria orientación por los intereses de
clase. Pero no hay que esconderse que este camino oculta muchos peligros para
el futuro» (IP 79, subrayado M. S.).
Esas palabras se verificaban
trágicamente en 1956, y desde entonces se agudizaba la sensibilidad autocrítica
de Lukács. En Lukács, como en cualquier comunista inteligente, crítica del
stalinismo es autocrítica, porque no es sensato creerse insolidario de treinta
años del propio pasado político, aunque uno tenga sólo veinte. Señaladamente,
Lukács ha indicado la raíz de la «deformación teórica» staliniana en la mala
relación de la teoría con la práctica: «[...] el gran salto que se produjo
desde Lenin hasta Stalin consistió justamente en que en la filosofía stalinista
—si se me permite la expresión— correspondió el papel principal a la resolución
táctica de la política práctica de cada caso, de suerte que la teoría moral
quedó degradada a la condición de guarnición, de superestructura, de embellecimiento,
no teniendo ya ninguna influencia sobre la resolución táctica» (C 206).
La decisión de tomarse en serio la
autocrítica del stalinismo le valió pronto el ataque de la filosofía académica.
El n.° 10 de Voprosy filosofa de 1958 publicaba un editorial
del que procede este párrafo: «Como muestra la creciente crítica a los
trabajos de Lukács, éste ha adoptado desde hace mucho tiempo una posición
oportunista, pequeño-burguesa. Ha disimulado la contraposición existente entre
la ideología burguesa y la socialista, y ha disminuido el papel que
corresponde a la clase obrera y a su concepción del mundo en la lucha por la
democracia y el socialismo; ha intentado ocultar la contradicción principal del
presente —Ja contradicción entre el socialismo y el capitalismo, entre la
clase obrera y la burguesía— pronunciando abstractos discursos sobre una contradicción
entre la democracia y la antidemocracia "en general"» (IP 775).
Como se podrá ver por textos que se
aducirán, el conjunto del ataque es una insidia. Pero tiene más pretexto que
otras calumnias de los expertos académicos de Voprosy filosofa.
Parece, en efecto, como si, desde la estabilización relativa del capitalismo en
Europa en los años 20, la crítica de Lenin a su izquierdismo juvenil y la
experiencia del triunfo del nazismo mientras la III Internacional convocaba,
entre los congresos V y VII, a la lucha contra la socialdemocracia, Lukács
estuviera traumatizado por el temor a errores catastróficos. Hay que decir que
la burocratización de los poderes de origen socialista no podía animarle mucho
a superar posiciones defensivas aliancistas del tipo frente democrático»,
etc. Por este camino construye Lukács después de la segunda Guerra Mundial su
básica línea de democratismo coexistencialista, que tiene su expresión típica
en el discurso La concepción aristocrática del mundo y la democrática,
muy anterior a Jruschov, pues es de 1947. Se trata para Lukács de evitar lo que
llama «la repetición histórico-universal del error básico de los años veinte»,
el aislamiento del movimiento obrero revolucionario (la frase entrecomillada
es de 1957, IP 652). Junto con la crisis del stalinismo, los forcejeos sin solución
del movimiento comunista en los países de capitalismo avanzado redondean para
Lukács un cuadro que le sume en profundo pesimismo político. Los plazos largos
aceptados con el modelo stalinista se le convierten ahora en plazos
larguísimos. Esta posición se expresa claramente en las Conversaciones
de 1966:
Lukács analiza el capitalismo actual,
la llamada «sociedad de consumo» del capitalismo monopolista e imperialista,
como resultado de la generalización del modo de producción capitalista a toda
la producción de bienes de consumo y a los servicios. El análisis es muy ortodoxo
en su planteamiento: parte de la creciente importancia de la plusvalía
relativa determinada por la ulterior ampliación relativa de la cuota del
capital constante en la composición orgánica del capital: «[...] esta
transformación del capitalismo consistente en el papel predominante jugado por
la plusvalía relativa crea una situación nueva, en la que el movimiento obrero,
el movimiento revolucionario, está condenado a recomenzar; situación»
—añade tras ese negro diagnóstico y a la vista de ciertos sectarismos
neo-izquierdistas— «en la que presenciamos un renacimiento, en formas muy deformadas
y cómicas, de ideologías que aparentemente están superadas hace mucho tiempo,
como, por ejemplo, el antimaquinismo de finales del siglo XVIII» (C 82). «Tenemos
que tener consciencia clara de que se trata de un nuevo comienzo o —si se me
permite la analogía— de que no nos encontramos ahora en los años veinte del
siglo xx, sino en cierto modo en los comienzos del siglo XIX, tras la
revolución francesa, cuando comenzaba a formarse lentamente el movimiento
obrero» (C 82). «[...] Yo no compararía la [situación] histórica
[actual] con la de Marx y Engels, pues no debe olvidar usted que cuando
aparecieron en escena Marx y Engels ya se daban grandes huelgas en Francia y
estaba el movimiento cartista en Inglaterra» (C 155). Y más dramáticamente
todavía: «Creo que esta noción [de nuevo comienzo] es muy importante para
los teóricos, pues la desesperación cunde muy velozmente cuando la enunciación
de determinadas verdades halla sólo un eco mínimo» (C 82).
El último de
esos textos revela el punto débil —junto a su dosis de verdad— de esa posición:
pues dejando aparte el olvido de cosas tan importantes como la revolución
china, no es verdad que el socialismo despierte hoy poco eco en los países
capitalistas. Donde despierta poco es en los países burocráticos de la Europa
orien-al. En el oscuro y excesivo pesimismo del último Lukács actúa mucho más
el desprestigio del socialismo por culpa de su deformación burocrática
derechista en el poder que la realidad del capitalismo monopolista de la segunda
mitad del siglo XX. Ese pesimismo le confirma en su línea «democraticista»: «Me
parece ilusorio esperar que surja hoy día en cualquier lugar de Occidente un
partido socialista radical. De lo que se trata es de crear un movimiento que
mantenga constantemente en el orden del día esas cuestiones, que movilice capas
cada vez más amplias para la lucha contra la manipulación» (C 120). Y le
hace pensar en ritmos históricos muy lentos: «Mi opinión es que tenemos que
abandonar radicalmente toda ilusión respecto a la posibilidad de lograr en
breve plazo [la] ruptura» (C. 122).
Hay que criticar al veterano Lukács de
la década de 1960 por la insuficiente fundamentación de ese pesimismo, fruto
de la generalización indebida de dos experiencias: el empobrecimiento
del socialismo en el este de Europa y la circunstancial ofensiva ideológica y
propagandística del capitalismo kennediano, que en los países capitalistas
provocó bajas, a menudo valiosas y honradas subjetivamente, en las
organizaciones obreras. Pero no se le puede reprochar ni haber dado en lo que
él mismo llamó críticamente «las excitadas y megalomaníacas lamentaciones de
una pseudorrebelión de intelectuales» (IP 511) ni tampoco, como hizoVoprosy
filosofa, que perdiera de vista la perspectiva del comunismo. Por lo
pronto, el democratismo de Lukács no busca una democracia cualquiera, sino «una
democratización general en sentido comunista», como dice en la carta a Alberto
Carocci (IP 677). En el mismo discurso de 1947 que sirve de pretexto a la
calumnia de Voprosy filosofa había escrito Lukács, precisando su programa de democracia:
«Sé que todavía hoy muchos creen en el valor de una restauración de la
vieja democracia formal. [...] ésta reproduciría inevitablemente la vieja
crisis y, con ella, la fuerza de atracción de masas de la ideología
reaccionaria» (IP 429).
La última perspectiva de Lukács es la
perspectiva comunista del hombre nuevo, el tema antropológico que es su legado
último a sus discípulos y que éstos, como Agnes Heller, están desarrollando.
Pese al infundado pesimismo de los larguísimos plazos, Lukács ha propuesto en
su vejez la perspectiva de una orientación propiamente comunista del trabajo
de un nuevo —mejor sería decir renovado— movimiento obrero revolucionario: «La
perspectiva de un nuevo tipo humano puede desencadenar un entusiasmo a escala
internacional. La mera perspectiva de la elevación del nivel de vida —cuya
significación práctica dentro de los países socialistas estoy muy lejos de
menospreciar— es seguro que no lo logrará. Nadie se convierte al socialismo
por obra de la perspectiva de poseer un automóvil, sobre todo si ya lo posee
dentro del sistema capitalista» (C 208).
Se pueden cerrar estas líneas de
homenaje conme morativo con un texto de las Conversaciones
de 1966 que el movimiento obrero debería situar por encima de cualquier
consideración táctica; es un texto de auténtica ortodoxia marxista: «el
establecer la reforma del hombre como objetivo central significaría una nueva
fase del marxismo [...]. Este aspecto del marxismo ha de pasar ahora a primer
término, mas no de una manera propagandística huera, sino sobre la base del
análisis del capitalismo actual, con lo cual puede llegar a encontrarse una
base para la lucha contra la actual alienación» (C 78).
Notas
1. HCC: Georg Lukács, Historia y
Consciencia de clase, trad. castellana, Grijalbo, México, 1969.
2. IP: Georg
Lukács, Schriften tur Ideologie und Politik, Neuwied, Luchterhand, 1967,
3. C: Holz, Kofler, Abendroth,
Conversaciones con Lukács, trad. castellana, Alianza Editorial, Madrid, 1969.