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Karl Marx ✆ Moore |
Arsinoé Orihuela | No suelo extender palabras de agradecimiento.
Me parece un protocolo obtuso e innecesario. Pero acaso esta ocasión sí lo
amerite. Y con absoluto sentido de gratitud agradézcole a Camilo González,
politólogo cortazariano, la respuesta al artículo “Estado y represión” que Rebelión tuvo el gesto de publicarnos, y
su puntual tratamiento de un tema tan crucial en el marco de la discusión
política contemporánea, máxime en el contexto de la crisis ideológica que
atraviesan los poderes constituidos. Sírvase el presente a modo de contra
respuesta a Una
reflexión más sobre el Estado de C. González. También con dedicación
afectuosa a los no tan ilustres Almond y Verba, cándidos politólogos con
circenses aspiraciones teórico-weberianas. ¡A su salud!
Un par de glosas marginales antes de
introducirnos en los grisáceos terrenos de la teoría. Primero, se alcanza a
advertir una cierta preocupación en nuestro interlocutor, que curiosamente no
pocos politólogos comparten, en relación con la
pertinencia de la ciencia
política como horizonte epistemológico: cabe indicar, con fines alentadores e
ilustrativos, que el Estado no es el único objeto de estudio de la ciencia
política. Norbert Lechner, el autor referencial de “Una reflexión más…”, está
más ocupado con la revalidación del Estado como figura histórica imperecedera,
precisamente porque a los politólogos se les ha cultivado la falsaria idea de
que el Estado
constituye su objeto único e irremplazable de estudio. Para
empezar, los estudios politológicos ni siquiera han conseguido el tan cacareado
objetivo toral: a saber, aprender o aprehender la naturaleza o condición del
Estado. Pero ellos (nosotros –lo confieso no sin amargura–) no tienen la
responsabilidad de que la política reclamara para sí una cuota de autonomía
frente a las otras disciplinas que conforman el campo de las ciencias sociales.
Es el resultado de un largo proceso de especialización, y de una jugarreta
política cuyo propósito era separar Estado y Mercado e independizar ciencia
política y economía, con el fin de derribar toda aspiración de análisis
auténticamente crítico. De esta forma, la Economía Política, o más bien, la
Crítica de la Economía Política (Ciencia Crítica), degeneró y se ramificó en
una serie de subdisciplinas chapuceras (cultura política, política económica,
microeconomía, macroeconomía etc.), comprendidas en dos grandes campos
disciplinarios: Ciencia Política y Administración Pública, y Ciencia de la
Economía o Economía a secas. Así se las truenan las seudociencias liberales.
Vale decir: El politólogo de formación a menudo
tiene problemas para acercarse sin rencoroso prejuicio a la obra de Marx. Y es
tan sólo natural: una lectura somera de este autor, conduce a pensar que su
obra es una suerte de teorización en torno a la defunción de la política (o en
su defecto del Estado). No pocos interpretan mecánicamente aquella premisa marxiana
que sugiere que con la desaparición del Estado burgués desaparece también la
política. Pero no hay necesidad de tanto brinco estando el suelo tan parejo.
Adviértase que Marx concibe la política como conflicto y voluntad, o bien
(acaso simplificando un poco su noción), como disputa por el predominio de
clase (“El principio de la política es la voluntad” –Marx). En el
Marx filósofo, es decir, el Marx joven (de acuerdo con la distinción
teóricamente pertinente que señala Althusser), se asoman visos de su formación
hegeliana. En esta etapa de la generalidad ideológica, Marx aún se ciñe a la
dicotomía platónica “mundo del ser verdadero-mundo de la apariencia”; e
interpreta el derrocamiento del Estado burgués (mundo de la apariencia) como la superación definitiva del
hombre alienado y/o el conflicto o la política (mundo del ser verdadero). Pero
esta concepción metafísica de la historia (separación realidad-ideal), es la
única superación definitiva que
se le puede atribuir a Marx. El Marx científico, esto es, el Marx maduro,
efectivamente supera esta falsa noción de la historia: la dialéctica marxiana
muta, y vence el sentido histórico apriorístico-destinal. Nace la noción de la
sobredeterminación, la no-direccionalidad de la historia, y el reconocimiento
del conflicto o la política como fenómeno innato a las sociedades humanas. Por
eso Marx decreta (o descubre) la obligatoriedad de un Estado socialista, cuya
condición no es la expiración de la política, sino la inauguración de una nueva o una “otra”
política –aquella del predominio de la clase trabajadora, en relación con una
inferioridad cualitativa-numérica de la clase capitalista. Acá la política muta
sustantiva o esencialmente,
pero no se supera ni desaparece nunca.
Segundo, al final nuestro interlocutor se confiesa
atascado en un callejón sin salida: por un lado, lamenta la improcedencia de su
“anarquismo” (léase anti-estatismo); y por otro, preocúpale el parentesco entre “el
palabrerío liberal de los últimos tiempos”, que también insiste en la
necesidad de “erradicar los males del Estado”, y la “bandera
de la transformación del Estado”, a cuya conclusión llega C. González. Pero
aquí cabe remitirse a Marx para salir del atolladero. La cuestión sencillamente
radica en una distinción elemental, que a menudo escapa al análisis liberal o
marxista-liberal (¡que novedad!): aquella de la forma y la esencia.
Marx escribe: “El Estado no encontrará nunca la causa de las dolencias
sociales en el Estado y la organización social… Allí donde existen partidos
políticos, cada uno encuentra la razón de todos los males en
el hecho de que es su adversario y no él quien
se encuentra al timón del Estado. Incluso los políticos radicales y
revolucionarios buscan la causa del mal no en la esencia del
Estado sino en una forma concreta de Estado, que es lo que
quieren sustituir por otra forma…”
En suma, la preocupación de nuestro interlocutor
(no así el de Lechner) es sólo coyuntural (predominio actual del “palabrerío
liberal”), nunca teórica, pues cabe sostener que el “palabrerío
liberal de los últimos tiempos” –ceñido a narrativas esotéricas– sólo
se propone sustituir la forma actual del Estado por otra
forma (“erradicación de sus males como la corrupción (?), el fin
del compadrazgo (?) y el coyotaje (?), así como la descentralización efectiva
del federalismo (?), el uso transparente de los recursos públicos (?), la
profesionalización de las elecciones locales (?)…”), mientras “la
lucha socialista” persigue no la aniquilación ni la
sustitución de la forma, sino la transformación efectiva de la esencia del
Estado.
Esta interpretación requiere, no obstante, una
lectura profunda, exhaustiva de Marx, y no un repaso superficial de su obra
(¿Lechner?)… Louis Althusser alguna vez hizo una sugerencia en relación con los
escritos de Lenin, que bien puede aplicarse a la lectura de Marx: a saber, que
los textos deben tomarse “no en su apariencia sino en su esencia, no en la
apariencia de su 'pluralismo', sino en la significación profundamente teórica
de esta apariencia”.
Una vez aclarados este par de puntos, cabe entrar a
la discusión propiamente teórica con el autor referencial (Norbert Lechner) de
nuestro interlocutor...
En lo que respecta a esta contestación teórica, se
hará de modo invertido, esto es, de reverso a anverso, tomando como punto de
partida los razonamientos finales en la argumentación de Lechner.
Hemos dicho que Norbert Lechner “está más ocupado
con la revalidación del Estado como figura histórica imperecedera, precisamente
porque a los politólogos se les ha cultivado la falsaria idea de que el Estado
constituye su objeto único e irremplazable de estudio”. Pero esta epidemia no
es privativa de los politólogos; atraviesa todo el continuum de
la tradición occidental moderna. Marx escribe: “La historia es doble, una
historia esotérica y otra exotérica. El contenido corresponde a la parte
exotérica. El interés de la esotérica consiste siempre en reencontrar
en el Estado la historia del concepto lógico. Pero el proceso real tiene
lugar en la parte exotérica”.
Interésanos, por consiguiente, la parte exotérica,
que Lechner toca sólo epidérmicamente.
Lechner acierta parcialmente en una cosa: allí
donde sostiene que “el Estado –al constituir una 'exteriorización coextensiva
de la sociedad'– no está al margen de las relaciones de dominación y
explotación”. Pero en su inquietud por reclamar la inevitabilidad del Estado,
añade tautológicamente: “La forma de Estado es 'representativa' del conjunto de
las relaciones sociales de producción”.
¡Elemental, mi querido Lechner! La
producción-acumulación fordista-keynesiana procreó el Estado de bienestar. La
producción-acumulación flexible, fragmentaria e hiper-automatizada engendró el
Estado neoliberal. Acá no se destapa ninguna novedad.
Más bien, corrigiendo al incorregible Lechner, un
razonamiento teóricamente certero reformularía el planteamiento más o menos en
este tenor: El Estado ES la reconstitución histórica de las relaciones específicas de
dominación, que integra el conflicto en una unidad internamente fragmentada. La
forma precisa de Estado no es lo que interesa. Lo que es preciso discernir es
la naturaleza del Estado, la base material, natural, artificial, de la
estructura estatal, precisamente la que Marx transparenta cuando observa: “La
familia y la sociedad burguesa se convierten por sí mismas en
Estado; ambas son la fuerza activa”. Ergo, para conocer la realidad
fáctica –no formal– del Estado, es imperativo acudir a las fuerzas
activas, o más bien, al fondo oscuro de las fuerzas activas: a
saber, la propiedad privada, el capital, la división del trabajo; en suma, la
totalidad de los elementos que tutelan la preeminencia de la burguesía. Cuando
se considera esta materialidad histórica vital de la sociedad burguesa, y por
consiguiente del Estado, la idea de Estado en Lechner irremediablemente se
trueca en falsa noción. El Estado ya no es sólo una forma “representativa del conjunto de
las relaciones sociales de producción”: el Estado ES la forma concreta bajo la
cual la clase dominante –la burguesía– confisca para sí el control total de las
relaciones sociales de producción. ¡Mis antenitas de vinil están detectando la
presencia del enemigo!
Es un vicio tristemente generalizado en las
ciencias sociales la terca conversión de lo sustancial en relacional. Se
insiste en presentar el poder en términos de “relaciones sociales” o
“relaciones de existencia”. Lechner es de esos que predica con ejemplo: “La
forma de Estado (sic) condensa las luchas (divisiones) en la sociedad,
cristalizando, por así decir, el sentido de las relaciones existentes (sic).
Condensación de la verdad (¡sic!) o el sentido del orden que produjeron las
luchas de poder”.
Una vez descrito el Estado como condensación de la
verdad, aunque sea sólo la verdad de las luchas de poder, y aunque no se aclare
si estas la luchas de poder refieren a los encontronazos entre republicanos y
realistas, liberales y conservadores, o nacionalistas y neoliberales, Lechner
abre camino para la autonomización de la verdad, esto es, del Estado. Véase
como la “verdad” conquista su “independencia”: “El Estado controla, el Estado
crece, el Estado articula… (como decimos que el oro sube o que el cobre baja).
En realidad, el Estado aparece como símbolo de determinada burocracia
gubernamental: ella afirma, interviene… Pero el lenguaje traiciona: el Estado
aparece como lo que es –es un sujeto dotado de vida propia–. No se trata de una
simple metáfora. El Estado se independiza de las voluntades políticas”.
¡Si alguien tiene un impedimento para que esta
desunión se realice, que lo diga ahora o que calle para siempre!
Ya en alguna ocasión Marx refirió a esta separación
entre el Estado y las voluntades, pero no para “reencontrar en el Estado la
historia del concepto lógico”, como acaso ambiciona Lechner, sino para señalar
una desgracia lógica en la evolución de la sociedad burguesa. ¿Qué dice Marx al
respecto?: “El Estado se basa en la contradicción entre la vida pública
y privada, entre los intereses generales y especiales.
Por tanto la administración tiene que limitarse a una
actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde
comienzan la vida burguesa y su trabajo. Más aún, frente a las consecuencias
que brotan de la naturaleza antisocial de esta vida burguesa, de esta propiedad
privada, de este comercio, de esta industria, de este mutuo saqueo de los
diversos sectores burgueses, la impotencia es la ley
natural de la administración [ del Estado ] ”. Pero el proceso que acá
se verifica no es exactamente el que anota Lechner. Para Marx, la separación
Estado-voluntad es tan sólo la expresión acabada de la “emancipación de la
propiedad privada con respecto a la comunidad”, el ascenso categórico de la
sociedad burguesa. E insiste: el Estado “no es más que la forma de organización
que se dan necesariamente los burgueses, tanto en lo interior como en lo
exterior, para la mutua garantía de su propiedad y de sus intereses”.
Pero sigamos a Lechner en sus últimos vericuetos
contorsionistas: “…la diversidad exige la política, o sea, la determinación
(conflictiva) de un referente trascendental (¡sic!) por medio del cual los
hombres pueden reconocerse unos a otros en su diversidad”. Y a que no adivinan
a que referente trascendental se refiere Lechner. Dejemos que nos ilumine:
“Históricamente es la forma de Estado”. ¡Lo sospeché desde un principio!
Todo este rodeo etéreo de Lechner se desprende de
una interpretación falsaria de Marx: “En sus conclusiones [Marx] llega a
reducir la lucha por desmontar las relaciones de dominación social a una lucha
por controlar el proceso económico… el 'hombre socializado' de Marx opera como
una razón objetiva similar a la 'mano invisible' de Adam Smith o la 'voluntad
general' de Rousseau. Suponiendo una identidad de intereses prefijada, evitan
interrogarse acerca de su constitución histórica. Las relaciones de poder (cómo
son generadas y lo que producen) no son tematizadas”.
¿No es Marx quien desmitifica las nociones místicas
de la “mano invisible” y la “voluntad general”? ¿No es Marx quien estudia más
obsesivamente la “constitución histórica” del capitalismo, y a partir de esa investigación
inaugura pautas objetivas de lucha para la “constitución histórica” de otro
modo de “socialización”? ¿Acaso no fue Marx quien descubrió teórica y
empíricamente las leyes subyacentes a las “relaciones de poder”, “cómo son
generadas y lo que producen”? Conjeturamos que como buen politólogo que es,
nuestro querido Lechner nunca leyó El Capital.
Pero en fin, a este intento precario de Lechner por
“reencontrar en el Estado la historia del concepto lógico”, oponémosle una de
las más penetrantes críticas al Estado constitucional que receta el joven Marx:
“El Estado constitucional es el Estado cuyo interés es sólo formalmente
el interés real del pueblo; pero, en cuanto interés del pueblo, tiene una forma
precisa aparte del Estado real. De este modo el interés del Estado formalmente vuelve
a cobrar realidad como interés del pueblo; pero tampoco debe pasar de esta realidad
formal. Se ha convertido en una formalidad, en el haut
gout de la vida del pueblo, en una ceremonia. El elemento estamentario es
la mentira legalmente sancionadade los Estados constitucionales,
según la cual el Estado es el interés del pueblo o
el pueblo el interés del Estado. Esta mentira se
traicionará en el contenido”.
Vale decir: el Estado no puede ser nunca “el
referente trascendental por medio del cual los hombres pueden reconocerse unos
a otros en su diversidad”, salvo que se admita –traicioneramente– que la
“mentira ceremonial” constituye real o prácticamente la
“socialización del hombre”.