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Foto: Paul A. Baran & Paul M. Sweezy |
Paul A. Baran & Paul M. Sweezy
| La cultura de una
sociedad incluye la educación de su juventud, la literatura, el teatro, la
música, las artes —en resumen, todo lo que contribuya a la «formación y el refinamiento de la mente, los gustos y las maneras […]
el lado intelectual de la civilización».1 Para avanzar en la investigación
de la cultura del capitalismo monopolista, hemos escogido centrar la atención
en dos áreas que nos ofrecen una extensa obra de investigación especializada y
que juzgamos decisivas para la naturaleza de la cultura en su totalidad: la
edición de libros y la radiotelevisión. Ambos son grandes negocios en la
actualidad y, por lo tanto, demuestran hasta qué punto la cultura se ha
convertido en una mercancía cuya producción está sometida a las mismas fuerzas,
intereses y motivos que rigen la producción de todos las demás bienes.
Por supuesto, el desarrollo de grandes empresas en el campo
cultural ha sido posible, sencillamente, a causa del enorme incremento de la
productividad del trabajo en el capitalismo avanzado. En épocas anteriores, la
cultura era monopolio de una minúscula minoría, mientras que la vasta mayoría
de la población tenía que trabajar la mayor parte de las horas de vigilia para
mantener cuerpo y alma unidos. En Inglaterra, incluso ya en el siglo XIX:
Solo una minoría
relativamente acaudalada de clase media, los mercaderes, los banqueros, los
profesionales, los fabricantes, etcétera, podía pasar la tarde entera con la
familia y entre libros. En los estratos inferiores de esa misma clase, la
mayoría pasaba muchas horas en el trabajo, y los pequeños empresarios y los
cargos de supervisión pasaban allí tantas horas como sus empleados. Los comerciantes
minoristas —había un millón y un cuarto en 1880— estaban en la tienda desde las
siete o las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, y los sábados, hasta
medianoche. Para los obreros, cualificados y no cualificados, la jornada de
trabajo durante la primera mitad del siglo era tan larga como para llegar a
constituir un escándalo nacional. Cientos de miles de mineros y operarios de
fábricas y otras industrias se arrastraban hasta sus puestos de trabajo antes
del amanecer y no salían hasta después de la puesta de sol. Eran comunes las
jornadas de catorce horas, y tampoco eran raras las de dieciséis horas. 2
En esas circunstancias, el mercado de la cultura era
necesariamente infinitesimal, y la educación popular, en la medida en que
existía, se limitaba a impartir los conocimientos necesarios para ser eficiente
en el trabajo. Los reformistas, que comprendían bien la situación, centraron
gran parte de las energías en la lucha por la reducción de la jornada laboral.
Solo si conseguían disponer de tiempo libre para sí mismos podían esperar los
trabajadores mejoras intelectuales, así como la preparación necesaria para
participar plenamente en la vida social. Al gozar de mayores ingresos y más
tiempo libre, consecuencia del aumento de la productividad laboral, los
trabajadores seguramente estarían en condiciones de reclamar su legítima parte
de «la vertiente intelectual de la civilización»: tal era la promesa del
capitalismo en proceso de desarrollo.
El curso real de los acontecimientos ha seguido otro rumbo.
Es cierto que el aumento de los ingresos y la reducción de la jornada laboral
han conllevado un aumento proporcional de la producción y el consumo de libros,
revistas, diarios, teatro, música y cine. Pero ese notable incremento de la
cantidad ha ido acompañado de un cambio en la calidad también considerable; un
cambio que ha sido, por lo general, a peor. Cuando la industria cultural ha
pasado de la producción artesana a la producción en masa, ha quedado dominada
por las grandes corporaciones, que han aprendido que una manera de maximizar
los beneficios es cultivar y satisfacer todas las flaquezas y las debilidades
de la naturaleza humana. El resultado es una producción cultural que se ha
convertido en su opuesto. En lugar de «formación y mejora intelectual, de los
gustos y de las maneras», lo que hemos visto ha sido disminución intelectual,
degradación del gusto, y brutalización de las costumbres.
Nota del Editor:
Este artículo fue publicado en Monthly
Review, vol. 65, N° 3, julio-agosto de 2013, pp. 43-64. Traducción del inglés por Víctor Ginesta. Es un capítulo hasta ahora inédito del libro de Paul A. Baran y
Paul M. Sweezy El capital monopolista
(Monopoly Capital, Nueva York: Monthly Review Press, 1966; traducción
española de Siglo XXI Editores, México D.F., 1968). El texto tal y como aparece
aquí ha sido revisado e incluye notas de John Bellamy Foster. El estilo se ajusta
al contenido del libro. Parte del borrador original del capítulo sobre la salud
mental estaba aún incompleto en el momento en que se produjo la muerte de Paul Baran,
en 1964, y por eso no se incluyó en la versión publicada. Para el contexto
intelectual más general del artículo, se puede consultar en inglés, la
introducción al número de julio-agosto de 2013 de Monthly Review.