Friedrich Engels ✆ A.d. |
Difícilmente podría exagerarse la importancia que para el desarrollo de la teoría marxista de la política adquiere la concreción de la tan largamente demorada "reparación teórica" de Engels. Como sabemos, éste fue menoscabado y escarnecido desde las más distintas posturas político-intelectuales. En el repudio a Engels coinciden arrogantes "marxólogos", rencorosos "ex marxistas", pensadores burgueses de los más diversos colores y los supremos inquisidores que –en una flagrante violación al espíritu y la letra de la obra de Marx y Lenin– pergeñaron el reseco e indigesto "marxismo-leninismo" que tanto perjudicara el desarrollo teórico del marxismo. "Marxólogos" y renegados concuerdan en sus acusaciones: Engels habría sido apenas un mediocre "divulgador" de la obra teórica de Marx, a la que simplificó y distorsionó al popularizarla en clave positivista y evolucionista debido a su radical ineptitud para comprender la dialéctica y para captar las profundidades del pensamiento marxiano. En cierta historiografía de inspiración liberal, por su parte, Engels aparece como poco más que un bondadoso mecenas del iracundo filósofo de Tréveris, pero insanablemente huérfano de ideas propias. Por último, para los burócratas de las academias de ciencias de los "socialismos" del Este el destino de Engels estuvo sellado desde el vamos: la desaparición. Su legado teórico no podía correr una suerte distinta de la que le cupo a aquella inquietante imagen de Trotsky junto a Lenin, plasmada en una indiscreta fotografía tomada en los fragores de Octubre. Los diligentes cortesanos del poder retocaron oportunamente la fotografía para, con la "desaparición" de Trotsky, facilitar el ascenso de Stalin al poder absoluto. De este modo, el nombre de Engels se desvaneció en la larga noche del dogmatismo.
Como es de sobras conocido, muchas de las más impiadosas críticas dirigidas en contra del amigo de Marx se originaron en el propio campo del marxismo, y durante la segunda mitad de la década del sesenta y parte de los años setenta aquéllas llegaron a adquirir una virulencia inusitada. No por casualidad fueron ésos los años en que el pensamiento socialista se encontraba totalmente dominado por el así llamado "marximo occidental", para usar la expresión de Perry Anderson (1976). Un marxismo sofocado por el estructuralismo y que había convertido la crítica al capitalismo y la iluminación de los posibles escenarios poscapitalistas del socialismo en un ejercicio solipsista en donde la economía, la sociedad y la política se disolvían en las penumbras de fantasmagóricas estructuras y mágicos discursos dotados con el don de la vida: "pronunciad la palabra y nacerá el sujeto". No es un detalle anecdótico recordar ahora, casi treinta años después, la poco edificante trayectoria de muchos de los más enfervorizados críticos de Engels: algunos abrazaron con inusitado fervor el "eurocomunismo" en los años setenta para volverse "posmarxistas" a comienzos de los ochenta, mientras que otros se asomaron a los noventa con los chillones ropajes de los arrepentidos y los conversos al neoliberalismo. Hubo quienes, como el inefable Régis Debray, transitaron por todas las estaciones del vía crucis de la capitulación ideológica: del paroxismo ideológico del "foquismo" que despreciaba al Engels "socialdemócrata" de su vejez oponiéndole la juvenil vitalidad de la vía armada, hasta su descenso a los infiernos de la derecha francesa y su repudio sin concesiones a toda aquello en que Debray había creído (1999). En la Argentina, la ardiente impaciencia de algunos inquisidores de Engels les impidió percibir contradicción alguna entre las encendidas diatribas que dirigían contra el amigo de Marx y sus sucesivos desplazamientos hacia la derecha del espectro político, que los hizo simpatizar primero con el así llamado "peronismo revolucionario" en los años setenta, después con el renacimiento "alfonsinista" en los ochenta para finalmente terminar sus días como consejeros curiales del neoperonista Frepaso a mediados de los noventa. En Chile algunos de los más encendidos críticos sesentistas de Engels pasaron, a lo largo de estos años, de propiciar la lucha armada contra la "traición reformista" de Salvador Allende a ser los diligentes mentores intelectuales y ejecutores prácticos del neoliberalismo, depositando en la magia del mercado las mismas esperanzas mesiánicas que otrora pusieran en la revolución. En México, Brasil y Perú hallamos historias similares.
Hay que reconocer, sin embargo, que el serpenteante derrotero seguido por los censores de Engels no necesariamente descalifica o invalida las impugnaciones que en su momento estos hicieran a su pensamiento. Algunas de sus críticas pueden haber sido justas, más allá de que aún en esos casos con frecuencia hayan sido exageradas; otras fueron simples cuestionamientos escolásticos; algunas, por último, carecían de profundidad y eran motivadas por estímulos circunstanciales, necesidades políticas o por el influjo deformante de la moda intelectual. Teniendo en cuenta los vaivenes político-ideológicos de sus autores no es descabellado plantearse dudas acerca de la consistencia y persistencia de estas críticas, y de su utilidad en un proyecto de reconstrucción de la teoría marxista. Una de la tesis centrales de este libro, y que reaparece bajo distintas formas en sus sucesivos capítulos, es que esa labor de reconstrucción teórica está apenas en sus inicios, y que la misma constituye una de las muchas "asignaturas pendientes" que tiene el marxismo de cara al siglo xxi.
Una de las pocas tentativas de aquilatar los méritos de la obra de Engels se encuentra en un trabajo muy pormenorizado y bien documentado de Jacques Texier acerca de las tres "innovaciones" teóricas engelsianas (1995). La de 1885, relativa a la caracterización de la Primera República Francesa; la de 1891, acerca de la república democrática como forma específica de la dictadura del proletariado; y la de 1895, el "testamento político" de Engels, en la cual sienta las bases para una nueva estrategia de lucha revolucionaria del proletariado. En las páginas que siguen nos centraremos en el análisis de la revisión de 1895, de lejos la de mayor aliento teórico y de superlativa importancia práctica. Sin desmerecer la importancia de las otras dos es evidente, sin embargo, que las mismas no revisten la misma significación: la de 1885, porque remite a una caracterización relativamente marginal a la teoría marxista de la política tal como se venía desarrollando en la obra de Marx y Engels. La segunda, la de 1891, es ciertamente más trascendente pero a su vez mucho más controvertible. Según Texier la idea de que la república democrática es la forma específica de la dictadura del proletariado marca una innovación teórica fundamental de Engels. Nos parece, sin embargo, que en dicho texto Engels no hace otra cosa que reafirmar lo que ya había sido dicho por Marx –si bien en una forma menos explícita– en sus análisis sobre la Comuna de París, razón por la cual no creemos que se trate de una genuina innovación teórica. Por otra parte, aceptar el planteamiento de Texier supondría que Marx y Engels habrían endosado –el primero hasta su muerte y el segundo hasta la conmemoración del vigésimo aniversario de la Comuna– a un concepto como el de "dictadura del proletariado" que entiende Texier habría remitido, en su formulación original, a una forma de gobierno despótica y opresiva y no, como lo entendemos nosotros, a un tipo de estado en el cual el proletariado es la clase dominante. Dado que la primera postura es inconsistente con el corpus teórico de Marx y Engels, esta supuesta "innovación" engelsiana no encuentra en el trabajo de Texier una satisfactoria fundamentación. Esto no quita que, tal como prosigue nuestro autor, en su ambigüedad esa interpretación haya sido "totalmente incomprendida o groseramente deformada" por Lenin en El Estado y la Revolución, grave imputación que ignora olímpicamente las condiciones sociales y políticas concretas –despotismo zarista, lucha revolucionaria en San Petersburgo, clandestinidad, problemas de acceso a los escritos de Marx y Engels, la "censura" de la Segunda Internacional a ciertos textos, etc.– bajo las cuales Lenin produjo su obra (Texier, 1995, pp. 145-151).
Marx & Engels, Engels & Marx
No es ésta la ocasión para reseñar la biografía de Engels, ese joven brillantísimo, abierto como pocos a los signos de su tiempo, y cuya rebeldía lo llevó a renunciar a estudiar en la universidad pese a que su condición económica le hubiera abierto las puertas de las mejores casas de estudios superiores de Alemania. Pero el escolasticismo, la hoquedad y el infatuamiento de los académicos germanos eran demasiado insoportables para un espíritu tan inquieto e incisivo como el de Engels. Su talento excepcional, sin embargo, le permitió cobrarse una temprana venganza gracias a una notable hazaña intelectual: a los 24 años ya había escrito y publicado un trabajo memorable de investigación sociológica sobre la clase obrera en Manchester, corazón del capitalismo industrial (1844). La producción conjunta de muchos de quienes durante décadas se entretuvieron en denostarlo es eclipsada con esta sóla obra juvenil que, aún hoy, es considerada en las grandes cátedras de historia de las universidades europeas y norteamericanas como un "clásico" imprescindible para el estudio de la clase obrera en los primeros tiempos de la revolución industrial. Por si lo anterior fuera poco, los escritos de Engels sobre diversos temas de la sociología, la historia, la filosofía, la ciencia política y el arte y la técnica militar continúan atrayendo la seria atención de los mejores especialistas. ¿Cómo ignorar la creatividad puesta en evidencia en sus estudios sobre la insurgencia campesina en Alemania, sobre la articulación de ideas e intereses en los procesos sociales, sobre la vinculación entre patriarcado y propiedad privada, o sobre las formas variables del bonapartismo en las sociedades capitalistas? Una cuidadosa y desapasionada evaluación de su producción intelectual es una tarea enorme, que una vez concluida pondría de relieve una figura de una estatura intelectual muchísimo mayor de la que hemos sido inducidos a creer.
Pero no son ésos los únicos méritos de Engels. Hay otros mayores: fue nada menos que el interlocutor privilegiado –casi exclusivo– de Marx durante cuarenta años. Fue, por eso mismo, testigo, consejero, crítico y, como ya es sabido, silencioso e invisible coautor de algunas de las más importantes aportaciones teóricas plasmadas en su obra. Desde el momento en que se encontraron por primera vez Marx advirtió que ese joven, dos años menor que él, era un intelectual formidable, cuya palabra nunca desestimó y cuyo consejo siempre buscó hasta el último día de su vida, apagada en 1883. Un talento a quien Marx confió, en reiteradas oportunidades, la redacción de trabajos que luego se publicarían con su firma. Varios artículos del New York Daily Tribune –donde originalmente se publicara El dieciocho brumario– fueron escritos por Engels a pedido de Marx. Por otro lado, éste aceptó asimismo escribir largas secciones o fragmentos de obras que más tarde aparecerían con la firma de Engels, como el décimo capítulo de la Segunda Parte del Anti-Dühring. En esa declarada admiración de Marx por su amigo, benefactor, compañero de militancia e interlocutor intelectual juega por cierto un papel decisivo el hecho de que haya sido este joven burgués de Barmen quien invitara al hasta entonces filósofo de Tréveris a adentrarse en el camino de la economía política, una disciplina prácticamente esotérica en la atrasada Alemania de la primera mitad del siglo xix y a la cual Engels tuviera acceso favorecido en parte por los intereses comerciales que su familia poseía en Gran Bretaña. A Engels debe Marx nada menos que el haber llamado su atención sobre las potencialidades que encerraba la economía política clásica para el análisis del capitalismo y la sociedad burguesa, y para el desarrollo del pensamiento y la práctica del socialismo.
la división del trabajo que existía entre Marx y yo me ha tocado defender nuestras opiniones en la prensa periódica, lo que, en particular, significaba luchar contra las ideas opuestas, a fin de que Marx tuviera tiempo de acabar su gran obra principal. Esto me condujo a exponer nuestra concepción en la mayoría de los casos en forma polémica, contraponiéndola a las otras concepciones (1887, p. 538).
Un excursus necesario: ¿"teoría política marxista" o teoría marxista de la política?
Pero el relevamiento de las contribuciones de Engels al desarrollo de la teoría política nos confronta, inevitablemente, con algunas cuestiones epistemológicas que hacen al status y los límites de una tal teorización en el campo del marxismo. Las observaciones que siguen tienen por objeto, pues, proponer una breve reflexión sobre la así llamada "teoría política marxista", para luego situar en ese terreno la obra de nuestro autor. Si bien ésta es una expresión de uso corriente para referirse a la tradición teórico-política que arranca con Marx –y que continúa hasta nuestros días en la obra de Elmar Altvater, Perry Anderson, Etienne Balibar, Alex Calinicos, Umberto Cerroni, Ellen Meiksins Wood, Ralph Miliband, Antonio Negri, Claus Offe, Jean-Marie Vincent y tantos otros– lo cierto es que la frase en sí misma encierra una peligrosa confusión. En efecto, a la luz de los postulados epistemológicos del materialismo histórico, ¿es posible hablar de una "teoría política" marxista?1.
Ciertamente que no. Sin embargo, la tremenda popularización que ha experimentado en los últimos veinte años dicha expresión torna imprescindible realizar un esfuerzo de clarificación. Como se recordará el nombre fue impuesto, en gran medida, como resultado de un fecundo debate iniciado por una serie de artículos de Norberto Bobbio en los cuales éste se interrogaba, con mucha perspicacia –y no sin cierta malicia–, si existía o no una teoría marxista del estado (1976[a]). En dichos trabajos el filósofo político italiano retomaba y reformulaba –de modo más matizado y por eso mismo más agudo– algunas de las tesis más radicales que Lucio Colletti lanzara a finales de los años sesenta y en las cuales éste negaba de plano la existencia de una teoría de la política en Marx. Lo poco que se encontraba en su obra, decía provocativamente Colletti, no era otra cosa que una mera paráfrasis de El contrato social de Jean Jacques Rousseau. En sus propias palabras: "Marx y Lenin no agregaron nada a Rousseau, a excepción del análisis (por cierto que importante) de las ‘bases económicas’ de la extinción del Estado" (1969, p. 251. Traducción nuestra). Si bien años más tarde este autor habría de atenuar un tanto sus críticas –al reconocer que a pesar de su "incompletitud" y de sus lagunas existía una teoría marxista de la política– fue la discusión originada por los artículos de Bobbio la que consagró la frase "teoría política marxista" como una expresión taquigráfica que aludía a las teorizaciones que el marxismo había sedimentado a lo largo de poco más de un siglo de reflexión y debate sobre la materia. Pero en sus trabajos Bobbio precisó las radicales insuficiencias que, a su entender, debilitaban las pretensiones teóricas del marxismo y que se resumían en este argumento: la sóla identificación –en una argumentación muchas veces abstracta y genérica– de la naturaleza de la clase dominante y de la "funcionalidad" de las políticas estatales para la acumulación capitalista mal podía confundirse con una teoría que aspirase a comprender y explicar el funcionamiento y las instituciones del estado capitalista y la democracia burguesa. Como si lo anterior fuera poco, Bobbio señaló asimismo otra grave falencia: la ausencia de un diseño acabado que dibujase los contornos del estado socialista y las instituciones democráticas que habrían de suceder al estado burgués (1976 [a]).
En efecto, esta formulación trae consigo el riesgo de una peligrosa reificación: la resultante de creer que lo político es un campo autónomo y, por lo tanto: (a) un fragmento nítidamente recortado de la realidad social y, (b) explicable, tal como aún hoy se hace en la tradición del liberalismo, mediante la operación de un conjunto de "variables políticas". Como sabemos, estas premisas son incompatibles con los planteamientos epistemológicos fundamentales del materialismo histórico. ¿Por qué? Porque para éste ningún aspecto o dimensión de la realidad social puede entenderse al margen –o con independencia– de la totalidad en la cual se constituye. No tiene sentido, por ejemplo, hablar de "la economía" en su aislamiento porque ésta no existe como un objeto separado de la sociedad, la política y la cultura. Tampoco puede hablarse de "la política" como si existiera en un limbo que la aleja de las prosaicas realidades de la vida económica, las determinaciones de la estructura social y las mediaciones de la cultura, el lenguaje y la ideología. La "sociedad", a su vez, es una engañosa abstracción sin tener en cuenta el fundamento material sobre la cual se apoya, la forma como se organiza la dominación social y los elementos simbólicos que hacen que los hombres y mujeres tomen conciencia de sus condiciones de existencia. Y, por último, la "cultura" –la ideología, el discurso, el lenguaje, las tradiciones y mentalidades, los valores y el "sentido común"– sólo pueden ser descifrados en su articulación con la sociedad, la economía y la política, so pena de caer, como hemos visto en cierta teorización reciente, en los extravíos de un neoidealismo a la Laclau que convierte el "discurso" en el nuevo Deus ex Machina de la historia2.
Como sabemos, la desintegración de la "ciencia social" que instalaba en un mismo territorio a Adam Smith y Karl Marx –en tanto poseedores de una visión integrada y multifacética de lo social– dio lugar a numerosas disciplinas especiales, todas las cuales hoy se encuentran sumidas en graves crisis teóricas, y no precisamente por obra del azar (Wallerstein, 1998). Frente a una realidad como ésta, la contradictoria expresión "teoría política marxista" no haría otra cosa que ratificar, ahora desde la tradición del materialismo histórico, el frustrado empeño por construir teorías fragmentadas y saberes disciplinarios que hipostasían, a veces inconscientemente, la "realidad" que pretenden explicar. Así como no hay una "teoría económica" del capitalismo en Marx tampoco existe una "teoría sociológica" de la sociedad burguesa. Lo que hay es un corpus teórico que unifica diversas perspectivas de análisis sobre la sociedad contemporánea. Si hubiese una "teoría política marxista" –tal como legítimamente puede hablarse de una teoría política weberiana, o de la teoría política de la escuela de la "elección racional", o una teoría política neoinstitucionalista, porque todas ellas obedecen a otros presupuestos epistemológicos– esto significaría adherir a un reduccionismo por el cual lo político se explica mediante la operación de un conjunto de "variables políticas" tal y como se hace en el mainstream de la ciencia política oficial. Obviamente, los analistas más perceptivos de esta corriente ocasionalmente admiten que existen elementos "extra-políticos" que pueden incidir sobre la política. Pero estas "interferencias" son consideradas del mismo modo que las variables "exógenas" en los modelos econométricos de la teoría neoclásica: como molestos factores residuales cuya persistencia obliga a tenerlos en cuenta pese a que no se sepa a ciencia cierta dónde situarlos y se dude acerca de cuán importantes sean. En realidad, dichas variables "exógenas" son la medida de la ignorancia contenida en las interpretaciones ortodoxas.
Ante esto es preciso recordar con Gyorg Lukács que –contrariamente a lo que sostienen tanto los "vulgomarxistas" como sus no menos vulgares críticos de hoy– lo que distingue al marxismo de otras corrientes teóricas en las ciencias sociales no es la primacía de los factores económicos –un auténtico barbarismo, según Marx y Engels– sino el punto de vista de la totalidad, es decir, la capacidad de la teoría de reproducir en la abstracción del pensamiento al conjunto complejo y siempre cambiante de determinaciones que produce la vida social (1971, p. 27). Si alguna originalidad puede reclamar con justos títulos la tradición marxista es su pretensión de construir una teoría integrada de lo social en donde la política sea concebida como la resultante de un conjunto dialéctico –estructurado, jerarquizado y en permanente transformación– de factores causales, sólo algunos de los cuales son de naturaleza política mientras que muchos otros son de carácter económico, social, ideológico y cultural (Kossik, 1967). Sin desconocer la autonomía, siempre relativa, de la política y la especificidad que la distingue en el conjunto de una formación social, la comprensión de la política es imposible en el marxismo al margen del reconocimiento de los fundamentos económicos y sociales sobre los cuales reposa, y de las formas en que los conflictos y alianzas gestadas en el terreno de la política remiten a discursos simbólicos, ideologías y productos culturales que les otorgan sentido y los comunican a la sociedad. Es precisamente por esto que la frase "teoría política marxista" es confusa y desorientadora. Lo que hay, aunque sea en ciernes, es algo epistemológicamente muy diferente: una "teoría marxista" de la política (Boron, 2000 [a]).
El legado engelsiano
Como un pequeño aporte en esa dirección, en las páginas que siguen nos referiremos a un tema a nuestro juicio central en el desarrollo de la teoría marxista de la política: la problemática político-estatal en el tránsito del capitalismo al socialismo y la estrategia y táctica de la lucha revolucionaria que, eventualmente, conduciría a una forma moral, social y económicamente superior de organización social. Tal como ha sido reiteradamente señalado, éstas son cuestiones en las cuales el rezago y las insuficiencias teóricas del marxismo son insoslayables. Al menos cuando se las compara con el grado mucho mayor de elaboración que exhibe el análisis de la estructura y funcionamiento de la economía burguesa tal como quedara plasmado en las páginas de El capital (Anderson, 1976, p. 4; Cerroni, 1976). Sin embargo, los temas arriba mencionados fueron abordados –bajo la forma de una reflexión preliminar formulada desde la enriquecida perspectiva que ofrecía el final del siglo xix– en lo que con toda justicia se reconoce como el "testamento político" de Engels, terminado de escribir a comienzos de marzo de 1895, es decir, cinco meses antes de su muerte. Nos referimos, claro está, a su célebre "Introducción" a La lucha de clases en Francia de Karl Marx (Engels, 1895).
Hecha esta aclaración retomemos el hilo conductor de nuestro trabajo. La "Introducción" de Engels es un texto excepcional. Como es bien sabido, éste fue deliberadamente censurado y mutilado y una selección arbitraria de algunos pasajes fue publicada por la dirección de la socialdemocracia alemana (spd) en el periódico del partido, el Vorwärts. Esta triquiñuela tuvo por objeto avalar, con la inmensa autoridad moral que gozaba Engels, las posturas reformistas y gradualistas que por entonces se habían enseñoreado del spd. Chantajeado por una dirigencia que no cesaba de advertirle de los riesgos que entrañaba la publicación de la versión original de su artículo, Engels protestó airadamente pero sin éxito aduciendo que los recortes promovidos por la dirección del spd lo hacían aparecer, como veremos más abajo, como un "adorador pacífico de la legalidad a cualquier precio". De su análisis, en cambio, se desprendía claramente que serían las clases dominantes quienes habrían de romper con esa legalidad y recurrir a la violencia una vez que –tal como Marx lo probara en el caso de la burguesía francesa– se percataran de que la misma se había convertido en un estorbo para asegurar la protección de sus intereses fundamentales.
Como no podía ser de otro modo, la recepción del texto redactado por Engels –y difundido luego de haber sido sometido a la censura del spd– originó muchísima polémica. La coyuntura política alemana era muy delicada, sin dudas: el spd había reconquistado la legalidad en 1890, luego de haber padecido los rigores de una legislación antisocialista que sin proscribir el partido había prohibido su actividad desde 1878. Este podía presentarse a las elecciones generales del Reichstag que, en palabras de Engels, era un pseudoparlamento o la hoja de parra del absolutismo prusiano; pero el partido no podía convocar a asambleas, publicar revistas y periódicos, organizar festejos, recoger cotizaciones ni alquilar locales. Pese a estas restricciones, las actividades desarrolladas al filo de la legalidad dotaron al spd de un creciente caudal electoral y de un enorme peso en los nacientes sindicatos obreros. En este marco no puede sorprender que la "Introducción" haya sido recibida con alborozo por el sector más reformista del partido alemán. Edouard Berstein marcaría con claridad este punto en un texto polémico: Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. Su sesgada lectura e interpretación del texto engelsiano lo llevó a afirmar que el mismo era un espaldarazo definitivo al gradualismo y al parlamentarismo y que Engels se había despedido de la idea de la revolución y de los resabios "utopistas" que caracterizaban el pensamiento socialista medio siglo atrás, al fragor de las revoluciones de 1848 (Bernstein, 1982, pp 95-99). Años más tarde, en El camino al poder –según Lenin, el último texto "marxista" de Karl Kautsky, publicado en 1909– se darían a conocer unas cartas de Engels en las cuales, tal como se planteara anteriormente, éste se quejaba de haber sido presionado por la dirección del partido en Berlín para que introdujera algunas modificaciones en el manuscrito original con el objeto de evitar que sirviera de pretexto para desencadenar una nueva oleada represiva contra los socialistas (Gustafsson, 1975, pp. 81-82).
En una carta remitida a Kautsky el 1º de abril de 1895 Engels decía que:
Con gran sorpresa veo en el Vorwärts de hoy un extracto de mi "Introducción" impreso sin mi aprobación y aderezado de tal manera que yo tengo el aire de ser un adorador pacífico de la legalidad a cualquier precio. Estoy más contento de ver aparecer ahora íntegramente la "Introducción" en Neue Zeit, a fin de que esa impresión vergonzosa sea borrada (Kautsky, 1968, p. 58).Se trata, en síntesis, de un texto publicado por primera vez bajo la forma de un extracto, realizado sin contar ni con la consulta ni, mucho menos, la aprobación de Engels. La desnaturalización efectuada por la socialdemocracia fue de tal grado que hizo que aquél se sintiese avergonzado. Sin embargo, pese a las deplorables circunstancias bajo las cuales se publica, el texto de Engels revela la maduración de algunas innovaciones fundamentales para el ulterior desarrollo de la teoría marxista de la política y cuya primera concreción habría de fluir, casi treinta y cinco años más tarde, de la pluma de Antonio Gramsci. Dadas las limitaciones de nuestro trabajo nos ceñiremos a formular, de modo sucinto, las dos tesis que a nuestro juicio constituyen el meollo argumentativo de la "Introducción" en su versión original y definitiva. En efecto, y más allá de muchas valiosas reflexiones relativas a diversos asuntos, en dicho trabajo Engels sienta las bases para una teorización relativa a dos temas de crucial importancia para la teoría marxista de la política:
(a) el tránsito hacia el socialismo concebido desde una perspectiva de "larga duración" y no exclusivamente desde el corto plazo; y,
(b) la revalorización de las potencialidades abiertas al movimiento obrero por el sufragio universal y el nuevo "espesor" del estado en los capitalismos democráticos y sus consecuencias sobre la estrategia de las fuerzas socialistas.
Es razonable asumir que Engels fue el primero en percibir que con el fracaso de la Comuna y la recuperación capitalista de la gran depresión de las décadas de 1870 y 1880 el ciclo histórico abierto por la Revolución Francesa estaba llegando a su fin. En la "Introducción" Engels observa que el capitalismo, recompuesto luego de la crisis, "transformó de arriba abajo las condiciones bajo las cuales tiene que luchar el proletariado. El método de lucha de 1848 está hoy anticuado en todos los aspectos, y es éste un punto que merece ser investigado ahora más detenidamente" (1895, p. 109).
Luego de reconocer la extraordinaria capacidad adaptativa del capitalismo para sortear sus propias crisis, y de tomar nota del avance incontenible en la organización política y sindical de las fuerzas socialistas, Engels cuestiona la concepción estratégica dominante en las filas del movimiento obrero: aquélla que pregona la inminencia del "combate decisivo", combate que además se libraría en un estrecho arco temporal y que culminaría con la segura victoria del proletariado. Las enseñanzas de la historia, opina Engels, exigen una radical revisión de dichos supuestos y de las formas y métodos de lucha que les son inherentes. El "combate decisivo", en caso de llegarse a esa instancia, será eventualmente librado al final de un largo ciclo histórico, lo que obliga a repensar el proceso de transición teniendo en cuenta un horizonte temporal mucho más prolongado y formas y métodos de organización y de lucha popular adecuados a estas circunstancias. En esta línea de razonamiento, Engels traza un sugestivo paralelo entre las formas de la lucha militar y la lucha de clases, al observar con sensatez que: "[S]i han cambiado las condiciones de la guerra entre naciones, no menos han cambiado las de la lucha de clases. La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado" (1895, p. 120).
Y el remate de su argumento tiene una clara resonancia gramsciana, anticipando lo que el fundador del Partido Comunista Italiano (PCI) plantearía en sus reflexiones desde la cárcel: "los socialistas van dándose cada vez más cuenta de que no hay para ellos victoria duradera posible a menos que ganen de antemano a la gran masa del pueblo" (Engels, 1895, p. 120). La conquista de las grandes mayorías nacionales se convierte así en un prerrequisito inexorable de la revolución. La larga batalla por contrarrestar la hegemonía político-cultural que la burguesía ejerce sobre las masas populares se convierte de este modo en un imperativo de primer orden.
Engels, a diferencia de Marx, vivió lo suficiente como para comprobar la profundidad y los alcances de la recuperación capitalista, y fue precisamente ésta quien lo convenció de que el relanzamiento de un nuevo ciclo revolucionario debería esperar la lenta maduración de las condiciones objetivas y subjetivas por ahora ausentes. Los sucesos de Rusia, ocurridos a más de dos décadas de su muerte, para nada socavaron la validez de los análisis engelsianos: el éxito inicial de la estrategia de 1848 en suelo ruso mal podía ocultar su radical inadecuación en el marco de los capitalismos maduros. Tal como lo notara Lenin, Rusia representaba "el eslabón más débil" del sistema imperialista. Dicho con las palabras de Gramsci, Rusia era "Oriente" y mal podía servir como un espejo premonitorio que anticipase el curso de los acontecimientos de "Occidente". En uno de sus últimos escritos Lenin observó con suma agudeza el contraste entre la revolución en Europa y Rusia, en una reflexión sin duda fuertemente influenciada tanto por las dificultades con que tropezara la construcción del socialismo en la arcaica Rusia de la posguerra como por el testamento político de Engels de 1895. Lenin decía, en efecto, que "en Europa es inconmensurablemente más difícil comenzar la revolución, mientras que en Rusia es inconmensurablemente más fácil comenzarla, pero será más difícil continuarla". Y, poco más adelante, remataba su razonamiento afirmando que: "la revolución socialista en los países avanzados no puede comenzar tan fácilmente como en Rusia, país de Nicolás y de Rasputín, y en donde [...] comenzar la revolución era tan fácil como levantar una pluma" (1960, t. ii, pp. 609-614).
Estas observaciones demuestran que pese a su inmensa trascendencia histórica la gesta de Octubre no podía ser utilizada como una "refutación práctica" del testamento político de Engels, o como una experiencia de la cual se pudieran extraer lecciones sobre la estrategia socialista a utilizar en el corazón de la civilización burguesa, en donde según la teoría marxista la revolución debía efectivamente verificarse. Tanto Lenin como Trotsky fueron conscientes de esta fragilidad histórico-estructural de la Revolución Rusa, considerada por esto mismo como el "preludio" a la demorada –y finalmente abortada– revolución en Occidente. Por eso, al igual que el resto de la izquierda revolucionaria europea, solían decir que todos los esfuerzos exigidos para sostener el poder soviético se justificaban ante la convicción de que con "resistir unas pocas semanas" sería suficiente: la consumación de la inminente revolución en la Europa desarrollada haría el resto, y los camaradas occidentales vendrían en auxilio de los rusos. Sin embargo, el preludio inaugurado con los cañonazos del Aurora no fue seguido por los esperados estallidos revolucionarios de la clase obrera europea, y los soviéticos tuvieron que enfrentarse con la dramática –y a la postre imposible– empresa de construir el "socialismo en un sólo país" (Claudín, 1975, pp. 75-197).
Al cifrar sus esperanzas en que la clase obrera occidental acudiría presta y puntualmente a la cita, Lenin, Trotsky –y junto a ellos Rosa Luxemburg y el Gramsci anterior a la cárcel– pagaron tributo a la ya mencionada tradición en el movimiento socialista internacional que pronosticaba la "inminencia" y la "brevedad" del hecho revolucionario, y contra los cuales había advertido Engels en su testamento político. La concepción tradicional había sido desechada por la socialdemocracia alemana, pero lo hizo por malas razones. En efecto, su repudio obedecía menos a una nueva teorización sobre el ampliado horizonte temporal del proceso revolucionario –ya no más un suceso puntualmente acotado en el tiempo– y mucho más a la lisa y llana liquidación del proyecto marxista de superar al capitalismo. En el ala revolucionaria del movimiento obrero, en cambio, las advertencias de Engels fueron desoídas: por un lado, por las sospechas que suscitaba un texto como la "Introducción", que había sido censurado y manoseado por la dirigencia responsable del giro oportunista del partido alemán; por el otro, por la persistente influencia que sobre la imaginación de los revolucionarios seguía ejerciendo la experiencia majestuosa, y ejemplar en su dramatismo, de la Gran Revolución Francesa.
En todo caso, es legítimo reconocer en el testamento político de Engels un clarividente anticipo de las tesis centrales que luego, con el beneficio del saber histórico, plantearía Gramsci en toda su extensión. La obra gramsciana habría de arrojar una nueva luz sobre el problema arduo y complejo de la gestación del conjunto de condiciones requeridas para que, en un punto alejado de la inmediatez del presente, el desenlace revolucionario sea posible. Siguiendo los pasos de Engels –y por contraposición a lo acontecido con la socialdemocracia alemana– la revisión y actualización del teórico italiano no reniega de la necesidad histórica de la revolución sino que constata las insanables insuficiencias de la concepción tradicional que la encerraba en los límites estrechos de un "combate decisivo". Gramsci, por el contrario, se percata que la misma en lugar de ser "inminente y breve" será "lejana y prolongada", la culminación de un extenso ciclo histórico signado por la insurgencia de las masas oprimidas. De este modo, lo que en el imaginario tradicional de la izquierda era concebido como una jornada crucial, repetición demorada de los eventos de 1789, habría de ser reconceptualizado como un proceso cuyo desenvolvimiento estaba llamado a extenderse a lo largo de toda una época histórica.
Engels toma nota asimismo de dos importantes transformaciones ocurridas en los estados burgueses: por un lado, las posibilidades abiertas por el sufragio universal (en realidad, el sufragio masculino universal); por el otro la creciente complejidad y el acrecentado "espesor" de los estados capitalistas concebidos ahora como un conjunto de aparatos e instituciones y ya no más como aquél simple comité ejecutivo que –tal como se enunciaba en el Manifiesto cuarenta años atrás– tenía a su cargo el manejo de los asuntos comunes de la clase burguesa.
Esta radical revalorización de las potencialidades transformadoras del sufragio ha sido objeto de una inacabable polémica en las filas del movimiento socialista internacional desde finales del siglo pasado hasta nuestros días (Przeworski, 1985, pp. 17-60). El debate conserva la aspereza y la urgencia de sus momentos fundacionales, y cien años de historia no lograron saldarlo, especialmente en los capitalismos democráticos de la periferia. En su núcleo esencial el dilema que se le planteaba al movimiento socialista europeo, y que se refleja en las últimas teorizaciones de Engels, hundía sus raíces en las contradicciones propias de la democracia capitalista que Marx detectó premonitoriamente en sus análisis sobre la experiencia francesa. Fue precisamente allí donde Marx pudo percibir, en la práctica, el divorcio existente entre la lógica del capital y la de la democracia burguesa. La causa profunda de esta contradicción entre una y otra radica en el hecho de que la democracia, "mediante el sufragio universal, otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder. Encierra su dominación política en el marco de unas condiciones democráticas que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa. Exige de los unos que no avancen, pasando de la emancipación política a la social; y de los otros que no retrocedan, pasando de la restauración social a la política" (1850, t. i., p. 158).
Este luminoso pasaje expone, con singular nitidez, lo que sin temor a exagerar podríamos considerar como la contradicción profunda del capitalismo democrático, tema cuya discusión se aborda en el capítulo siete de este libro. El sufragio universal despoja a las clases dominantes de las garantías políticas que necesita su poder social, mientras que quienes son esclavizados por las modernas condiciones de la producción capitalista tienen en sus manos un arma que, potencialmente al menos, podría poner fin a su situación. De ahí el delicadísimo e inestable equilibrio que caracteriza a la democracia en el capitalismo: debe exigir a los de abajo que no avancen, que se abstengan de intentar transformar su emancipación política en emancipación social, y debe persuadir a los de arriba que dejen de lado toda tentativa de restaurar su amenazado predominio social cancelando los mecanismos de la democracia electoral. Estas contradicciones, como decíamos más arriba, no pudieron sino suscitar un espinoso dilema en el seno de las organizaciones populares: si los trabajadores debían conquistar el poder político con el propósito de establecer la sociedad socialista, ¿era posible hacerlo aprovechándose de las instituciones políticas existentes? Como bien anota Przeworski, "la democracia política, específicamente el sufragio, era un arma de doble filo para la clase trabajadora. ¿Se debía rechazar esta arma o por el contrario se la debía usar para pasar de la ‘emancipación política a la social’?" (1985, p. 18).
La respuesta de los anarquistas fue intransigentemente negativa: la aceptación del sufragio universal significaría la irremisible integración de las clases subordinadas y sus organizaciones representativas al estado burgués. La de los socialistas, en cambio, fue ambivalente, pero con una creciente tendencia de las fracciones hegemónicas en su interior, claramente reformistas, a contestar por la afirmativa. Esta actitud disgustaba al ala más radicalizada de los socialistas, la que aún así creía que valía la pena enfrentar los riesgos de una eventual capitulación ideológica a cambio de la razonable probabilidad de conquistar el poder político mediante el sufragio universal.
[E] sufragio universal es [...] el índice de la madurez de la clase obrera" pues permite saber si los obreros se constituyen como un partido independiente y votan por sus genuinos representantes. Y concluye que: "(N)o puede llegar ni llegará nunca a más en el estado actual, pero esto es bastante" (1884, p. 322).
al menos en Europa, Inglaterra es el único país en el cual la inevitable revolución social podría producirse, íntegramente, por medios pacíficos y legales. Pero Marx ciertamente nunca olvidó agregar que difícilmente esperaba que las clases dominantes inglesas se sometieran a esta revolución pacífica y legal sin una "rebelión pro-esclavista" (1886, p. 113)3.
Pese a ello, sería un error creer que los desarrollos teóricos de Engels se agotan en estas observaciones. De hecho, aquéllos contienen una sugestiva anticipación de la mudanza en el paradigma estratégico del movimiento obrero que, muchos años después, sería teorizada por Gramsci al comprobar el tránsito desde la "guerra de movimientos" a la "guerra de posiciones". La reflexión engelsiana se fundamenta en una minuciosa identificación de las transformaciones ocurridas en la economía capitalista, en las condiciones de la lucha de clases, en las estructuras urbanas de los países avanzados y, por último, en las decisivas modificaciones experimentadas por la técnica y el arte militares. Todo esto lo condujo a concluir que:
[S]i incluso este potente ejército del proletariado no ha podido alcanzar todavía su objetivo; si, lejos de poder conquistar la victoria en un gran ataque decisivo, tiene que avanzar lentamente, de posición en posición, en una lucha dura y tenaz, esto demuestra de un modo concluyente cuán imposible era, en 1848, conquistar la transformación social simplemente por sorpresa (p. 111, énfasis en el original).Más adelante Engels remataría su razonamiento diciendo que, ante estas condiciones, los socialistas deberían prepararse para una labor "larga y perseverante", encaminada a conquistar la conciencia de los sectores populares y de las capas intermedias de la sociedad, a afianzar la gravitación de las fuerzas de izquierda en el complejo entramado de instituciones del estado burgués –sistema partidario, movimiento obrero, gobiernos locales, etc.– hasta que se conviertan en "la potencia decisiva del país, ante la que tendrán que inclinarse, quieran o no, todas las demás potencias" (pp. 120-121). Engels trasciende de este modo las limitaciones propias del escenario histórico de su época: el capitalismo de fines del siglo xix, al preanunciar con sorprendente exactitud la reformulación teórica que, a finales de las décadas del veinte y del treinta, habría de ser desarrollada por Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel. Es decir, en un momento en el cual las profundas mutaciones del estado burgués en su fase imperialista –y muy especialmente aquellas ocasionadas por la Primera Guerra Mundial y el auge del fordismo– estaban apenas en sus comienzos, manifestándose de un modo embrionario, la penetrante mirada de Engels supo percibir los síntomas primeros de esta gran transformación. Pudo, de este modo, entrever la necesidad de adoptar una estrategia popular que le permitiera a las clases subalternas librar exitosamente el combate por la hegemonía en el seno de la sociedad civil, para convertirse, como diría Gramsci tiempo después, en "clase dirigente" antes de siquiera pretender ser "clase dominante".
Ante esta nada inocente deformación del pensamiento de Engels es preciso puntualizar lo siguiente:
(b) A diferencia de algunos revisionistas posteriores, o de ciertos "posmarxistas" de nuestros días, para Engels jamás estuvo en discusión el carácter histórico y transitorio del capitalismo como un modo de producción clasista destinado a ser reemplazado por formas superiores de organización económica y social. Sus reelaboraciones acerca de la política y la estructura social en los capitalismos avanzados nunca nublaron su visión como para hacerle perder de vista las injusticias que son inherentes a este sistema y el carácter irresoluble de sus contradicciones en el largo plazo. Ni Marx ni Engels afirmaron jamás la tesis del triunfo fatal e inexorable del socialismo: la barbarie bien podía ser el horror resultante del fracaso de la revolución. Sin embargo, tanto las injusticias como las contradicciones que le son inherentes claman por la constitución de una sociedad de nuevo tipo, poscapitalista, sobre la base del diseño que en su juventud Marx y Engels esbozaran en La ideología alemana. La revisión estratégica propuesta por Engels, en consecuencia, de ninguna manera significa otorgar un certificado de eternidad para el capitalismo. Tampoco puede decirse que Engels haya jamás concebido al estado como una institución neutra, como un mero "escenario" o prescindente marco institucional de la lucha de clases. Todo esto, que instala a Engels en un universo teórico distante a años luz de los "posmarxistas" de este fin de siglo, hace también de él un verdadero clásico del marxismo, cuyas aperturas, intuiciones e innovaciones teóricas son decisivas para encarar con audacia y certeza la urgente tarea de desarrollar la teoría marxista de la política y para orientar la praxis transformadora de nuestras sociedades.
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ |