Nicos Poulantzas | La
obra de Ralph Miliband,
The State in
Capitalist Society, recientemente publicada,1 es, en muchos sentidos, de
capital importancia. Es un libro extremadamente sustancioso y no se puede
resumir en unas cuantas páginas; todo cuanto diga para recomendar su lectura
será poco. Me limitaré a hacer algunos comentarios críticos, en la creencia de
que sólo la crítica puede hacer avanzar la teoría marxista. Pues la
especificidad de esta teoría, en comparación con otras problemáticas teóricas,
radica en la amplitud con que la teoría marxista se da a sí misma, en el acto
mismo de su fundación, los medios de su propia crítica interna. Diré de entrada
que mi crítica no será “inocente”. Dado que yo mismo he dedicado un libro −
Pouvoir politique et classes sociales−2 a
la cuestión del Estado, estos comentarios partirán de las posiciones
epistemológicas expuestas en dicha obra, que difieren de las de Miliband.
En primer lugar, unas palabras sobre los méritos
fundamentales del libro de Miliband. Salvo raras excepciones
−como la de
Gramsci− la teoría del Estado y del poder político ha sido escasamente cultivada
por el pensamiento marxista. Esto se debe a diferentes causas, relacionadas con
las diferentes fases del movimiento obrero. En el mismo Marx, esta escasa
atención, más aparente que real, se debe sobre todo al hecho de que su
principal objeto teórico era el modo de producción capitalista, dentro del cual
la economía no sólo tiene un papel determinante en última instancia, sino
también el papel dominante (mientras que en el modo de producción feudal, por
ejemplo, Marx indica que si la economía tiene también el papel determinante en
última instancia es la ideología, en su forma religiosa, la que tiene el papel
dominante). Marx se concentró, pues, en el nivel económico del modo de
producción capitalista y no trató de manera específica los demás niveles, como
el del Estado. Sólo trató estos niveles a través de sus efectos sobre la
economía (por ejemplo, en los fragmentos de
El
Capital dedicados a la legislación de fábricas). En Lenin, las razones son
diferentes: por su dedicación directa a la práctica política, sólo examinó la
cuestión del Estado en obras esencialmente polémicas, como El Estado y la
revolución, que no tienen el estatuto teórico de otros textos suyos, como
El desarrollo del capitalismo en Rusia.
¿Cómo se puede explicar, en cambio, la escasa atención por
el estudio teórico del Estado en la Segunda Internacional y en la Tercera
Internacional de Lenin? Con todas las precauciones necesarias, avanzaré la
siguiente tesis: la falta de un estudio del Estado se debe a que la concepción
dominante en ambas Internacionales era una desviación, el economismo, que va
acompañada generalmente por una falta de estrategia y de objetivos
revolucionarios −incluso cuando toma una forma “izquierdista” o luxemburguista.
En efecto, el
economismo considera
que los demás niveles de la realidad social, incluido el Estado, son simples
epifenómenos reductibles a la “base” económica. En consecuencia, el estudio
específico del Estado resulta superfluo. Paralelamente, el economismo considera
que todo cambio en el sistema social ocurre, en primer lugar, en la economía y
que la acción política debe tener como objetivo principal la economía. El
estudio específico del Estado también resulta, pues, inútil. El economismo
lleva, de este modo, al reformismo y al
“tradeunionismo”
o a formas de
“izquierdismo” como
el sindicalismo. Porque, como demostró Lenin, el objetivo principal de la
acción revolucionaria es el poder del Estado, y la premisa necesaria de toda
revolución socialista es la destrucción del aparato del Estado burgués.
El economismo y la carencia de una estrategia revolucionaria
son manifiestos en la Segunda Internacional. En cambio, lo son menos en la
Tercera Internacional, aunque, a mí parecer, lo que determinó fundamentalmente
la teoría y la práctica política “stalinista” dominante en la Komintern,
probablemente desde 1928, fue el mismo economismo y la misma carencia de una
estrategia revolucionaria. Esto se puede aplicar tanto al período
“izquierdista” de la Komintern hasta
1935, como al período revisionista-reformista posterior a 1935. Este economismo
determinó la falta de una teoría del Estado en la Tercera Internacional; y la relación
entre el economismo y la falta de una teoría del Estado quizá en ningún caso
sea tan evidente como en sus análisis del fascismo, es decir, precisamente en
el punto en que más necesaria le era a la Komintern una teoría del Estado. La
consideración de los hechos concretos lo confirma y lo explica. Puesto que los síntomas principales de la política
stalinista se encontraban en las relaciones entre el aparato de Estado y el
Partido Comunista en la URSS −síntomas visibles en la famosa Constitución de
Stalin de 1936− es muy comprensible que el estudio del Estado fuese un tema
prohibido par excellence.
En este contexto, la obra de Miliband contribuye a superar
una importantísima laguna. Como ocurre siempre cuando falta una teoría
científica, las concepciones burguesas del Estado y del poder político han
dominado el terreno de la teoría política, casi sin discusión. La obra de
Miliband es, por eso, verdaderamente catártica,
porque ataca metódicamente estas concepciones. Despliega con gran rigor una
formidable masa de materiales empíricos al examinar las formaciones sociales
concretas de los Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania o Japón y no
sólo demuele radicalmente las ideologías burguesas del Estado, sino que nos
suministra unos conocimientos positivos que estas ideologías nunca han sido
capaces de darnos.
Sin embargo, el procedimiento escogido por Miliband −la
réplica directa de las ideologías
burguesas con el examen inmediato de hechos concretos− también es, a mi
entender, la causa de los defectos de su libro. No quiero decir con esto que yo
esté en contra del estudio de lo “concreto”: al contrario, soy muy consciente de la necesidad de análisis
concretos, aunque sólo sea porque en mi propio libro (de propósito y objeto
algo distintos) he prestado una atención relativamente escasa a este aspecto de
la cuestión. Quiero decir, simplemente, que una premisa de toda aproximación
científica a lo “concreto” es la explicitación de los principios
epistemológicos de los que se va a partir. Pues bien, es importante señalar que
Miliband no habla en ningún momento de la teoría marxista del Estado como tal,
aunque esta teoría está constantemente implícita en su obra. La considera como
un elemento ya “dado” a cuya luz se puede replicar a las ideologías burguesas
mediante el examen de los hechos. Estos firmemente convencido de que Miliband
se equivoca en este punto, porque la carencia de una presentación explícita de
los principios para la exposición de un discurso científico nunca es inocua, y
menos todavía en un dominio como el de la teoría del Estado en el que, como
hemos visto, todavía no se ha constituido una teoría marxista. En efecto, se
tiene la impresión de que esta carencia conduce a menudo a Miliband a atacar
las ideologías burguesas del Estado colocándose en su propio terreno. En vez de
desplazar el terreno epistemológico y de someter estas ideologías a la crítica
de la ciencia marxista demostrando su falta de adecuación a la realidad (como
hace Marx, especialmente en Teorías de la
plusvalía), Miliband parece omitir este primer paso. Ahora bien, los
análisis de epistemología moderna demuestran que es imposible oponer
simplemente los “hechos concretos” a los conceptos paralelos situados en una
problemática diferente. Pues las viejas nociones sólo pueden confrontarse con
la “realidad concreta” mediante estos nuevos conceptos.
Veamos un ejemplo sencillo. Al atacar la noción tan
extendida de las “élites plurales”, cuya función ideológica es negar la
existencia de una clase dominante, Miliband dice, con el apoyo de los “hechos”,
que la pluralidad de las élites no excluye la existencia de una clase dominante
porque son estas élites, precisamente, las que constituyen dicha clase;3 es una
respuesta muy próxima a la de Bottomore. Ahora bien, yo creo que replicar al
adversario de esta manera equivale a situarse en su terreno y a correr el
riesgo de hundirse en el pantano de su imaginación ideológica, sin poder dar
ninguna explicación científica de los “hechos”. Lo que Miliband deja de lado es
la necesaria crítica preliminar de la noción ideológica de élite a la luz de
los conceptos científicos de la teoría marxista. De haber realizado esta
crítica se habría puesto de manifiesto que la “realidad concreta” ocultada por
la noción de “élites plurales” −la clase dominante, las fracciones de esta
clase, la clase hegemónica, la clase gobernante, el aparato de Estado− sólo se
pueden captar si se rechaza la noción misma de élite. Porque los conceptos y
las nociones no son nunca inocentes y al emplear las nociones del adversario
para replicarle se las legitima y se permite su persistencia. Toda noción, todo
concepto sólo tiene sentido dentro de la problemática teórica global que lo
funda; arrancado de esta problemática e importado “acríticamente” al marxismo
tiene efectos absolutamente incontrolables. Siempre aparece en la superficie
por donde menos se le espera y amenaza constantemente con oscurecer las líneas
del análisis científico. En el caso más extremo, puede uno ser contaminado
inconsciente y subrepticiamente por los principios epistemológicos del
adversario, es decir, por la problemática que funda los conceptos que no se han
criticado teóricamente, creyendo que los hechos los refutan por sí solos. Esto
es más serio, pues ya no se trata de un problema de simples nociones externas
“importadas” al marxismo, sino de principios que pueden viciar el uso de los
propios conceptos marxistas.
¿Es éste el caso del libro de Miliband? No creo que las
consecuencias de su procedimiento hayan ido tan lejos. Pero a mi parecer es
indudable que Miliband se deja a veces influir indebidamente por los principios
metodológicos del adversario. ¿Cómo se manifiesta esto? Diré, brevemente, que
se percibe en las dificultades con que choca Miliband para comprender las
clases sociales y el Estado como estructuras
objetivas, y sus relaciones como un sistema
objetivo de conexiones regulares, como una estructura y un sistema cuyos
agentes, los “hombres”, son, en las palabras de Marx, sus “portadores” (träger). Miliband da constantemente la
impresión de que para él las clases sociales o los “grupos” son reductibles, de
alguna manera, a relaciones interpersonales, que el Estado es reductible a las relaciones interpersonales de los
miembros de los diversos “grupos” que constituyen el aparato del Estado y,
finalmente, que la relación entre las clases sociales y el Estado es reductible
a las relaciones interpersonales de los “individuos” que componen los grupos
sociales y los “individuos” que componen el aparato del Estado.
En otro artículo publicado en la “New Left Review” ya
indiqué que esta concepción me parece derivada de una problemática del sujeto que ha tenido constantes repercusiones en
la historia del pensamiento marxista.4 Según esta problemática, los agentes de
una formación social, los “hombres”, no son considerados como los “portadores”
de instancias objetivas (como los considera Marx), sino como el principio
genético de los niveles del todo social. Es una problemática de actores sociales, de individuos como
origen de la acción social; de este modo, la investigación sociológica conduce
finalmente no al estudio de las coordenadas objetivas que determinan la
distribución de los agentes en clases sociales y las contradicciones entre
estas clases, sino a la búsqueda de explicaciones finalistas basadas en las motivaciones
de la conducta de los actores individuales. Éste es, notoriamente, uno de
los aspectos de la problemática de Max Weber y del funcionalismo contemporáneo.
Transponer esta problemática del sujeto al marxismo es, en definitiva, admitir
los principios epistemológicos del adversario, con el consiguiente riesgo de
viciar los análisis propios.