► “El
verdadero pecado, acaso el pecado contra el Espíritu Santo, que no tiene
remisión, es el pecado de herejía, el de pensar por cuenta propia” | Miguel de Unamuno
Miguel Mazzeo | José
Carlos Mariátegui, el “Amauta”, suele ser considerado como el fundador del
socialismo no gregario, no imitativo y más legítimo de Nuestra América. En
efecto, el socialismo de Mariátegui se caracterizó por una inusual capacidad
para contener, articular y superar positivamente otras tradiciones
emancipatorias de Nuestra América, como el nacionalismo revolucionario, el
antiimperialismo, el agrarismo y el indigenismo radical y para prefigurar
otras, como el guevarismo, la Teología de la Liberación y la Teoría de la
dependencia.
Lo que queremos demostrar, más allá de constatar “puntos
flacos”, es que el socialismo de Mariátegui, en algunos aspectos más allá del
propio Mariátegui, se fue constituyendo en un extenso campo, una especie de
encrucijada teórica que hizo y hace posible un diálogo fructífero entre
diversas tradiciones emancipatorias.
El socialismo de Mariátegui tuvo la rara virtud de
identificar los componentes étnicos, identitarios, pero sobre todo
“societarios”, y el potencial emancipatorio de un conjunto de prácticas y
tradiciones populares. Es decir, reconoció en estos componentes un capital
político y le ofreció hechos concretos a la dialéctica, provocándoles náuseas a
las “ideas generales”. Además señaló que dicho componente, según las
circunstancias, podía combinarse con factores sindicales, políticos y hasta
militares, sin jerarquías preestablecidas. De algún modo, Mariátegui “anticipa”
el tema de la dominación étnica (más allá de los usos ambiguos de los términos
de etnia y raza), la noción de un sujeto revolucionario plural, entre otras.
Por consiguiente, Mariátegui, al “peruanizar” y
“latinoamericanizar” las ideas de Marx, al interpretarlas de una manera
“auténtica” (más que otros intelectuales “importadores”), al integrarlas en el
marco de tradiciones y cosmovisiones previas, y al criticar la primacía
eurocéntrica y bolchevique en el marxismo, también puede ser considerado el
principal precursor de la que, inspirados en Ernst Bloch, llamamos corriente
cálida del marxismo en Nuestra América. Una corriente que refuta el
racionalismo eurocéntrico y la perspectiva objetivadora del marxismo
unidimensional, características de lo que podría denominarse –en contraposición
a la corriente cálida– la “corriente gélida” del marxismo. Mariátegui, de
alguna manera, es uno de los descubridores del ser de Nuestra América. Su
interpretación, como toda interpretación creadora, derivó en la invención de
una nueva realidad. Con Michael Löwy, creemos que Mariátegui
…no es solamente el
marxista latinoamericano más importante y el más creativo, sino también un
pensador cuya obra, por su fuerza y originalidad, tiene un significado
universal. Su marxismo herético guarda profundas afinidades con algunos de los
grandes pensadores del marxismo occidental...1
Alberto Flores Galindo propuso una distinción entre el
marxismo de Lukács y el de Mariátegui. Más allá de la coincidencia de sus
respectivos marxismos en aspectos nodales, más allá de las inquietudes y el
clima político-cultural compartido, Flores Galindo identificó una diferencia no
aleatoria y que de algún modo sirve para avanzar en la caracterización del
marxismo del Amauta. Decía:
A diferencia de Lukács
[…] el marxismo de Mariátegui no fue una reflexión sobre textos, nunca aspiró a
constituirse en una “marxología”, no le interesó la fidelidad a la cita o la
rigurosidad en la interpretación. Utilizó a Marx en el sentido más egoísta de
la palabra, lo empleó como instrumento, sin temer nunca derivar en la herejía o
infringir alguna regla.2 (Itálicas en el original).
El marxismo de Mariátegui es principalmente reflexión sobre
la práctica. Y más allá de mostrarse partidario del apotegma leninista que
establecía que “sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria”, en
los hechos se comportó como un cabal partidario de un punto de vista diferente,
donde la primacía la tenía la práctica y la teoría se nutría de la práctica
para luego incidir en ella.
De este modo, Mariátegui estuvo muy lejos de querer llenar
los baches entre las clases subalternas-oprimidas y la política con
intervenciones exclusivamente intelectuales. De ningún modo pretendió encontrar
un reemplazo para la lucha de clases. Esta actitud marcó una diferencia con lo
que años después de su muerte se delinearía como “marxismo occidental”
(europeo).
Una pléyade de autores ha planteado la vigencia de
Mariátegui. Algunos han sugerido la idea de “contribución”, e incluso están
aquellos que, como Edgar Montiel,3 la contraponen a la idea de vigencia.
Nosotros optamos por el concepto de vigencia, no porque nos seduzcan las
construcciones teóricas perennes, sino porque, en el caso de Mariátegui,
identificamos gestos, actitudes y perspectivas –podríamos denominarlos
cognosctivo/políticos– que son hoy imprescindibles para pensar un proyecto emancipatorio
en Nuestra América. Su obra nos atrae por las polémicas que generó y genera,
por los apasionantes desafíos teóricos y políticos que propuso y propone,
porque quedó inconclusa. Compartimos la opinión de Julio Ortega, quien sostenía
que
Todo en Mariátegui
actúa por una recuperación permanente del sentido: no hay errancia en su obra,
porque encarna un sistema complejo de convergencia, vertebrando un
entendimiento unitario de una realidad que, sin embargo, no está sino
haciéndose.4
Su obra rechaza toda fijación de fronteras de “normalidad
semántica”, posee un mensaje que se renueva a través del tiempo y que hace
factible una relectura bajo nuevas condiciones históricas. Mariátegui ha
permancido incontrolable y sistemáticamente creativo. Por todo esto Mariátegui
es, con todo derecho, un “clásico”. Justamente por esta condición su obra
constituye un campo de batalla teórico-político. Mariátegui es insoslayable si
se aborda la pregunta por el socialismo en Nuestra América. Asimismo,
Mariátegui es inagotable.
En general, esta situación puede explicarse, en primera
instancia, con la simple referencia a un contexto político y teórico que,
durante los últimos años, viene favoreciendo la reinserción –claro que con los
ropajes característicos de la denominada era de la “transmodernidad”– de un
conjunto de temas y problemas (de larga data e irresueltos) en la agenda
política e intelectual de Nuestra América: la dependencia, la colonialidad del
poder, la cuestión indígena en marcos anticapitalistas, los formatos no
liberales y no burgueses de la nación, la interculturalidad, la defensa de la
biodiversidad, la soberanía alimentaria, etc. Un color de fondo, entonces, que
otorga, nuevamente, centralidad política y teórica a cuestiones como el
antiimperialismo, la lucha de clases y los debates respecto de las perspectivas
del socialismo en Nuestra América.
Desde el punto de vista del pensamiento se puede afirmar que
dicho contexto exige una tarea de reflexión-acción sobre las posibilidades de
generar conocimiento radicalmente crítico de la matriz eurocéntrica y que esté
al servicio de una política emancipatoria, es decir, una teoría convertida en
fuerza productiva transformadora. Queda claro que el inicio del siglo XXI ha
suscitado la necesidad de reinterpretar el continente.
Pero la “presencia” (y la vigencia) de Mariátegui también se
puede explicar por el hecho de que se trata de una obra y un pensamiento que
han sobrevivido a la crisis de los socialismos reales y al agotamiento de las
matrices más clásicas de la izquierda (del denominado “marxismo-leninismo” en
general) que buscaron reducir toda la vida a un ordenamiento sistemático. Una
decadencia tal, más allá de que muchos la consideraron arrasadora de toda idea
de cambio radical, no podía afectar sustancialmente –esto es, en sus aspectos
medulares– una obra y un pensamiento como los de Mariátegui.
Esto fue percibido por sectores de la izquierda europea (los
que aún conservan alguna predisposición anticapitalista, algún vestigio del
sueño emancipador) que vieron en Mariátegui las posibilidades de un marxismo
operativo y con arraigo, de un socialismo sin fórmulas envenenadas, un
pensamiento genuino que suministraba claves para la vida práctica y una
esperanza. Esto significa que, de un tiempo a esta parte, comenzó a ser
reconocida la dimensión universal del pensamiento de Mariátegui.
El espejo europeo nos puede servir para identificar en
Mariátegui un aporte, tal vez el más importante, del marxismo de Nuestra
América a lo que en otros tiempos se denominó “revolución mundial” y que ahora
podríamos designar como “internacionalización” (o incluso “globalización”) de
las luchas y los proyectos emancipatorios. Un aporte, también, al pensamiento
crítico revolucionario.
Sostenemos que la contribución de Mariátegui se relaciona
con un modo original de asumir las mejores promesas de la Ilustración. En
primer lugar, porque Mariátegui metabolizó esas promesas sin producir
formulaciones saturadas de a-localismo y universalidad abstracta, luego porque
las puso en tensión constante, conmoviendo sus bases epistemológicas pero
conservando sus horizontes emancipatorios. Se trata de una contribución que
también puede vincularse a la posibilidad de imaginar una razón que sea algo
diferente a los artefactos despóticos y que no se limite a la paranoica
persecución de objetivos, una razón modesta y no autosuficiente. Muchos autores
han destacado el cuestionamiento de Mariátegui a la razón occidental (una razón
instrumental, cosificadora, objetivadora, etc.) y su ruptura con la idea
eurocéntrica, evolucionista y totalitaria de la totalidad que lo llevó a
proponer una idea de totalidad como campo de tensiones y discontinuidades.
Podrá discutirse –y es, sin dudas, un ejercicio lícito y
necesario– la potencia autosuficiente que Mariátegui, como contrapartida, le
otorga a la voluntad, a la que, influido por Georges Sorel, entre otros,
considera ilimitada y prácticamente incondicionada. Pero tal “exageración”
debería analizarse en el marco más amplio de una batalla permanente contra el
economicismo, contra los modos de producción de sujetos desanimados y otras
formas del fatalismo de izquierda. Mariátegui asume la indispensable tarea de
restituir la voluntad, la subjetividad y la pasión al sitial del que habían
sido arrancadas por el socialismo reformista e integrado o el socialismo
dogmático y unidimensional. El realce de la voluntad propuesto por Mariátegui
es básicamente expresión de lo que Bloch, en su obra El principio esperanza,
llamaba optimismo militante: la actitud ante algo no decidido, pero que puede
decidirse por la vía del trabajo y la acción.5 Existen muchas afinidades entre
Mariátegui y Bloch, aunque este tema no puede desarrollarse aquí, vale decir
que ambos son exponentes de un pensamiento “matinal”, “auroral” de carácter
crítico-utópico.
Creemos que para delinear un pensamiento y una política
radical, con capacidad de intervención en la realidad, hoy resulta fundamental
repensar todos los ejes del pensamiento emancipador, desde la noción de sujeto
y de vanguardia hasta la de transición. Para relanzar un proyecto socialista se
impone asimismo el reconocimiento de sus elementos relacionales y
civilizatorios, la valorización de experiencias populares prefigurativas, el
peso de las subjetividades colectivas y el poder creador de la fantasía. Se
torna necesario radicalizar la heterodoxia. No se puede aplazar la búsqueda de
preguntas y respuestas originales. Por otro lado, creemos que, sin renegar de
la centralidad asignada a la opresión clasista, Mariátegui fue uno de los
primeros socialistas revolucionarios de Nuestra América en poner el ojo en las
diferencias.
Si en los últimos años, desde algunas corrientes del
marxismo de Nuestra América, surgieron expresiones teóricas que comenzaron a
pensar “la comunidad”, como clase social, una clase “no moderna” pero no por
eso menos real; si la comunidad comenzó a ser considerada como el fundamento de
un cambio social en sentido anticapitalista; si se viene reivindicado la idea
de universalización de una racionalidad social comunal, es casi imposible no
tener presente los gestos inaugurales de Mariátegui.
En el marco de estas tareas y desafíos, Mariátegui vuelve a
tener mucho que decir. La productividad política de su obra y su pensamiento
vuelve a ser justipreciada como parte del bagaje teórico de las fuerzas
sociales constituyentes de órdenes no capitalistas y antisistémicos, como
insumo imprescindible de un neohumanismo transformador. Más que algún capricho
teórico, creemos que prima la fuerza de los hechos.
Evidentemente, no tendría ningún sentido detenerse en las
figuras inactuales de la radiografía, en aquellos tópicos de su obra y su
pensamiento que han sido superados. A más de ochenta años de su muerte sería un
dato desalentador que estas extenuaciones no sucedan. Nos parece mucho más
provechoso hacer un alto en lo que creemos que aún late con vigor y conserva
inalterada su productividad teórico-política que, por cierto, no es poco. ¿En
qué aspectos debemos reparar para plantear una renovada vitalidad de
Mariátegui? ¿Qué elementos fundan las posibilidades de un diálogo contemporáneo
con su obra y su pensamiento?
En fin, los argumentos que pueden servir para fundamentar la
vigencia de la obra y el pensamiento del Amauta resultan inagotables y
variopintos. Oscar Terán, parafraseando la definición del peronismo que supo
acuñar John William Cooke, decía en los años ochenta que Mariátegui constituía
“el hecho maldito del marxismo latinoamericano”.6 Creemos que esa definición
sigue siendo válida. Una década más tarde, Roberto Fernández Retamar sostenía
que Mariátegui, como José Martí y como Ernesto “Che” Guevara, era “un heraldo
de lo que está por realizarse”.7