Benjamin Balthaser
Visto el reciente apoyo por parte de la confederación
sindical AFL-CIO al oleoducto de Dakota (Dakota Access Pipeline, DAPL), parece
lícito pensar que estamos asistiendo a un nuevo episodio de la confrontación
entre los derechos indígenas por un lado y los activistas sindicales de
izquierda por otro. La cuestión se remonta por lo menos a comienzos de la
década de 1980, cuando Russell Means, cofundador y activista del Movimiento
Indio Americano (American Indian Movement, AIM), pronunció un discurso ante una
conferencia internacional de pueblos indígenas en los Black Hills de Dakota del
Sur. Puede parecer extraño que una figura tan prominente de la lucha por la
soberanía de los pueblos nativos de EE UU dedique un importante discurso al
marxismo, pero Means apuntaba más lejos: al rechazo de toda la tradición
intelectual europea, incluida la de su ala radical.
Según Means, el marxismo no ofrece a los nativos americanos
nada mejor que el capitalismo: ambos consideran que los pueblos indígenas y sus
tierras son un coste del desarrollo económico. El marxismo se limita a
reorganizar las relaciones de poder de la sociedad colonial sobre la base de la
eficiencia. Los pueblos indígenas viven en “zonas de sacrificio” y toda
sociedad moderna e industrializada necesitará extraer combustible, plusvalía y
materias primas de sus tierras. Pocos años después, Ward Churchill profundizó en
la tesis de Means, declarando que los marxistas enrolarían a los pueblos
indígenas en su ejército proletario con el fin de ganar su revolución
socialista. De ahí, afirmó Churchill sin rodeos, “que el marxismo… suela ser rechazado de plano por la población india.”
En tiempos más recientes, el teórico Jodi Byrd vino a decir
lo mismo con respecto, más en general, a la estrategia política marxista del
siglo XX, afirmando que las teorías de Antonio Gramsci sobre las prácticas
contrahegemónicas solamente tienen sentido si uno desea reforzar un “Estado
colonial democrático multiétnico” y no asegurar una genuina independencia
tribal. El antropólogo David Bedford reconoció que el marxismo podía
proporcionar un análisis útil en algunas luchas anticoloniales, como por
ejemplo la lucha contra la apartheid en Sudáfrica. En este caso, los africanos
servían de ejército de reserva de mano de obra para las empresas de los
blancos. Sin embargo, para las tribus que puedan relacionarse con el
capitalismo al margen de un régimen de explotación del trabajo, el marxismo,
señala, no tiene en cuenta las reivindicaciones de soberanía y
autodeterminación propias de los pueblos indígenas.
El apoyo de la AFL-CIO al DAPL parece confirmar muchas de
las teorías de Bedford, Byrd, Churchill y Means. Mientras que muchos sindicatos
han emitido declaraciones de apoyo a la lucha de Standing Rock de los sioux en
defensa de sus tierras y su tratado, el hecho de que la confederación sindical
más importante de EE UU respalde la construcción del oleoducto indica que
todavía existe una falla que separa las luchas de los pueblos indígenas y las
de los trabajadores. El “desarrollo”, tal como se entiende comúnmente,
convierte a las personas y la tierra en insumos abstractos; la “democracia
universal”, implica la crítica, convierte a todo el mundo en ciudadanos
abstractos, allanando los derechos de los grupos y la condición de nación
independiente de las tribus.
Varios teóricos y activistas han intentado abordar en los
últimos años la historia desigual de la izquierda y de la soberanía de los
nativos de EE UU. El amplio apoyo de la izquierda al movimiento NoDAPL
–incluido el socialista más conocido de EE UU, Bernie Sanders– representa tan
solo el ejemplo más evidente. La historiadora y activista Roxanne Dunbar-Ortiz
ha recuperado el largo legado del compromiso de la izquierda latinoamericana
con las cuestiones indígenas a través de la obra del intelectual comunista José
Carlos Mariátegui. Y David Harvey, al igual que el Midnight Notes Collective, señalan la manera en que la “acumulación
primitiva” –el método del capitalismo para poner en marcha el crecimiento
mediante el robo y la privatización de tierras y recursos– es un rasgo continuo
y permanente del desarrollo económico.
No obstante, la mayoría dan por hecho que el marxismo y las
luchas indígenas tienen poco que decirse mutuamente. El primero teoriza la
modernidad capitalista y la transformación histórica, tomando como sujeto al
obrero industrial. En esta tradición, las reivindicaciones basadas en tratados
y derechos territoriales son, en el mejor de los casos, asuntos secundarios.
Por consiguiente, la afirmación de Churchill de que los pueblos indígenas han
sido históricamente hostiles a las ideas marxistas no suele cuestionarse,
particularmente en Norteamérica.
Ahora bien, Churchill parece desconocer los escritos de
nativos americanos marxistas y su dedicación a la larga historia del
pensamiento materialista dialéctico. Esta laguna no es una cuestión secundaria:
favorece supuestos culturales de que, en palabras de Philip Deloria, los
nativos americanos han “perdido el tren de la modernidad”. Tales supuestos
también vienen a decir que los pueblos indígenas y los socialistas tienen poca
cosa en común, lo que refuerza la noción de que existe una divisoria peligrosa
e insuperable entre la izquierda obrera y los derechos soberanos de los pueblos
indígenas. Nada más lejos de la verdad.
Anticapitalista
y anticolonial
Archie Phinney, un antropólogo nez percé/1 y cofundador del Congreso Nacional de Indios Americanos
(NCAI) –la organización panindia más longeva de EE UU–, es uno de los
intelectuales amerindios más importantes, aunque de los menos conocidos, de
mediados del siglo XX. A pesar de sus escritos polifacéticos, o tal vez debido
a ellos –que abarcan desde análisis de la política de la Unión Soviética con
respecto a las tribus indígenas siberianas hasta artículos sobre la teoría del
modo de producción, pasando por libros sobre tradiciones orales de los nez percés–, su obra se vio eclipsada
por otros intelectuales nativos de la década de 1930, como por ejemplo D’Arcy
McNickle y John Joseph Mathews, autores de las primeras novelas “modernistas”
de nativos americanos en EE UU.
La obra de Phinney no se ha recopilado ni estudiado en su
totalidad, debido al menos en parte a la larga sombra del macartismo en la
universidad: la reseña más completa de su vida y obra –un número especial de la
Journal of Northwest Anthropology de
2004– dedica mucho espacio al intento de distanciar a Phinney de su propio
compromiso socialista. Si bien la militancia política concreta de Phinney sigue
siendo desconocida –por ejemplo, si fue miembro o no del Partido Comunista–,
está claro que, si no hubiera muerto prematuramente a finales de la década de
1940, habría sido convocado por la comisión de actividades antiamericanas del
Congreso y seguramente destituido de su cargo en la Oficina de Asuntos Indios
(Bureau of Indian Affairs, BIA).
Panindio, cosmopolita y autocalificado de moderno, Phinney
representa otra corriente del pensamiento intelectual indígena que evita la
estricta dualidad que articularon Means y Churchill. Phinney vinculaba la lucha
por la soberanía de los indígenas americanos con otros combates por la justicia
racial en EE UU. Argumentó que existen pueblos indígenas tanto dentro como
fuera de las estructuras democráticas estadounidenses, abordando lo que es
exclusivo de la política indígena y reconociendo asimismo que las poblaciones
indígenas son modernas y deben dotarse de una voz política y buscar aliados
políticos. Phinney surgió como intelectual en un periodo en que gran parte del
mundo colonial veía en la Unión Soviética y el socialismo mundial un medio de
liberación.
Como han sugerido historiadores como Mark Naison, Robin D.G.
Kelley y Penny von Eschen, los movimientos culturales y políticos pluralistas
de la década de 1930 se cruzaron con los movimientos anticoloniales y del
nacionalismo negro. Compartieron espacio en las mismas publicaciones y a menudo
dentro de las mismas organizaciones. Tal como explican Naison y Kelley, tras el
declive del movimiento agrupado en torno a Marcus Garvey a finales de los años
veinte, el Partido Comunista (CPUSA) no solo reclutó a antiguos garveyistas,
sino que en cierto modo hizo suya la bandera del nacionalismo negro en EE UU y
buena parte del mundo colonial.
A partir del 6º congreso de la Internacional Comunista
(Comintern), celebrado en 1928, el Partido Comunista puso en práctica una serie
de políticas que influirían enormemente en las corrientes intelectuales y
políticas de EE UU durante la siguiente década. Abandonando la crítica de clase
“pura”, el 6º congreso se basó en los escritos de Lenin y Stalin y declaró que
la lucha anticolonial era una parte legítima de la revolución mundial. Anunció
que la Comintern apoyaría las luchas de liberación tanto de las “minorías
nacionales” en el interior de los Estados como de los súbditos de potencias
coloniales. Por un lado, esta política se ajustaba, tal vez de forma simplista,
a la política soviética de autodeterminación dentro del antiguo imperio ruso.
Por otro lado, abrió la puerta al desarrollo, por parte de dirigentes del
CPUSA, de la tesis de autodeterminación del cinturón negro de EE UU, declarando
que los afroamericanos eran súbditos “colonizados internamente” y necesitaban
su propio Estado.
Quizá por el hecho de que la izquierda profesa más
intensamente el antirracismo, parece que hubo un pequeño número de miembros
indígenas del partido que desempeñaron, al menos a escala regional, un papel
relativamente destacado. El periódico de la costa oeste del CPUSA, el Western Worker (más tarde Peoples’ Daily World) publicó varios
reportajes sobre el activista indígena Joe Manzanares en la década de 1930;
también sacó un anuncio en que pedía que quienes estuvieran “interesados en
asuntos indios” llamaran a un número de teléfono de la oficina del CPUSA en San
Francisco. Además, varias cartas al director escritas por indígenas expresaron
por qué ingresaban en el partido, combinando la demanda de autodeterminación
con una retórica de clase comunista y el cuestionamiento anticolonial del
binomio salvaje-civilizado.
Una carta, por ejemplo, afirmaba que “patronos blancos nos
robaron todas las tierras a los indios” y que “nos llaman ‘nativos’ o ‘indios’
o ‘salvajes’… los indios no son salvajes… Los indios siempre son amables con
los trabajadores que tienen que esclavizarse para ganarse el sustento”. El
autor de esta carta sostiene que acceder a la modernidad –ser “no salvaje”– no
equivale a asimilarse. El socialismo, concebido como “solidaridad con el
proletariado”, se considera coincidente con la reivindicación sobre la tierra y
la historia de desposesión.
Una carta de Vincent Spotted Eagle, publicada en 1934,
analiza la vida de los indígenas de EE UU a través de la teoría del modo de
producción: “Antes de que llegara el
hombre blanco, nuestro modo de producción y distribución estaba basado en la
cooperación y descartaba toda explotación. Esto era comunismo, que es el
verdadero americanismo. Y esta es la razón de que yo me apuntara al Partido
Comunista.” Spotted Eagle califica el capitalismo de “producto original de
Europa” y afirma que “hemos sido explotados” desde que “Colón descubrió esta
Gran Nación”. Jugando con el tropo de “americanismo”, Spotted Eagle reclama la
condición de nación de su “Gran Nación” y derechos de ciudadanía en EE UU. Su
respuesta al capitalismo europeo no consiste en volver a la vida precolombina,
sino más bien en hallar una nueva síntesis con “los amantes de toda la
humanidad, especialmente los negros” mediante un proyecto socialista internacional
que él llama comunismo.
Al mismo tiempo, el Western
Worker publicó cinco reportajes sobre miembros del CPUSA que organizaban
campañas de ayuda y consejos de desempleo en reservas de California. En
Montana, el partido presentó a un candidato al senado que era indígena, llamado
Raymond Gray. Esto indica que, al menos en el oeste, los activistas del partido
y los indígenas se organizaban en la misma estructura. Mientras que la
envergadura y la modalidad de estas campañas no están claras, el hecho de que
el Partido Comunista tuviera una presencia organizativa en las reservas pinta
un cuadro muy distinto tanto del partido como del compromiso político de los
grupos indígenas.
Además, el Western Worker sacó numerosos artículos sobre
apropiaciones ilegales de terrenos, incumplimientos de tratados, expulsiones de
indígenas a México y la política “genocida” de deportación de indígenas en
California, lo que indica que el partido no veía a los indígenas tan solo a
través de las lentes de clase, sino que comprendía la especificidad de las
demandas de justicia de los indígenas. Las pruebas documentales desmienten las
críticas de Churchill y Means sobre la relación entre la práctica marxista y la
lucha indígena, de manera muy similar a cómo los escritos de Phinney sobre la
política soviética de “minorías nacionales” le ayudaron a desarrollar sus
propias teorías materialistas de la soberanía indígena. Al tiempo que carecía
de una infraestructura partidaria formal que ayudara a expresar cuestiones
importantes para los afroamericanos, dichas pruebas documentales revelan una
participación e imbricación mucho mayores entre las comunidades indígenas y la
izquierda marxista que lo que se suele pensar.
Asimilación
y proletarización
En un discurso pronunciado en 1943, Phinney dijo que la
Unión Soviética era “el primer intento del ser humano de orientar
inteligentemente su propia historia”. Esto no quiere decir que suscribiera la
política estalinista ni que fuera un militante de carnet del Partido Comunista;
en efecto, tal como nos recuerda Michael Denning, aplicar como criterio
principal la afiliación partidaria no es necesariamente la mejor manera de
analizar los movimientos radicales de la década de 1930. Aun así, Phinney,
quien estudió con Franz Boas en la Universidad de Columbia y viajó a Leningrado
con una carta de presentación de la marxista-feminista Agnes Smedley,
contemplaban sin duda la Unión Soviética y el marxismo del mismo modo que otros
muchos intelectuales de color de la época: como un modo alternativo de desarrollo
económico que no se basaba en las jerarquías raciales del Occidente europeo.
Mientras realizaba su doctorado en Leningrado entre 1932 y
1937, Phinney llevó a cabo un estudio comparativo de la política de EE UU hacia
los indios con el trato dado por los soviéticos a sus minorías nacionales, en
particular a los pueblos de cazadores y recolectores de Siberia. Esperaba
hallar un modelo que pudiera emular EE UU. Aunque Phinney nunca publicó un
libro sobre esta cuestión, una lectura atenta de sus escritos publicados y
manuscritos no publicados indica que su estudio del marxismo y de la política
soviética influyó mucho en su posterior implicación en la puesta en práctica de
la Ley de Reorganización India (Indian Reorganization Act, IRA) de 1934 y en su
carrera como teórico fundador del activismo indio de posguerra.
El ensayo más divulgado de Phinney después de su muerte, Nimi’ipuu Among the White Settlers
(Nimi’ipuus entre los colonos blancos) fue escrito mientras intercambiaba
misivas con Boas durante su estancia en Leningrado. Exponiendo las
contradicciones a que se enfrentaban los nimi’ipuus
(como se llamaban a sí mismos los nez
percés) y otras tribus indias carentes de tierras, Phinney afirmó que el
falso binomio entre asimilación y retorno al pasado no ayudaba a comprender a
los nimi’ipuus tras su rendición en
1877. Se basó más bien en la teoría del modo de producción para evaluar la
condición actual de la tribu. Desde el punto de vista de Phinney, la extinción
potencial de los nimi’ipuus no podía
atribuirse a una única causa, señalando que habían sobrevivido a su derrota a
manos de los militares. La condición “moribunda” de la tribu se debía más bien
a un proceso de 40 años en que “los indios, que fueron sacados, o desviados, de
una cultura” para ser “introducidos después en otra”, en un modo de vida
extraño que ellos no comprendían ni en el cual contaban con los recursos
materiales necesarios para progresar.
Como materialista que era, es decir, como alguien que creía
que la cultura está inserta y es fruto de las necesidades de la vida social y
económica, Phinney se mostró escéptico ante los revivilistas culturales que no
proponían al mismo tiempo un programa político de liberación económica.
Entendía que el modo de producción colectiva de los nimi’ipuus era inseparable de su identidad cultural:
“En la anterior
economía comunal, toda la actividad era una experiencia comunal continua en la
que el trabajo (búsqueda y producción de alimentos), el ritual y la diversión
eran un único proceso. En la producción de subsistencia, los indios no
concebían el trabajo como algo distinto de otras actividades culturales, y en
su lengua ni siquiera existía una palabra equivalente a "trabajo".
Con la abrupta transición de la participación colectiva general a una economía
capitalista avanzada y al individualismo, se vieron confrontados con una
distinción entre el trabajo sobre una base individualista y la actividad y
recreación comunitarias.”
Esta contradicción, principalmente entre colectivismo e
individualismo, quebraba ahora el orden tribal, pues se ofrecían ventajas
materiales a los nimi’ipuus a título
individual, sin el requisito de trabajar. Se favoreció el desarrollo del
individualismo de los indios, pero no en el sentido de la iniciativa y el
esfuerzo individuales; por otro lado, el espíritu comunitario sobrevivió y se
manifiesta hoy en la forma de las actividades recreativas mencionadas. Phinney,
que creía que los nimi’ipuus habían
perdido el control sobre su base económica, pensaba que el “espíritu
comunitario” por sí solo no permitiría recuperar la capacidad de la tribu para
producir su propio sustento. “Los trajes vistosos y las coloridas actuaciones
de los indios de hoy satisfacen tanto el gusto del hombre blanco por la pompa
espectacular como el amor del actor por los focos”, escribió Phinney sobre las
celebraciones culturales de los nimi’ipuus,
pero no por eso “hay que asumir que se estén resucitando elementos de la
cultura india. Al contrario, esto representa la última etapa de la degradación
de la cultura nimi’ipuu.”
Phinney no era un purista cultural, pero entendía que la
celebración cultural sin un programa político y económico no significaba una
revitalización, sino más bien la asimilación de la tribu por la política racial
del espectáculo consumista. No podía haber solución cultural sin solución
económica. Phinney nunca afirmó que los nimi’ipuus
debieran adaptar sus modos de vida y de trabajo a la economía colonial. Nunca
propuso –como han hecho tantos otros– que recurrieran a la formación laboral, a
las técnicas agrícolas o a las oportunidades educativas ofrecidas por el orden
social blanco. En vez de ello, examinó qué tipo de orden social era el que los nimi’ipuus debían adoptar, señalando que
participar en la economía capitalista como obreros no sería otra cosa que una
“asimilación en el nivel más bajo de la existencia proletaria blanca”.
Abandonar la reserva y sumarse a la clase obrera sería
asumir “una condición en la que [los
nimi’ipuus] tendrán que enfrentarse a las adversidades de la explotación y del
antagonismo de clase”, trocando la lucha comunitaria contra el colonialismo
por la lucha individual por la mera supervivencia. Phinney pensaba que lo más
probable era que con esto saldrían peor parados que lo que ya estaban con sus
adjudicaciones y los racionamientos de comida. Equiparando la asimilación a la
“proletarización”, Phinney subrayó que la soberanía no solo incluye el control
de la tierra, sino también el del propio trabajo. Tal como explicó, para la
mayoría de trabajadores la conscripción en el capitalismo comienza con la
indigencia:
“Hoy en día hay en EE
UU más ciudadanos negros y blancos que indios que viven en condiciones de
pobreza infrahumanas; estos no indios no son objeto de especial atención porque
son proletarios en paro o campesinos empobrecidos, es decir, componentes
activos de la sociedad capitalista que se supone que han de buscar su salvación
individualmente, condenados a vivir o morir gracias a su propio esfuerzo…”
Phinney añadió, con su típica mordacidad, que “el gobierno
de EE UU se siente obligado a rehabilitar [a los nimi’ipuus]” y situarlos “en el mismo nivel que el de la familia
rural blanca media”. Claro que esa “familia rural blanca media” también
necesita a su vez una buena dosis de “rehabilitación”. En este pasaje, Phinney
desbarata el binomio entre “primitivo” y “moderno”, preguntando por qué un
indígena iba a querer verse asimilado por un orden social que está dividido por
líneas de raza y de clase. Los nimi’ipuus
ya habían sentido el impulso hacia la modernidad, y la cuestión real es esta:
¿qué tipo de modernidad?
Antes que unirse a la clase obrera, Phinney llamó a los
pueblos indígenas a combinar su tradición de propiedad comunitaria e identidad
tribal con los principios de la economía marxista: “propiedad de los medios de
producción”. Los nativos americanos, propuso, deberían “hacer que los grupos
indios se autosustenten económicamente sobre la base de la organización
cooperativa (tribal) y la propiedad corporativa (común) de los medios de
producción”. De esta manera, Phinney adaptó a Marx a un contexto indígena,
considerando que únicamente una base económica colectiva podía sustentar la
cultura tribal. En vez de llamar al autosustento de las comunidades indígenas
al margen de la sociedad industrializada, Phinney imaginó la consecución de la
autosuficiencia económica colectiva tumbando las “barreras del aislamiento” y
permitiendo a los nimi’ipuus
alinearse con la masa de “familias rurales blancas medias” en la lucha por unas
“condiciones de vida nuevas y mejores” como “comunidades modernas conscientes”.
La modernidad de Phinney radica en su idea de que la vida
debe orientarse hacia la transformación social. Tratar de reavivar el pasado,
señaló Phinney, sería vivir una existencia “en la reserva de especímenes de
museo emplumados”, convertirse en el “indio evanescente” cuyas maneras
atrasadas justifican retroactivamente el robo de las tierras de los nez percés. Sin embargo, también se
percató de que el progreso y la modernidad tenían un precio existencial. Para
los nativos americanos, afrontar el futuro significaba asimismo afrontar la
profunda experiencia de la pérdida, incluso de la miseria, que se derivaba de
siglos de enfermedad y expropiación seguidos del dominio colonial. La
modernidad, tal como él la veía, era por tanto un proyecto inacabado, cuyo
resultado dependería de la lucha social.
Una nueva
intelectualidad india
Phinney solicitó una plaza en la Oficina de Asuntos Indios
(BIA) cuando la agencia estaba embarcada en una profunda transición. La IRA de
1934 o el “New Deal indio” no solo descriminalizó la cultura indígena y puso
fin a las desastrosas políticas de asimilación oficiales, sino que también creó
el primer programa de discriminación positiva en la contratación federal,
reclutando un gran número de indígenas con un alto nivel educativo para puestos
administrativos. No obstante, Phinney tenía su propia visión del
autoempoderamiento indio, que expresaba un gran escepticismo con respecto al
Estado, en contraste con lo que parecía indicar su decisión subsiguiente de
trabajar para ese mismo Estado. En una carta remitida al director de la BIA,
John Collier, Phinney criticó con razón que la IRA “no rompe con el rígido
control por parte del gobierno” y se quedaba peligrosamente corta con respecto
a las formas de soberanía que él había esbozado en su ensayo sobre los “nimi’ipuus”.
En oposición al predominio de antropólogos y misioneros
blancos en la Conferencia India Americana de 1939, Phinney formó un nuevo grupo
“limitado a los líderes indios de buena fe” e independiente de la BIA de
Collier. Este grupo se coinvirtió luego en el Congreso Nacional de Indios
Americanos (National Congress of American Indians, NCAI). Una lectura de los
escritos publicados y no publicados de Phinney muestra que pensaba que esta
organización panindia sería capaz de empoderar a los indígenas estadounidenses
para expresar una idea moderna de sí mismos y tener alguna influencia política
en EE UU.
En un ensayo titulado A
New Indian Intelligentsia, Phinney esbozó su visión del NCAI. Comenzó
llamando a los indios americanos a transformar radicalmente la idea de su
propia identidad:
“Aparte de toda
consideración propia del racismo o del nacionalismo, a los indios americanos no
solo hay que otorgar la condición tribal, sino una condición racial. El
concepto de "raza" india se deriva en gran medida de nuestra
propensión moderna a clasificar grupos de personas en vez de individualizarlos.
Antiguamente, los indios se identificaban como grupos locales, después como
tribus y familias etnolingüísticas, hasta que ahora han adquirido una
conciencia diferenciada de esta clasificación omnímoda: "indios"…
Esta tendencia ya se puede observar entre las tribus indias y otras minorías en
el mundo entero.”
Siempre dialéctico, Phinney teorizó que la identidad
impuesta de raza, de modo similar a la identidad impuesta de trabajador en el
capitalismo, podría servir de base de la fuerza colectiva. Preocupado de que la
identidad tribal pudiera impedir a los pueblos indígenas tejer alianzas más
amplias, Phinney insistió en que “la
herencia racial india no es algo que dependa, para su supervivencia, de una
atmósfera de reserva. Probablemente, estos indios ajenos a la reserva son el
elemento más capaz y combativo de la población india en EE UU.” Este último
argumento de Phinney parece revelador. En vez de imaginar, como hace Means, que
los indígenas que viven en las ciudades probablemente sean menos conscientes
políticamente que los que permanecen en las reservas, Phinney afirma que los
pueblos nativos de la diáspora son de hecho los más activos políticamente.
Pensaba que el NCAI podría operar como la vanguardia de esta
nueva comunidad panindia. Sería mucho más “combativo y militante” que las
anteriores organizaciones indias precisamente por el hecho de reconocer la
modernidad de la condición de los nativos americanos. La opción de Phinney por
la afiliación racial no supuso un giro a favor de la asimilación. El NCAI
limitó sus relaciones con organizaciones dirigidas por blancos, y sus afiliados
debían ser exclusivamente indígenas. En efecto, el NCAI desconfiaba tanto de la
autoridad blanca que prohibió que cualquier indio que trabajara en la BIA
pudiera ocupar un cargo dirigente.
En el momento de su fundación, el NCAI situó la
autodeterminación y la soberanía a la cabeza de su programa político. El grupo
defendería los intereses indios a escala nacional, articulando una opinión
nativa amplia, separada de las identidades tribales y territoriales, pero
imbricada con asuntos locales. Los fundadores del NCAI entendían que sus
intereses coincidían con los de otras gentes de color, aunque también veían la
identidad india como una forma diferenciada de pertenencia, surgida de la
historia, de los derechos adquiridos con los tratados y de las relaciones
jurídicas con el Estado federal. En otras palabras, el NCAI, gracias al
planteamiento visionario de Phinney, utilizaba formaciones raciales modernas
para operar políticamente, aunque conservaba una identidad y una finalidad
india soberana. Como revelaría la heroica lucha de NCAI para poner fin a la
desastrosa “política de terminación”, una década después, la visión de Phinney
de un Congreso panindio no llegó ni un minuto tarde.
“Todos los indios verdaderos han
muerto”
La vida y la obra de Phinney plantean una serie de cuestiones
en torno a la identidad y la práctica que todavía perviven en el imaginario
nacional sobre los nativos americanos. Tal como lo ha expresado recientemente
Dunbar-Ortiz, el mito más persistente sobre los indígenas de EE UU es que han
desaparecido, que son parte de un pasado premoderno que inevitablemente, aunque
de forma trágica, ha venido y se ha ido. La noción de que “los indios han
perdido el tren de la modernidad” ha justificado tanto su desaparición de la
historia como la lógica de la conquista de sus tierras. La escasa atención
prestada a Phinney no hace más que reforzar esta idea.
Los historiadores suelen presentarlo o bien como un
activista indio que no se interesaba por el socialismo, o bien como un “indio
de los blancos” que adoptó ideas europeas inadecuadas para la vida de los
indígenas. No obstante, en realidad se pareció mucho más a otros intelectuales
de color de su época: preocupado por el colonialismo, la identidad racial y la
autodeterminación para su pueblo en un contexto global. Su idea de que la
cuestión indígena debe interesar a la izquierda y de que el marxismo tiene un
papel que desempeñar en la liberación indígena no convierte a Phinney en un
iconoclasta solitario, sino que sitúa su obra en un contexto global que concibe
la condición indígena, la tierra, el imperialismo y la modernidad, como parte
de una coyuntura histórica coherente.
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Archie Phinney
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Benjamin Balthaser |
La obra de Phinney propone que es necesario teorizar
conjuntamente la modernidad y la vida de los indígenas, y sus ideas sobre lo
que puede significar la vida moderna para todos los grupos subalternos merece
un estudio más profundo. Las preguntas que planteó a los nimi’ipuus son aplicables a numerosos grupos que se encuentran
alienados, desposeídos y explotados por el capitalismo: ¿Cómo avanzar como
“comunidades modernas conscientes”, capaces “de gobernar sus asuntos”?
Asimismo, ¿cómo transformamos las categorías que nos impone el capitalismo en
un modo de autoconciencia colectiva? Phinney comprendió que el capitalismo
tiene una lógica global y totalizadora, pero también se percató de que esto no
significa que la opresión (o liberación) se configure del mismo modo para
todos.
Anticipó la confluencia pantribal hemisférica más amplia de
muchas décadas en el campamento NoDAPL y la idea de que la lucha por salvar las
tierras, el agua y los derechos de los sioux en Standing Rock forma parte de
una lucha más amplia en torno a la extracción intensificada de recursos, la
acumulación primitiva, el racismo tóxico y el Estado policiaco. Al
autocalificarse de “defensores del agua”, los sioux de Standing Rock dramatizan
la violación de sus derechos soberanos como nación sobre sus propios recursos y
los conectan con una lucha mundial por liberar las necesidades básicas de la
vida –el agua, el suelo y el aire– de la avidez del capital. En gran medida de
modo similar a cómo Phinney escribió sobre la raza, este planteamiento destaca
lo que es específico de la lucha indígena, mientras que al mismo tiempo conecta
esta lucha con un llamamiento internacional a favor de la justicia ecológica.
La lucha por la soberanía indígena no es contradictoria con el deseo de
transformar la modernidad capitalista, sino que es un elemento central del
mismo.
Benjamin Balthaser es
profesor adjunto de literatura estadounidense multiétnica de la Universidad de
Indiana.
Nota
1/ Nez percé (en
francés, “nariz perforada”) es el nombre de una tribu india de EE UU.
Título original:
“Colonies and Capital. The work of Native American activist Archie Phinney
shows how Marxism can help advance indigenous struggle”