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Lenin en el cuartel general de los blocheviques ✆ Ivan Serov |
Josep Fontana | Hay varias razones que hacen necesario que
estudiemos de nuevo la historia de la revolución rusa. La primera de ellas, que
nos hace falta hacerlo para dar sentido a la historia global del siglo XX. Una
historia que, tal como la podemos examinar ahora, desde la perspectiva de los
primeros años del siglo XXI, nos muestra un enigma difícil de explicar. Si
utilizamos un indicador de la evolución social como es el de la medición de las
desigualdades en la riqueza, podemos ver que el siglo XX comienza en las
primeras décadas con unas sociedades muy desiguales, donde la riqueza y los
ingresos se acumulan en un tramo reducido de la población.
Esta situación
comienza a cambiar en los años treinta y lo hace espectacularmente en los
cuarenta, que inician una época en que hay un reparto mucho más equitativo de
la riqueza y de los ingresos. Una situación que se mantiene estable hasta 1980:
es la edad feliz en que se desarrolla en buena parte del mundo el estado del bienestar,
un tiempo de salarios elevados y mejora de los niveles de vida de los
trabajadores, en el que un presidente norteamericano se propone incluso iniciar
un programa de guerra contra la pobreza.
Todo esto se acabó en los años ochenta, a partir de los cuales
vuelven a crecer los índices de desigualdad, que superan los del inicio del
siglo, hasta llegar a un punto que ha llevado a Credit Suisse a denunciar hace
pocos meses que el setenta por ciento más pobre de la población del planeta no
llega hoy a tener en conjunto ni el tres por ciento de la riqueza total,
mientras el 8'6 por ciento de los más ricos acumulan el 85 por ciento.
¿Qué ha pasado que pueda explicar esta evolución? Thomas
Piketty sostiene que la desigualdad ha sido una característica permanente de la
historia humana. Os leo sus palabras: "En
todas las sociedades y en todas las épocas la mitad de la población más pobre
en patrimonio no posee casi nada (generalmente apenas un 5% del patrimonio
total), la décima parte superior de la jerarquía de los patrimonios posee una
neta mayoría del total (generalmente más de un 60% del patrimonio total, y en
ocasiones hasta un 90%)".
La desigualdad de los patrimonios, que se traduce en una
desigualdad de los ingresos, marca, según Piketty, el curso entero de la
historia, en la que las tasas de crecimiento de la población y de la producción
no han pasado generalmente del 1% anual, mientras el "rendimiento
puro" del capital se ha mantenido entre el 4% y el 5%. Estas
consideraciones le llevan a una interpretación formulada rotundamente: "Durante una parte esencial de la
historia de la humanidad el hecho más importante es que la tasa de rendimiento
del capital ha sido siempre menos de diez a veinte veces superior a la tasa de
crecimiento de la producción y del ingreso. En eso se basaba, en gran medida,
el fundamento mismo de la sociedad: era lo que permitía a una clase de
poseedores consagrarse a algo más que a su propia subsistencia". Que
es tanto como decir que la civilización, la ciencia y el arte son hijos de la
desigualdad.
Después habría venido, en el siglo XX, una etapa en la que
las reglas del juego parecían estar cambiando, como consecuencia sobre todo,
sostiene, de las destrucciones causadas por las dos guerras mundiales y por las
conmociones sociales, que llevaron a ese mínimo de la desigualdad que se ha
producido entre 1945 y 1980. Pero la normalidad se restableció a partir de los
años ochenta, hasta llegar a la extrema desigualdad actual. De este hecho
arranca su previsión de que en el transcurso del siglo XXI, es decir hasta
2100, el crecimiento de la producción será apenas de un 1,5 por ciento y nos
encontraremos en una situación en que la superioridad de los rendimientos del
capital volverá a ser como antes y se habrá restablecido la normalidad. Todo lo
que termina con una conclusión pesimista: "No
hay ninguna fuerza natural que reduzca necesariamente la importancia del
capital y de los ingresos procedentes de la propiedad del capital a lo largo de
la historia".
Ahora bien, yo he vivido en esta edad anterior a 1980 en que
éramos muchos, yo diría que muchos millones en todo el mundo, los que
pensábamos que las reglas del juego estaban cambiando permanentemente en favor
de un reparto más justo de la riqueza, y que valía la pena esforzarse para
seguir avanzando en esta dirección. Es por eso que me niego personalmente a
aceptar que lo que pasó en este medio siglo de mejora colectiva fuera
simplemente un accidente, y pienso que hay que examinar de cerca los
acontecimientos del período que va de 1914 a 1980, introduciendo en el análisis
los factores políticos que carecen por completo el libro de Piketty, donde, por
poner un ejemplo, la palabra "sindicatos" aparece una sola vez (en la
página 471 de la edición original francesa).
Esta otro tipo de exploración de la evolución de la
desigualdad en el siglo XX, en clave política, debe comenzar forzosamente por
el gran cambio que representó la revolución rusa de 1917. ¿Por qué digo un "gran cambio"? En 1917 había
una larga tradición de luchas obreras encaminadas a mejorar las condiciones de
vida de los trabajadores, y existía una amplia tradición en apoyo del
"socialismo", aunque sólo un intento de aplicarlo a la realidad había
llegado a cuajar, el de la Commune de
París de 1871, que duró poco más de dos meses y nos dejó como legado un
himno, la Internacional, que anunciaba que "el mundo cambiará de
base".
Pero la verdad era que, desde finales del siglo XIX, tanto
la lucha de los sindicatos como la actuación política de los partidos llamados
socialistas o socialdemócratas había renunciado a los programas revolucionarios
para dedicarse a la pugna por la mejora de los derechos sociales dentro de los
marcos políticos existentes, con voluntad de reformarlos, pero no de
derribarlos. El caso del SPD alemán, del partido socialdemócrata que podía
considerarse como legítimo heredero de Marx y de Engels, es revelador. En los
años anteriores al inicio de la Primera Guerra Mundial era el partido que tenía
más diputados en el parlamento alemán, contaba con más de un millón de afiliados
y con un centenar de periódicos, pero no se proponía hacer la revolución, sino
que aspiraba a obtener un triunfo parlamentario que le permitiera reformar y
democratizar el estado. De modo que, cuando se produjo la declaración de
guerra, los socialistas votaron los créditos y procuraron mantener la paz
social, aconsejando a los trabajadores que, mientras durase la guerra, dejaran
de lado las huelgas y los conflictos.
Situados en esta perspectiva no cuesta entender que lo que
pasó en Rusia en el transcurso de 1917 significara una ruptura, un paso
adelante inesperado, que mostraba que un movimiento surgido de abajo, de la
revuelta de los trabajadores y de los soldados, podía llegar a hacerse con el
control de un país y hacerlo funcionar de acuerdo con unas reglas nuevas.
Porque lo más innovador de este movimiento fue que, desde los primeros
momentos, desde febrero -o marzo, según nuestro calendario- de 1917 no actuaba
solamente a partir de un parlamento, sino que se basaba en un doble poder, una
parte esencial del cual la formaban los consejos de trabajadores, soldados y
campesinos, que comenzaron entonces a construir una especie de contraestado.
Añadamos a esto que el proceso aceleró rápidamente, sobre
todo por iniciativa de Lenin, que proponía renunciar al programa de una
asamblea constituyente, es decir, el sistema parlamentario burgués donde todo
contribuía, decía él, a establecer "una democracia sólo para los ricos
"- y pasar directamente a otra forma de organización en que el poder debía
estar en manos de consejos elegidos desde abajo, con una etapa transitoria de
dictadura del proletariado - porque no era previsible que los privilegiados del
viejo sistema aceptaran su desposesión sin resistencias- que llevaría
finalmente a establecer una sociedad sin estado y sin clases.
Para los millones de europeos en 1917 estaban combatiendo en
los campos de batalla, y que habían descubierto ya que esa guerra no se hacía
en defensa de sus intereses, la imagen de lo que estaba pasando en Rusia era la
de un régimen que había liquidado la guerra de inmediato, que había repartido
la tierra a los campesinos, que otorgaba a los obreros derechos de control
sobre las empresas y que daba el poder a consejos elegidos que debían ejercer
de abajo arriba.
El nuevo emperador de Austria-Hungría, Carlos I, le escribía
el 14 de abril de 1917 al Kaiser: "Estamos
luchando ahora contra un nuevo enemigo, más peligroso que las potencias de la
Entente: contra la revolución internacional". Carlos -que, por cierto,
fue beatificado en 2004 por el papa Woytila- había sabido entender la
diferencia que representaba lo que estaba pasando en Rusia: se había dado
cuenta de que aquel era un enemigo "nuevo", que no había que
confundir con lo que significaban las revueltas, manifestaciones y huelgas que
se habían producido, y seguían produciéndose en aquellos momentos, en Austria y
Alemania.
Porque es verdad que en los dos países se estaban
produciendo tantos movimientos de protesta que hicieron nacer entre los
bolcheviques rusos la ilusión, totalmente equivocada, de que la revolución se
podía extender fácilmente en la Europa central. No llegó a haber una revolución
ni siquiera en Alemania, que era donde parecía más inminente. Pero el miedo de
que pudiera producirse fue lo que explica que a principios de noviembre de 1918
los jefes militares alemanes decidieran que habían de acabar la guerra para
poder destinar las fuerzas a aplastar la revolución. Fueron los militares los
que, ante la necesidad de satisfacer las exigencias que el presidente
norteamericano Wilson ponía para negociar la paz, destituyeron el emperador y
optaron por pasar el poder a un gobierno integrado por socialistas, con la
condición, pactada previamente entre los jefes del ejército y el del Partido
socialista, Friedrich Ebert, que "el
gobierno cooperará con el cuerpo de oficiales en la supresión del
bolchevismo".
Los temores de los militares tenían suficiente fundamentos,
ya que parecía que si en algún lugar podía repetirse la experiencia soviética
era en la Alemania de noviembre y diciembre de 1918, cuando en Baviera y
Sajonia se proclamaban "repúblicas socialistas", y en Berlín se
reunía un congreso de los representantes de los Consejos de trabajadores y de
soldados de Alemania donde, entre otras cosas, se reivindicaba que la autoridad
suprema del ejército pasara a manos de los consejos de soldados y que se
suprimieran los rangos y las insignias. La gran victoria de Friedrich Ebert fue
conseguir que el congreso de los consejos aceptara la inmediata elección de
unas cortes constituyentes, que permitieron asentar un gobierno de orden y
desvanecieron la amenaza de una vía revolucionaria.
Mientras tanto los Freikorps,
unos cuerpos paramilitares de voluntarios reclutados por los jefes del
ejército, que estaban integrados por soldados desmovilizados, estudiantes y
campesinos, dirigidos por tenientes y capitanes, y que actuaban con el apoyo
del ministro de Defensa, el socialista Gustav Noske, hacían el trabajo sucio de
liquidar la revolución. Comenzaron reprimiendo a sangre y fuego un intento prematuro
de revuelta que tuvo lugar en Berlín el 5 de enero de 1919, y que terminó con
el asesinato de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo, y siguieron luego
disolviendo violentamente los consejos de trabajadores y de soldados y
liquidando la república soviética de Baviera. No se suele destacar lo
suficiente la importancia que tuvo este movimiento contrarrevolucionario que se
extendió por Alemania, Austria, Hungría y los países bálticos, con la estrecha
colaboración de unos dirigentes políticos que estaban movidos por un terror
obsesivo de la revolución rusa. Quizás os sirva para valorarlo saber que estos
cuerpos llegaron a contar entre 250.000 y 400.000 miembros.
La revolución quedó así aislada en Rusia, lo que no
preocupaba demasiado. Ingleses y franceses se cansaron pronto de apoyar a los
ejércitos blancos que luchaban contra los soviéticos y lo dejaron correr,
preocupados por reacciones como la revuelta de los marineros de la flota que
los franceses habían enviado el mar Negro. Lo que realmente les preocupaba era
la posibilidad de que el ejemplo soviético se extendiera a sus países: temían
sobre todo el contagio.
El malestar de los años que siguieron al fin de la Gran
Guerra en Francia, en Inglaterra (donde en 1926 se produjo la primera huelga
general de su historia), en España (donde de 1918 a 1921 se desarrolla lo que
se llama habitualmente el "trienio bolchevique") o en Italia (con las
ocupaciones de fábricas de 1920) no llevó a ninguna parte a movimientos
revolucionarios que aspiraran a tomar el poder. En Italia, por ejemplo, tanto
el partido socialista como el sindicato mayoritario se negaron a apoyar
actuaciones encaminadas a la toma del poder. De esta manera la ocupación de las
fábricas no podía llevar más allá de la obtención de algunas concesiones de los
patrones. Pero el miedo a la revolución "à
la rusa" estaba muy presente en el imaginario de los dirigentes de la
Europa burguesa, y los sindicatos aprendieron pronto a usarla para negociar con
mayor eficacia las condiciones de trabajo y los salarios.
Las mejoras en el terreno de la desigualdad que se fueron
consiguiendo posteriormente, desde la década de los treinta, no se explicarían
suficiente sin el pánico al fantasma soviético. Cuando la crisis mundial creó
una situación de desempleo y de pobreza extremas, se recurrió a dos tipos
diferentes de soluciones. En países donde la amenaza parecía más grande, como
eran Italia y Alemania, los movimientos de signo fascista comenzaron
disolviendo los partidos y sindicatos izquierdistas violentamente.
En el caso de Alemania, Hitler repitió en 1934 el pacto con
el ejército que Ebert había hecho en noviembre de 1918. Ante la amenaza que
representaban las tropas de las SA, que querían sacar adelante las promesas
revolucionarias de los programas nazis, los militares avisaron a Hitler de que
o bien detenía el asunto él o lo haría el ejército por su cuenta. Los militares
colaboraron dando armas a las SS para el exterminio de las SA que se produjo a
partir de la noche de los cuchillos largos, el 30 de junio de 1934. Pero quizá
lo más interesante sea la justificación que Hitler dio de su actuación en este
caso, al decir que había querido evitar que se volviera a producir en Alemania
un nuevo 1918.
En otro caso en que las consecuencias de la crisis eran de
una gravedad extrema, como era el de los Estados Unidos, la solución consistió
en establecer una política de ayudas y de concesiones en el terreno social,
dentro del programa del New Deal. Se suele ignorar que los años que van de 1931
a 1939 fueron un tiempo en los Estados Unidos de grandes huelgas y de graves
conmociones sociales. Con motivo de una de estas huelgas, Los Angeles Times escribía: "La
situación (...) no se puede describir como una huelga general. Lo que hay es
una insurrección, una revuelta organizada por los comunistas para derribar el
gobierno. Sólo se puede hacer una cosa: aplastar la revuelta con toda la fuerza
que sea necesaria".
Aparte de estas luchas, los trabajadores estadounidenses
utilizaban también para defenderse de la crisis medidas de auto-organización:
en Seattle el sindicato de los pescadores intercambiaba pescado para frutas,
verduras y leña. Había 21 locales, con un comisario delante, para hacer estos
intercambios. A finales de 1932 había 330 organizaciones varias de auto-ayuda
para todo el país, con 300.000 miembros.
Sin este contexto de luchas sociales no hay forma de
encontrar una explicación racional del New
Deal y de sus medidas de ayuda, como la Civil
Works Administration, que llegó a dar empleo a 4 millones de trabajadores,
o el Civilian Conservation Corps, que
cogía jóvenes solteros y los llevaba a trabajar en los bosques pagándoles un
salario de un dólar al día para trabajos de recuperación o de protección contra
las inundaciones. Todo esto se hacía bajo la vigilancia inquieta de los
empresarios, que veían por todas partes la amenaza del socialismo. De hecho, el
miedo a la clase de giro a la izquierda que les parecía que se estaba
produciendo con Roosevelt generó una fuerte reacción que es lo que explica que
en 1938 se fundara el Comité del congreso sobre actividades anti-americanas,
encargado de descubrir subversivos en los sindicatos o entre las organizaciones
del New Deal. El macartismo no es un
producto de la guerra fría, sino la continuación del pánico contra lo rojo
nacido en los años treinta.
Tras el fin de la segunda guerra mundial, en 1945, el miedo
a la extensión del comunismo en Europa parecía justificada por el hecho de que
los años 1945 y 1946 los comunistas obtuvieron más del 20 por ciento de los
votos en Checoslovaquia, en Francia (donde fueron el partido más votado) y en
Finlandia, y muy cerca del 20 por ciento en Islandia o en Italia. No había en
ninguno de estos casos propósitos revolucionarios por parte de los comunistas,
porque, paradójicamente, el propio Stalin se había convertido a la opción
parlamentaria, y aconsejaba a los partidos comunistas europeos que no se
embarcaran en aventuras revolucionarias.
La guerra fría tenía el objetivo de crear una solidaridad en
la que los Estados Unidos ofrecerían a sus aliados la protección contra el
enemigo revolucionario, del que sólo ellos podían salvar, con su superioridad
militar, reforzada por el monopolio de la bomba atómica. Detrás de este
ofrecimiento de protección había el propósito de construir un mundo de acuerdo
con sus reglas, en el que no sólo tendrían una hegemonía militar indiscutible,
sino también un dominio económico.
Mantener este clima de miedo a un choque global contra un
enemigo, el soviético, que podía aplastar cualquier país que no estuviera bajo
la protección de los estadounidenses y de sus fuerzas nucleares, era necesario
para sostener este control político global, y para hacer negocio, de paso.
Aparte de eso, sin embargo, la necesidad de hacer frente a
lo que temían realmente, que no eran las armas soviéticas, sino la posibilidad
de que ideas y movimientos de signo comunista se extendieran por los países
"occidentales", los llevó a todos a recurrir a políticas que
favorecían un reparto más equitativo de los beneficios de la producción y a un
abastecimiento más amplio de servicios sociales universales y gratuitos: son
los años del estado del bienestar, los años en que encontramos los valores
mínimos en la escala de la desigualdad social.
Desde 1968, sin embargo, se empezó a ver que no había que
temer ningún tipo de amenaza revolucionaria, porque ni los mismos partidos
comunistas parecían proponérselo. En el París de mayo de 1968, en plena euforia
del movimiento de los estudiantes, que estaban convencidos de que, aliados con
los trabajadores, podían transformar el mundo, el partido comunista y su
sindicato impidieron cualquier posibilidad de alianza y se contentaron pactando
mejoras salariales con la patronal y recomendando a los estudiantes que se
fueran a hacer la revolución a la Universidad. Al mismo tiempo, los
acontecimientos de Praga demostraban que el comunismo soviético no aspiraba a
otra cosa que a mantenerse a la defensiva, sin tolerar cambios que pusieran en
peligro su estabilidad.
A mediados de los años setenta, a medida que resultaba cada
vez más evidente que la amenaza soviética era inconsistente, los sectores
empresariales, que hasta entonces habían aceptado pagar la factura de unos
costes salariales y unos impuestos elevados, comenzaron a reaccionar. La
ofensiva comenzó en tiempos de Carter, impidiendo que se creara una Oficina de
representación de los consumidores, por un lado, y abandonando los sindicatos
en la defensa de sus derechos, por otra, y prosiguió con Reagan en Estados
Unidos, y con la señora Thatcher en Gran Bretaña, luchando abiertamente contra
los sindicatos. Como consecuencia de esta política comenzaba de nuevo el
crecimiento de la curva de la desigualdad, que se alimentaba de la rebaja
gradual de los costes salariales y fiscales de las empresas.
¿Se puede considerar una simple coincidencia que la mejora
de la igualdad se haya producido coetáneamente a la expansión de la amenaza
comunista -o, más exactamente, del miedo a la amenaza comunista- y que el
cambio que ha llevado al retorno a las graves proporciones de desigualdad que estamos
viviendo hoy coincida con la desaparición de este factor?
Y déjenme insistir: no me estoy refiriendo a la amenaza de
la Unión Soviética como potencia militar, que nunca existió (las diferencias de
potencial militar en favor de los Estados Unidos eran enormes, pero eso se
escondía al público, que de otro modo quizá no habría aceptado tan mansamente
los gastos y las restricciones que comportaba la guerra fría). Me estoy
refiriendo a la amenaza, para decirlo con los términos usados para afianzar
estos miedos, del "comunismo internacional"; al miedo a la subversión
revolucionaria.
Dejadme que cite un testimonio de extraña lucidez que supo
ver por dónde podían ir las cosas muy bien, ya en el año 1920. El testigo es el
de Karl Kraus, que escribió entonces: "Que
el diablo se lleve la praxis del comunismo, pero, en cambio, que Dios nos lo
conserve en su condición de amenaza constante sobre las cabezas de los que
tienen riquezas; los que, a fin de conservarlas, envían implacables los otros a
los frentes del hambre y del honor de la patria, mientras pretenden consolarlos
diciendo y repitiendo que la riqueza no es lo más importante de esta vida. Dios
nos conserve para siempre el comunismo para que esa chusma no se vuelva aún más
desvergonzada (...) y que, al menos, cuando se vayan a dormir, lo hagan con una
pesadilla".
Y es que buena parte de lo que llamamos progresos sociales,
desde la revolución francesa hasta la fecha, está estrechamente asociado a las
pesadillas de las clases acomodadas, obligadas a hacer concesiones como
consecuencia del miedo a perderlo todo a manos de los bárbaros. La abolición de
la esclavitud, por ejemplo, no se explicaría sin el pánico que produjo la
matanza de los colonos en Haití durante la revolución de 1791. Que resulte que
en la actualidad hay en el mundo más esclavos que en 1791 (la cifra actual de
los trabajadores forzados se calcula que oscila entre los 13 y los 27 millones)
obliga a hacer algunas reflexiones sobre el significado de lo que los libros de
historia llaman abolición de la esclavitud.
Nada comparable, sin embargo, con el pánico que provocó
desde su inicio la revolución rusa, y que se ha mantenido persistentemente
tanto en el terreno de la propaganda política como en el de la historia. Aún
hoy los hechos de Ucrania son aprovechados para rehacer la misma historia de la
amenaza al mundo libre. En un artículo de una revista erudita de historia de la
guerra fría que estudia las organizaciones stay
behind, que Estados Unidos y Gran Bretaña montaron en Europa para poder
oponerse a un posible ascenso comunista, la más conocida de las cuales es
Gladio, que preparaba una respuesta violenta en Italia si los comunistas
ganaban unas elecciones, el autor trata de justificar que siguieran incluso
después de la desaparición de la Unión Soviética y argumenta que, con la
agresión rusa actual en Ucrania, tiene lógica mantener "algunos de los
mismos elementos de seguridad" de la guerra fría. O sea que el
anticomunismo dura incluso después de la muerte del comunismo.
Nos hemos nutrido de la historia criminal del comunismo, que
se nos sigue repitiendo cada día, y nos ha faltado, en cambio, conocer en
paralelo una historia criminal del capitalismo que permitiera situar las cosas
en un contexto más equilibrado. El estudio de la revolución rusa, como veis, es
necesario para entender la historia del siglo XX, y la situación a la que esta
historia nos ha llevado.
Hay, sin embargo, más motivos que hacen necesario este
estudio, a los que me referiré brevemente porque el tiempo no da para más. Uno
de los más importantes es el de dilucidar porqué el proyecto social de 1917
terminó fracasando. Y no me refiero al hundimiento final de la estructura
política de la Unión Soviética después de 1989, sino a la incapacidad de
construir ese modelo de una sociedad libre y sin clases que se había planteado
al inicio de la revolución.
Es un tema que nos obligará a revisar toda una serie de
cuestiones, empezando por la crisis de marzo de 1921, cuando se celebraba el
décimo congreso del partido comunista, mientras los trabajadores de Petrogrado
se declaraban en huelga, con el apoyo de los marineros de la base de Kronstadt,
no sólo por razones económicas, sino en demanda de más derechos de
participación, y de nuevas elecciones a los soviets, que se habían convertido,
en el transcurso de la guerra civil, en una simple cadena de transmisión de las
órdenes dadas desde arriba por unos mandos que no habían sido elegidos.
Tendremos que explorar después qué significaba realmente el
programa de la planificación tal como lo estaban elaborando, hasta 1928, los
hombres que trabajaban en el Gosplan, y la forma en como su proyecto fue
pervertido por Stalin, que lo convirtió en un instrumento para un proyecto de
industrialización forzada, que tenía que ir acompañado de una política de terror
encaminada a someter a amplias capas de la población a unas condiciones de
trabajo y de explotación inhumanas.
O tendremos que investigar las razones del fracaso del
proyecto de las democracias populares en 1945, del que hablaba Manfred Kossok,
que lo vivió, evocando "aquellos años de las grandes esperanzas, de las
visiones, de las utopías -la fin del imperialismo en 10 o 20 años, liberación
de todos los pueblos, bienestar universal, paz eterna- unos años de ilusiones
heroicas: el socialismo real como el mejor de los mundos". Un proyecto del
que decía Edward Thompson: "este fue un momento auténtico, y no creo que
la degeneración que siguió, en la que hubo dos actores, el estalinismo y
occidente, fuera inevitable. Pienso que hay que volver a ocuparse de esto y
explicó que este momento existió". Hay, en efecto, que estudiar todos
estos momentos diversos en que las cosas pudieron ser diferentes.
Y hay un aspecto central de esta cuestión que habría que
examinar con detenimiento. ¿Tenía viabilidad el proyecto de Lenin de crear una
sociedad sin clases, que implicaba abolir no sólo el aparato del estado sino el
trabajo asalariado? No hace mucho que Richard Wolff, profesor emérito de
Economía de la Universidad de Massachusetts, repasaba diversos momentos de la historia
de las revoluciones –la avolición de la esclavitud, el fin del feudalismo, la
revolución socialista de 1917- y mostraba que cada una de ellas había aportado
beneficios y libertades, pero que todas habían acabado dejando el terreno
abierto a una nueva forma de explotación (en el caso de 1917, la de un
capitalismo de Estado) porque no habían sabido entender que la sola forma de
abolir la explotación es acabar con la extracción de los excedentes del trabajo
de las manos de los que lo producen.
Para Wolff esto se consigue con formas de organización
cooperativas y apunta a un movimiento bastante interesante de formación de
pequeñas cooperativas que se desarrolla actualmente en los Estados Unidos. Pero
olvida un aspecto que Lenin tenía suficientemente en cuenta: que a fin de
abolir la explotación lo primero que hace falta es haber despojado del poder
político a los que resultarían perjudicados con este cambio. Podría servir de
ejemplo lo ocurrido con Mondragón, que muchos, incluyendo el mismo Wolff, presentaban
como el modelo de una alternativa. Puedes hacer lo que quieras montando
cooperativas, grandes o pequeñas, pero no cambiará nada si mientras tanto
tienes en Madrid un Montoro que tiene a su disposición todo el poder del estado
para modificar las reglas como le convenga.
Otra propuesta que sería interesante considerar, pero de la
que conocemos todavía demasiado poco, es la de Abdullah Öcalan, el dirigente
del PKK kurdo, aprisionado por los turcos desde 1999, que hace unos años
propuso la fórmula del confederalismo democrático, que propone reemplazar el
estado-nación por un sistema de asambleas o consejos locales que generen
autonomía sin crear el aparato de un estado. Hoy este proyecto tiene una
primera plasmación en Rojava, la zona
del norte de Siria donde se ha instalado el que un reportaje de la BBC califica
como "un mini-estado igualitario,
multi-étnico (porque encierra en pie de igualdad kurdos, árabes, y cristianos),
gobernado comunitariamente". Son justamente los que están combatiendo
para reconquistar la ciudad de Kobane. Os recomiendo que veáis este documental
de la BBC -lo encontrareis tanto en Google como en YouTube, con el título de "Rojava: Sirya’s secret
revolution".
¿Por qué hablo de estas cosas, que parecen muy lejos del
estudio de la revolución de 1917? He dicho antes que debíamos estudiarla para
llegar a entender nuestra propia historia; pero es evidente que este estudio no
lo veo como un puro ejercicio intelectual sin fines prácticos. La utilidad que
puede tener, que debe tener, es la de ayudarnos a rescatar de aquellos
proyectos que no tuvieron éxito -por errores internos y por la hostilidad de
todas las fuerzas que se oponían a los avances sociales que promovían - lo que
pueda servirnos aún para el trabajo de construir una sociedad más libre y más
igualitaria. Porque me parece indiscutible que el propósito que movió a los hombres de 1917 era legítimo. Como dijo Paul
Eluard: "Había que creer, era necesario / creer que el hombre tiene el
poder / de ser libre y de ser mejor que el destino que le ha sido
asignado". Y pienso que necesitamos seguirlo creyendo hoy.
Josep Fontana es catedrático emérito de Historia y dirige el
Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat
Pompeu Fabra de Barcelona. Maestro indiscutible de varias generaciones de
historiadores y científicos sociales, investigador de prestigio internacional e
introductor en el mundo editorial hispánico, entre muchas otras cosas, de la
gran tradición historiográfica marxista británica contemporánea, Fontana fue
una de las más emblemáticas figuras de la resistencia democrática al franquismo
y es un historiador militante e incansablemente comprometido con la causa de la
democracia y del socialismo.
Traducción de Daniel Raventós