|
Karl Marx ✆ Mark Stenson
|
Gabriel Albiac |
“En la historia como en la
naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida” [1].
Marx fue, primero, eso: un modo de leer a Aristóteles. Del cual venía al autor
de El capital la primordial certeza de que nada de cuanto sucede en la vida de
los hombres puede ser entendido sino como metáfora de muerte:
“La corrupción de una cosa es la generación
de otra y la generación de una la corrupción de otra” [2].
Llamamos vivo a lo que está muriendo. Eso oculta el sentimentalismo. Que es, en
filosofía, lo peor de todo. Mi Marx no tuvo nunca dimensión salvífica. De ningún orden:
ni en el wagneriano Walhalla de las finalidades históricas, ni en el castrado
meapilismo de las bondades humanitarias. Marx –no una persona, la “función
Marx”– era una máquina despiadada de análisis. Lo que a una obra teórica
académicamente seria debe exigírsele. Sólo. Para salvar o consolar, hay otras.
Creencias de diverso tipo, religiones trascendentes o mundanas. El pensamiento
no está para eso. Y, antes de haber leído con seriedad a Spinoza, la lectura
minuciosísima de El capital me había empapado de aquella convicción que hizo
del judío español de Ámsterdam el más anatemizado pensador del siglo XVII: la
certeza de que, para el que se dedica a la filosofía, sólo es digno non ridere,
non lugere neque detestari, sed intelligere. Sólo entender. A lo demás podían
dedicarse gentes de otros oficios. A los cuales, desde mi altivez juvenil de
entonces, yo despreciaba. Mi Marx, el del Capital, no me movía a transformar
ningún mundo: eso eran vulgaridades para ignorantes. Marx me daba los elementos
necesarios para entender el necesario horror de todos los mundos. Posibles. Por
eso mi marxismo no tuvo jamás el menor eco religioso. Ni programático.
Tuve suerte. Mucha. Para cuando, a los 17 años, allá por
1967, me puse a leer a Marx, yo era ya fría y lucrecianamente ateo. Algo que no
consiste en negar la existencia de Dios, sino en afirmar la inconsistencia de
todos y cada uno de los argumentos que dicen probarla. La salvación no me interesaba
un comino. Ni allá arriba ni aquí abajo. Leí a Marx sin que sus proyectos
políticos me entusiasmaran lo más mínimo. Sólo con la fascinación con que se
lee a los clásicos. Su intemporalidad me pareció la de muy pocos: Platón,
Aristóteles, Epicuro, Lucrecio, San Agustín, Maquiavelo, Spinoza… Puede que
nadie más.
Tuve otra suerte. Aún mayor. Un maestro excepcional. Louis
Althusser veló para que dos generaciones de jóvenes marxistas leyesen a Marx.
Porque, hasta Althusser, los jóvenes marxistas recitaban a Marx –a través de
horribles manuales stalinianos casi siempre–, pero no lo leían. Y él veló para
que esas generaciones sorteasen la trampa mayor del “marxismo institucional” del
siglo XX: la dialéctica de las finalidades y del sentido de la historia. Cuya
culminación había sido la horrible matanza con la cual el siglo se inaugura y
define.
“Entre Hegel y Marx,
hay Spinoza”, repetía el maestro. Y puede que, al principio, pensáramos que
era una boutade. No. Era una fórmula precisa. Inapelable. Saber algo de
historia de la filosofía nos llevó a constatarlo.
En la sopesada perspectiva que el paso de medio siglo
impone, cuando el XIX anuncie un horizonte de conflicto ya regido por las
estrategias nuevas que habrán de irrumpir, a partir de 1848, en la
especificidad del “partido
[3]
obrero” que el Manifiesto de ese año codifica, Karl Marx ha buscado dar razón
–que muy pronto será trocada en tópico– de eso a lo cual él llama la “miseria”
primordial que fuerza, en el final del siglo diecinueve, a los alemanes –aun a
los más grandes, y quizás antes que nadie a ellos– a suplir la historia ausente
con la fantasmagoría. Y a culminar esa estrategia –ni consciente ni, aun menos,
deliberada– en el alzado del último monumento mayor de la exhausta historia de
la filosofía: aquel que, de la lección inaugural de Fichte en Jena en
septiembre de 1794, a la oblación colectiva de los más negros años del siglo
veinte, hará de la idealista apropiación del Absoluto en la razón histórica
exigencia ética y sacrificial destino germánico. Es el arte de suplantar la
imposible acción política por la estricta exigencia de dar a luz un destino
metafísico; más en rigor, un destino teológico.
“Del mismo modo que
los pueblos antiguos vivieron su prehistoria en la imaginación y en la
mitología, nosotros, los alemanes, también hemos vivido nuestra prehistoria en
el pensamiento, en la filosofía. Somos contemporáneos filosóficos del presente,
sin ser sus contemporáneos históricos. La filosofía alemana es la prolongación
ideal de la historia de Alemania… En política, los alemanes han pensado lo que
otros pueblos han hecho… La revolución comienza [en Alemania] en el cerebro…
Hemos compartido las restauraciones de los pueblos modernos, sin haber tomado
nunca parte en sus revoluciones. Hemos pasado por una restauración, en primer
lugar, porque otros pueblos se atrevieron a hacer la revolución y, en segundo
lugar, porque otros pueblos sufrieron la contrarrevolución, la primera vez
porque nuestros señores tuvieron miedo, y la segunda porque no lo tuvieron.
Nosotros, con nuestros pastores a la cabeza, sólo una vez nos hemos encontrado
junto a la libertad, a saber: el día de su entierro”.[4]
Por supuesto que los discípulos de Kant, que pondrán en
movimiento esa cosa a partir de los seis últimos años del siglo dieciocho, no
tienen ni la más remota idea de la inercia letal de lo que desencadenan.
Estremece, más bien, la pureza casi angélica de lo que su proyecto exige. Son
las mitologías de la razón. Siempre las mismas. Aquellas que, lejos de la
devastadora llamarada que ellos creen fulgor, fantasearán tres seminaristas de
Tubinga, atentos al colosal –al irrisorio– proyecto de dotar a la lejana
Revolución de la metafísica que para nada necesita. Pocos textos hay tan bellos
como el proyecto de programa de los jovencísimos Hegel, Schelling, Hölderlin.
Pocos, tan inútiles; tan infantilmente precursores, sin saberlo, de la gran
ceremonia de la muerte:
“Necesitamos una
nueva mitología... Un más alto espíritu, enviado del cielo, tiene que fundar
entre nosotros esta nueva religión; será la última obra, la más grande, de la
humanidad”[5].
Sueñan. Pero la historia nunca pierde una ocasión de hacer de las ilusiones
consagradas vehículo de muerte. Despertarán en Auschwitz.
Hoy, cuando escribo, Jacques Lacan ya no goza de aquella
despótica reputación de gran –y, en un momento, de único– maestro, que hiciera,
en los años setenta del siglo pasado, de sus escritos –y aún más de sus dichos–
fuente de autoridad pesada. Es justo ese vaivén con que borramos a los grandes
para evitar que nos aplasten. Hay pasajes, sin embargo, en él que permanecen
con el duro destello del hallazgo. Éste, por ejemplo, que cierra su seminario
del año 1964
[6], y
que hace de él el más sutil intérprete del Marx al cual no cita porque es
innecesario para quien sepa oír; o leer. En el curso de una meditación sobre la
capacidad ilimitada de los
mass media
para generar servidumbre, dejaba Lacan caer una reflexión luminosa acerca del
horizonte de sentido sacral que se consuma en la tragedia inaugural del siglo
veinte:
“Este es el sentido
eterno del sacrificio al cual nadie puede resistirse, salvo que se vea animado
por esa fe tan difícil de sostener y que tal vez sólo un hombre supo formular
de un modo plausible, a saber Spinoza con el Amor Intellectualis Dei. Mantengo
que ningún sentido de la historia, fundamentado en las premisas
hegeliano-marxistas, es capaz de dar cuenta de ese resurgimiento por el cual
resulta que la ofrenda a los dioses oscuros de un objeto de sacrificio, es algo
a lo cual pocos sujetos pueden no sucumbir, en una monstruosa captura: … las formas
más monstruosa y pretendidamente superadas del holocausto, el drama del
nazismo” [7].
El sentido, pues, sería la clave: la fijación de
finalidades en función de cuya preeminencia todo sacrificio es exigible. Al
cabo ya de todos estos años que hicieron de mí un hombre cansado y viejo,
pienso que esas líneas están entre lo más decisivo que aprendí en los que
fueron los tiempos más intelectualmente importantes de mi vida. Y las que con
más fuerza retornarían para enfrentarme a mi propio espejo, luego. Aunque el
propio Lacan lo había explicitado, sin dejar por una vez lugar a equívoco, en
la brusca respuesta con que corta a un discípulo –brillante, revolucionario,
joven– que en los años de ensueño evoca el dilema kantiano en los términos que
fija la Crítica de la razón pura: “todos los intereses de mi razón (tanto los
especulativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguientes:
1) ¿Qué puedo saber?
2) ¿Qué debo hacer?
3) ¿Qué puedo esperar?”[8]
1973. Hacia el final de su larga entrevista televisiva a
Jacques Lacan, J-A. Miller regresa sobre el tópico kantiano:
—“Tres preguntas resumen para Kant, conforme al canon de la
primera Crítica, lo que él llama el “interés de nuestra razón”: ¿Qué puedo
saber? ¿Qué debo hacer?¿Qué puedo esperar?... Éste es el ejercicio que le
propongo: responder, a su vez, a ellas o ver de replantearlas”.
Lacan asume el desafío con las dos primeras. Bruscamente,
cuando el entrevistador busca retrotraerlo a la tercera, el juego se rompe:
—“Espere lo que le plazca. Sepa tan sólo que ha visto he
visto muchas veces cómo la esperanza, eso que llaman los mañanas luminosos,
arrastrar a personas a las cuales estimaba tanto cuanto lo estimo a usted,
sencillamente al suicidio. ¿Por qué no? El suicidio es el único acto que
triunfa sin falla”.
Marx nos enseñó –me enseñó, al menos, a mí– a pensar sin
esperanza. Y a vivir sin sentido. A eso llamo materialismo. Y ha sido lo único
que supe de ser libre. La esperanza hace esclavos sólo. Fieles.
De la esperanza había escrito Baruch de Spinoza, en el siglo
XVII, que es la fuente inquebrantable –junto a su aliado el miedo– de toda
servidumbre. Porque lo es de todo engaño. “La esperanza es una alegría
inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya
efectividad dudamos de algún modo”
[9].
Y, como tal, no otra cosa que el enmascaramiento imaginario de un deseo del
cual, en la mayor parte de los casos, ni siquiera somos conscientes, porque
“nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo
juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo
intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”
[10].
De esa distorsión imaginaria, con la cual la esperanza culmina aquello que,
desde el inicio de su obra, ha juzgado Spinoza fuente única de todos los
errores, “el hecho de que los hombres supongan comúnmente que todas las cosas
de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin”
[11],
forja su artesanía la dominación política. Porque, al fin, imponer un poder es
–Maquiavelo y Guicciardini lo habían anticipado en el siglo XVI florentino–
construir las subjetividades de los súbditos, a través del bien planificado
impacto del miedo y la esperanza. Y, así, “un hombre tiene a otro en su poder,
cuando lo tiene encadenado, cuando le ha arrebatado sus armas y sus medios de defenderse
o escapar, cuando le ha inspirado miedo o se lo ha ganado mediante un beneficio
para que el beneficiado prefiera someterse a los deseos del benefactor antes
que seguir los suyos propios y regular su vida bajo el criterio de su
benefactor antes que decidir por sí mismo. Quien tenga a un hombre en su poder
por el primer o segundo modo, domina su cuerpo pero no su espíritu; mediante el
tercero y el cuarto establece su derecho tanto sobre su espíritu cuanto sobre
su cuerpo, durante tanto tiempo, al menos, cuanto duren el temor y la
esperanza”
[12].
Por eso Spinoza es el enemigo a batir. Aquel al cual Fichte,
el primero de los discípulos kantianos y el que antes se apresta a pasar a la
construcción del pensamiento del maestro en sistema, apunta, en su primera
lección, tras hacerse cargo de la cátedra de filosofía en la romántica Jena,
como el único adversario: “un materialismo trascendental”
[13],
sentencia, sin atreverse siquiera a dar nombre al autor. El jovencísimo
Schelling lo hará explícito un año más tarde en esas Cartas sobre el dogmatismo
y el criticismo, que ponen sobre el papel la antinomia que acompañará ya toda
la historia del idealismo alemán y que, en rigor, proviene del testimonio de
Jacobi acerca de una vieja conversación con Lessing: “De dos cosas, una: o no
sujeto y objeto absoluto, o no objeto y sujeto absoluto”
[14].
O Spinoza, o Kant.
Pero el dilema estaba ya, transparente, en el maestro que en
Königsberg concibe su proyecto especulativo bajo la irrebasable fascinación del
doble orden y finalidad del universo, físico y moral, que abre, en 1788 el
capítulo conclusivo de la Crítica de la razón práctica: “Dos cosas llenan el
ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más
frecuencia y aplicación se ocupa de ellas: el cielo estrellado sobre mí y la
moral en mí”
[15].
No es siquiera cuestionable esa armonía –que Spinoza supiera una superposición,
tan sólo, imaginaria del deseo, sin soporte real de ningún tipo–. “Ambas cosas”
–sigue Kant–, armonía natural y moral certeza, “no he de buscarlas y como
conjeturarlas, cual si estuvieran envueltas en oscuridades, en lo trascendente
fuera de mi horizonte; ante mí las veo y las enlazo inmediatamente en las
consciencia de mi existencia”
[16].
El proyecto es grandioso: la buena voluntad se erige en garantía, pues que “ni
en el mundo, ni, en general, fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda
considerarse como bueno sin restricción, a no ser la buena voluntad”
[17];
y el espectáculo del “invisible yo” lanza al autor a contemplar cómo “se eleva
mi valor como inteligencia infinitamente por medio de mi personalidad, en la
cual la ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de
todo el mundo sensible, al menos en cuanto se puede inferir de la determinación
conforme a un fin que recibe mi existencia por esa ley que no está limitada a
condiciones y límites de esta vida, sino que va a lo infinito”
[18].
Magnificente y frágil. Basta la fría mirada del judío de Ámsterdam sobre el
artilugio, para que todo salte. Y un sonrisa. Una fórmula seca: “aquellos que
atribuyen sentido o finalidad a lo real, al pretender mostrar que la naturaleza
no hace nada en vano…, no han mostrado… otra cosa sino que la naturaleza y los
dioses deliran lo mismo que los hombres”
[19].
Señalar fines a la naturaleza no es argumentar por
“reducción a lo imposible”, es hacerlo por “reducción a la ignorancia”
[20].
Y sólo suprimida esa ficción –sacerdotalmente, dice Spinoza, muy rentable,
puesto que garantiza la obediencia perfecta de quienes en esa finalidad delegan
sus decisiones–, “y suprimida la estúpida admiración”
[21],
se abre el espacio del sabio: la analítica de las determinaciones que de él
hacen, como de cualquier cosa determinada, conflicto siempre irresuelto de
potencias, cuya perseverancia es siempre transitoria, porque “en la naturaleza
no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte.
Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser
destruida”
[22].
Libertad, bien, sentido son los retos ante los cuales la
radical demolición spinozana de la filosofía clásica pone al proyecto de
restauración idealista que con Kant va a iniciar sus dos siglos de recorrido. Libertad
como analítica de las determinaciones, bien como imaginario camuflaje del
deseo, sentido o finalidad como delirio benevolente y siervo: tales son las
claves primeras del materialismo (“materialismo trascendental”, dirá Fichte en
e 1794) spinozano. Sin su reconstrucción y su blindaje, el proyecto kantiano
queda en nada. En ese triple envite, pues, van a jugarse todas sus cartas.
Estarán jugadas, a partir de la Crítica del juicio de 1790: los tres decenios
que siguen, no harán sino proceder a la extracción de sus prolijas –y hasta qué
punto paradójicas– consecuencias.
La filosofía de la historia –y, con ella, la teologización
de lo político– habrá de consumar en Kant –y así seguirá siendo de Fichte al
joven Schelling y a Hegel– el cierre sistemático del proyecto “crítico”. Y la
filosofía de la historia no es más que la imposición a la historia de un canon
finalístico. Si la filosofía es pensada como una guía para alcanzar el supremo
bien humano, en la filosofía de la historia cristalizará el proyecto de hacer
del curso mismo del tiempo un acontecimiento ético. Más allá de sus muy
discutibles valoraciones, la descripción que del filósofo de la historia
hiciera Lucien Goldmann en su viejo estudio sobre Kant, es básicamente exacta:
“El filósofo de la historia es un combatiente que lucha por una comunidad
ideal, por una vida superior y auténtica… La filosofía de la historia es la
tentativa y la esperanza de hallar lo incondicionado en la evolución temporal
de la condición humana”
[23].
En las palabras mismas de Kant, la finalidad de la filosofía
vendría a ser aquella de la cual el proyecto ilustrado es síntoma: lucha por el
conocimiento. “Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio
entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración. La mayoría de los hombres,
a pesar de que la naturaleza nos ha librado desde tiempo atrás de conducción
ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la
vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros
erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que
piensa por mí, un pastor que remplaza mi conciencia moral, un médico que
juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio
esfuerzo”
[24].
Sobre ese supuesto básico, la pregunta de la cual partía la Idea de una
historia desde el punto de vista cosmopolita del año 1784 acerca de si sería la
filosofía una adecuada guía para situar el soberano bien y fijar la conducta
mediante la cual éste se alcance, deberá ser entendida como la elucidación del
sentido en el cual el desarrollo histórico de la humanidad busca su propio fin,
de modo que “cualquiera que sea el concepto que se tenga sobre la libertad de
la voluntad, desde un punto metafísico, las manifestaciones de la misma, es
decir, las acciones humanas, estarán determinadas por leyes universales de la
naturaleza, tanto como cualquier otro acontecimiento natural”
[25].
Y, así, por encima de las apariencias caóticas que los hechos individuales
ofrezcan, la perspectiva de los fines humanos, que a su través se abre paso, es
la de una telelología que impone su sentido como marcha ordenada y ascendente
de la historia. “Los hombres, individualmente considerados, e incluso los
pueblos enteros, no reparan que al seguir cada uno sus propias intenciones,
según el particular modo de pensar, y con frecuencia en mutuos conflictos,
persiguen, sin advertirlo, como si fuese un hilo conductor, la intención de la
naturaleza, y que trabajan para su fomento, aunque ellos mismos la desconozcan”
[26].
Será tarea del filósofo dar, por encima de individuales avatares sin aparente
orden, con la “intención de la naturaleza” que fije “el hilo conductor”
[27]
de tal finalidad moral en la historia humana. “Todas las disposiciones
naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera
completa y conforme a un fin… Si renunciamos a este principio [de la doctrina
telelológica de la naturaleza], ya no tendríamos una naturaleza regular, sino
caprichosa, y una desoladora contingencia remplazaría el hilo conductor de la
razón”
[28],
lo cual, a Kant, parece desolarle mucho. No basta para cumplir ese destino la
vida de un hombre sólo. Se precisa, piensa él, el curso universal de la
especie: la civilización en su continuidad hacia lo óptimo
[29].
La condición de ese progreso histórico habrá, pues, de ser la sociedad. Sólo en
sociedad, la necesidad de unión frente a lo adverso y el paradójico desarrollo
del individuo pueden consumar su dialéctica en esa “insociable sociabilidad” (ungesellige
Geselligkeit) que armonizaría asociación y competencia bajo la tutela del Estado.
Como la Crítica del juicio se encargará, en 1790, de
formular, abriendo así el horizonte completo del idealismo, “el hombre es
siempre un anillo en la cadena de los fines naturales; es un principio, sí, en
consideración de algún fin, al cual la naturaleza parece haberle determinado en
sus disposiciones, haciéndose él mismo para ello; pero, sin embargo, es también
medio para la conservación de la finalidad en el mecanismo de los miembros restantes.
Como único ser en la tierra que tiene entendimiento, y, por tanto, facultad de
proponerse arbitrariamente fines, es él, ciertamente, señor en título de la
naturaleza, y, si se considera ésta como un sistema teleológico, el hombre es,
según su determinación, el último fin de la naturaleza, pero siempre sólo con
la condición de que lo comprenda y tenga la voluntad de dar a ella y a sí mismo
una relación de fin tal que pueda, independientemente de la naturaleza,
bastarse a sí mismo, y ser, por tanto, fin final; éste, empero, no debe ser, de
ningún modo, buscado en la naturaleza… De todos los fines del hombre en la
naturaleza queda, pues, sólo la condición formal subjetiva, a saber, la aptitud
de ponerse, en general, fines a sí mismo e (independientemente de la
naturaleza, en su determinación de fin) de emplear la naturaleza como medio,
adecuadamente a las máximas de sus libres fines, en general, cosa que la
naturaleza, relativamente al fin final, colocado fuera de ella, puede realizar,
y que, por tanto, puede ser considerada su último fin. La producción de la
aptitud de un ser racional para cualquier fin, en general (consiguientemente su
libertad), es la cultura. Así pues, sólo la cultura puede ser el último fin que
hay motivo para atribuir a la naturaleza, en consideración de la especie
humana”
[30].
En su importante artículo sobre la filosofía de la historia
kantiana, Manuel Sacristán subrayaba la ingenuidad –asombrosa en un autor de
tal envergadura académica– de las categorías a las cuales encomienda Kant la
primordial tarea de su filosofía de la historia: “sorprende, en efecto, que un
escritor tan crítico como Kant use alegremente y de un modo aparentemente
acrítico ideas tan populares como progreso y fines de la naturaleza”
[31].
Y, en efecto, esa “ingenua” visión teleológica lastra lo más ambicioso del
proyecto kantiano, lo que precisamente dejará más huella en las tres décadas
siguientes. El Conflicto de las facultades de 1798 consagrará ese horizonte
profético de un último Kant que se gloria de poder “predecir que el género
humano logrará esa meta y también que sus progresos hacia lo mejor ya no
retrocederán completamente. En efecto, cuando acaece un fenómeno como ése en la
historia humana, no se le olvida más, porque equivale a descubrir en la
naturaleza del hombre una disposición y facultad hacia lo mejor de tal índole
que ningún político, por sutil que fuese, hubiera podido desprender del curso
de las cosas hasta entonces acaecidas, puesto que sólo podían anunciarlo la
naturaleza y la libertad, reunidas en el género humano según principios
internos del derecho, aunque en lo concerniente al tiempo únicamente se lo hará
de modo indeterminado y como acaecimiento contingente. Pero, aun cuando el fin
a que apunta este acontecimiento no fuera alcanzado ahora; aun cuando la
revolución o la reforma de la constitución de un pueblo fracasara con respecto
al fin; aun cuando, en el caso de ser alcanzada, todo volviera a caer en el
anterior carril después de transcurrido cierto tiempo (como lo predican ciertos
políticos actuales, aquella profecía filosófica no perdería su fuerza. En
efecto, trátase de un acontecimiento demasiado importante, demasiado mezclado
con los intereses, harto extendido en todas las partes del mundo, como para que
los pueblos no lo recuerden en ocasión de circunstancias favorables y como para
que no se intenten repeticiones de nuevos ensayos de la misma índole”
[32].
La historia ha acabado por revelársele a Kant como verdadera
esencia culminada de lo humano. Y, en lo humano, de la naturaleza, puesto que,
como percibe con claridad Gilles Deleuze, “el fin último de la naturaleza
sensible es un fin que ésta naturaleza misma no puede bastar para realizar. No
es la naturaleza quien realiza la libertad, sino el concepto de libertad quien
se realiza o efectúa en la naturaleza. La efectuación de la libertad y del
Soberano bien en el mundo sensible implica pues una actividad sintética
original del hombre: la Historia es esa efectuación, a la cual no se puede
confundir con un simple desarrollo de la naturaleza. La idea de fin último
implica una relación final entre la naturaleza y el hombre; pero esta relación
es sólo hecha posible por la finalidad natural. En sí misma es independiente de
esta naturaleza sensible, y sebe ser establecida, instaurada por el hombre. La
instauración de la relación final es la formación de una constitución civil
perfecta: ésta es el objeto más alto de la Cultura, el fin de la historia o el
soberano bien propiamente terrestre”
[33].
O la revolución. Que, verdad última de la libre esencia humana en la historia
realizada, no podría, sin aniquilarse, cohabitar con la mentira. Mentira y
revolución se excluyen: la plenitud teleológica –esto es, teológica– de ésta
así lo exige.
Marx –la función materialista Marx– fue nuestro instrumento
de navegación para abordar a Spinoza. Y saber que no hay finalidades. Ni
históricas ni de ningún tipo. Que la finalidad no es más que el autoengaño que
los hombres proyectan para consolarse de su triste ser cosas entre cosas,
composiciones transitorias en redes determinativas múltiples. Y la enseñanza de
Althusser fue el útil mediante el cual pudimos recomponer sus propios útiles.
No, no es que entre Hegel y Marx hubiera Spinoza. Para
llegar a la orilla Spinoza partiendo del marasmo Hegel había que pasar por la
rigurosa poda de ilusiones a la cual Marx procede. Y consuma. Sólo entonces la
lectura de Spinoza es posible. El regreso al pensador maldito que Fichte invitó
a aniquilar en 1794.
Entre Hegel y Spinoza, Marx.