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Ernst Bloch ✆ A.d.
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Michael Löwy | Tuve
la suerte de conocer personalmente a Ernst Bloch. Nuestro encuentro tuvo lugar
en 1974, en su apartamento de Tübingen, situado no lejos de la escuela (el Stift) donde –como le gustaba recordar
en sus escritos– los jóvenes Hegel, Schelling y Hölderlin plantaron un árbol de
la libertad para festejar la Revolución francesa. Tenía ya 89 años, estaba
prácticamente ciego, pero con una impresionante lucidez.
Uno de sus comentarios en nuestra entrevista me sorprendió
mucho porque resume la obstinada fidelidad de toda una vida a la idea de la
utopía:
El mundo tal como
existe no es verdadero. Existe un segundo concepto de verdad, que no es
positivista, que no está basado en una constatación de la facticidad; sino que
está cargado de valor (Wertgelanden), como por ejemplo en el concepto un
verdadero amigo, o en la expresión de Juvenal Tempestas poetica, esto es, una
tempestad como se encuentra en el libro, una tempestad poética, como nunca
ocurre en la realidad, una tempestad llevada hasta el límite, una tempestad
radical. Por lo tanto, una verdadera tempestad, en este caso referida a la
estética, a la poesía; en la expresión un verdadero amigo se refiere a la
esfera moral. Y si esto no corresponde a los hechos –y para nosotros,
marxistas, los hechos no son más que momentos reificados de un proceso, y nada más–,
en ese caso, tanto peor para los hechos (um so schlimmer für die Tatsachen), como
decía el viejo Hegel.
Estas referencias son latinas y germánicas, pero leyendo
estas palabras no podemos dejar de pensar en una vieja cualidad judía,
expresada en un conocido término hebreo y yiddish: la chutzpa, esto es, en
traducción muy aproximativa, el descaro, la insolencia, el desafío. El sueño
despierto de la utopía, y su relación con la religión, está en el centro de la
reflexión de Bloch desde sus primeros escritos, El espíritu de la utopía, de
1918, y Thomas Münzer, teólogo de la revolución, de 1921. Se encuentra en estas
obras una dimensión romántica, tanto en la crítica radical y despiadada de la
civilización industrial/burguesa, como en la referencia a tradiciones del
pasado, sobre todo religiosas. Su reflexión bebe en distintas fuentes
espirituales, entre los cuales ocupa un lugar escogido el mesianismo judío. En
un capítulo titulado “Los judíos como
símbolo”, en El espíritu de la utopía, destaca que la virtud esencial de la
religión judía es que está “construida
sobre el Mesías, sobre la llamada al Mesías”. Esta creencia da continuidad
histórica al “pueblo de los salmos y de
los profetas” e inspira, a comienzos del siglo XX, “el despertar del orgullo de ser judío”. Según Bloch, Jesús era un
verdadero profeta judío, pero no el verdadero Mesías: el “Mesías lejano”, el Salvador, el
“último Christus, todavía desconocido”, aún no ha llegado.
La utopía revolucionaria para Bloch –como para Walter
Benjamin– es inseparable de una concepción mesiánica/milenarista de la
temporalidad, opuesta a todo gradualismo del progreso: escribiendo sobre Thomas
Münzer y la guerra de los campesinos del siglo XVI, señala: “no combatían por tiempos mejores sino por el
final de todos los tiempos... por la irrupción del Reino”. Su actitud es
curiosamente “sincrética”, tanto judía como cristiana, por ejemplo, en este
otro pasaje del libro sobre Münzer, que compara el Tercer Evangelio de Joachim
de Fiore, el milenarismo de los campesinos anabaptistas y el mesianismo de los
cabalistas de Safed (Tsfat), al norte del lago Tiberíades, que esperan “al vengador mesiánico, al destructor de
este Imperio y de este Papado... al restaurador de Olam-ha-Tikkun, verdadero
Reino de Dios...”. No se trata sólo de historia: Bloch creía, en 1921, en
la inminencia de un cambio revolucionario en Europa, que describe, con un
lenguaje judío-mesiánico, como la Princesa Sabbat, todavía escondida tras una
delgada y agrietada muralla, mientras “puesto
en pie sobre los escombros de una civilización arruinada... se eleva el
espíritu de la inextirpable utopía”.
Refiriéndose a sus primeros escritos, y en particular al Thomas
Münzer, Bloch los define como románticos revolucionarios. Creo que esta
definición se aplica al conjunto de su obra. Por “romanticismo” no entiendo
sólo una escuela literaria de inicios del siglo XIX, sino una vasta corriente
cultural de protesta, en nombre de ciertos valores sociales o culturales del
pasado –entre ellos la religión– contra la civilización capitalista moderna en
tanto sistema de racionalidad cuantificadora y de desencanto del mundo. Desde
luego, la nebulosa cultural romántica no es ni mucho menos homogénea: incluye
una pluralidad de corrientes, desde el romanticismo conservador o reaccionario
que aspira a la restauración de los privilegios y jerarquías del Antiguo
Régimen, hasta el romanticismo revolucionario, que integra las conquistas de
1789 (libertad, democracia, igualdad) y para quien el objetivo no es una vuelta
atrás, sino un desvío por el pasado comunitario hacia el futuro utópico.