- “La única ‘ciencia’ que reconocemos, por consiguiente, es
lo que llamamos la ciencia histórica” |
Karl Marx &
Friedrich Engels, La Ideología Alemana
Eduardo Grüner | El
texto Las luchas de clases en Francia es, qué duda cabe, un estudio histórico
(o, si se quiere, históricopolítico). Como lo son esos otros textos que le
están inevitablemente asociados: cosas como El
XVIII Brumario de Luis Bonaparte o La
Guerra Civil en Francia, etcétera. En este caso, se trata de un texto que
unifica una serie de artículos publicados durante 1850 en la Neue Reinische Zeitung. En ellos, Marx
emprende su análisis de la revolución de 1848, con la que Francia inaugura el
gran movimiento de las revoluciones nacionaldemocráticas (pero en las cuales el
joven proletariado tiene ya un papel de primer orden) que estallan a lo largo
de toda Europa. En la propia Francia, como es sabido, el movimiento culmina,
momentáneamente, con la coronación imperial de Luis Bonaparte –el sobrino de
Napoleón– mediante un grotesco coup
d’etat.
Por supuesto, Marx no se conforma con registrar este final
abierto, producto de la componenda de unas clases dominantes que –como lo dirá
célebremente en
El XVIII Brumario–
son incapaces de elegir entre un fin terrorífico y un terror sin fin. El
“terror”, claro está, ese terror que sólo puede causar el fantasma sobrevolando
Europa al que el propio Marx había aludido poco antes, es el motivo
central que
asoma por detrás del tema de Las luchas de clases en Francia. Es en este texto
donde Marx acuña su también famosa frase sobre las revoluciones como
locomotoras de la historia: la intervención política del proletariado en los
sucesos de 1848 se le aparece como el puntapié inicial de un partido futuro que
se jugará en otro terreno, el de la frontal y directa lucha entre las clases
“estructurales” de la sociedad capitalista. A su juicio, en efecto, han quedado
instaladas las condiciones de una situación potencialmente revolucionaria,
indicadas –como él mismo lo dice– por el hecho de que todas las clases de la sociedad
francesa, y no solamente algunas fracciones de la burguesía, han sido lanzadas
a la arena del poder político. El proletariado, bajo cuyo impulso, en
principio, el gobierno provisional burgués se ve obligado a erigir un orden
republicano (y al mismo tiempo a desnudar la verdadera naturaleza de clase del
orden burgués, que reprime brutalmente a aquéllos mismos gracias a los cuales
ha conquistado el poder) ha ocupado el centro de la escena, transformándose por
primera vez en un partido independiente de la burguesía. Marx no es, sin
embargo, un voluntarista irresponsable: lo que ha ganado el proletariado, dice,
es la demarcación del terreno para su emancipación revolucionaria, pero de
ninguna manera la emancipación misma. Esta es la tarea pendiente del futuro.
Como cualquiera de los otros artículos histórico-políticos de su autor, pues,
es también un texto que nos animaríamos a llamar profético, un balance de los
acontecimientos del pasado reciente cuyas potencialidades serán realizadas en
el futuro. Y, con todo, es, repitamos, un extraordinario estudio histórico.
Pero es un estudio histórico de Marx. Ello quiere decir: un
estudio histórico como no se había hecho ninguno hasta ese momento –salvo,
claro está, por parte del propio Marx–, y que por lo tanto, en ese momento,
difícilmente podía ser reconocido como perteneciente a la ciencia “normal” de
la Historia tal como podía haberla definido, digamos, un Leopold von Ranke: esa
ciencia fáctica, positivista, obsedida por el afán de reconstruir los hechos
“tal cual realmente sucedieron”; es decir –algo que sabemos por el mismo Marx–,
una “ciencia” plenamente colonizada por la ideología de la mal llamada
“objetividad”. Y no es, por supuesto, que Marx se desentendiera de lo
“realmente sucedido”. Al contrario: en la perspectiva de Marx, lo “realmente
sucedido” se enriquece y se complejiza con lo que aún continúa sucediendo, en
la medida en que la praxis social-histórica que le ha dado lugar no ha
desaparecido, no se ha volatilizado conformando hechos cerrados sobre sí
mismos, no ha quedado inmovilizada e inoperante en el ya fue de la jerga
juvenil; más bien ha producido una acumulación praxeológica que en sí misma
constituye –y sigue constituyendo– lo históricosocial, lo “económico”, lo
ideológico-político, lo estético-cultural, etcétera: o sea, lo humano como tal.
La “nueva ciencia” inaugurada por Marx, eso que dio en
llamarse materialismo histórico (y que, según la ocasión, hay que acentuar por
partes: materialismo histórico –para distinguirlo del materialismo estático y
abstracto vulgar–, y materialismo histórico –para distinguirlo del idealismo
que atiende al movimiento transformador de la historia pero lo sustrae de sus
“bases materiales”–) no es, pues, una más de esas “filosofías de la historia”
que viene a competir con las dominantes en su tiempo, sino que apunta a ser,
por llamarla de alguna manera (insuficiente, con toda seguridad), una
totalización antropológica, una “ciencia” de “lo humano como tal”, que es
simultáneamente “estructural” e “histórica”. Y que pone la praxis acumulada en
el pasado al servicio del presente y, sobre todo, del futuro. Las premisas de
tal antropología están ya esbozadas, por cierto, en los Manuscritos
Económico-Filosóficos de 1844; pero todavía allí –como ha sido apuntado
innumerables veces– las reflexiones marxianas sobre la “esencia” de lo humano
aún son parcialmente tributarias del “antropomorfismo” deshistorizado de
Feuerbach, si bien son de una extraordinaria riqueza “humanística” en su
consideración de las relaciones del hombre con la naturaleza y con su propio
cuerpo. Pero es en La Ideología Alemana de 1845 donde la antropología de Marx
se tornará verdadera y profundamente histórica.
Es archiconocida la tesis central, a estos efectos, de ese
texto: aunque Marx no abandona (más bien sostiene y refuerza) sus fundamentos
antropológicos del año anterior, considera ahora que toda historiografía debe,
partiendo de esos fundamentos “naturales” de la existencia humana, diferenciar
al hombre de todo otro ser natural por la capacidad de producir sus medios de
vida, y por lo tanto, indirectamente, de re-producir su propia existencia
material. Tal “reproducción de la existencia material” –y, desde luego, el
aparato simbólico que permite comprenderla y reelaborarla– es, sencillamente,
lo que los antropólogos llaman cultura, y que no puede sino ser histórica, vale
decir, sometida a las transformaciones en el tiempo. La categoría histórica de
“trabajo” (en el sentido amplio pero estricto de “transformación de la
naturaleza” orientada a la producción y reproducción de las condiciones de la
existencia humana) tiene aquí un alcance teorético inmenso: entre otras cosas,
permite consumar la ruptura con la ideología clásica de una idealizada
“autonomía de lo político”, que Marx había esbozado ya desde sus escritos de
1842/43 como La Cuestión Judía o la Crítica de la Filosofía del Derecho de
Hegel, pero en las que todavía no contaba con esa antropología histórica que le
permitiera oponer una alternativa materialmente fundada.
A su vez, el conocimiento científico de esa cultura
histórica no es una mera acumulación erudita de saber: es, ante todo, un paso
gigantesco en la autocomprensión del hombre acerca de lo que hace, y por
consiguiente de lo que puede hacer en el presente y en el futuro. Una
“autocomprensión” que, por supuesto – ya nos ocuparemos extensamente del tema–
se separa radicalmente de la concepción hegeliana de la autorrealización de la
pura conciencia, ya que de lo que aquí se trata, como acabamos de ver, es de
empezar por la vida material-concreta del hombre histórico.
Por lo tanto el materialismo histórico de Marx es, sin dejar
de serlo, algo más que una “ciencia”: es, como se ha dicho tantas veces sin que
nunca se termine de asumirlo plenamente, una
guía para la acción. Goethe –ese alemán notable tan admirado por Marx–
había tenido la osadía de sustituir la célebre frase inicial de la Biblia (“en
el principio fue el Verbo”) por la contundente “en el principio fue la Acción”.
Marx, implícitamente, va todavía más allá con su noción de praxis (rescatada de
sus no menos admirados clásicos griegos): es –no la “síntesis”, un concepto que
ya tendremos ocasión de discutir, sino– la articulación del logos con la praxis,
e incluso con la poiesis, es eso lo
que produce historia, en el sentido más amplio, pero también más estricto, del término.
Marx, por esta vía nueva, enfrenta así el problema “filosófico” por excelencia,
ya insinuado desde Platón: la unidad de teoría y práctica, de filosofía y
política, del entender y el actuar, en tanto filosofía (si no quiere llamársela
“de la historia”) histórica.
Por eso, hay que insistir: la historia no fue, sino que está
siendo, es lo que sigue ocurriendo aunque la ideología dominante (o, mejor,
ciertas formas dominantes de la ideología, ya que como veremos no se trata simplemente
de la ideología de las clases dominantes) pretenda precisamente que ya nada
puede continuar ni “repetirse” –ni tragedia ni farsa, para volver a esa
celebérrima frase de El XVIII Brumario, que constituye por sí misma toda una
“filosofía de la historia”. Cuando Walter Benjamin, en sus sublimes Tesis de Filosofía de la Historia,
afirma contra Ranke (y contra el positivismo en general, pero también contra el
“progresismo” evolucionista socialdemócrata) que justamente no se trata de
reconstruir los hechos “tal cual realmente ocurrieron”, sino de recuperarlos
“tal como relampaguean en este instante de peligro”; o cuando –en esas mismas Tesis, y en incontables otros lugares de
su obra singular– diferencia la “superficial” historia de los vencedores (esa
que suele llamarse “el progreso”) de la historia subterránea y discontinua de
los vencidos, no está haciendo otra cosa que, precisamente, recuperar en un
“instante de peligro”, en su condición de “emergencia” permanente, el sentido
originario de la “obra” (del logos, la praxis y la poiesis) de Marx. Es cierto, Francis Barker (1993) sugiere que, sin
dejar de ser “marxista”, la filosofía de la historia de Benjamin tiene una motivación
exactamente inversa a la de Marx. El imperativo revolucionario de Marx es el olvido:
la revolución hará que los muertos –los fantasmas– dejen de pesar sobre los
vivos, que “los muertos entierren a los muertos”, para que estos dejen de
“oprimir como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Para Benjamin se trata de
lo contrario: de rescatar la memoria de los vencidos, porque “si el enemigo
triunfa –y hasta ahora no ha dejado de hacerlo– ni los muertos estarán a
salvo”. Se entiende: Marx ocupa el lugar (“edípico”) del fundador, Benjamin
–que escribe bajo el nazismo– tiene que entendérselas con otro Fantasma.
Pero entonces, Marx no es, en la acepción “normalizada”, un historiador.
Y, al mismo tiempo, no deja de serlo, y en el más alto nivel “científico”
posible. Sólo que, hasta él, no había un criterio “científico” para definirlo,
y, desde él, no puede haberlo que no lo tenga en cuenta, incluso, y sobre todo,
si es para objetarlo o refutarlo. Su materialismo histórico es, por así
decirlo, una monstruosidad epistemológica. Como lo es, en su propio terreno, el
psicoanálisis de Freud. Si de este último ha podido decirse que no es,
sencillamente, otra teoría “psicológica” (aunque fuera la mejor), ni otra rama
de la medicina o de la filosofía, sino otra cosa, y por ello Freud tuvo que
acuñar un nombre para ella, otro tanto podría decirse de Marx: su “materialismo
histórico” no es sólo otra concepción historiográfica, otra teoría económica,
otra sociología, otra filosofía política: es el materialismo histórico. Marx,
como Freud –y no es la única semejanza entre dos hombres tan diferentes–, no descubre
una “novedad” (si bien, al igual que Freud, frecuentemente se lo compara con
Cristóbal Colón por haber encontrado un “nuevo continente”): mucho más que eso,
inaugura un nuevo horizonte de pensamiento; Marx es –como lo ha dicho
famosamente Foucault, que jamás pretendió ser “marxista”, pero que jamás pretendió
tampoco poder pensar la historia sin Marx– un fundador de discurso: a partir de
él hay un quiebre, justamente, histórico en la manera de situarse frente a la
complejidad de lo real humano. Así, se podría parafrasear, para el caso de
Marx, lo que Oscar Masotta dijera para el de Freud: la pregunta pertinente no
es tanto si el materialismo histórico es una ciencia, sino qué es una ciencia después
del materialismo histórico.
Otra vez: no se trata tanto de lo que Marx “realmente dijo”
(tarea de reconstrucción necesaria pero ingrata que dejaremos a los esforzados
exégetas y a los eruditos talmúdicos, aunque sin dejar de mencionar al paso que
suele ser una empresa insanablemente dañina cuando exégetas y talmúdicos son, a
su vez, “marxistas”), sino que su modo de decirlo, su “estilo” de intervención
en el logos de la modernidad, es lo que –sin retorno posible, por más que
aquellas formas dominantes de cierta ideología se empeñen patéticamente en
enterrarlo, olvidarlo o domesticarlo en las tibiezas de la cátedra– permite que
hoy podamos recuperar la historia como “instante actual de peligro”. De Marx
puede predicarse lo que dijera de Sartre, en sus exequias, su respetuoso archienemigo
Raymond Aron: aún cuando pensáramos que se equivocó en mucho de lo que dijo,
deberemos admitir que acertó siempre en señalar aquello de lo que había que
hablar. Y, especialmente, en cómo, desde qué “ubicación”, había que decirlo. La
cuestión, hoy, para nosotros, no es, como no lo era desde luego para el propio
Marx, ser o no ser “marxistas”:
semejante duda ontológica hamletiana, sobre la que el propio Marx tanto meditó,
poco tiene que ver con la historia tal como él la pensaba: es demasiado
“subjetiva” (en el mal sentido del término, mal sentido que hoy habría que
recordar frente a la obsesión “subjetivante” de la cultura actual) para
resultarle interesante a la praxis. Es decir: a la historia, que es, ella sí,
entre tantas otras cosas, indefectiblemente “marxista”.
En lo que sigue, por lo tanto, hablaremos muy poco –apenas
lo estrictamente necesario como para no tornarnos excesivamente abstractos– de
Las luchas de clases en Francia: ninguna paráfrasis o comentario crítico, por
agudo que fuese, podría sustituir la auténtica experiencia (intelectual y
vital) que constituye su lectura directa. Más bien trataremos de mostrar
–imperfecta y fragmentariamente, como no puede ser de otra manera– algunas de
las implicaciones de la fundación de discurso “historiográfico” de Marx,
implicaciones que por supuesto, ya lo hemos insinuado, atañen a más y otra cosa
que lo que la academia suele llamar “ciencia histórica”.
Sin duda, esas potencialidades nuevas del pensamiento sobre lo
histórico están condensadas de manera apabullante, asombrosa, en textos como el
que hoy presentamos, y en los otros estudios “históricos” nombrados más arriba.
En ellos Marx despliega, a más de la erudición y la extraordinaria capacidad de
penetrar analítica y dialécticamente la realidad social-histórica que exhibe en
casi cualquier cosa que escriba, una no menos asombrosa agudeza para describir
las más complejas sutilezas de la política menuda y cotidiana (las posiciones
de las diferentes fracciones tanto de las clases dominantes como dominadas, con
sus entrecruzamientos y mezquindades, sus cambios y permanencias) sin por ello
dejar de articularlas con la “larga duración” de la historia de la modernidad
burguesa, así como con las condiciones generales de las macroestructuras
“duras” del modo de producción capitalista. Y de la larga historia de la
Revolución Francesa –que de ninguna manera culmina en 1789 ni en 1793, sino que
se prolonga con distintas vestiduras en el ‘15, el ‘30 y el ‘48–, así como del
significado filosófico-político de esa historia. Lo dice muy bien Livio
Sichirollo (2000): “La grandeza
filosófica de Marx es haber entendido (no sólo explicado) la única cosa que
sólo un verdadero filósofo había de entender en y sobre su propio tiempo: cómo
la libertad formalmente reconocida por la Revolución Francesa y filosóficamente
comprendida por la filosofía clásica alemana desde Kant hasta Hegel pudo y
debió ser realizada en universal, realización del género, no del mero hombre-individuo”.
Las luchas de clases, así como los otros
estudios históricos son, pues, en conjunto, un fresco inagotable de una época,
de un régimen político, y hasta de los rasgos de personalidad de sus actores
principales, individuales o colectivos. Y es, por lo tanto, un desmentido
inapelable para todos aquéllos (lectores apresurados o ideológicamente
interesados) que todavía levantan la caricatura indefendible de un Marx “esquemático”,
“reduccionista”, “mecanicista”, “teleológico”, que pasaría por el rasero de sus
recetas genéricas las singularidades existenciales o las experiencias
irrepetibles de la historia concreta. Simultáneamente, es también un desmentido
para los que quisieran hacernos creer que hay sólo dos posibles versiones de la
historia: la “estructural” y finalista, o la “acontecimiental” e indeterminada.
En este Marx intensamente narrativo, con su estilo elegante y al mismo tiempo
implacablemente irónico por momentos, está toda la potencia teórica y reflexiva
de El Capital o de los Grundrisse, pero además la seducción
irresistible del gran escritor. Es por eso, insistamos, que su lectura es
insustituible. Se trata, pues, como lo anunciáramos hace un momento, de abrir
el abanico de las sugerencias contenidas en un texto semejante, para darles su
lugar en el proyecto global del “materialismo histórico”.
Estudio Introductorio a la
edición de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 de Karl Marx
realizada por Ediciones Luxemburg (Buenos Aires) abril 2005.
‘Las luchas de clases en Francia de 1848
a 1850’