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Friedrich Engels ✆ Enrique Ortega Ochoa |
◆ “Simplemente
no puedo entender que alguien pueda tener envidia de un genio; la genialidad es
algo tan especial que quienes no la tenemos sabemos inmediatamente que es una cosa inalcanzable; para
sentir envidia de una cosa así hay que ser tremendamente estrecho de miras.” Friedrich Engels
Mary Gabriel
Engels estaba viajando de vuelta a Alemania desde
Inglaterra cuando decidió dar un pequeño rodeo y pasar por París. Marx sabía
que era el autor de lo que consideraba un brillante artículo de economía
política escrito para la revista de Ruge a comienzos de aquel mismo año. Engels
sabía de Marx que era el tirano que dirigía la
Rheinische Zeitung en Colonia pero cuyos escritos respetaba
enormemente. Los dos se encontraron por vez primera el 28 de agosto de 1844 en
el Café de la Régence y estuvieron hablando durante diez días y diez noches
seguidos. El café, situado cerca del Louvre, era un lugar adecuado para su
primer encuentro sustancial; era famoso en toda Europa por el salón donde se
enfrentaban los maestros de ajedrez.
A los veintitrés años, Engels era un joven alto, esbelto,
rubio, meticuloso en su forma de vestir, y atlético. Le gustaban mucho las
mujeres –tantas como fuera posible– y los caballos. Ante la insistencia de su
padre, propietario de una fábrica, había abandonado la escuela a los diecisiete
años para aprender el negocio familiar. Considerándose a sí mismo un hombre de
negocios y un artillero real prusiano, Engels era superficialmente muy
distinto del cerebral, rechoncho, moreno y desaliñado padre de familia que era
Marx, excepto por lo que un colega calificaba de su “inclinación a la bebida” y
por su humor cáustico. Si Marx era simplemente el que parecía ser, Engels
era un caso más complejo.
Por un lado, era el hombre que la sociedad reconocía
y aceptaba, el impenitente soltero que iba de caza con jauría y que tenía un
talento prodigioso para distinguir un buen vino. Pero también era un
revolucionario vehemente que vivía amancebado con una joven trabajadora
irlandesa, y que cuando era todavía un adolescente había escrito una serie de
incisivos artículos de periódico sobre los males sociales resultantes de la
industrialización no regulada en su nativa Barmen. Fue el Engels revolucionario
el que se presentó a Marx aquel mes de agosto en París, pero Marx acogió igual
de bien los dos aspectos de aquel extraordinario personaje.
Engels era una rara combinación, un hombre de ideas y un
reformador que podía escribir artículos de gran elocuencia e inmediatez, pero
también un hombre de negocios que conocía los entresijos de la industria desde
el despacho del propietario hasta las naves de la fábrica. Conocía muy bien las
ramificaciones sociales, políticas y económicas del nuevo sistema industrial
porque las había vivido. Era un enviado del mundo material que había llegado a
la puerta de Marx para colmar los vacíos de sus estudios teóricos.
Por su parte, Engels reconoció en el Marx de veintiséis años
una personalidad poderosa y un intelecto diferente a todos los que había
conocido anteriormente. El buen soldado había estado buscando una causa o
alguien a quien servir, y encontró a esta persona en Karl Marx. Engels
describió más tarde su histórico encuentro en París de una forma mesurada y
comedida: “Nuestro completo acuerdo en
todos los campos teoréticos se hizo inmediatamente evidente, y nuestro trabajo
conjunto data de aquella época.” Engels sería, simplemente, el
salvador de la familia Marx. No solo proporcionó el contexto material que
necesitaba el trabajo de Marx, sino que también se convirtió en el sostén
material de la existencia misma de la familia.
Engels era el mayor de ocho hijos y el heredero de una
próspera empresa textil fundada en el siglo XVIII en el valle prusiano de
Wuppertal por su bisabuelo. Cuando Engels era un adolescente en Barmen, aquella
parte de Renania era una de las más industrializadas de Alemania, y el río
Wupper que la atravesaba estaba completamente contaminado por los residuos
industriales. Su familia practicaba el pietismo,
una de las versiones más fundamentalistas e intolerantes del cristianismo:
cualquier forma de diversión pública estaba condenada; las escrituras y el
juicio de su pequeña comunidad eran considerados como las autoridades
fundamentales. Casi tan pronto como tuvo una personalidad perceptible,
Friedrich alarmó a sus padres rebelándose. En una carta a su esposa,
Friedrich Engels padre manifestaba estar preocupado de que su hijo de quince
años no le obedeciese ni siquiera después de ser severamente castigado. El
padre también había encontrado en el escritorio de Friedrich un “libro obsceno que había pedido prestado en
la biblioteca pública, una historia de caballeros del siglo XIII… Quiera Dios
velar por su manera de ser… A menudo temo por este muchacho, por lo demás
excelente.”
Durante sus años en el instituto de Elberfeld, Engels
desarrolló un verdadero interés y también –a diferencia de Marx– un cierto
talento por la poesía. Sus primeros poemas fueron publicados cuando solo tenía
diecisiete años, y pensaba convertirse en escritor. Pero su padre quería
que se dedicase al negocio familiar y le obligó a abandonar los estudios.
Engels fue enviado a la ciudad industrial de Bremen para hacer de aprendiz y
fue allí donde el hijo del propietario de una fábrica empezó su vida como
revolucionario. Algunas de sus primeras muestras de rebeldía fueron bien
conocidas en toda la ciudad. Desafió a sus iguales a dejarse bigote, algo
considerado indecente en la buena sociedad. Una docena de ellos lo hicieron y
se reunieron en una “fiesta del bigote.” También alardeaba ante su hermana
de insultar a los “filisteos” no solo haciendo ostentación de su bigote en un
concierto, sino vistiendo una chaqueta ordinaria y yendo a puño limpio,
mientras que los jóvenes que tenía a su alrededor vestían frac y llevaban
guantes de seda. “A las mujeres, por
cierto, les gustaba mucho…Lo mejor de todo es que hace tres meses no me conocía
nadie, y ahora me conoce todo el mundo.” Pero su verdadera protesta
tenía forma escrita. Las “Cartas desde
Wuppertal”, firmadas por el alias
“Friedrich Oswald”, que se describía a sí mismo como un viajante comercial
filosófico, causaron auténtica sensación. Publicadas en un periódico de
Hamburgo en 1839, cuando Engels tenía dieciocho años, aparecieron
posteriormente en periódicos de tendencia liberal de diversos lugares de
Alemania. Las cartas describían a unos trabajadores fabriles que, desde
una edad tan temprana como los seis años, trabajaban duramente en lugares
insalubres, respirando más gases de carbón y polvo que oxígeno. Aquellas
condiciones les condenaban a “verse privados de fuerza y de alegría de por
vida,” escribía, y decía que “aquellos que no caían presa del misticismo eran
destruidos por el alcohol.”
Una terrible pobreza
prevalece entre las clases inferiores, particularmente entre los trabajadores
fabriles de Wuppertal: la sífilis y las enfermedades pulmonares están tan
extendidas que apenas resulta creíble; solo en Elberfeld, de dos mil quinientos
niños en edad escolar, mil doscientos están privados de educación y crecen en
las fábricas, meramente para que el fabricante no tenga que pagar a los
adultos, cuyo lugar ocupan los niños, el doble del salario que paga a estos.
Pero los acaudalados fabricantes tienen una conciencia flexible, y provocar la
muerte de un niño más o menos no condena al infierno a un alma pietista,
especialmente si acude a la iglesia dos veces cada domingo. Es un hecho que los
propietarios de fábricas pietistas son los que tratan peor a sus obreros;
utilizan todos los medios a su alcance para reducir la cuantía de los salarios,
con la excusa de privarles de la oportunidad de emborracharse.
“Oswald” también se pronunció a favor de la liberación de
las mujeres, de la que decía que constituía un paso básico en el camino hacia
la libertad de todo el pueblo. (Aunque es posible que en este caso Engels
tuviese motivos ligeramente menos altruistas: tenía claras las posibilidades
sexuales derivadas del hecho de liberar a las mujeres de las restricciones
sociales.)
En cuanto a la política, Engels declaraba en una carta a un
amigo que odiaba al rey, que en aquel entonces era Federico Guillermo III. “Si no le despreciase tanto, a ese mierda, le
odiaría aún más. Napoleón era un ángel comparado con él… Lo único que
espero de este príncipe es que su pueblo le llene la cara a derecha e izquierda
de sopapos, y que las ventanas de su palacio las hagan añicos las piedras
volantes de la revolución.” Consideraba a la nobleza meramente como el
resultado de “sesenta y cuatro enlaces matrimoniales.”
Engels regresó a Barmen en 1841 y luego fue a Berlín para
hacer un año de servicio militar. Extraoficialmente, también fue a Berlín para
estar cerca de la universidad y de los Jóvenes Hegelianos, cuyas obras había
leído en Bremen. Engels se unió a la nueva generación de jóvenes hegelianos
conocida como “los libres,” que lo acogieron calurosamente; ya había publicado
al menos treinta y siete artículos, y todos los de su círculo eran conocedores
de los legendarios ataques de “Friedrich Oswald.”
Una de las principales influencias de Engels en aquella
época era el amigo de Marx Moses Hess, el primero entre ellos que abrazó la
causa del comunismo. Hess creía que la revolución era inevitable y que
estallaría al mismo tiempo en Francia, Alemania e Inglaterra; en Francia como
la tierra de la revuelta política, en Alemania como el centro de la filosofía,
y en Inglaterra como sede de las finanzas mundiales. Quiso la suerte que,
después de Berlín, el último de estos tres países fuese la siguiente parada del
viaje de autodescubrimiento de Engels.
En 1837 la familia Engels se había asociado con los hermanos
Ermen en Inglaterra para abrir una fábrica de tejidos de algodón en Manchester,
y el padre de Engels envió allí a su hijo mayor para la siguiente etapa en su
formación. Trabajaría en las oficinas de Victoria Mills de Ermen & Engels,
en la ciudad que era considerada como el corazón industrial del mundo. Era el
mejor lugar para que aprendiera el oficio, y para que el otro Engels, el
revolucionario, aprendiera cómo derrocar al sistema. De camino a
Inglaterra pasó por Colonia para encontrarse con el editor de la Rheinische Zeitung, Karl Marx. Pero Marx
le rechazó de plano por considerarle miembro del grupo de “los libres,” al que
desdeñaba, y la reunión concluyó casi antes de empezar (hasta el punto de
que cuando Marx y Engels reconectaron en París fue efectivamente la primera vez
que se reunieron).
Cuando Engels llegó a Manchester en Noviembre de 1842, en
vísperas de su vigésimo segundo aniversario, la ciudad se estaba recuperando de
una gran huelga obrera contra los recortes salariales. El ambiente era
electrizante. Los trabajadores eran unos de los más reprimidos del mundo, y sin
embargo la ley inglesa les reconocía el derecho de reunión, lo que les daba un
atisbo de esperanza de que podrían mejorar su suerte. Pero no sería fácil.
Un observador de la época dijo, refiriéndose a Manchester: “No hay ciudad en el mundo donde la distancia
entre ricos y pobres sea tan grande, y las barreras entre unos y otros tan
difícil de cruzar.” Engels lo hizo pronto, sin embargo, con ayuda de
una irlandesa de diecinueve años llamada Mary Burns.
Mary trabajaba en la fábrica de Engels con su padre y con su
hermana de quince años Lydia (o Lizzy). No está claro cómo conoció Engels a
Mary, si fue en la fábrica o si, como sugieren algunos biógrafos, fue después
de verla vendiendo naranjas en el Hall of
Science, un centro cultural socialista de Manchester. Pero fuese donde
fuese que la conociera, Engels se sintió indudablemente atraído por lo que sus
amigos describían como la belleza salvaje de Mary, su ingenio y su inteligencia
natural. La alianza fue crucial para Engels. Mary le introdujo en la “Pequeña
Irlanda” y en otros barrios obreros en Manchester en los que los burgueses como
él nunca se aventuraban, ni siquiera para cobrar alquileres. Lo que
encontró allí fue una ausencia total de salubridad, pozos sépticos que
apestaban a orines en los que se pudrían los cadáveres de animales, pocilgas
cada veinte pasos y “unos charcos de barro tan profundos que resultaba
imposible caminar por ellos sin hundirse hasta los tobillos.” Las casas, de
solo una o dos habitaciones, tenían el suelo de barro. Engels decía que la
suciedad y el hedor eran tan horribles que “ningún ser mínimamente civilizado
podría vivir en aquel barrio.”
Y sin embargo, aquellas eran las casas donde vivían los
trabajadores de la fábrica de su padre y de otras fábricas como la suya. Y
aquellos eran los hombres cuyo trabajo crearía el brillante futuro de sus
patronos. Engels llegó a la conclusión de que la única diferencia entre los
esclavos y los trabajadores de las fábricas era que los esclavos eran vendidos
de por vida, mientras que los trabajadores de las fábricas se vendían a sí
mismos día a día. Pero, igual que los trabajadores, también él veía una
promesa latente en las profundidades de tanto sufrimiento. Engels pensaba que
aquella situación les “hacía darse cuenta
de la necesidad de una reforma social mediante la cual las máquinas ya no
trabajasen contra ellos sino para ellos.”
Mary también le presentó a Engels a muchos radicales
irlandeses y británicos. Uno de ellos, el británico George Julian Harney
dijo sentirse maravillado por “aquel
esbelto joven con aspecto casi de muchacho inmaduro y que hablaba un inglés
notablemente puro.” A las pocas semanas de estar en Manchester, el
rebelde que latía en el interior de aquel joven prusiano aparentemente
inofensivo estaba ardiendo de indignación. Mientras trabajaba en el despacho de
la fábrica de su padre, Engels empezó a escribir artículos para periódicos
reformistas británicos acerca de las condiciones en Alemania, y enviando cartas
a Alemania sobre sus descubrimientos entre los trabajadores en Inglaterra. Marx
publicó cinco de ellas en la Rheinische
Zeitung en 1842 identificando a su autor solamente como “X.” Los
artículos publicados en Gran Bretaña iban generalmente firmados por “F.
Engels.”
En 1843, la educación recibida por Engels en las calles la
había complementado con la lectura de libros sobre la historia, la política y
la economía inglesas. El resultado fue un folleto de veinticinco páginas
titulado “Esbozo de una crítica de la
economía política,” que fue editado por Marx y publicado en el periódico de
Ruge en París a comienzos de 1844. Aquel artículo fue tal vez el primer informe
crítico “marxista” del aún incipiente sistema capitalista. En él Engels escribía
que aquellos que poseían las máquinas creaban el caos económico y social
embarcándose en un ciclo de sobreproducción seguido de recortes que reducía los
salarios, provocaba la crisis social y exacerbaba el conflicto de clases. Los
progresos técnicos no facilitaban la vida del trabajador, y solo eran empleados
para incrementar los beneficios del patrono. Los hombres eran despedidos por
culpa de las máquinas y de los que conservaban el trabajo se esperaba que
trabajasen igual de duro –si no más– para compensar la pérdida de mano de obra.
En aquel sistema, los beneficios de los capitalistas dependían de las pérdidas
de los obreros.
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Mary Gabriel |
Cuando se encontraron en agosto de 1844, Marx y Engels
habían llegado ya a las mismas conclusiones, pero lo habían hecho por caminos
diferentes. En aquel momento estuvieron de acuerdo en que la mejor forma de
avanzar era mediante la propaganda. Engels planeaba regresar a Alemania para
escribir un libro sobre el tiempo pasado en Inglaterra (que se convertiría en
un clásico:
La situación de la clase
obrera en Inglaterra), mientras que Marx empezaría a trabajar en un libro
de economía política basado en sus estudios de aquel año. Antes de que Engels
abandonase París en setiembre escribió quince páginas de un polémico panfleto
que él y Marx pensaban firmar conjuntamente, un documento que atacaba las
posturas de algunos de sus antiguos asociados. En su introducción, Marx y
Engels describían el panfleto como una especie de catarsis, tras lo cual
emprenderían obras positivas de carácter filosófico y social. Esta sería su
primera publicación conjunta. Marx la tituló
La Sagrada Familia, o
Crítica
de la crítica crítica.
El texto anterior es
un fragmento del libro de Mary Gabriel “Amor
y Capital. Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una revolución”, editado
por El Viejo Topo y la traducción es de Josep Sarret.
Recomendamos una reseña de este libro escrita por Salvador López Arnal,
publicada en MultiSignos