Omar Acha | Un panorama de la producción intelectual en
los últimos diez años, y más particularmente en el último lustro, permite
reconocer entre la madeja siempre heterogénea de publicaciones una trama
de textos, ideas y sensibilidades conceptuales, donde se vislumbra la
emergencia de una nueva generación intelectual. Lo hace a contramano de un
agotamiento de las condiciones sociales para las porfías generacionales, en un
contexto social capitalista y mediático donde somos cada vez más
individualistas y consumistas. Hace medio siglo, al menos en América Latina, la actividad
intelectual estaba menos regulada por matrices académicas. Si la casa,
alimentación y vestido de las y los intelectuales no estaba asegurada por un
ingreso mensual por “investigar” o “enseñar”, en revancha las presiones hacia
una producción monográfica y atenida a un canon universal de referatos eran más
laxas, y en algunos casos inexistentes. Pensemos en la producción de David
Viñas, Oscar Masotta o Juan José Sebreli. No creo que se deba lidiar con esa
mutación en términos de pérdida de independencia o de progreso en el
profesionalismo. Simplemente ha ocurrido en el triunfo de la lógica capitalista
de los “campos”, con sus efectos ambivalentes de aperturas y clausuras.
Como sea, quienes se encontramos en el espacio universitario
y de la investigación actual, debemos demostrar periódicamente nuestro
disciplinamiento a un sistema de evaluación. Por cierto que en las ciencias
sociales y en las humanidades ese sistema posee una flexibilidad difícil de encontrar
en otros órdenes del conocimiento, y es viable una mezcla de discursos que si
desde otras perspectivas revela la frágil cientificidad de las “ciencias
humanas”, desde el interior de sus prácticas habilita algunas excursiones
interesantes, más ligadas a la política y al quehacer propiamente intelectual.
Ese no es el problema. La dificultad reside en que son excursiones
individuales, propias de francotiradores, y sin coagulaciones colectivas, que
son aquellas forjadoras de huellas perdurables por cuanto se exigen en una
disputa por “visiones del mundo”.
El tras el fin de la “transición democrática”, entre la
caída del gobierno de la Alianza y la recomposición del orden burgués encarado
por la presidencia provisional de Eduardo Duhalde entre principios de 2002 y
mediados de 2003, se produjo un acontecimiento inédito, sin duda fugaz y en
peligro, que fue la experiencia conocida como “2001”. Fue nombrada como una
“crisis”, luego como un “infierno”, y para el horizonte del “país normal”
kirchnerista fue un mal recuerdo que debía ser superado en pos de la
gobernabilidad burguesa, la inclusión social y una industrialización modesta
pero capaz de abastecer de una fracción de empleo formal y mercancías al
mercado interno. Fue por así decirlo, nuestro modo de realizar los consejos del
Post-Consenso de Washington. En realidad fue también otras cosas, sobre las que
aquí no puedo demorarme. Sí me interesa rescatar una dimensión intelectual del
2001. El agotamiento de la problemática intelectual que hasta entonces había
gobernado los intereses culturales, bajo el paradigma de una democracia
republicana.
El segmento ochentista de la intelectualidad argentina tuvo
un continente progresista con dos vertientes, la socialdemócrata y la
nacional-populista. Ambas vertientes compartían el humor post-revolucionario,
la apuesta por la gobernabilidad de una joven democracia bajo el fuego graneado
de las fuerzas procesistas y militares todavía con poder, y una conflictividad
socioeconómica jamás licuada. Ante el 2001 ese progresismo adoptó actitudes
divergentes. La mirada socialdemócrata, atenida a sus convicciones previas,
leyó el acontecimiento como peligro de derivas autoritarias. Por eso,
parapetado en la democracia liberal como horizonte insuperable del pensamiento,
vio en el “Qué se vayan todos” un error o una ingenuidad. En cambio, el siempre
más flexible lenguaje nacional-populista pudo reconocer rasgos democráticos en
una dinámica situación de novedades populares y renovaciones en los repertorios
de la protesta social. Pero ante la recomposición del orden burgués y
republicano en clave peronista, primero con Duhalde y sobre todo luego,
elecciones mediante, con Kirchner, esa fracción progresista volvió al redil
jamás abandonado y apostó decididamente por el horizonte del Post-Consenso de
Washington que propuso la nueva administración. Como es conocido, la fórmula
del Post-Consenso rezaba desarrollo
más inclusión social. Esa gestión agregó otros aspectos, como la política
de derechos humanos, una vindicación del setentismo, que construyeron una
hegemonía que hoy parece de corto plazo (diez años son poco en una longue
durée). Para lo que importa aquí, generó una divisoria entre progresismo
populista y progresismo republicano que necesitamos poner en cuestión como
continente de nuestra imaginación. Mientras esto ocurría, la izquierda
intelectual autoproclamada radical se debatió entre la actitud conservadora y
resiliente de la “defensa del marxismo” y las imaginarias ilusiones pluralistas
encuadradas en el abanico de figuras buena como el autonomismo, el
postestructuralismo, y el reactivo antileninismo.
Quisiera situar el libro de Martín Cortés en esa coyuntura
político-intelectual, donde la figura de José Aricó provee una entrada posible,
entre otras, en la conquista de una proyección intelectual alternativa a los
trazos básicos, pero dobles, del progresismo (dejaré para el final una
referencia al marxismo tradicional incapaz de prohijar un diálogo productivo
con el legado de Aricó). Afortunadamente Cortés lo hace con una actitud abierta
en la que Aricó, integrante de la auto-reforma progresista de la
intelectualidad de izquierda, es un insumo, un interlocutor. La hermenéutica no
es discipular, y si detenta una veneración aparente en la cita, incluso en la
multiplicación de la misma, trataré de mostrar los pliegues con que la comba de
la lectura cabe mal en el cuerpo cóncavo de los textos y prácticas de Aricó.
Munido del concepto de “traducción” como operador o pasador
entre las diversas vetas de los textos de Aricó, Martín Cortés propone una
construcción conjetural y convincente de una “obra”. Entonces, no se refugia en
el gesto desencantado de acariciar las nervaduras de un archivo textual para
detectar sus fracturas, sus puntos ciegos y sus ambigüedades. Para emplear el
vocabulario nietzscheano, Cortés rechaza la actitud del siervo ladino que
cuchichea sobre las debilidades ajenas, para lanzarse con la actitud del señor
que conquista. No se restringe entonces al placer menor del resentimiento,
polvito acuoso del desmitificador rencoroso que ya no puede creer. Avanza así
sobre el auténtico momento de la faena crítica, que no consiste tanto en operar
un ataque negativo (sin duda imprescindible y el primer instante de todo
pensamiento) como en la invención de conceptos.
Cortés da por buena la conjetura de Oscar Terán de que
“influyó” a José Aricó en la interpretación del marxismo como una serie
heterogénea de “puntos de fuga” antes que como sistema teórico autosuficiente y
total. Pero si volvemos a releer el texto de Terán, podemos notar en él un
reproche que se pierde en esa toma de la palabra por Cortés. Escribió Terán:
“nuestras charlas se llenaron de esos puntos de fuga de un marxismo en
dispersión como su propia palara, pero que una y otra vez ‘suturaba’ sus
propios desgarramientos” (p. 22). Lo que se destaca tras el adversativo “pero”
es el resto del marxismo en Aricó, que no iba a acompañar al “marxismo en
dispersión” de Terán, antesala de su postmarxismo por pluralización.
La aceptación del recuerdo de Terán es uno de los pocos
momentos en que Cortés deja de atenerse a la letra de Aricó. El libro que
estamos revisando cita numerosos pasajes de textos de Aricó. Y también de
entrevistas concedidas por el intelectual nacido en Villa María, en la que
explica retrospectivamente sus propias ideas. Por eso el volumen de reportajes
preparado por Horacio Crespo y aparecido en 1999 es el texto más referido en Un nuevo marxismo para América Latina.
Entonces, no solo Cortés cede en varias ocasiones la palabra a Aricó en el
cierre de un par de capítulos y en varias secciones, sino que también apela a
la auto-interpretación de Aricó para comentar la significación de posiciones
adoptada por el autor de La cola del diablo. Desde luego, este uso de
Aricó sugiere la interrogación de en qué lugares Cortés se pliega a la palabra
de Aricó y en qué momentos se desliga de aquella, sobre qué asiente y sobre qué
sospecha.
Cortés reconstruye un derrotero selectivo en el que Aricó
proporciona textos, traducciones e ideas para un marxismo preocupado por la
política. El programa intelectual de Pasado
y Presente, la serie de los Cuadernos, las investigaciones concretadas en
tiempos de exilio, convergen en un desfasaje respecto de la figura del marxismo
como doctrina teológica secularizada. Diría, más precisamente, respecto a la
funcionalidad del marxismo con los requerimientos de una legitimación del
Estado (sea o no “revolucionario”), ante cuyas exigencias el marxismo cumple
con las demandas impuestas a cualquier otro cuerpo de ideas, esto es, atenerse
con mayores o menores circunloquios a las necesidades del poder establecido. En
otras palabras, Cortés traza con pluma decidida los filamentos necesariamente
trémulos de una teoría crítica, de una teoría que no obtiene su fuerza de la
compacidad interior de un sistema infalible sino de su nacimiento siempre
prematuro en las entrañas de aquello que critica. La crítica es así siempre un
hijo bastardo y materialista, y no la afirmación de “la ciencia”, un ideal
pre-crítico, incluso en el alcance kantiano, que capturó a buena parte del
marxismo segundointernacionalista, al estalinista e incluso a alternativas
antiestalinistas. Justamente, el problema de la historicidad del marxismo es
una cantera donde Cortés intenta perfilar las figuras como el escultor que
inventa el cuerpo en el bloque de mármol virginal. Para esa tarea en América
Latina, sin duda, Aricó no está solo.
Como en Mariátegui, Flores Galindo y Zavaleta Mercado, la
distancia con el espacio europeo es productiva, involucra un desafío de
reinterpretación del marxismo más allá de una formulística a priori, sin
por ello desplomarse en un originalismo que evade la transformación del
subcontinente latinoamericano por la lógica del capital (esto es, su
“universalidad por dominación”). En esa reinterpretación Aricó, según Cortés,
enfatiza un desplazamiento en el Marx posterior a la fractura señalada por José
Sazbón hacia 1850: es el convencimiento marxiano de que la imagen provista
tanto por La Ideología alemana como
por el Manifiesto comunista,
esto es, la realización inexorable del comunismo por una historia que genera
sus propios enterradores, se ha desmoronado. Como es sabido, esa decepción con
la burguesía en las revoluciones de 1848 no condujo a Marx hacia el pesimismo
ni al escepticismo, sino a un recomienzo de su investigación.
Para Martín Cortés, lector de Aricó, la cuestión de la
nación y la controversia con las lecturas de Marx como filósofo de la historia
configuran un solo problema y poseen un mismo corolario:
“Desplazada la filosofía de la historia, la nación deviene
un problema que contemplar específicamente, pues constituye el lugar donde se
entrecruzan las relaciones que articulan una formación social determinada. Allí
radica la ‘distancia’ que Marx se esforzó por recorrer rechazando de antemano
las aplastantes generalizaciones que pueblan la historia del pensamiento
socialista, internacional y latinoamericano”. (p. 177)
Pienso que en esa conclusión Cortés converge con los
estudios más recientes y exhaustivos de la relación de Marx con el
universalismo. Tal cosa sucede en el libro de Kevin Anderson, Marx en los márgenes, quien demuestra
que a mediados de la década de 1850 (es decir, alrededor de dos décadas antes
del epistolario con los populistas rusos), el futuro autor de El capital ya
había puesto en suspenso las categorías teleológicas que participaron –sin ser
las únicas– en la forja de su pensamiento anterior.
Cortés sigue con detalle la argumentación de Aricó, pues es
el paso previo a una concepción específica de la política en la que se reconoce
la contingencia determinada y, por lo tanto, la exigencia “gramsciana” de la
construcción de una voluntad nacional-popular orientada hacia la acumulación
política socialista, que en tanto que tal no se encuentra en relación de
exterioridad con la democraciaburguesa (una denominación adecuada pues no
la devalúa en detrimento de otra más sustantiva o real; en cambio, subraya los
mestizajes entre lo civil y lo político que caracteriza al nacimiento de la
política).
Ahora bien, un texto nodal en el planteo de Aricó es Marx y América Latina. Es conocido que
Aricó reprochó a Marx una mala tramitación de su desasimiento de Hegel. En
efecto, ya en los textos de 1843-1844, Marx avanzó una ruptura con Hegel a
través de una desmitologización feuerbachiana de la dialéctica. Sintetizado en
dos palabras, Marx amonestó el obrar especulativo de la dialéctica idealista
que invierte la eficacia práctica del producto sobre el productor, una
“alienación” que hegelianamente trueca al Estado, generado por las necesidades
de la sociedad civil, en el principio racional constituyente de la totalidad.
Puesto que el Estado es desde entonces predicado y no sujeto, la investigación
marxiana se dirige a la producción y al intercambio en el ámbito de las clases
y el sistema económico. En un equívoco de proporciones el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía
política de 1859 consagró ese esquema como la clave de la base y
superestructura en que cristalizó el marxismo como “materialismo histórico”.
La subordinación explicativa del Estado que a partir de
entonces primó en el pensamiento de Marx, argumentó Aricó, lo condujo a la
ceguera fundante de sus prejuicios sobre Simón Bolívar. Hacia el año 1980 en
que escribía Aricó, la cuestión del Estado alcanzaba cada vez mayor relevancia
para una izquierda que reiteraba, de nuevo, el desencanto ante la capacidad
autónoma de la clase obrera para construir una política socialista. Desde tal
convencimiento la historia latinoamericana se podía leer de otro modo que el
esbozado por Marx en su artículo enciclopédico de 1858. La reconstrucción
provista por Cortés es al respecto impecable. A la vez me pregunto si su método
de atenerse a la letra de Aricó no deja de inducir la sustracción de temas
posibles, e incluso cardinales, ausentes del planteo originario. Me refiero al
uso operativo de la crítica a Hegel con que Aricó detecta el error de Marx.
La manera en que Aricó resuelve la dificultad marxiana
entraña un problema decisivo para la propia tarea de una “reconstrucción” del
marxismo como teoría crítica y no, desde luego, como doctrina. Quiero explicar
por qué la crítica de la filosofía especulativa de la historia no debe
necesariamente arrastrar consigo a la recuperación de la dialéctica hegeliana
por Marx desde los Grundrisse en
adelante.
En esta cuestión se dirimen vínculos decisivos con el tejido
teórico que enlaza al postmarxismo con el postestructuralismo. Es sabido que el
abandono del marxismo tuvo una prosa antidialéctica, en la exacta medida en que
la dialéctica entendida en su alcance filosófico involucra una totalidad
lógicamente inmanente donde todas sus partes están de antemano contempladas
como pars totalis, es decir, son
“puestas” (en el lenguaje hegeliano) por el todo. El rechazo de la totalidad
como garantía de la lógica de lo real es lo que caracteriza al “marxismo en
dispersión” de Terán que Cortés, si no lo leí mal o aviesamente, asume sin
mayores discusiones como prisma de lectura.
Sin embargo, el reencuentro con la dialéctica bajo la figura
evidentemente opaca de la “puesta sobre sus pies” desde la redacción de los Grundrisse es una cuestión central
imposible de evadir aunque haya sido tan visitada en las prosas marxológicas.
No porque concierna a una indagación exhaustiva que Cortés con razón se podría
juzgar dispensado de encarar en un libro sobre Aricó. Es que la conversión de
la dialéctica materialista es la que habilita la concepción
teóricamente más adecuada para fundar una crítica radical del capital sin
apelar a una filosofía de la historia. Y es además la más convincente para
elaborar la tensión inerradicable entre la universalidad de la dominación
social capitalista con la multiplicidad de sus formas propias de las
experiencias históricamente situadas. En otras palabras, la reflexión sobre el
lugar de la dialéctica en el Marx “maduro” constituye el plexo conceptual donde
se dirimen losinsights más agudos del planteo de Aricó. En cambio, Aricó,
Terán, y quizás Cortés, se preservan en el corte feuerbachiano de un Marx de la
crítica empirista a la filosofía hegeliana del Estado. Esto quiere
decir que la detección de “autonomías” (por supuesto, siempre relativas) se
constituye en el punto de partida para la búsqueda de recomposición no de la
totalidad, sino de las composiciones históricas de un objeto histórico no
dialéctico, tal como pueden serlo un militar como Bolívar, una confrontación
como la Guerra del Pacífico (1879-1883) o una formación hegemónica como la del
cardenismo en los años treinta mexicanos (1936-1940). Usualmente en las
humanidades y en las ciencias sociales la definición de un tema de
“investigación” favorece esos recortes empiristas. No sucede exactamente lo mismo
en la filosofía.
Louis Althusser lo supo bien al intentar conciliar
estructura y coyuntura en su totalidad desigual a la vez que jerarquizada. El
punto de vista postestructuralista gusta mostrar que el proyecto althusseriano
era inviable: no sólo la “determinación económica en última instancia” nunca
llegaba, sino tampoco la “totalidad” podía ser reconstruida a posteriori.
En rigor, Hegel tenía razón en reivindicar la razón especulativa: solo la
“idea” podría dar lugar a la racionalidad del todo puesto de
antemano. De allí que el Althusser postestructuralista del “materialismo
aleatorio” no se revelaría tanto un fracaso como la conclusión adecuada ya
implícita en su “dialéctica materialista”. En suma, Althusser no percibió cuán
cerca se hallaba del fracaso de Sarte en la Crítica de la razón dialéctica,
con su sueño de forjar una dialéctica por acumulación categorial, sin una
totalidad orgánica que oprimiera al individuo existencial.
Regresando a Aricó, su crítica empirista a Marx se mantiene
en el mismo horizonte que el momento feuerbachiano de Marx, solo que mientras
éste subrayaba las eficacias de los conflictos en la sociedad civil como
supuesto del Estado, Aricó reclama para la historia latinoamericana de los
primeros decenios postcoloniales una actividad constructiva mayor para las
potencias estatales. Estado y sociedad civil se mantienen así en un dualismo
pregramsciano, es decir, como si no fueran co-constitutivas, lanzándose al
atolladera infértil de las prelaciones históricas. Cuando el Aricó de avanzados
los años alfonsinistas se tornara más societalista, con ello no traicionaría
sus puntos de vista previos. Solo reordenaría el compuesto de empirismo e
historicismo con que deploró el texto marxiano sobre Bolívar.
Por supuesto, no puedo detenerme aquí a mostrar por qué una
noción crítica de dialéctica se restringe a la sociedad capitalista (y por ende
no es transhistórica) y es negativa (y en consecuencia no positivista). Y
tampoco puedo dedicarme a mostrar por qué el postestructuralismo es ahistórico
y abstracto, tal como lo muestran los alcances universales y transhistóricos de
las teorías políticas de Ernesto Laclau y Jacques Rancière, válidos para la
polis griega y para la retórica política de Mao Tsé-Tung. Solo me interesa
destacar que tal vez una distancia mayor con Aricó –o lo que es lo mismo,
creerle menos– hubiera permitido observar en su lectura de Marx algunas vetas
irresueltas que constituyen uno de sus enigmas: ¿por qué Aricó continuó siendo
y diciéndose marxista cuando la inmensa mayoría de su red de amigos y colegas
de generación intelectual había devenido postmarxista? (La referencia
generacional no es baladí pues Aricó siempre pensó y actuó en configuraciones
eliasianas y de redes intelectuales, nunca fue un individuo aislado). He allí
una pregunta que el propio Aricó no logró formular, tal vez no podía formular,
porque el pensamiento también es sentimiento, y pensamos con quienes nos
quieren (nuestras amistades) y quienes nos detestan (nuestros colegas), pero
quisiera creer nosotrxs que podemos expresar hoy.
Desde luego, antes que neutralizarlo como un editor de
libros importantes (lo que hacen recientemente en un artículo de Historical Materialism dos colegxs
argentinxs), la apuesta de Cortés va más allá, y no se preserva de la crisis
del marxismo. Lo hace producir interrogaciones. En esa tarea de reconstruir un
marxismo apto para conocer-transformar críticamente nuestras realidades
nacionales y regionales, el libro de Martín Cortés es un texto importante. No
se refugia en certezas imaginarias que sueñan asaltos al Palacio de Invierno
ruso en 1917, con todos los buenos, menos Stalin, en esta Argentina macrista de
fines de 2015 con su tórrido verano.
Justamente por eso, hay algo que quisiera rescatar de la
crítica externa y antagónica, tan poco dialéctica y tan afín al marxismo
tradicional, de lxs amigxs Daniel Gaido y Constanza Bosch en la revista Historical Materialism, no para sumarme
a ese juicio exento de esfuerzos por pensar las condiciones del pensamiento,
sino para recuperar una cuestión real en su lectura antagónica de uno de los
más relevantes marxistas argentinos. A saber, las erráticas posiciones
políticas de Aricó (dejo de lado la enorme dificultad de unificar a Aricó y Pasado y Presente como una unidad
indivisa) y las continuidades de un proyecto intelectual en apariencia más
sofisticado que el oportunismo de seguir las tendencias guevaristas,
montoneras, alfonsinistas, sin beneficio de inventario respecto de convicciones
teóricas sustantivas.
En síntesis, me parece que el libro de Martín Cortés viene a
proporcionar una lectura de “nueva generación” en la proyección de una
reconstrucción crítica del marxismo en América Latina. Ojalá la izquierda
política pueda nutrirse de sus envites e ideas, sin allanarlo en el denuesto de
la derrota y el postmodernismo, defensas que solo interesan a sus heroicos
bastiones que nadie ataca. La izquierda marxista que se cree dueña del 3% de
los votos debe saber que difícilmente alguien se inquiete por ese guarismo que
para ella siempre preanuncia la revolución (yo he votado a esa izquierda, me
parece la única real en la Argentina y apuesto por su crecimiento, lo que no
impide percibir sus enormes falencias). Para concluir mis preguntas son,
entonces, dos:
¿Si la adhesión a la palabra de Aricó no requiere un gesto
más decidido de poner en cuestión su horizonte generacional, y por ende
formularle preguntas que él no se hizo, demandando respuestas que él no se dio en
sus entrevistas tan profusamente citadas? Mi interrogación se puede frasear de
este modo: ¿qué puede interrogar Martín Cortés desde su lugar y tiempo (que es
el nuestro), que no podía ser pensado desde los que contuvieron al esfuerzo
intelectual de Aricó? En segundo lugar, ¿qué hacer con la distancia entre un
andarivel teórico productivo como el de Aricó, en las diversas facetas
estudiadas en el libro, con sus veleidades políticas en bandazos no siempre
explicables por la razón teórica? Mas creo que la interrogación final se
orienta hacia la dialéctica, un problema fundamental que preocupa a las nuevas
cohortes marxistas en este tiempo nuevo. El que suscite estas y otras
interrogaciones con sus argumentos y elaboraciones constituye uno de los
méritos del libro con que Martín Cortés se lanza al ruedo de los debates de su
generación intelectual.
Referencias
Althusser, Louis, “Sur
la dialectique matérialiste (De l’inégalité des origines)”. En: Pour Marx. París: Maspero, 1965.
Anderson,
Kevin, Marx at the Margins:
On Nationalism, Ethnicity, and Non-Western Societies. Chicago:
Chicago University Press, 2010.
Aricó, José, Marx
y América Latina. Lima: CEDEP, 1980.
Aricó, José, Entrevistas
1974-1991, ed. Horacio Crespo. Córdoba: UNC-CEA, 1999.
Gaido,
Daniel, y Constanza Bosch, “‘A strange
mixture of Guevara and Togliatti’: José María Aricó and the Pasado y Presente
group in Argentina”. En: Historical
Materialism, nº 22, 2014.
Sartre, Jean-Paul, Critique de la raison dialectique: Tome
I, Theorie des ensembles pratiques. París: Gallimard, 1960.