Karl Marx ✆ Koichiro Suzuki |
Miguel Candioti / En el comienzo del libro primero de El capital, Marx profundiza en la explicación de un fenómeno cuya denuncia atraviesa toda su obra a partir de los Manuscritos de París, a saber: el hecho de que en la sociedad burguesa el trabajo se encuentre enajenado en el valor de sus productos. A diferencia de la economía clásica, Marx no se contenta con el descubrimiento de que el trabajo es la fuente de eso que aparece como una propiedad objetiva de las cosas; él pretende mostrar por qué los productos del trabajo se presentan como objetos con valor propio, y probar que esto no es algo natural o inevitable. Subraya entonces que el pleno desarrollo del fenómeno del valor solo se da históricamente en un tipo de sociedad cuya producción es predominantemente una producción de mercancías. Una sociedad así supone dos condiciones básicas: 1) que los diversos medios de producción no aparezcan unificados como propiedad del conjunto de la sociedad, sino fragmentados como propiedad privada de productores particulares; 2) que los diferentes productores privados, al no poder elaborar por sí mismos todo lo que requieren para satisfacer sus múltiples necesidades, tengan que llevar al mercado una cantidad del propio producto para intercambiarla por una cantidad equivalente de producto ajeno.
En la sociedad productora de mercancías, por consiguiente, el trabajo social, es decir, el trabajo de la sociedad en su conjunto, no se presenta inmediatamente como tal, sino disperso en una multiplicidad de unidades productivas privadas, aisladas e independientes entre sí. Pero, al mismo tiempo, como vimos, los productores privados no son verdaderamente autónomos porque su subsistencia depende de que logren intercambiar en el mercado sus productos particulares por los de otros. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que una cantidad x de un producto A tenga el mismo valor mercantil que una cantidady de un producto B? El hecho de que ambas requieran para su producción la misma cantidad de trabajo humano perteneciente a la misma sociedad. En efecto, el intercambio mercantil hace abstracción de las diferencias cualitativas entre los productos intercambiados y, por tanto, también entre los trabajos concretos que los realizaron. Solo toma en cuenta la cantidad que cada uno de los productos representa como “gasto de fuerza humana de trabajo en general”, como consumo “de trabajo humano igual, o de trabajo abstractamente humano”, de “trabajo humano indiferenciado, gasto de la misma fuerza humana de trabajo” de una misma sociedad, es decir, como “cantidad de trabajo social objetivado”, o porción de “trabajo social abstracto” (Marx, 2009a: 1021, 57, 48, 192, 243). En otras palabras, el valor mercantil de los productos está dado por lainversión de trabajo social que representan:
De ahí la magia y de ahí el inmenso poder real que la sociedad le confiere al dinero, más que a cualquier otra cosa. En efecto, el gasto de trabajo social genera el valor de toda mercancía, y este valor mercantil no es otra cosa que el poder de la mercancía como tal: su capacidad de ser intercambiada por otras en el mercado.[2] Este poder/valor mercantil creado por el trabajo social aparece, pues, como un atributo propio de la mercancía. Ahora bien, en el caso del dinero, ese valor/poder mercantil, ese poder social enajenado y cosificado, se manifiesta –como acabamos de ver– en su forma más pura y directamente aprovechable. Esto significa que, en una sociedad donde prácticamente todos los valores de uso, es decir, casi toda la riqueza y el poder social en general, se convierten en mercancías que se intercambian directamente por dinero, el puro e inmediato poder/valor mercantil de éste lo convierte en la cosa que concentra poder social en general.
Además de este ejemplo de la mesa de madera, Marx ofrece el del trigo:
A continuación, sin utilizar otros recursos que, por un lado, la propia teoría marxiana y, por otro, un conocimiento básico –que Marx no pudo tener– de los elevados niveles de complejidad que ha alcanzado la producción mercantil desde el siglo XX, intentaremos mostrar que nuestro autor cometió un descuido al considerar exento de fetichismo al valor de uso.
Como el mismo Marx nos enseña, bajo el régimen de producción de mercancías el trabajo social conjunto aparece inmediatamente fraccionado en unidades productivas privadas, aisladas entre sí. Esto hace que la pertenencia de estos trabajos privados a un mismo trabajo social no pueda observarse a simple vista, y que solo se ponga de manifiesto de manera distorsionada en la esfera del intercambio, como valor de las mercancías. De este modo, la articulación social directa queda reservada solo a las mercancías en el mercado, mientras es negada a los trabajadores en la producción. Y la visibilidad pública directa de los productos en circulación contrasta fuertemente con la inmediata invisibilidad de la esfera de la producción, incluso en cada una de sus células privadas, donde generalmente se trabaja a puertas cerradas y se guardan muchos secretos. Por no hablar ya de la completa opacidad de la producción social como un todo. Por lo tanto no es solo el valor mercantil el que “no lleva escrito en la frente lo que es” o de dónde proviene: también el valor de uso en su cualidad se presenta a simple vista como un poder propio de la mercancía y no como un producto del (invisible) trabajo social concreto. Sin embargo, por algún motivo, Marx se negó a considerar este efecto social fetichista sobre el valor de uso de la mercancía: “En cuanto valor de uso –escribe–, nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedades sino en cuanto productodel trabajo humano”. De estos dos “puntos de vista” planteados por Marx solo el primero es real como punto de vista dentro de una sociedad productora de mercancías. En efecto, no es ningún misterio que el valor de uso de una mercancía consiste en que “merced a sus propiedades satisface necesidades humanas”, pero, en cambio, sí aparece inmediatamente velado el hecho de que “no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano”. Ahora bien, esta última opacidad es la que hace toda la diferencia, precisamente porque en ella reside la clave del fetichismo de la mercancía en general: el poder objetivo creado por el trabajo social aparece enajenado como un poder propio y autónomo del objeto particular.
Cuando Marx afirma que “el sabor del trigo no revela quién lo ha cultivado, si un siervo ruso, un campesino parcelario francés o un capitalista inglés” y que, por tanto, “el valor de uso no expresa […] relación social de producción alguna” no advierte que el fetichismo del valor de uso consiste precisamente en que el sabor del trigo convertido en mercancía no solo no revelaquién lo ha cultivado, sino que ni siquiera revela que alguien lo cultivó. Y aquí reside la diferencia principal entre el fetichismo del valor de uso y el del valor mercantil: mientras que el misterio de éste reside en su extraña manera de manifestar la cantidad de trabajo abstracto social que envuelve, el misterio del valor de uso consiste en que no manifiesta al trabajo socialde ninguna manera, borra todo rastro de él en su cuerpo de mercancía autónoma, no dice que sus propiedades útiles son la objetivación cualitativa de trabajo concreto social. Por consiguiente, la afirmación de que el “valor de uso no expresa relación social de producción alguna” no solo no desmiente el carácter fetichista de esta forma de valor/poder, sino que constituye su descripción exacta para el caso de la sociedad productora de mercancías, y para el de cualquier otra sociedad en la que la relación entre el trabajo total y sus creaciones se encuentre interferida.
No vamos a negar que, en el caso de una simple mesa de madera y en el del trigo, aunque realmente no podamos asistir a sus procesos de producción, sí podemos esforzarnos por recordar que estos procesos existieron, y hasta creernos capaces de imaginarlos en cada uno de sus pasos. Sin embargo, esta supuesta transparencia del valor de uso en tanto producto desaparece por completo cuando la mercancía que consideramos es un poco más sofisticada. Cuando utilizamos, por ejemplo, una reluciente y confortable mesa hecha de una combinación de raros materiales sintéticos cuya composición ignoramos por completo; o cuando nos da igual si la excelente harina con la que cocinamos es o no de trigo transgénico; o, mejor aún, cuando lo que tenemos delante es un maravilloso aparato del que no solo ignoramos por completo el proceso de producción, sino también el complicado y oculto mecanismo que lo hace funcionar de una manera tan asombrosamente perfecta que nos hace olvidar del todo que es producto de trabajo humano concreto. Por no hablar ya de la ignorancia absoluta acerca de las condiciones laborales reales en que esos valores de uso fueron producidos...
En este sistema social de producción disgregada y privada, pues, las cosas parecen tener por sí mismas propiedades valiosas, poderes, tanto en el mercado como fuera de él. Pero lo interesante es que esto no solo vale para los objetos sino también para los sujetos producidos por esta sociedad. Así es, la total invisibilidad del trabajo social despedazado hace que también el individuo presente sus cualidades, sus virtudes, sus capacidades, su valor, su poder, como algo propio de él, como algo que le es inherente, como cosa suya, privada. En especial cuando no ha obtenido ese poder directamente gracias al dinero, y cuando tampoco está dispuesto venderlo como mercancía; es decir, cuando se trata de su valor no-mercantil, de su “valor de uso” o, como diría Marx, de la forma “natural” de su valor, que reside en su propio cuerpo. De este modo, el problema no es solo el fetichismo del valor mercantil, que bajo la forma de dinero y de capital expropia y acumula todo poder o riqueza social, sino también el fetichismo del valor no-mercantil, que presenta las fuerzas y virtudes de las cosas y de los individuos como una propiedad autónoma de éstos: inteligencia, belleza, gracia, salud, sabiduría, practicidad, habilidad, creatividad, etcétera.
Ahora bien, este fetichismo del valor no-mercantil acaba de revelar su carácter fundamental cuando advertimos que sobre él se asienta la existencia misma de la sociedad productora de mercancías. En efecto, ¿qué es la propiedad privada de los medios de producción, sino la apariencia de propiedad personal particular de lo que no es más que un producto del trabajo social o, en el caso de la tierra, de la naturaleza? ¿Y qué es el valor de uso o la productividad de esos medios, sino trabajo social previamente objetivado en ellos? Está claro que Marx sí pudo ver que la propiedad privada de los medios de producción está a la base de la producción de mercancías, así como también vio que la privación de la propiedad de esos medios para una parte mayoritaria de la sociedad –es decir, la creación de una masa humana desposeída–, es lo que hace posible la producción capitalista. Sin embargo, no acabó de percibir que el hecho de que las condiciones objetivas de trabajo aparezcan como propiedad privada del capitalista o del terrateniente solo se sostiene en un fetichismo pre-mercantil de éstos como propietarios autónomos de aquéllas, el cual no es más que un caso particular del fetichismo de las cualidades útiles de los objetos en general como propiedades independientes. Y es que, así como las mercancías “tienen que acreditarse como valores de uso antes de poder realizarse como valores” (Marx, 2009a: 105) en el mercado, quienes allí las llevan tienen que acreditarse previamente como sus propietarios privados. Es indudable que este hecho, en sí mismo, tampoco se le escapaba a Marx:
Las mercancías no pueden ir por sí solas al mercado ni intercambiarse ellas mismas. Tenemos, pues, que volver la mirada hacia sus custodios, los poseedores de mercancías. Las mercancías son cosas y, por tanto, no oponen resistencia al hombre. Si ellas se niegan a que las tome, éste puede recurrir a la violencia o, en otras palabras, apoderarse de ellas. Para vincular esas cosas entre sí como mercancías, los custodios de las mismas deben relacionarse mutuamente como personas cuya voluntad reside en dichos objetos, de tal suerte que el uno, solo con acuerdo de la voluntad del otro, o sea mediante un acto voluntario común a ambos, va a apropiarse de la mercancía ajena al enajenar la propia. Los dos, por consiguiente, deben reconocerse uno al otro como propietarios privados (Marx, 2009a: 103).
En suma, Marx contaba ya con todos los elementos teóricos adecuados, pero no acabó de asimilar que el fetichismo del valor mercantil solo se hace posible a partir del fetichismo de la propiedad útil autónoma, de los individuos y de los “entes” en general.
Por lo demás, aunque Marx no llegue a advertir ese carácter fetichista que también el valor de uso presenta dentro de una sociedad productora de mercancías, lo cierto es que, cuando analiza el proceso de trabajo mismo como propiedad privada del capitalista, no solo describe el secreto del fetichismo de la valorización mercantil del capital, sino también el del aparente poder propio del burgués como individuo socialmente útil. En efecto, el capitalista hace del valor/poder de uso de la fuerza de trabajo y de los medios de producción su propio valor/poder de uso, esto es, logra aparecer él mismo como “productivo [...] en cuantopersonificación y representante, forma objetivada de las ‘fuerzas productivas sociales del trabajo’ o de las fuerzas productivas del trabajo social” (Marx, 1971a: 98). “La producción basada sobre el valor de cambio […] es, en su base, […] comportamiento del trabajo con sus condiciones objetivas –y, en consecuencia, con su objetividad creada por él mismo– como con una propiedad ajena: enajenación del trabajo.” (Marx, 1971b: 478). Lo cual, obviamente, vale también para el caso del terrateniente, que se presenta como productivo en virtud de que el suelo se manifiesta como una propiedad suya o, lo que es lo mismo, gracias a que la tierra tiene la propiedad de ser suya:
Por todo lo expuesto hasta aquí, creemos que supeditar –tal como la economía política– el tratamiento del valor de uso al del valor mercantil constituyó una debilidad teórica de Marx. Pero no porque el valor no-mercantil estuviera exento de todo carácter fetichista, sino precisamente por todo lo contrario: porque solo el fetichismo del valor/poder propio de los productos sociales en general –incluyendo a los individuos mismos– permite explicar acabadamente el fetichismo del valor/poder propio de las mercancías en particular. De todas maneras, como hemos observado, es el mismo análisis marxiano el que nos enseña cuál es la causa estructural del fetichismo en el que nos encontramos inmersos, a saber: la fragmentación y la consiguienteinvisibilización del trabajo social ocasionada por la apropiación privada de los grandes medios de producción.
Antes de finalizar nos referiremos, de manera concisa, a la muy diferente interpretación del “fetichismo del valor de uso” ofrecida por Jean Baudrillard en su Crítica de la economía política del signo. Este autor empieza por desplazar completamente la atención desde el ámbito de la producción al del intercambio y consumo de bienes, para luego, una vez allí, tomarse infinitamente más en serio al estructuralismo y al psicoanálisis que a Marx. En efecto, Baudrillard comienza por excluir del cuadro lo que la misma realidad le oculta, a saber: el trabajo social como poder creador de todo poder social, incluyendo el suyo propio. De este modo, el intelectual francés restringe su campo de reflexión a la mera superficie social, para mejor simular la máxima profundidad. Y ese simulacro de profundidad consiste básicamente en una dogmática reducción de todo valor a valor lingüístico o semiótico, es decir, a puro signo:
Este pasaje nos permite hacer dos observaciones paradójicas. Primero, que Saussure constituye la principal fuente de inspiración para Baudrillard. Y segundo, que las nociones de economía política del gran lingüista suizo no eran precisamentecríticas.
Pero centrémonos en la extrapolación que hace el propio Baudrillard (1979: 52-107 y 138-93). La clave de la misma reside en que, según él, la producción y el intercambio de mercancías se enmarca en un sistema que nos oprime en la medida en que produce e intercambia meros valores-signos; es decir, que la economía política tradicional constituye solo un aspecto de laeconomía política del signo (Baudrillard, 1979: 143). En eso consistiría la perversa lógica de funcionamiento del capitalismo, suinconsciente social “estructurado como un lenguaje” (Lacan, 2005): se trata de un oscuro mecanismo semiótico-opresor al que Baudrillard le confiere el máximo poder, sin ahondar para nada en el origen y en la sustancia de semejante fuerza. Y tal es el contexto en el que este autor afirma que también es fetichista atribuir a la mercancía un valor de uso. Pero no lo es porque se pierda de vista que esa utilidad solo existe (1) como encarnación del trabajo social invisible y (2) en función de necesidades que están siempre histórico-culturalmente elaboradas. El extravío de Baudrillard es aquí supremo. Para él, la cuestión no reside en que no se perciba el trabajo social objetivado en cada valor de uso, o en que se descuide el hecho de que las necesidades están siempre histórico-socialmente moldeadas, sino en que se acepte la existencia misma denecesidades, que no son más que un puro efecto ideológico del sistema semiótico-opresor. Así es: según este autor, las necesidades, todas ellas, constituyen solo ficciones que funcionan como fuerzas productivas del orden existente y, por tanto, es preciso develarlas como meras abstracciones que encuentran su espejo en el supuesto valor de uso de los objetos. De este modo, alcanzando el colmo de lo paradojal, Baudrillard convierte el reconocimiento mismo de las necesidades materiales en un puro idealismo, del cual sería reo, en parte, el propio Marx. Ahora bien, ¿qué se ofrece como alternativa a este supuesto idealismo parcial, sino un idealismo redomado, una auténtica filosofía especulativa posmoderna?
Referencias bibliográficas
Notas
Texto presentado en las X Jornadas Internacionales de Filosofía Política: “Marxismo y postmodernismo” (noviembre de 2013, UB), pero inédito hasta ahora. Una versión ampliada aparecerá próximamente en José Manuel Bermudo y Martha Palacio Avendaño (eds.), El marxismo en la postmodernidad, Horsori: Barcelona.
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