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Foto: Évald Ilyenkov |
En un artículo para ‘The Prime Russian Magazine’,
el poeta Alexei Tsvetkov escribió este retrato de Évald Ilyenkov, el último marxista
soviético y una de los más grandes y originales pensadores de la Unión
Soviética. Tsvetkov nos ofrece un retrato de una figura realmente única cuyas
obras merecen ser releídas y traducidas, pero también un retrato poco habitual
de los tiempos y la atmósfera en la que vivió.
Alexei Tsvetkov | El hijo de un famoso escritor soviético, un amigo de
Zabolotski, Iliénkov marchó a Berlín como un oficial de artillería y fue a
presentar sus respetos ante la tumba de Hegel a la primera oportunidad. Ganó
dos órdenes [N.d.T: seguramente órdenes de Lenin] y muchas medallas en el
frente, pero disfrutaba más enseñando a sus invitados un archivo con el águila
alemana y la inscripción «Sólo para el Fuhrer», que guardaba como un preciado
souvenir. Entre batallas el artillero leía
«La Fenomenología del
Espíritu» en el alemán original. La Segunda Guerra Mundial fue para él un
conflicto armado entre el hegelianismo de izquierda y el hegelianismo de
derecha, y en la tumba de Hegel agradeció al filósofo el hecho de que fuese el
hegelianismo soviético el que levantó su bandera sobre la capital alemana, y no
al revés.
Iliénkov siguió siendo un germanófilo durante toda su vida:
tradujo a Kant y Lukács, escribió sus libros en una máquina de escribir alemana
que había guardado como trofeo de guerra, dibujó sus propias ilustraciones para
«Das Rheingold» y conocía íntimamente a todos los intérpretes vivos de Wagner,
cuyas partituras leía antes de irse a dormir para mantener su mente en orden.
Los años 50:
conflagración termonuclear en la Universidad
Después de la muerte de Stalin, Iliénkov enseñó en la
Universidad Estatal de Moscú donde escribiría su Cosmología. De los pliegues de
su gabán del frente («shinel»), que durante tanto tiempo se negó a cambiar por
un abrigo sobretodo, emergió una «familia» entera de los mejores intelectuales soviéticos de los años 60, incluyendo muchos futuros disidentes y emigrados.
¿Qué les enseñó? Que las contradicciones inmanentes eran el
motor principal de cualquier desarrollo. La frontera entre las cosas y los
fenómenos se mueve siguiendo la gran regla de la vida, las condiciones de la
existencia son la confrontación entre cualquier fenómeno consigo mismo [*]. La
nada es simplemente una forma más general del algo. El espacio y el tiempo son
esencialmente sólo el medio por el que la cantidad se vuelve calidad [*].
Entender una parte infinitesimal del mundo de manera profunda y correcta
significa poseer la habilidad de entender toda nuestra realidad.
Pero la idea favorita de Iliénkov era la delegación de su
pensamiento como condición de todo fenómeno. Cualquier persona se vuelve «ella
misma» sólo al sobrepasar los límites y fronteras que le han sido asignados, al
igual que un actor de teatro llega a ser él mismo al interpretar a otro. Una
persona se vuelve humana sólo como resultado de su actividad.
En su forma más común esta lógica lleva al filósofo a la
idea alarmante (que Iliénkov no llegó a explicar a sus estudiantes pero que
expuso en su Cosmología) de que el sentido final de una vida razonable en el
cosmos sólo llega después de la auto-identificación de esa vida con el propio
cosmos. El sentido de la existencia material se muestra durante la
conflagración termonuclear. Iliénkov, ateo al 100%, escribió un Apocalipsis
Marxista, su propio plan para el fin del mundo.
Enfriamiento, desaceleración, extinción, entropía, pérdida de
energía —ésta es la ley principal del cosmos—. La razón aparece en el cosmos
como el proceso contrario a la entropía, como un desafío a la ruina capaz de
devolver la realidad a su estado originario de explosión de plasma,
«reseteando» así toda la energía cósmica sin dejar ni un sólo átomo en su
posición anterior. Para darle al mundo otra «juventud fogosa». La humanidad es
un instrumento único del auto-conocimiento, auto-destrucción y auto-expresión
del Universo. El uso de la energía atómica es simplemente la primera pista de
nuestra gran misión: el gran sacrificio que constituye nuestra razón de ser. Fueron
pocos los que expresaron con semejante precisión valerosa el pathos fálico y
revolucionario de lo moderno, borrando la división entre lo muerto y lo vivo en
un acto de destrucción demiúrgica. La cosmología de Iliénkov nos devuelve al
pathos de los Himnos Védicos: Shiva y sus múltiples brazos danzando con el
fuego, creando e incenciando el mundo innumerables veces. Pero aquí Shiva es
reemplazado por una persona del futuro sin clases, libre de ilusiones sobre la
redención espiritual y del miedo a la muerte. El ser humano es la figura más
paradójica del mundo atómico, destruyéndolo completamente sólo para devolver la
energía al mundo.
Los estudiantes del periodo del deshielo [de Jrushchov],
ensimismados con Roerich y el yoga, hacían circular copias mecanografiadas de
la «Cosmología» entre ellos. Fue la propia lógica de Iliénkov la que permitió
al matemático disidente Shafarevich desenmascarar al comunismo como un culto
secreto a la nada y como negación de los fundamentos de la vida.
La conflagración termonuclear de la revolución final no
podía ser vista con buenos ojos por la censura soviética. En Italia fue
Feltrinelli, conocido por ser el editor de «Doctor Zhivago», el que intentó
publicar su libro [N.d.T.: creo que se refiere al manuscrito de «La Dialéctica
de lo Abstracto y lo Concreto en el Pensamiento Teórico Científico», no al
texto de la Cosmología]. En Europa Feltrinelli es recordado como el «millonario
rojo» que odiaba el capitalismo y soñaba con la revolución mundial. El millonario
rojo se sintió atraído por las emociones existenciales a la Hamlet de los
textos de Iliénkov.
Los años 60:
comunismo en 20 años
Finalmente se le permite viajar a Europa. Pero incluso allí
sólo fuma cigarrillos cubanos fuertes, en muestra de su apoyo al socialismo
tropical frente a las corporaciones tabacaleras occidentales. En el tumultuoso
y rebelde mundo de los 60 el marxismo experimentó un renacer. Marcuse, Fromm,
Adorno, Habermas… Iliénkov era prácticamente el único marxista del lado soviético
que podía hablar con ellos en igualdad de condiciones.
Era tan fácil dejarse seducir por su radicalismo bohemio.
Surrealistas y estrellas del rock se contaban entre sus acólitos. Los
estudiantes rebeldes les citaban en sus reuniones. Hacían malabares con jerga
feminista, estructuralista y psicoanalítica, sentados en cafés de moda mientras
discutían sobre el fetichismo de la mercancía que organiza nuestro mundo
interior de acuerdo con los principios del supermercado y su jerarquía de
productos. O hablaban de la industria cultural que se apropia de cualquier
forma de protesta sin funcionar ella misma como una forma de protesta. La Unión
Soviética para ellos era «un estado deformado burocrático de los trabajadores»
o incluso «capitalista de estado». No había llegado al socialismo y se veía
forzada a entrenar a sus ciudadanos para que aceptasen las mentiras rituales de
costumbre que les permitían tomar el sueño por la realidad. En cualquier caso
la URSS había tomado de buena gana su lugar en el mercado del «sistema-mundo»,
cediendo su papel revolucionario a la China maoísta.
Pero Iliénkov no se siente tentado por ellos, ni siquiera
secretamente, y debate con ellos sinceramente buscando las zonas grises de sus
disquisiciones elegantes. Ve como uno de los errores fatales de la nueva
generación de marxistas occidentales su contraposición de los dos Marx: el
joven romántico humanista y el viejo economista.
El Marx tardío investigó la causa principal de la alienación
—la contradicción entre la naturaleza colectiva del trabajo y el carácter
privado de la apropiación de ese trabajo—. El resultado es que tenemos trabajos
que odiamos para comprar cosas que no necesitamos y hacer ricas a personas que
no conocemos. Fue esta sensación de estar viviendo una vida que no se posee la
que dio origen al fenómeno cultural de los zombies, a quienes se ha extraído la
vida como si de muertos vivientes se tratase; también los vampiros, y las
siniestras criaturas del espacio exterior que nos utilizan con fines
misteriosos. A Iliénkov le perturbaba el hecho de que la Nueva Izquierda rara
vez hablase de las soluciones político-económicas a los problemas de la
alienación, prefiriendo contrastarla con la alienación artística del
«distanciamiento» en el nuevo arte, dirigiendo al revés el automatismo del
comportamiento y la percepción [*]. En las formas traviesas del nuevo arte y la
contracultura el izquierdismo bohemio descubrió aquello que no estaba permitido
constituido como una realidad pero sin poder ser constituida políticamente;
posibilidades aplazadas y sueños inútiles. Así el evento de la Revolución era
sustituido por la Galería.
Fue expulsado, en todo caso, de la Universidad Estatal de
Moscú por su «perversión del marxismo». Pero esto no impidió que escribiese
artículos para las voluminosas enciclopedias Soviéticas y que practicase «la
ciencia de la reflexión». Esto tampoco impidió que los alumnos más fieles de
Iliénkov tuviesen un papel en la redacción del nuevo programa del Partido.
Y ahora hacia la visión del futuro. El crecimiento del
consumo + la educación del nuevo hombre + la automatización del trabajo que nos
daría la posibilidad de alcanzar el comunismo. Añadieron unas cuantas palabras
sugiriendo que esto sería posible en un periodo de 20 años. Las cosas de
utilidad general y acceso público serían tan numerosas que la esfera de las
mercancías desaparecería, permitiendo una distribución organizada de manera
científica de todo lo existente, el mundo construido como una gran biblioteca.
La fantasía Soviética se convertiría por fin en realidad. Tendría lugar una
revolución antropológica y todas las relaciones pasarían de ser competitivas a
ser simbióticas. El talento se volvería la norma y la falta de talento una
aberración. La esperanza de vida, tal y como lo veía Iliénkov, debería llegar a
los 130 años.
Los hermanos Strugatsky del periodo «Qué difícil es ser
Dios» le leyeron con atención. Aunque la influencia plena de la Cosmología de
Iliénkov sólo llegaría más tarde en su «Mil millones de años antes del fin de
la Tierra» cuando los científicos comprenden que su ciencia les conduce
inevitablemente a un apocalipsis, que el Universo se resiste y que no hay
ninguna salida fácil a este problema.
Los innovadores en pedagogía, que se llamaban a sí mismos
los «Comunardos», discutieron con Iliénkov cómo rehacer el programa escolar
para promover un nuevo tipo de persona en los siguientes 20 años. Mucho antes
de eso, sin embargo, los «Comunardos» fueron dispersados, los nuevos libros de
los hermanos Strugatsky ya no se publicaban, y gente como Iliénkov ya no
recibía permisos para volver a viajar a Europa.
Los años 70:
viendo a través de los ojos de otros
Después del deshielo en los años vacuos de Brezhnev la
tónica general de los más maduros y envejecidos soñadores era la de retirarse a
sus mundos privados y profesionales: avanzar en sus carreras, ahorrar algo,
aprender idiomas y criar a sus hijos como personas decentes y con cultura. Y
sobre el comunismo, bueno, habría que improvisar un poco.
Iliénkov tenía su propia manera de tratar asuntos de «poca
importancia». Un antiguo estudiante le sugiere que verifique su propia teoría
de la consciencia de manera práctica en el Instituto Zagorsky para niños sordos
y ciegos.
¿De dónde procede la personalidad de una persona? ¿Cómo se
construye? Cuando alguien le preguntaba de manera capciosa a Iliénkov qué
porcentaje de la personalidad era social y qué porcentaje era biológico, el
filósofo Soviético contestaba «101% social». Por lo tanto una persona nace
varios años después de su aparición física en el mundo, y normalmente muere un
poco antes de su muerte física.
La consciencia de una persona puede «soldarse» de la misma
manera que un equipo de radio si se tienen los planos delante y se entienden
los principios elementales de la operación. A Iliénkov le encantaba coleccionar
modelos de magnetófono y televisión, jugueteando durante horas con ellos y el
soldador; confesaba que era durante esos momentos cuando las ideas más precisas
y originales le venían a la mente. Y si se le acababa el estaño, se dedicaba a
encuadernar libros. Una persona dañada podía ser arreglada de la misma manera
que un libro.
La diferencia principal entre una persona y un animal es su
habilidad para usar el lenguaje, pero el lenguaje sólo es posible cuando esa
persona aprende a verse a sí misma a través de los ojos de otros y en última
instancia a través de los ojos de toda la humanidad.
El experimento Zagorsky consistía literalmente en esto
–enseñar a los niños a «ver» con los ojos de otros, y en los casos más
complejos a percibir todos los estímulos externos a través de la gente que les
rodeaba–.
Ponía las manos de los niños en las suyas cientos de veces
antes que aprendieran a hacer el gesto más elemental. Les enseñaba a pensar con
sus dedos para que pudiesen asimilar y aprender a leer en braille, y así
después desarrollar lentamente el lenguaje oral.
Día tras día Iliénkov practica con su niño para que éste
desarrolle un oído para la música. Le recuerdan como a un mago que se abre paso
a través del silencio y la oscuridad para enseñarles a transformar al acción en
un gesto, el gesto en un signo y el signo en una palabra. Un mago que abre la
ventana del conocimiento de sus universos cerrados a cal y canto. Estaba más
orgulloso de esto que de cualquier otra cosa que hubiese hecho nunca.
Cuatro de sus alumnos de acogida sordos y ciegos, gracias a
los «esquemas senso-motrices» de Iliénkov, aprendieron a hablar, escribir,
recibieron su diploma de educación superior e incluso defendieron sus tesis en
Psicología y Matemáticas. En ningún otro lugar del mundo se han obtenido
resultados similares.
La cocina de Iliénkov en Kamergesky Pereulok (N.d.T.: una
calle lateral en el centro de Moscú, aledaña a la calle Tversakaya y cerca del
Kremlin) era uno de los clubs intelectuales más interesantes de los años del
Estancamiento. Allí se reunían todos los bardos, actores del teatro Taganka (el
teatro más avant-garde de su época), expertos en cibernética, metodologistas,
escritores de ciencia ficción y fantasía, cerebritos de provincias e invitados
extranjeros de los movimientos Partisanos del Tercer Mundo. Iliénkov prefería
hacer de oyente en su cocina antes que hablar, echando de vez en cuando miradas
a las mantis esmeralda que vivían entre sus flores. El filósofo creía que las
mantis eran el animal más grácil que uno podía tener en su casa. Cuando todo el mundo se había aburrido de la conversación se
ponían a escuchar a Galich o Jesucristo Superstar en uno de los magnetófonos
hechos a mano de Iliénkov.
Sobre la «originalidad de pega» de la contracultura
Occidental, el maestro de la cocina permanecía severo en su juicio y de manera
diligente y apasionada explicaba que los hippies Americanos eran una simple
cuestión de entropía social, deceleración, y una aceptación de la retirada de
la Historia con mayúscula en favor de las ilusiones personales. El significado
de la originalidad no consiste en hacer un gran alarde de nuestra diferencia
con los demás, sino en expresar lo General mejor que el resto. En el arte Pop y
el conceptualismo Iliénkov veía la indiferencia alegre de la burguesía por sí
misma.
El cuchillo
del encuadernador
Al contrario que la mayoría de sus interlocutores (Zinoviev,
Shchedrovitsky, Mamardashvili, Pyatigorsky) Iliénkov nunca se hizo pasar por
dandy. Siempre conservó una aparencia externa como de noctámbulo, completamente
indiferente a su aspecto. Sus incipientes melenas eran explicables por el mero
hecho de que rara vez recordaba hacer una visita al peluquero.
El dramatismo wagneriano que tanto apreciaba en su
existencia se dejaba ver en la expresividad de su rostro. Casi había llegado a
la edad de pensionista. Pero Iliénkov esperaba al comunismo, no a su pensión. E
hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudar a hacer realidad el programa del
Partido.
El Nuevo Hombre no hizo acto de presencia. La alienación y
la cosificación se volvieron más comunes, no menos. Las relaciones mercantiles
no estaban desapareciendo y la propiedad estatal Soviética no se había
socializado realmente. El valor no eliminaba los precios sino que se rendía
ante ellos. La explicación oficial de que en el socialismo los precios de los
productos son «justos», mientras que en el capitalismo no lo son, era para
Iliénkov una fantasía oriental estéril y de mal gusto, no marxismo. El paso
posterior a la Revolución consistente en cambiar la sociedad no se había dado.
El filósofo se sintió incapaz de producir algo con sentido,
incapacitado para continuar su guerra cósmica contra la decadencia del Universo
y la difusión de la luz elemental. Cayó en una oscura melancolía alcohólica y
en vez de contestar a cualquier pregunta filosófica normalmente se limitaba a
repetir su rima favorita, «Y entonces no hubo ninguno».
Sus ya más maduros estudiantes universitarios compraban
vaqueros y chaquetas de ante «como las que lleva Serge Gainsbourg». Se
interesaban por el misticismo oriental y la posibilidad de emigrar y, por
supuesto, se reían disimuladamente del leninismo anticuado de su profesor y su
amor entrañable por «Sophia Vlasevna» (un apodo común e irónico para el poder soviético).
Los 20 años hasta el comunismo pasaron e Iliénkov, o así lo
parece, era la última persona que recordaba esa promesa. Sintió su ausencia
como una derrota personal. Pero los antidepresivos soviéticos que le habían
recetado permanecían escondidos debajo de la almohada sin que su familia lo
supiese.
El filósofo tenía amplios conocimientos anatómicos así que
cortarse su propia arteria carótida no le supuso un gran esfuerzo. Lo hizo con
un cuchillo de encuadernador que había afilado con una sierra. Según las leyes
de la dialéctica cualquier herramienta podía ser transformada en un arma de la
misma forma que cualquier trabajador podía ser transformado en un soldado.
Ahogándose en sangre dejó su apartamento para colapsar en
las escaleras, cumpliendo a su manera lo que él que veía como el fin último de
toda vida racional. El triunfo de la dialéctica de la existencia es el momento
de restitución al Big Bang —el suicidio plasmático de la realidad—. Una persona
pensante intenta en su actividad racional reproducir la naturaleza existente en
su totalidad.
Su biografía me sería suficiente para explicar a cualquiera
qué fue el siglo Soviético y cuál es el proyecto modernista de rehacer el mundo
y a la humanidad misma.
En esta Torre de Tatlin la bandera roja ondea sobre el
Reichstag, su «visión» de los niños ciegos, la conflagración atómica
intolerable inundando el horizonte, los retratos de Mao en los muros de la
Sorbona ocupada por los estudiantes, exceso termonuclear en el mundo a través
de la imagen del sacrificio cósmico definitivo.
Tal y como dice la paradoja favorita de Iliénkov, el sentido
último de lo «soviético» sólo puede ser revelado cuando su trabajo ha terminado
y empieza a difuminarse en los ojos del espectador.
No recordamos ni podemos utilizar de ninguna manera aquello
que estaba con nosotros hace tan poco. Y eso significa que nos merecemos todo
lo que nos ocurre: todo lo que ha ocurrido y todo lo que está a punto de
ocurrir.
Nota del traductor (@Agente burgués):
"The
Last Soviet Marxist", que a su vez es una traducción del ruso. La
traducción al inglés es de calidad desigual, y en algunos casos ciertas frases
son prácticamente incompren- sibles. He optado por hacer una traducción más o menos
literal y marcarlas con un “[*]”. En el resto de la traducción he tratado de
hacer un texto ligeramente más idiomático y he añadido un par de notas
aclaratorias, pero en general se mantiene el “estilo” de la traducción al
inglés.
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