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John Rawls ✆ Pete Larson
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Fernando Alberto
Lizárraga | En sus Lecciones
sobre la Historia de la Filosofía Política, John Rawls, principal exponente
del igualitarismo liberal contemporáneo, reafirma y desarrolla su visión del
comunismo como una sociedad más allá de la justicia. Si bien acepta que Marx
condenaba al capitalismo por sus injusticias y tenía su propia concepción de lo
justo, al analizar los principios distributivos comunistas, Rawls cuestiona la
distribución según la contribución individual, atribuye a Marx una concepción
(cuasi) libertarista de izquierda, minimiza el carácter normativo del Principio
de Necesidades, y concluye que en la fase superior del comunismo las personas
carecen de un sentido de lo justo y de las obligaciones morales. En suma, Rawls
acierta en apreciar el carácter normativo de la crítica marxiana al
capitalismo, pero se equivoca al presentar una visión casi distópica de la
sociedad de los productores asociados.
1. Introducción
Las lecciones de Historia de la Filosofía Política que John
Rawls dictara en Harvard, desde finales de los años sesenta hasta su jubilación
en 1995, constituyen un valioso acervo para comprender no sólo algunos aspectos
de su ya célebre Teoría de la Justicia, obra fundacional del
igualitarismo liberal contemporáneo, sino también para indagar en su visión
sobre autores de los que se ocupa marginalmente en sus libros y artículos más
transitados. El caso de Marx reviste singular interés ya que, desde hace
tiempo, viene dándose en el ámbito académico un fructífero diálogo entre el
marxismo y diversas corrientes igualitaristas de inspiración rawlsiana
[1].
Es sabido que desde el marxismo -y en particular desde el
denominado marxismo analítico- se tomó muy en serio el desafío que la teoría
rawlsiana planteaba a los presupuestos normativos del materialismo histórico.
Desde muy temprano, ya a finales de los años ‘70, autores socialistas como C.B.
Macpherson consideraron que el Principio de Diferencia era aplicable a una
sociedad basada en la propiedad colectiva de los medios de producción. El giro
de G.A. Cohen hacia la teoría moral y la filosofía normativa, tras una etapa de
marxismo “dogmático”, también refleja el impacto de la obra de Rawls sobre
autores que, desde entonces, pasaron a estar preocupados por revisar y
fortalecer los fundamentos éticos de la tradición socialista
[2].
Aunque dista de ser unánime, hay una bien fundada y bastante
extendida opinión de que los principios de justicia rawlsianos son, en cierta
medida, compatibles con el socialismo. Y no sólo porque el mismo Rawls lo haya
pensado así, sino porque desde el propio marxismo se ha verificado esta
posibilidad. En cambio, como veremos -no sin alguna perplejidad-, Rawls no
llegó a (o no quiso) apreciar los muchos puntos en común que su concepción de
la justicia como equidad tiene con el socialismo marxiano. Así, en las páginas
que siguen iremos desbrozando la visión de Rawls sobre la concepción de
justicia marxiana. En primer lugar, observaremos cómo Rawls le atribuye a Marx
-acertadamente en nuestra opinión- una condena moral al capitalismo como
sistema injusto. Y en segundo término, analizaremos cómo, en su sesgada e
incorrecta visión de la sociedad comunista, Rawls sitúa al mundo de los
productores asociados más allá de una concepción de la justicia distributiva,
como consecuencia de una supuesta abundancia material y de un insólito cambio
en la condición humana.
2. El capitalismo
como sistema injusto
En el primero de
sus tres escritos sobre Marx, incluidos en
Lectures on the History of Political Philosophy (2008), Rawls
presenta los rasgos generales de la visión marxiana sobre el capitalismo como
sistema social, y no duda en afirmar, a coro con Engels, que Marx fue “genial”
y uno de los más grandes economistas del siglo XIX. En rigor, lo califica como
teórico de la economía y sociólogo político, y asevera que sus logros fueron
“extraordinarios, en verdad, heroicos” (Rawls, 2008: 319)
[3].
A contramano de quienes vieron en la caída del bloque soviético el certificado
de defunción de la teoría marxista, Rawls advierte que sería un “grave error” considerar
que esta tradición (con toda su filosofía, su economía y su propuesta de una
planificación democrática de los asuntos sociales) ya no
tiene relevancia alguna (Ibíd.: 323, 372). Aunque considera que la economía
centralmente planificada quedó desacreditada por la experiencia del socialismo
real, no piensa lo mismo respecto de la planificación per se, al tiempo
que cree que el socialismo liberal (socialismo de mercado) sería capaz de
realizar los principios de la justicia como equidad. Una razón que Rawls aduce
para tomar en serio a la tradición socialista es que “el capitalismo laissez-faire tiene
graves deficiencias y éstas debieran ser señaladas y reformadas de manera
fundamental” (Ibíd.: 323). De este modo, Rawls no hace sino evocar la
sentencia que inaugura Teoría de la Justicia: “[l]a justicia es la primera
virtud de las instituciones sociales [y por lo tanto] no importa que las leyes
e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser
reformadas o abolidas” (Rawls, 2000: 17).
El propósito general de Rawls es mostrar a Marx como crítico
del liberalismo y, para ello, examina los cuestionamientos marxianos al
capitalismo como sistema social de “dominación y explotación” (Rawls, 2008:
322). Curiosamente, Rawls parece tomar al liberalismo como sinónimo de
capitalismo, cuando en esas mismas páginas se ocupa de subrayar que sólo el
denominado libertarismo (o neoliberalismo conservador) tiene un compromiso
absoluto con la propiedad privada de los medios de producción, a diferencia del
liberalismo clásico (de John Stuart Mill, por caso) y del propio liberalismo
igualitario. Sin resolver acabadamente esta ambigüedad, Rawls se muestra más
interesado en señalar que su propia concepción de una sociedad bien ordenada es
muy diferente de la concepción marxiana del comunismo. Según Rawls, la justicia
como equidad “es muy distinta de la idea de Marx de una sociedad plenamente
comunista” (Ibíd.: 321), por cuanto el comunismo, en su momento de mayor
desarrollo, es postulado como una sociedad que está “más allá de la justicia en
el sentido de que las circunstancias que dan origen al problema de la justicia
distributiva están superadas y los ciudadanos no necesitan estar, ni están,
preocupados por ella en la vida cotidiana (Ibíd.). En cambio, la justicia como
equidad rawlsiana asume que, en función de los “hechos generales” de los
regímenes democráticos, las virtudes y los principios políticos relacionados
con la justicia “siempre desempeñarán un rol en vida política pública” (Ibíd.:
322). He aquí una afirmación de enorme contundencia, sobre la que Rawls volverá
en la tercera lección sobre Marx y que, a nuestro entender, pone en tensión la
visión rawlsiana de la justicia como virtud puramente institucional. Pero antes
de abordar este punto, conviene revisar las consideraciones rawlsianas acerca
de la controversia sobre el marxismo y la justicia.
En su breve pero bien lograda presentación del marxismo,
Rawls pone el acento en la teoría del valor-trabajo y en su implicancia
normativa fundamental: el capitalismo, en tanto sistema de dominación y
explotación, es un sistema injusto. Aunque presume que la teoría del
valor-trabajo es “insuficiente” y en ocasiones “superflua”, la entiende como un
dispositivo que permite explicar por qué en la sociedad capitalista hay
dominación y explotación (Ibíd.: 331). Según Rawls, Marx aspira a poner de
manifiesto “el modo por el cual el orden capitalista, incluso cuando es
totalmente competitivo, e incluso cuando satisface totalmente la concepción de
justicia más adecuada para él, todavía es un injusto sistema social de
dominación y explotación” (Ibíd.: 331).
Por supuesto que Rawls no ignora que la explotación es una
de las categorías más controvertidas en la tradición marxista, puesto que puede
ser leída en términos descriptivos y también en términos normativos. Consciente
de este problema, en la segunda lección, subraya que en la teoría del
valor-trabajo Marx presenta a la explotación de una manera “puramente
descriptiva” (Ibíd.: 335), haciendo hincapié en que, a diferencia de lo que
sucede en el esclavismo y en el feudalismo, en el sistema capitalista ésta
ocurre de manera velada; es decir, bajo la apariencia de actos mutuamente
convenidos entre personas formalmente libres. Sin embargo, señala Rawls, puesto
que en toda sociedad de clases hay un excedente, “la explotación es un concepto
moral, e implícitamente apela a alguna clase de principios de justicia” (Ibíd.).
Se trata, en suma, de ir más allá de los aparentes intercambios voluntarios y
observar el trasfondo institucional que hace posible la existencia de una tasa
de explotación mayor a cero (s/v >0). En otras palabras, se trata de
considerar “la naturaleza de la estructura básica que le da origen y [...]
quién tiene el control institucional” del plus-valor (Ibíd.). Al fijar su
atención en la estructura básica (un aspecto que marca un giro notable para la
tradición liberal)
[4], Rawls infiere que “Marx debe tener
una forma de juzgar a esta estructura como justa o injusta” (Ibíd.). Pero esta
inferencia exige formular y contestar un interrogante crucial: ¿por qué Marx
habría de tener una forma de juzgar a las instituciones del capitalismo?; o,
mejor aún: ¿por qué no alcanza sólo con una descripción de la explotación?
En línea con una argumentación desarrollada por el filósofo
marxista G.A. Cohen (1995), Rawls parece distinguir entre el aspecto “causal”
de la explotación y su aspecto “normativo”. Así, la situación que da origen a
la explotación, es decir, la naturaleza de la estructura básica (aspecto
causal) es injusta porque tiende a producir como efecto la extracción no
remunerada y forzada de plus valor (aspecto normativo). Rawls interpreta que,
según Marx, la explotación surge “cuando la estructura básica se asienta en una
desigualdad fundamental en la posesión de los activos productivos alienables
por parte de las dos principales clases de la sociedad capitalista” (Rawls,
2008: 335). En otras palabras; la explotación capitalista tiene su origen en el
desigual acceso a los medios de producción (aspecto causal) y se manifiesta,
necesariamente, en el hecho de que los trabajadores no controlan ni se
benefician del plus-valor que producen (aspecto normativo). Por ende, Rawls
aduce que “el concepto de explotación presupone una concepción de lo correcto y
de lo justo a la luz de la cual las estructuras básicas son juzgadas” (Ibíd.:
336).
Por lo anterior, Rawls colige que en la obra de Marx debería
encontrarse una concepción de la justicia. Con suma modestia, sin insinuar
siquiera su Teoría de la Justicia fue el punto de inflexión, se
refiere al debate suscitado entre autores socialistas en torno a la pregunta
sobre la existencia de una concepción de lo justo en los escritos marxianos. Al
momento de dictar estas lecciones, Rawls ya conoce el artículo de Norman Geras,
The Controversy about Marx and Justice (1985)
y algunos de los primeros trabajos de Cohen en su fase normativa
[5]. Por eso, si bien se detiene a exponer la interpretación
según la cual Marx no condenaba al capitalismo como un sistema injusto, toma
partido por Geras y Cohen, quienes sí creen que en la obra de Marx hay, a la
vez, una condena al capitalismo por sus injusticias y una implícita concepción
socialista de lo justo. Decimos “implícita” porque, como se desprende de la
amplia literatura sobre el tema, Marx se expresó con ambigüedad sobre este
punto y la conclusión a la que han llegado Geras y Cohen se formula en términos
paradójicos. En palabras de Geras:
“Marx
pensaba que el capitalismo era injusto, pero no pensaba que pensaba así” [
Marx did think capitalism was unjust but he
did not think he thought so] (Geras 1990: 245).
No nos detendremos a repasar los argumentos y el acervo
textual de quienes afirman que Marx no condenaba al capitalismo como
un sistema injusto. Basta señalar que según esta interpretación “[h]ay una
concepción de justicia apropiada para [el rol histórico del] capitalismo, y
[éste] es justo en la medida en que sus normas sean respetadas. Otras
concepciones de justicia son simplemente irrelevantes” (Ibíd.: 339). Por ende,
el contenido de las normas jurídicas del capitalismo
“es justo toda
vez que corresponde, es apropiado para, el modo de producción [y] es injusto
toda vez que contradice a este modo” (Ibíd.: 340). Así, quienes consideran que
Marx no pudo haber calificado al capitalismo como injusto adhieren a una mirada
relativista según la cual las normas jurídicas y morales han de valorarse sólo
por su correspondencia con el sistema al que sirven (va de suyo que ésta sería
la visión marxiana de la correspondencia entre la justicia y el capitalismo, ya
que la percepción de los ideólogos del sistema es otra: ellos piensan que el
capitalismo es justo porque satisface las exigencias de ideales como la
libertad y la igualdad). A esta presunta mirada relativista suelen agregarse
los explícitos rechazos de Marx hacia el discurso sobre la justicia, a la cual
veía, por un lado, desde una perspectiva estrechamente juridicista y, por otro,
restringida a la distribución de bienes de consumo e ingresos. Según Rawls,
entonces, Marx muestra, en la letra, una visión acotada de la justicia
distributiva (Ibíd.: 336)
[6], pero indirectamente,
desde su crítica de la anatomía de la sociedad burguesa, puede inferirse la
presencia de una concepción de “justicia política” aplicada a la estructura
básica de la sociedad y a las instituciones de trasfondo (Rawls, 2008: 336).
Tomando como base
los escritos de Geras y de Cohen, Rawls expone los argumentos de quienes piensan
que Marx sí considera al capitalismo
como un sistema injusto. En tal sentido, puede alegarse: a) que Marx
enfatiza que, detrás del aparente intercambio voluntario, la relación salarial
entraña una situación de explotación (el obrero es forzado a trabajar, sin la
correspondiente remuneración durante una parte de su jornada laboral); b) que a
pesar de sus ácidas sentencias contra el moralismo, Marx no trepida en
calificar a la explotación como “robo”, “hurto”, “usurpación”, etcétera; c) que
para la fase superior del comunismo, postula una norma distributiva en función
de las necesidades, la cual constituye un estándar de justicia “objetivo y no
histórico” (Ibíd.: 343); d) que las afirmaciones de aparente relativismo moral
de Marx son, en verdad, señalamientos realistas orientados a subrayar que deben
darse ciertas condiciones para que los principios de justicia sean aplicables;
e) que una preocupación por la distribución no es reformista (en sentido
peyorativo) si incluye el reparto de los
derechos de propiedad; f) que en su crítica a la sociedad burguesa, Marx no se
limita a evaluar sólo las instituciones jurídicas sino la estructura básica de
la sociedad y, por lo tanto, muestra que es posible concebir principios
independientemente del ordenamiento jurídico; g) que la distribución según las
necesidades es un principio que “apunta al igual derecho de autorrealización
para todos, incluso cuando Marx imagina que esto ocurre junto con la
desaparición del Estado y sus instituciones coercitivas legales” (Ibíd.: 343).
La piedra de toque de toda esta argumentación es la
sistemática calificación marxiana de la explotación como “robo”, “hurto”, entre
otras expresiones similares. Si Marx hubiese creído realmente que el
capitalismo es justo en función de la correspondencia entre el entramado
jurídico y el modo de producción, no habría recurrido a estas calificaciones.
Según las normas del capitalismo, en la relación salarial no hay ni
explotación, ni robo, ni hurto. Entonces, cuando Marx escoge esos términos, lo
hace porque el robo “implica que el capitalista no tiene derecho a apropiarse
del plus valor, y que hacerlo es por lo tanto incorrecto o injusto” (Ibíd.:
345). Rawls enfatiza, siguiendo a Marx, que no puede achacársele injusticia al
capitalista individual; lo que está en tela de juicio es el sistema, el cual se
caracteriza por la posición y los intereses antagónicos de las clases
capitalista y trabajadora. Por eso, reproduce oportunamente la cita en la que
Marx describe a la explotación como “el tributo extraído anualmente a la clase
trabajadora por parte de la clase capitalista” (Ibíd.).
Ahora bien: ¿en qué sentido puede hablarse estrictamente de
la existencia de robo en la relación de explotación? Está claro que, según las
normas del capitalismo, no existe tal cosa; la relación salarial aparece como
un contrato exento de fuerza y de fraude. Por eso, Rawls enfatiza que “dado que
Marx no pensaba que los capitalistas roban al obrero según la concepción
capitalista de justicia, debe haber querido significar que roban a los
trabajadores en algún otro sentido” (Ibíd.: 346). Este otro sentido ya no es el
de la adecuación entre el orden jurídico y la estructura económica, sino una
concepción de lo justo que “vale en general”, es decir, “que se aplica a la
estructura básica, si no de todas, de la mayoría de las sociedades y, por ende,
en este sentido no es relativista” (Ibíd.). Para poder hablar de “robo”, en
definitiva, Marx debe usar una concepción de la justicia distinta a la del
capitalismo; el capitalismo es juzgado desde otro espacio normativo.
La
perspectiva marxiana, explica Rawls, se configura en torno al lugar
principalísimo que le asigna al trabajo. Contrariamente a lo que sostendría la
teoría de la productividad marginal, según la cual los tres factores
productivos (trabajo, tierra y capital) contribuyen de igual modo a la
generación de riqueza, Marx considera que el trabajo es socialmente fundamental
en el proceso de valorización, y no así los otros factores. Desde la visión
marginalista, los precios tienen una función asignativa para orientar la
inversión y una función distributiva atada a la propiedad sobre cada uno de
estos factores. Así, los dueños de la tierra y el capital reciben ingresos en
función de su propiedad. Pero como, para Marx, el factor productivo relevante
es el trabajo social combinado y no la “trinidad” de capital, tierra y trabajo,
lo que interesa para los miembros de una sociedad comunista es “cómo las
instituciones sociales y económicas se organizan de modo que [las personas]
puedan cooperar en términos equitativos y usar eficazmente su trabajo combinado
con las fuerzas de la naturaleza de una manera que pueda ser decidida por la
sociedad en su conjunto” (Ibíd.: 351). En suma, para Marx, y siempre
según la lectura rawlsiana:
“[T]odos
los miembros de la sociedad tienen un reclamo igual, fundado en la
justicia, al acceso y al uso total de los medios de producción de la
sociedad y de los recursos naturales [y, en consecuencia,] la renta
puramente económica basada en la posesión de propiedad es injusta porque
en efecto niega justos reclamos de acceso y de uso, y cualquier sistema que
instituya tal renta es un sistema de dominación y explotación” (Ibíd.:
352; nuestras cursivas).
Hasta aquí, Rawls se mantiene dentro de los cauces del
debate sobre Marx y la justicia desarrollado por los pensadores socialistas
contemporáneos. Sin embargo, en un giro personal y muy sugestivo, asevera que
la visión de Marx sobre un capitalismo justo es coherente con la
propia condena marxiana al capitalismo como sistema de trabajo forzado y robo
encubierto (Ibíd.: 353-354). De algún modo, Rawls insinúa que el capitalismo es
la vez justo e injusto, una proposición de resonancias dialécticas muy extrañas
al discurso rawlsiano.
La explicación de
esta coherencia es el propósito de la tercera lección sobre Marx. Aquí, Rawls
sostiene que en aquellos pasajes en los cuales Marx parece decir que el
capitalismo es justo, en realidad está proponiendo una descripción de “la
conciencia ideológica de las sociedades capitalistas y la concepción jurídica
de justicia expresada por el sistema legal del orden social capitalista” (Ibíd.:
354). En otras palabras: que Marx sostenga que un orden jurídico (y la
subyacente concepción de lo justo) sea el adecuado para el modo de producción capitalista, no significa
que lo apruebe como justo en un sentido amplio. Como diría Ziyad Husami (1980:
51), en este caso, Marx hace una sociología de la moral, y no una teoría moral;
es decir, analiza las condiciones en las que emerge una determinada concepción
de la justicia y las características de esta última, sin avanzar en el plano
normativo propiamente dicho. En cambio, cuando Marx denuncia al capitalismo
como un sistema basado en el robo y el hurto del plus valor, pone en juego
-aunque no en forma explícita- sus propias ideas morales respecto de que la
apropiación capitalista es injusta.
En particular, cuando en su descripción de la sociedad de
los productores asociados postula el igual derecho al acceso y al uso de los
medios de producción y los recursos naturales, Marx está especificando los
fundamentos de su condena al robo y el hurto que perpetran los capitalistas
como clase (Rawls, 2008: 355). Así, el reclamo de que todo sea igualmente
poseído y usado por todos es, en última instancia, el basamento de la condena
moral de Marx al capitalismo
[7]. Además, si bien es
cierto que las diversas concepciones jurídicas pueden ser perfectamente
funcionales a cada modo de producción, la idea marxiana de que el trabajo es el
único factor productivo socialmente relevante y su rechazo a los ingresos
devengados por el sólo hecho de poseer propiedad privada sobre los recursos
productivos, se sostienen con independencia de las circunstancias históricas.
Por eso, Geras afirma que en Marx hay, de hecho, una concepción trans-histórica
de justicia, elaborada desde el punto de vista del proletariado (Geras, 1990:
227). Este punto de vista remite a la sociedad comunista (en sus dos fases),
espacio evaluativo desde el cual se puede repudiar al capitalismo por sus injusticias.
De la interpretación rawlsiana sobre el socialismo y el comunismo nos
ocuparemos en las páginas que siguen.
3. Desigualdades
socialistas
Para examinar la
implícita teoría de la justicia de Marx, desde la cual se torna posible la
condena al capitalismo, es preciso considerar su visión de la sociedad
comunista: la sociedad de los productores libremente asociados. Aunque Marx fue
renuente a fijar el contorno detallado de la sociedad comunista, en algunos
escritos bosquejó lineamientos generales. Según la lectura que hace Rawls, la
sociedad comunista (que la propia tradición marxista
presenta en dos fases: socialismo y comunismo) exhibe dos características
centrales; por un lado, la desaparición de la “conciencia ideológica” y, por
otro, el fin de la explotación y de la alienación.
En cuanto al primer aspecto, Rawls rescata la definición
negativa de “ideología” que Marx usara en sus escritos tempranos y, acepta la
visión de que el comunismo, donde las apariencias coinciden con las esencias,
es una sociedad completamente transparente, una sociedad en la que no hay lugar
para las ilusiones (distorsiones cognitivas surgidas de las apariencias) ni
para los engaños (errores cognitivos irracionales). En el comunismo, interpreta
Rawls, “la forma de las apariencias y la esencia de las cosas en la política y
la economía coinciden directamente [...] porque las actividades económicas de
la sociedad se desarrollan de acuerdo con un plan económico decidido
públicamente según procedimientos democráticos” (Ibíd.: 360)
[8].
En contraste, una de las más persistentes distorsiones de la “conciencia
ideológica” en el capitalismo es aquélla que hace que los capitalistas no se
vean a sí mismos como ladrones ni los obreros como víctimas de un robo
sistemático. Dice Rawls:
“La concepción
jurídica de la justicia, que Marx ridiculiza como ‘el auténtico Edén de los
derechos innatos del hombre’ [...] le permite a los agentes,
capitalistas y trabajadores por igual, pensar que su situación es justa y que
sus ingresos y riqueza son merecidos. Esto, junto con las engañosas
apariencias de las instituciones capitalistas, facilita el funcionamiento del
orden social” (Ibíd.: 362; nuestras cursivas).
Casi como al pasar, Rawls le hace un guiño al marxismo al
puntualizar en que los merecimientos son parte de las ilusiones funcionales al
sistema. El Rawls anti-meritocrático no puede sino coincidir con la misma
postura que atraviesa a la tradición socialista.
En lo que toca a
la desaparición de la alienación, Rawls realiza una exposición convencional de
este tema a partir de los Manuscritos marxianos
de 1844. En el curso de esta discusión, enfatiza que una de las formas de la
alienación, según Marx, se manifiesta en el hecho de que el capitalismo genera
sujetos “mutuamente indiferentes” (Ibíd.: 364). Rawls no hace ningún comentario
crítico sobre este punto, lo cual nos permite inferir que aprueba o al menos no
encuentra descabellada la visión marxiana. Aquí, lo más interesante reside en
que, por un lado, la posición original rawlsiana también está habitada por
individuos “mutuamente desinteresados” (muy parecidos a aquellos sujetos que
pueblan el capitalismo) y, por otro, en que Rawls
le reprochará al comunismo plenamente desarrollado este mismo problema, aunque
formulado en términos de ausencia de un sentido de justicia y de obligaciones
mutuas. Retomaremos este punto más adelante.
La superación de la explotación, a su turno, se verifica a
partir del hecho de que en el comunismo quedan abolidas “las prerrogativas de
la propiedad privada de los medios de producción” y se pone en práctica el
igual acceso a dichos medios productivos y a los recursos naturales (Ibíd.:
365). Desaparecen, entonces, esas prerrogativas de la propiedad privada en
virtud de las cuales los propietarios controlan el producto, dirigen el proceso
laboral de manera “autocrática”, determinan el sentido de los flujos de
inversiones y tienen en su poder el control del excedente y la tasa de
crecimiento. Así, según Rawls, para los sujetos que habitan la sociedad
comunista,
“el entendimiento compartido de su mundo social, expresado
en el plan económico público, es una descripción verdadera de su mundo social.
Es también una descripción de un mundo social que es justo y bueno. Es un mundo
en el cual los individuos satisfacen sus verdaderas necesidades humanas de
libertad y autodesarrollo, mientras al mismo tiempo reconocen el reclamo de
todos a un igual acceso a los recursos de la sociedad” (Ibíd.: 365).
La presentación rawlsiana del comunismo, como puede
observarse, remite a una sociedad transparente, con procedimientos democráticos
de planificación y con propiedad colectiva de los recursos externos. Pareciera
que todo conflicto se ha extinguido en virtud de estos procedimientos y la
superación de las ilusiones y engaños que prevalecían en el capitalismo. Ya no
hay ideología que enturbie la mirada; ya no hay opacidad. Semejante visión,
casi idílica, no guarda ninguna relación con la perspectiva más realista y
menos fantástica que los fundadores del materialismo histórico postularon en sus
escritos maduros. En realidad, la mirada rawlsiana se acerca mucho más a una
caricatura que a un esbozo meditado sobre el comunismo, todo lo cual le dará
pie para sostener que el comunismo, a fin de cuentas, está más allá de la
justicia.
Ahora bien: para llegar a sostener que la sociedad de los
productores asociados trasciende a la justicia, Rawls debe examinar las dos
fases del comunismo que Marx bosqueja en la Crítica del Programa de Gotha (CPG): la fase inferior
(socialismo) y la fase superior (comunismo plenamente desarrollado). En tal
sentido, no demora en advertir que entre ambas fases hay diferencias cruciales
en lo que toca a la justicia. Sostiene Rawls que en el socialismo
“todavía hay mucha
desigualdad, debido a la desigualdad en los dotes de nacimiento y al hecho de
que el trabajo es recompensado por su duración e intensidad en bienes de
consumo. Esta recompensa por los dotes desiguales ha sido llamada [por John
Roemer] explotación socialista” (Ibíd.: 366).
Aunque no lo denomina de este modo, estamos en presencia de
una discusión sobre el Principio de Contribución o Principio Socialista de
Proporcionalidad, que recompensa el trabajo de cada persona en función del
rendimiento individual luego de que se han realizado deducciones al producto
total para sufragar inversiones y gastos comunes. Un primer problema sobre el
que Rawls llama la atención es el hecho de que las remuneraciones a los mejor
dotados constituyen una fuente de desigualdad injustificada. Por otra parte,
agrega Rawls, el socialismo sigue siendo defectuoso porque persiste la división
del trabajo. Ambos problemas, la desigualdad y la división del trabajo, lucen
inevitables a los ojos de Marx, puesto que constituyen, en buena medida,
residuos de la vieja sociedad cuya superación no puede darse de manera absoluta
de la noche a la mañana.
Para analizar la desigualdad socialista, Rawls se centra en
los fragmentos de CPG en los cuales Marx expone los defectos de la
distribución según la contribución individual. Al respecto, subraya que este
reparto de los bienes de consumo está determinado por los desiguales atributos
individuales, a los cuales Marx censura como “privilegios naturales”. En este
contexto, Rawls hace un listado de las frases de CPG en las que Marx
señala las limitaciones del derecho burgués, el cual no tiene en cuenta las
diferencias entre personas y aplica un único rasero para tratar todos los
casos. En otras palabras, las personas son vistas sólo como trabajadores y no
se toma nota de la injusta influencia de los mencionados “privilegios
naturales” sobre los resultados distributivos. Sería esperable que Rawls sacara
abundante provecho de esta definición marxiana, que corresponde estrictamente a
lo que el mismo Rawls califica como atributos “moralmente irrelevantes”; es
decir, aquellos que vienen dados por la operación de las loterías natural y
social y, por ende, son totalmente contingentes. Pero Rawls se conforma con
presentar el problema y no hace mucho esfuerzo por conectar su propia teoría
con la visión de Marx. En rigor, Rawls prefiere ignorar el rechazo normativo de
Marx a los atributos personales inmerecidos porque, de este modo, puede luego
imputarle, erróneamente, una cierta adhesión al principio de autopropiedad.
Con todo, puesto que Marx considera que las injusticias socialistas
son inevitables -porque el derecho no puede ser superior a la estructura
económica de la sociedad, porque persisten rasgos de la sociedad capitalista y
por el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas- y sólo pueden
superarse una vez llegado el comunismo, Rawls se pregunta, legítimamente, por
qué el fundador del materialismo histórico no contempló la posibilidad de una
norma distributiva que, como el Principio de Diferencia, negara de plano la
autopropiedad e hiciera que las mayores ventajas de algunos funcionaran en
beneficio de los menos aventajados. En coincidencia con Cohen, Rawls interpreta
que Marx omitió esta posibilidad porque, de algún modo, “sostenía […] una
visión libertarista” (Ibíd.: 367). En efecto, Cohen considera que el libertarismo
no tiene su fundamento en la libertad, como quieren sus defensores, sino en la
tesis de autopropiedad o propiedad sobre uno mismo; es decir: “cada persona
tiene total autopropiedad sobre su persona y sus facultades; por ende cada
persona tiene el derecho moral a hacer lo que quiera consigo mismo, siempre y
cuando no viole los derechos de autopropiedad de otros” (Cohen, citado en
Rawls; 2008: 367). En consecuencia, nadie puede ser obligado a prestar ayuda a
otros a menos que haya un consentimiento contractual previo. Esta afirmación de
la completa propiedad sobre uno mismo se combina con dos posibles visiones
sobre la propiedad de los recursos externos: los libertaristas de derecha
sostienen que pueden adquirirse derechos absolutos e ilimitados sobre los
recursos externos, mientras que los de izquierda suponen un mundo originario
poseído por todos, y por lo tanto, abogan por una distribución igualitaria de
los recursos externos. Dados estos elementos, Rawls señala: “no diría que Marx
es un libertarista de izquierda, porque él no plantearía las cosas de este
modo. Pero es una visión que encaja con lo que él dice en varios aspectos”
(Rawls, 2008: 368).
Rawls considera, entonces, que Marx comparte con los
libertaristas de izquierda la proposición de que todas las personas tienen un
reclamo igual sobre los recursos externos. Y, al mismo tiempo, asume que Marx
afirma la autopropiedad al no postular una norma distributiva que, en el
socialismo, exija que los mejor dotados asistan a los menos afortunados. En palabras
de Rawls, en el socialismo marxiano, “más allá de respetar el derecho de cada
uno al acceso a los recursos naturales externos, nadie le debe nada a
nadie, excepto aquello que quieran hacer voluntariamente” y “los que están peor
no carecen de acceso a los recursos externos; simplemente están menos dotados”
(Rawls, 2008: 368; nuestras cursivas). Por lo tanto, la distribución según la
contribución laboral resulta en desigualdades originadas en las diferencias
entre individuos y nada se hace para corregir esta inequidad. Hemos
desarrollado ampliamente una crítica a esta posición rawlsiana en otro lugar
(Lizárraga, 2013); aquí sólo diremos que Rawls se equivoca -en buena medida por
seguir el argumento de Cohen- al imputarle a Marx un libertarismo de izquierda
ya que: a) Marx realiza una condena normativa a los privilegios naturales y por
lo tanto no adhiere a la autopropiedad (sólo la permite por cuestiones
prudenciales o de realismo moral); b) existen, anteriormente a la distribución
proporcional a la contribución laboral, deducciones de recursos para un fondo
común, lo cual también implica un categórico rechazo a la autopropiedad; c) la
obligación de que todos quienes puedan hacerlo deben contribuir a la generación
de riqueza expresa una impugnación práctica a la exigencia de consentimiento
contractual derivada de la propiedad sobre uno mismo. Por tanto, no es cierto
que “nadie le debe nada a nadie” ya que la personas, en el socialismo, tienen
la responsabilidad recíproca de trabajar y de proveer recursos al fondo común
con el que se sostienen necesidades de los menos aventajados y de reproducción
del propio sistema. Rawls no repara en estos rasgos decisivos de la
caracterización marxiana de la primera fase del comunismo y se empeña, como
veremos, en imputarle a Marx no sólo la adhesión a la autopropiedad, sino la
anticipación de una desmesurada transformación en la condición humana, todo lo
cual configura una visión del comunismo más allá de toda moral, y de toda
justicia.
4. Un mundo feliz (y
sin justicia)
La mirada rawlsiana sobre el comunismo se edifica sobre tres
supuestos sumamente cuestionables: primero, la existencia de una abundancia
material tal que la división social del trabajo deviene superflua; segundo, la
afirmación del principio de autopropiedad, de la cual se deriva la inexistencia
de obligaciones y deberes no-contractuales entre las personas; tercero, la
postulación de un cambio radical en la condición humana, a tal punto que las
personas pierden el sentido de lo justo y lo correcto. Rawls nos presenta a un
Marx no se parece al creador de una precisa teoría explicativa de la anatomía
del capitalismo y promotor de una sociedad de productores conscientemente
asociados, sino más bien a uno de los socialistas utópicos que bien supo
cuestionar (y admirar también).
Basándose casi exclusivamente en la trillada alegoría que
Marx y Engels plasmaron en La
Ideología Alemana, según la cual el comunismo es un mundo pre-industrial en
el cual se puede cazar, pescar, apacentar ganado y entregarse a la crítica filosófica
a lo largo de un mismo día y sin quedar amarrado a ninguna de estas
actividades, Rawls reafirma aquello que ya había sostenido, de pasada, en Teoría
de la Justicia: que el comunismo es una sociedad más allá de lo justo, puesto
que ha superado las circunstancias (subjetivas y objetivas) que hacen que la
justicia sea posible y necesaria. En el comunismo, sostiene Rawls, nadie está
obligado a ayudar a otros puesto que se trata de un mundo cultural que no
impone deberes ni obligaciones; “es una sociedad sin tal enseñanza moral, una
sociedad en la cual las personas no tienen serios conflictos de intereses unas
con otras, y pueden hacer lo que les venga en gana, con la división del trabajo
ya superada” (Rawls, 2008: 368). Así, según Rawls, y siempre tras los pasos de
Cohen, el comunismo se caracteriza por un “igualitarismo radical -igual acceso
a los recursos de la sociedad- sin coerción” (Ibíd.)
La visión rawlsiana de un comunismo idílico, más allá de la
justicia, la moral, la escasez y la coerción no requiere, lógicamente, la
presencia de principios de justicia y, mucho menos, la existencia de
instituciones de trasfondo y sus correspondientes mecanismos coercitivos. En un
mundo donde es posible que “cada uno [haga] lo que se le da la gana” (Rawls,
2008: 369) y donde las actividades individuales armonizan espontáneamente, no
puede hablarse de justicia puesto que las circunstancias que la hacen necesaria
y posible, como ya dijimos, están ausentes. Según Rawls, en el comunismo
plenamente desarrollado el individuo ya no posee “un sentido de restricción
moral u obligación moral; ningún sentido de estar obligado por principios de lo
correcto y lo justo [...] La sociedad comunista es una sociedad en la cual la
conciencia cotidiana de un sentido de lo correcto y lo justo y de la obligación
moral ha desaparecido. En la visión de Marx, ya no se necesita y ya no tiene un
rol social” (Ibíd.). Rawls no ofrece otra evidencia para sus audaces
conclusiones que la mentada metáfora de La Ideología Alemana. Más aún, esta visión del comunismo se
contradice con la apreciación que citamos más arriba, en la cual Rawls describe
a la sociedad de los productores asociados como un mundo “justo y bueno” en el
cual los entendimientos compartidos se expresan “en el plan económico público”.
Es totalmente impensable un plan que no se funde en algún sentido de lo
correcto y de lo justo, y que no asigne obligaciones a los miembros de la
sociedad.
En el comunismo que Rawls le endilga Marx, además de la
superabundancia y la afirmación (o al menos la no negación) de la
autopropiedad, se verifica una transformación fundamental en la condición
humana. Una primera manifestación está dada por el hecho de que, como señala
Marx en CPG, el trabajo se convierte en “la primera necesidad vital”,
porque se trata de trabajo significativo y atractivo (en su mayor parte). De
este modo, en circunstancias inéditas en la historia humana, es posible
trascender, “el estrecho horizonte del derecho burgués”. Ahora bien; Rawls
extrema esta previsión marxiana y, sin mayores fundamentos, interpreta que al
trascenderse el derecho burgués se produce la evanescencia de todo derecho.
Rawls piensa, como vimos, que en el comunismo desaparece “la conciencia
cotidiana de un sentido de lo correcto y lo justo y de la obligación moral”:
por ende, se evapora la necesidad la norma. La abundancia ilimitada y una nueva
subjetividad determinan las interacciones libres entre las personas. La caída
de toda normatividad hace que Rawls sostenga que la distribución según las
necesidades, prevista y prescripta por Marx, tenga la categoría de mera
descripción y no de principio distributivo; con suerte puede ser apenas un
precepto de sentido común (Rawls, 2008: 370). No es inocuo que Rawls le reste
fuerza normativa al denominado Principio de Necesidades (“de cada quien según
su capacidad, a cada quien según su necesidad): su intención es mostrar un
comunismo más allá de la justicia, en el cual no hay lugar para una norma distributiva de las cargas y
los beneficios sociales.
Con todo, Rawls no puede negar que en ciertos
planos el comunismo es una sociedad justa. Por eso admite que, “si aceptamos la
igualdad como justa”, “la distribución de bienes [en el comunismo] es justa”,
lo cual implica reconocer, tácitamente, el efecto igualitario del Principio de
Necesidades. Asimismo, reconoce que “el derecho igual de todos al uso de
recursos y a la participación en la planificación democrática pública es
respetado, en la medida en que dicho plan sea necesario [y, por ende,] en este
sentido -con esta idea de la justicia- la sociedad comunista es por cierto
justa” (Rawls, 2008: 371). Si se mira desde un cierto consecuencialismo,
entonces, el patrón distributivo que resulta de la propiedad colectiva, del
plan y de la participación democrática permite decir que el comunismo, en tanto
sociedad igualitaria, es una sociedad justa. Pero esto ocurre casi por
accidente, porque, según Rawls, “mientras [el comunismo] logra la justicia en
el sentido recién definido, lo hace sin depender en modo alguno de que la gente
tenga un sentido de lo correcto y de lo justo” (Rawls, 2008: 371). Una
increíble transformación, nunca explicada, ha ocurrido en la psicología moral
de las personas, que ya no se comportan según “la disposición a actuar desde
principios y preceptos de justicia”. Estas personas “pueden saber qué es la
justicia y pueden recordar que sus ancestros alguna vez fueron motivados por
ella; pero una problemática preocupación por la justicia y los debates sobre lo
que la justicia requiere, no son parte de su vida ordinaria. Esta gente
es extraña a nosotros; es difícil describirla” (Rawls, 2008: 371; nuestras
cursivas).
De buenas a primera, Rawls parece abandonar su insistencia
respecto de que la estructura básica de la sociedad -sus principales
instituciones- es el objeto o locus de la justicia
[9].
Pero lo que más le preocupa es la “evanescencia de la justicia”, no ya en el
ámbito de las instituciones o del patrón distributivo, sino en la esfera de las
motivaciones personales. La ausencia de un interés en lo justo, alega Rawls,
“es indeseable como tal, porque tener un sentido de la justicia, y todo lo que
esto involucra, es parte de la vida humana y parte de comprender a las otras
personas y reconocer sus reclamos”. Entonces, “[a]ctuar siempre como se nos da
la gana sin preocuparnos o ser conscientes de los reclamos de los demás sería
una vida vivida sin una conciencia de las condiciones esenciales de una
sociedad humana decente” (Rawls, 2008: 372). Obstinado en ver al comunismo tal
como es descripto -apenas alegóricamente- en un tramo de
La Ideología Alemana, e ignorando
que en ese mismo texto se lo define no como un “estado de cosas”, sino como un
“movimiento real” que pone fin al capitalismo, Rawls pone al comunismo casi en
un plano distópico. Porque, en efecto, es indeseable un mundo en el cual las
personas han perdido todo sentido de lo justo y lo correcto, un mundo en el
cual nadie le debe nada a nadie excepto aquello que quieran contratar
voluntariamente, un mundo en el cual cada persona hace solamente lo que se le
da la gana.
En rigor, el mundo comunista que reconstruye Rawls es
indeseable para quien piense desde la tradición socialista, al menos por dos
razones. En primer lugar, porque dicha sociedad parece no tener otra meta que
la felicidad o disfrute individual, y un mundo feliz no es precisamente lo que
el socialismo ha buscado desde sus orígenes. La impugnación de Marx al
utilitarismo hedonista benthamiano es suficiente prueba de ello, y dicha
impugnación está desarrollada en buena medida en La Ideología Alemana. Además, tal como lo ha argumentado con
singular maestría George Orwell, el socialismo no busca un mundo feliz y
perfecto (que sería una receta para el vacío), sino un mundo fraterno, esto es,
dotado de instituciones justas y personas interesadas en la suerte de sus
semejantes (Orwell, 2008: 208-209). En segundo lugar, el mundo descripto por
Rawls debe ser rechazado como caracterización del comunismo porque, en verdad,
lo que allí se realiza no es solamente algo que desde el socialismo luce como
distopía, sino una configuración que sería celebrada como la más deseable
utopía por los libertaristas de derecha e impulsores del Estado mínimo. Un
mundo habitado por personas sin otra moral que la que puede surgir de los
pactos mutuamente consentidos, sin ninguna forma de regulación social, y sin un
patrón de justicia distributiva, se parece más a la sociedad soñada por Robert
Nozick, o algún anarcocapitalista, que aquella que vislumbraran, aunque sea con
trazos muy gruesos, los fundadores del materialismo histórico.
Consideraciones finales
La mirada rawlsiana sobre Marx tiene, claramente, dos
grandes momentos. Por un lado, reconoce que el descrédito del socialismo real
no significa la bancarrota de la teoría marxista, y acepta que el fracaso de
ciertas formas de planificación burocrática no representa la refutación de la
planificación en sí. También, y eso es lo fundamental en términos teóricos,
observa el núcleo normativo que subyace a la crítica marxiana del capitalismo;
esto es, señala que Marx no sólo desarrolla una teoría explicativa sobe la
anatomía de la sociedad de mercado, sino que condena al capitalismo como un
sistema estructuralmente injusto, puesto que está basado en la explotación y la
dominación de clase. Y esta condena, admite Rawls, se hace desde la perspectiva
de la sociedad comunista, lo cual tendría una implicancia
fundamental: el capitalismo es visto como injusto desde el punto de
vista de un orden social justo. Sin embargo, por otro lado, al momento de
evaluar las perspectivas para el socialismo, Rawls se desmorona en una
descripción que, como vimos, presenta un panorama que ningún socialista
reconocería como propio de su tradición. El comunismo -teóricamente esbozado
por Rawls- no es un espacio del que pueda predicarse la justicia. En la visión
rawlsiana, el horizonte utópico del socialismo deviene una distopía que roza el
umbral de lo inconcebible, de lo extraño. Así, Rawls se equivoca en su
reconstrucción del comunismo y, como dijimos, es un error quizás nada inocente.
Porque si bien parece aceptar que el capitalismo realmente existente es
injusto, al mismo tiempo presenta a un socialismo más allá de la justicia,
reservando para su propio sistema ideal (la democracia de propietarios) el
lugar de una sociedad enteramente justa. Luego, el comunismo, como sociedad más
allá de la justicia, resulta impotente para identificar y rechazar las
injusticias capitalistas. Pero el movimiento políticamente más astuto de Rawls
consiste en calificar a ese supuesto comunismo situado más allá de la justicia
como una sociedad no deseable. De este modo, Rawls pone el dedo en la llaga,
porque bien sabe que el marxismo descuidó la dimensión ética y que, empecinado
en pronosticar el advenimiento del socialismo, omitió argumentar sobre su
deseabilidad. Por eso, tras las huellas de pensadores marxistas contemporáneos
como Adolfo Sánchez Vázquez y G.A Cohen (tan diferentes en otros aspectos), es
preciso volver a examinar los principios socialistas y construir argumentos
sólidos para una sociedad postcapitalista a la vez deseable y factible.
Referencias
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traducción de A. Santos Mosquera (Barcelona: Paidós), 2009.]
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Parijs, Philippe 1992 ¿Qué es una sociedad justa? Introducción a la
práctica de la filosofía política (Buenos Aires: Ediciones Nueva
Visión).
Notas
[1] Hemos desarrollado
argumentos sobre la pertinencia de este diálogo en Lizárraga, 2008.
[2] Autores socialistas como Jon Elster (1996),
Philppe Van Parijs (1992) y Jacques Bidet (2000), entre otros, adhieren, en
líneas generales, al Principio de Diferencia rawlsiano como norma distributiva
para una sociedad justa.
[3] Es nuestra la traducción de todas las citas
tomadas de textos en idioma inglés.
[4] Atilio Boron destaca, siguiendo a Brian
Barry, el hecho de que Rawls haya sostenido que la justicia social es una
virtud de la denominada “estructura básica” (las principales instituciones
sociales), superando de este modo el cerril individualismo del pensamiento
liberal (Boron, 2002: 151).
[5] Rawls
cita dos artículos de G.A. Cohen, a saber: “Review of Allen Wood’s Karl
Marx”, en Mind, July, 1983; y “Self-ownership, Communism
and Equality”, en Proceedings of the Aristotelian Society, 64,
1990.
[6] Rawls conjetura que la actitud despectiva de
Marx hacia las consideraciones distributivas “puede haber tenido consecuencias
de largo plazo para el marxismo” (Rawls, 2008: 337). En rigor, sí las tuvo, ya
que hasta el día de hoy el marxismo se encuentra un tanto a la zaga del
igualitarismo liberal (y de otras corrientes igualitaristas) en términos de
reflexión normativa.
[7] Leo Panitch y Sam Gindin sostienen que el
principio utópico
Omnia sint communia (que todo sea poseído en
común) es uno de los puntales del proyecto socialista, puesto que su
realización depende de la efectiva socialización de los medios de producción.
Aunque aparentemente obvio, dicen, merece ser recordado una y otra vez. Ver
Panitch, L. y Gindin, S. 2000: 2.
[8] Curiosamente, Rawls sostiene, siguiendo la
famosa frase de Hegel, que el comunismo -en tanto sociedad racional-, devuelve
al observador una mirada racional. Decimos que esto es curioso, porque Rawls
utiliza la misma metáfora a propósito de la democracia de propietarios (modelo
rawlsiano de una sociedad bien ordenada) (Rawls, 2004: 25).
[9] Sobre el impacto de estas apreciaciones
rawlsianas sobre su tesis de que la estructura básica es el objeto primario de
la justicia, ver: Lizárraga, 2011.
Fernando Alberto Lizárraga es
investigador Adjunto del CONICET en el Centro de Estudios Históricos de Estado,
Política y Cultura (CEHEPyC), Facultad de Humanidades; profesor regular de
Teoría Política, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Nacional
del Comahue, Argentina.