Salvador López Arnal |
Licenciado en Derecho por la Universidad de Barcelona, doctor en
Filosofía con una tesis crítica sobre la gnoseología de Martin Heidegger,
traductor de El Capital, Filosofía de la lógica y El Banquete, autor
de uno de los libros que más contribuyeron a la consolidación de los estudios
de lógica en nuestro país, Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) ha sido, además
de todo ello, un marxista sólido y nada talmúdico, un filósofo de una pieza, un
ecologista comunista avant la leerte…y un gran aficionado al teatro, un
reconocido (leído y esperado) crítico teatral y el autor de una única obra de
teatro de un solo acto, nunca representada hasta el momento.
Una gran parte de sus aportaciones teatrales y literarias
están recogidas en el volumen IV de sus “Panfletos y materiales”: Lecturas (Barcelona,
Icaria), un libro por él preparado y editado pocos meses después de su
fallecimiento en agosto de 1985. Contiene sus prólogos a la obra en prosa de
Goethe y Heine y su reconocida crítica del Alfanhuí de Rafael Sánchez
Ferlosio, un amigo de juventud. Otros trabajos complementarios editados en Laye
pueden verse en un volumen (no publicado) preparado por Juan Ramón Capella como
regalo de aniversario. Está depositado en el fondo Sacristán, en la Biblioteca
Central de la
Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona.
Un artículo posterior sobre el teatro español de la
posguerra, escrito en alemán y publicado en la revista Dokumente en
1954, el año en que el autor de Introducción a la lógica y al análisis
formal inició sus estudios de postgrado en el Instituto de Lógica y
Fundamentos de la Ciencia de la Universidad de Münster en Westfalia, nunca ha
sido editado en castellano hasta el momento. Entre sus artículos más
reconocidos: “El gran periplo de Thorton Wilder en ‘La piel de nuestros
dientes”, “El deseo bajo los olmos’ de Eugene O’Neill”, “Teatro clásico en
Barcelona” y “En la muerte de Eugene O’Neill”.
En el primero de estos trabajos, publicado en diciembre de
1950 en el número 10 de Laye, “la inolvidable” en palabras de Josep M.
Castellet, Sacristán anunciaba la irrupción de un nuevo clasicismo teatral. Lo
hacía en estos términos:
Principio del
formulario
Del ambiente teatral y de la censura en aquella Barcelona de
principios de los años cincuenta dominada por el rancio nacional-catolicismo
franquista (él mismo fue desplazado a finales de la década de la Facultad de
Filosofía a la de Económicas, con riesgo previo de expulsión, por explicar Kant
a la manera ilustrada), daba testimonio el autor de “Karl Marx como sociólogo
de la ciencia” en este paso de “Un mes en Barcelona” (Laye nº 12, marzo-abril
de 1951):
Querido Barcelonés Ingenuo: Usted no lo entiende, ¿verdad?.
Usted no entiende que se insulte a unos hombres, por hacernos ver maravillas como La
piel de nuestros dientes (Teatro de Cámara), piezas tan exquisitas como Mi
corazón está en las montañas (Teario Yorick), tan fundamentales para
nosotros como La dama boba (T.E.U.), tan sabia y finalmente teatrales
como El fuego mal avivado (Teatro Club). No entiende que se odie -no
se puede insultar tan acremente sin odiar, porque Cristo ha supuesto que el que
llama raca a su prójimo le odia- a quienes nos muestran lo que el teatro de
verdad es hoy por el mundo, mientras cualquier revista en que lo inmoral se
suma a lo antiestético y a lo oligofrénico permanece en cartel sin que nadie se
meta con ella, realizando concienzudamente su doble trabajo de demolición del
sentido estético y del sentido moral. Usted no entiende que se prohíba la
representación de la Ardèlede Anouilh y que se permita a los efebos de los
cabarets engañar a los extranjeros sobre lo que es el espíritu del pueblo
español. ¿Verdad que no lo entiende usted? Pues yo tampoco, querido.
Aunque, ahora que pienso, concluía: ¿ha oído usted hablar de
los fariseos?
El teatro era para él, acaso lo fuera siempre, “la más
impura y completa de las artes”. Lo señalaba con estas palabras en el artículo
“España: El teatro bajo la tutela del Régimen”, el escrito publicado en Dokumente en
agosto 1954 (la traducción, por mi revisada, es de Marisol Sacristán y
Alejandro Pérez).
Pero si por razones propedéuticas o dialécticas se conviene
en respetar la tal distinción, entonces es necesario cargar el acento sobre la
estética y la poética del artista si realmente se quiere comprender su obra.
Este principio, que me parece aplicable a toda crítica de arte, lo es
máximamente a la teatral, y ello a consecuencia de la fundamental paradoja del
arte dramático. El teatro es, por sus elementos materiales, la más impura y
compleja de las artes: palabra, gesto, escenografía, luz, cuerpo de los
actores, cuerpo, personalidades físicas que harán siempre irreductible el
teatro a la literatura pura e invalidarán teatralmente tanto y tanto espúreo
“teatro para leer”. Pues bien, esos versos elementos sufren la constricción
unificadora parcial y temporal más rigurosa que puede pensarse. Más enérgica,
incluso, que la que enmarca a un cuadro. Pues el cuadro del pintor domina al
tiempo y éste, en cambio, limita al “cuadro” teatral.
Ahora bien, proseguía, no hay obra teatral perfecta: “no hay
teatro en sí, sino hay unidad estética de los diversos elementos que el
espectador percibe”. De aquí que
[…] lo auténticamente
definidor de un drama sea su modo de lograr esa unidad, o, más radicalmente
hablando, su doctrina (clarificada o no en teoría) de la unidad
de los elementos teatrales y el logro de la misma en la obra
concreta.
Un célebre e influyente texto suyo sobre estética y poética,
en respuesta a Valeriano Bozal, que lleva por título “Sobre el realismo en
arte” [1], fue incorporado al primer volumen de sus panfletos: Sobre Marx
y marxismo (Barcelona, Icaria), en 1983, en el primer centenario del
fallecimiento de uno de sus grandes clásicos, el compañero de Jenny Marx, una
gran revolucionaria republicana, magnífica escritora, que Sacristán nunca
olvidó.
Sobre e l teatro en la posguerra trazaba Sacristán esta
mirada sociológica:
Una mirada a las salas
de los teatros españoles, a la composición sociológica del público teatral,
puede contribuir a redondear el panorama que aquí se esboza. Hay que constatar
en primer lugar un hecho importante: el obrero español ha dejado de ir al
teatro. Los toros, el fútbol o el cine han suplantado en su horizonte el
teatro, a pesar de que los precios de las entradas son comparativamente mucho
más altos. El movimiento de un teatro popular, creado por García Lorca a
finales de los años veinte para hacer llegar el teatro a la población de
provincias por medio de teatros ambulantes, fue poco duradero y hoy está
prácticamente olvidado. Así es que hoy en día en las ciudades queda como masa
que va el teatro -junto a unos pocos representantes snobs de “la sociedad”-
únicamente la pequeña burguesía, la cual, sin capacidad crítica propia, en
general hace suya por completo la opinión de los críticos de la prensa.
Quizá, proseguía, una excepción la constituyeran quienes
frecuentaban los “Teatros de cámara”
[…] pequeños teatros
privados que tienen que luchar con grandes dificultades económicas y también a
menudo se ven limitados en su libre programación. Los más activos de estos
teatros, el teatro del sindicato universitario de Madrid y el teatro de cámara
de Barcelona, han estrenado junto a numerosas obras de autores extranjeros
-O´Neill, Sartre, Thornton Wilder, Tennessee Williams, Arthur Miller- también,
aunque más raramente, piezas poco representadas de autores clásicos y de
escritores jóvenes españoles. Su público, insignificante en número y proporción
respecto del restante público de teatro, tiene casi siempre un alto nivel
intelectual, tiene capacidad de entusiasmo sin ser con ello snob, y también
ayuda económicamente en forma discreta. Los restantes teatros españoles apenas
se atreven a intentar presentar a sus espectadores el teatro moderno de otros
países.