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Daniel Bensaïd ✆ Joju Aliaga
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Michael
Löwy | “Auguste Blanqui, comunista
hereje” era el título de un artículo que Daniel Bensaïd y yo redactamos juntos
en el año 2006 (para un libro sobre los socialistas del siglo XIX en Francia, organizado
por nuestros amigos Corcuff y Alain Maillard). Este concepto se aplica
perfectamente a su propio pensamiento, obstinadamente fiel a la causa de los
oprimidos, pero alérgico a toda
ortodoxia. Daniel había escrito algunos
libros importantes antes de 1989, pero a partir de ese año, con la publicación
de “Yo, la Revolución: Remembranzas de un
bicentenario indigno” (Gallimard, 1989) y “Walter Benjamin Centinella mesiánico” (Plon, 1990), comienza un
nuevo periodo que se caracteriza no solamente por una enorme productividad-
decenas de obras de las cuales muchas se consagran a Marx- sino también por una
nueva calidad de escritura, una fantástica efervescencia de ideas, una
inventiva sorprendente.
A pesar de su gran diversidad,
estos escritos están tejidos con algunos hilos rojos en común: la memoria de
las luchas – y sus derrotas - del pasado,
del interés por las nuevas formas del anticapitalismo y la preocupación por los
nuevos problemas que se plantean en la estrategia revolucionaria. Su reflexión teórica
era inseparable de su compromiso militante, la cual escribe en Juana de Arco – Juana de guerra agotada (Gallimard, 1991) – o sobre la formación
del NPA (Tomar Partido, con Olivier Besancenot, 2009).
Sus escritos tienen, en consecuencia,
una fuerte carga personal, emocional, ética y política, que les da una calidad
humana poco ordinaria. La multiplicidad de sus referencias puede desviar su
rumbo: Marx, Lenin y Trotsky en efecto,
pero también Auguste Blanqui, Charles
Péguy, Hannah Arendt, Walter Benjamin, sin olvidar a Blaise Pascal,
Chateaubriand, Kant, Nietzsche y muchos otros. A pesar de esta
sorprendente variedad, aparentemente ecléctica, su discurso no carece de una
coherencia remarcable.
“Leo
sus libros sin parar, como remedios contra la estupidez y el egoísmo” escribía
recientemente su amigo, el poeta Serge Pey. Si los libros de Daniel se leen con
tanto placer, es porque fueron escritos con la pluma acerada de un verdadero
escritor, que tiene el don de la fórmula: una fórmula que puede ser asesina, irónica,
enfurecida o poética, pero que siempre va al punto. Este estilo literario,
propio del autor e inimitable no es fortuito: está al servicio de una idea, de
un mensaje, de un llamado: no doblegarse, no resignarse, no reconciliarse con
los vencedores.
Esta
idea se llama comunismo. Ella no sabría identificarse con los crímenes
burocráticos cometidos en su nombre, igual que el cristianismo, no puede ser
reducido a la Inquisición o a las Dragonadas. El comunismo, no es sino la
esperanza de suprimir el orden existente, el nombre secreto de la resistencia y
de la sublevación, la expresión del gran enojo negro y rojo de los oprimidos.
Es la sonrisa de los explotados que oyen a lo lejos los disparos de los
insurgentes en junio de 1848 – episodio narrado con preocupación por Alexis de
Tocqueville y reinterpretado por Toni Negri. Su espíritu subsistirá al triunfo
actual de la globalización capitalista, al igual que el espíritu del judaísmo a
la destrucción del Templo y a la expulsión de España (me gusta esta comparación insólita
y un poco provocadora).
El
comunismo no es el resultado del “Progreso” (con P mayúscula) o de las leyes de
la Historia (con una gran H): se trata de una lucha incierta que no tiene un
final anunciado. La política, que es el arte de la estrategia del conflicto, de
la coyuntura y del contratiempo, implica una responsabilidad humanamente
falible y debe confrontarse con las incertidumbres de una historia abierta.
Para
Daniel, el comunismo del siglo XXI era el heredero de las luchas del pasado, de
la Comuna de París, de la Revolución de Octubre, de las ideas de Marx y de
Lenin y de los grandes vencidos como lo fueron Trotsky, Rosa
Luxemburgo, Che Guevara. Sin embargo, de algo nuevo, a la altura de
los desafíos del presente: un eco-comunismo (termino que él inventó) integrando
centralmente el combate ecológico contra el capital.
Para
Daniel, el espíritu del comunismo no se podía reducir a sus falsificaciones burocráticas.
Si rechazaba enérgicamente la tentativa de la Contra-Reforma liberal de
disolver el comunismo en el estalinismo, tampoco reconocía que no se puede
hacer economía de un resumen crítico de los errores que desarmaron a los
revolucionarios de Octubre frente a las pruebas de la historia, favoreciendo la
contra-revolución Thermidoriana:
confusión entre pueblo, partido y estado, ceguera frente al peligro
burocrático. Es necesario extraer algunas lecciones históricas, ya esbozadas
por Rosa Luxemburgo en 1918: la importancia de la democracia socialista, del
pluralismo político, de la separación de los poderes, de la autonomía de los
movimientos sociales respecto al estado.
La
fidelidad al espectro del comunismo no impide a Daniel preconizar un renacimiento
profundo del pensamiento marxista, sobretodo en dos terrenos donde la tradición
es particularmente reacia, el feminismo y la ecología. Las feministas, como
Christina Delphy- tienen razón al criticar el planteamiento de Engels, que definía
la opresión domestica como un arcaísmo pre capitalista el cual se extinguiría
con la remuneración de las mujeres. En
cuanto al movimiento obrero, con frecuencia señaló el sexismo corrosivo,
sobretodo, tomado en cuenta la noción burguesa del “salario de ayuda”. La
alianza necesaria entre la conciencia de género y la conciencia de clase no es
posible sin un retorno crítico de los marxistas sobre su teoría y su práctica.
Esto
aplica para la cuestión del medio ambiente: frecuentemente enlazado al
compromiso fordiano y a la lógica productivista del capitalismo, el movimiento
obrero fue indiferente y hostil a la ecología. Por su parte, los partidos
Verdes tienen tendencia a contentarse con una ecología de mercado y un
reformismo social-liberal. Ahora bien, el antriproductivismo de nuestros
tiempos debe ser necesariamente un anticapitalismo: el paradigma ecológico es
inseparable del paradigma social. Frente a los daños catastróficos provocados
en el medio ambiente por la lógica de valor del mercado, hay que plantear la
necesidad de un cambio radical del modelo de consumo, de la civilización y de
la vida.
La
filosofía de Daniel Bensaïd no era un ejercicio académico, por el
contrario, esta estaba atravesada de un extremo al otro por la ardiente corriente
de la indignación, una corriente que –escribía él- no es soluble
en las aguas tibias de la resignación consensuada. De ahí viene su desprecio
hacia “el homo-resignado” político o intelectual que se reconoce de lejos por
su impasibilidad de batracio ante el orden despiadado de las cosas. Más allá de
la modernidad y de la post-modernidad, nos queda - decía Daniel -la fuerza
irreductible de la indignación, el rechazo incondicional a la injusticia, que
son exactamente lo contrario a la costumbre y la resignación. “La indignación
es un comienzo, una manera de levantarse y ponerse en marcha. Uno se indigna,
se subleva y luego, ve.”
Su
himno poético-filosófico a la gloria de la resistencia – esta pasión mesiánica
de un mundo justo” que no acepta sacrificar “el centelleo de lo posible a la
fatalidad de lo real” – se inspira a la vez de la Paciencia del Marrano y de la
impaciencia mesiánica de Franz Rosenzweig y WalterBenjamin. También se inspira
de la profecía del Antiguo Testamento, que no se propone predecir el futuro,
como la adivinación antigua, sino más bien alertar sobre la posible catástrofe. El
profeta bíblico, como ya lo había sugerido Max Weber en su trabajo sobre el
judaísmo antiguo, no realizar ritos mágicos, sino invita a reaccionar.
Contrario al estatismo apocalíptico y a los oráculos
de un destino inexorable, la profecía es una anticipación condicional, significada
por el oulai (« si »)
hebreo. Esta busca desviar la trayectoria catastrófica, a conjurar lo peor, a mantener abierto
el abanico de las posibilidades, en pocas palabras, es un llamado estratégico a la acción. Según Daniel, hay profecía en cada
gran aventura humana, amorosa, estética o revolucionaria.
Entre
todas las “herejías” de Daniel Bensaïd, es decir, sus contribuciones a la
renovación del marxismo, la más importante, en mi opinión, es su ruptura
radical con el cientismo, el positivismo y el determinismo que impregnaron
profundamente el marxismo “ortodoxo”, especialmente en toda Francia.
Uno de sus últimos escritos fue
una larga introducción a los escritos de Marx sobre la Comuna - una brillante y enérgica defensa e
ilustración de lo político como pensamiento estratégico revolucionario. La Doxa oficial pretende que no hay
pensamiento político en Marx, dado que su teoría se resume al determinismo
político. Ahora bien, la lectura de sus escritos políticos, especialmente la
secuencia de las Luchas de clase en
Francia, el 18 de Brumario de Luis Bonaparte y La guerra civil en Francia 1871
muestra por el contrario, una lectura estratégica de los eventos que toman en
cuenta la temporalidad de su propia política, a las antípodas del tiempo mecánico
del reloj y del calendario. El tiempo de las revoluciones -no lineal y
abreviado, en el cual se superponen las tareas del pasado, del presente y del
futuro - está abierto a la contingencia.
La
interpretación de Marx por Daniel sin
duda está influenciada por Walter Benjamin y por las polémicas
anti-positivistas de Blanqui, dos pensadores revolucionarios a los cuales rinde
un gran homenaje.Auguste Blanqui es una referencia importante en este enfoque crítico.
En el artículo de 2006 mencionado anteriormente, él recuerda la polémica de
Blanqui contra el positivismo, este pensamiento de progreso en orden, de
progreso sin revolución, esta “doctrina del fatalismo histórico” erigida en la
religión. Contra la dictadura del deber cumplido, agregaba Bensaïd,
Blanqui proclamaba que el capítulo de las bifurcaciones quedara abierto a la
esperanza.
Contra la “manía del progreso”
continuo y la “manía del desarrollo continuo”, la irrupción de eventos de lo
posible en lo real se llamaba revolución. La política prima en la historia y
planteaba las condiciones de una temporalidad estratégica y no mecánica,
homogénea de la vida.
En
pocas palabras, para Blanqui “el engranaje de las cosas humanas ya no es fatal
como el del universo, es modificable cada minuto”.Daniel Bensaïd
comparaba esta fórmula con la de Walter Benjamin: cada segundo es la puerta
estrecha por donde el Mesías puede
surgir, es decir, la revolución, esta irrupción de eventos de lo posible en lo
real.
Su relectura de Marx, a la luz de
Blanqui, de Walter Benjamin y de Charles Péguy, lo conduce a concebir la
historia como una continuación de ramificaciones y bifurcaciones, un campo de
posibilidades donde la lucha de clases ocupa un lugar decisivo, pero cuyo
resultado es imprevisible.
En La apuesta melancólica (Fayard 1997) quizás su libro más bello, el más
“inspirado”: retoma una fórmula de Pascal para afirmar la que la acción
emancipadora es “un trabajo para lo incierto”, que implica una apuesta por el futuro: una esperanza que
no se puede demostrar científicamente, pero que sobre la cual se compromete la
existencia completamente. Re descubriendo
la interpretación marxista de Pascal por Lucien Goldmann, él define el
compromiso político como una apuesta razonada sobre el devenir histórico, “corriendo
el riesgo de perder todo y de perderse”. La apuesta es irrenunciable, en un
sentido u otro como lo escribía Pascal, “Nos hemos lanzado”.En la religión del
dios escondido (Pascal) como en la política revolucionaria (Marx), la
obligación de la apuesta define la condición trágica del hombre moderno.
¿Por qué esta apuesta es pues
melancólica? El argumento de Daniel Bensaïd tiene una lucidez impresionante:
los revolucionarios – escribe, - Blanqui,
Peguy, Benjamin, Trotsky o
Guevara – tienen la aguda conciencia del peligro, el sentimiento de la
recurrencia del desastre. Su melancolía es la de la derrota, una derrota
“cuantas veces reiniciada” (Péguy”. W. Benjamin rendía homenaje, en una carta
de su juventud a la grandesa de la “fantástica melancolía controlada” de Péguy).
Esta melancolía revolucionaria de lo inaccesible, sin resignación ni renuncia,
se distingue radicalmente según Daniel Bensaïd del lamento impotente e
irrenunciable y de las quejas post-modernas carentes de finalidad, con su
estetización de un mundo desencantado.
Según
Bensaïd, hay profecía en toda gran aventura humana, amorosa, estética o
revolucionaria. En el origen de la profecía, en el exilio babilónico, se
encuentra una exigencia ética que se forja en la resistencia de toda razón de
Estado. Esta gran exigencia atraviesa los siglos: Bernard Lazare, el
Dreyfusiano y socialista libertario era, según Péguy, un ejemplo de profeta
moderno, animado por una “fuerza de amargura y de desilusión” un aliento de
indomable resistencia a la autoridad.Aquellos que resistieron a los poderes y a
las fatalidades, todos esos “príncipes de lo posible” que son profetas, herejes
disidentes y otros insumisos, sin duda se equivocaron con frecuencia. Trazaron
una pista, a penas legible, salvando el pasado oprimido del burdo saqueo de los
vencedores.
La
profecía revolucionaria no es una previsión sino un proyecto, sin ninguna
garantía de victoria. La revolución, no como modelo prefabricado, sino como
hipótesis estratégica, sigue siendo el horizonte ético sin el cual la voluntad
renuncia, el espíritu de resistencia capitula, la fidelidad desfallece, la
tradición (de los oprimidos) se olvida. Sin la convicción de que el círculo
vicioso del fetichismo y la rueda infernal de la mercancía pueden quebrarse, el
fin se pierde sin los medios, el objetivo en el movimiento, los principios en
la táctica.
La revolución deja de ser, pues, el producto
necesario de las leyes de la historia o de las contradicciones económicas del
capital. La idea de revolución se opone al encadenamiento mecánico de una
temporalidad implacable.El tiempo y el espacio de la estrategia revolucionaria
se distinguen radicalmente de los de la física newtoniana, “absolutos,
verdades, matemáticas”. Se trata de un tiempo heterogéneo, kairotico, es decir,
surgido de momentos propicios y de oportunidades para aprovechar. Sin embargo,
ante una encrucijada de posibilidades, la última decisión conlleva una parte
irreductible de la apuesta. De lo anterior se deduce que el compromiso político
revolucionario no está fundado en cualquier “certeza científica” progresista
sino en una apuesta razonada sobre el futuro.
Refractaria al desarrollo casual de
los hechos ordinarios, la revolución es interrupción. Momento mágico, la
revolución se refiere al enigma de la emancipación en ruptura con el tiempo
lineal del progreso, ésta ideología de caja de ahorros denunciada con
vehemencia por Péguy, en donde se espera que cada minuto, cada hora que pasa
aporte su contribución para el crecimiento del peculio.
En
consecuencia, como lo explica en Fragmentos
Incrédulos (Lignes, 2005), el revolucionario es un hombre de duda opuesto
al hombre de fe, un individuo que apuesta sobre las incertidumbres del siglo, y
que pone una energía absoluta al servicio de las certidumbres relativas. En
resumen, alguien que intenta sin cansancio practicar este imperativo exigido
por Walter Benjamin en su último escrito, las Tesis “Sobre el concepto de
historia” (1940): cepillar la historia a contrapelo.
Daniel
nos hará falta. Ya nos hace falta, cruelmente. Sin embargo, pensamos que le
gustaría que recordemos el famoso mensaje a sus camaradas de Joe Hill, el poeta y músico del sindicalismo revolucionario
norteamericano, el I.W.W, a vísperas de ser fusilado por las autoridades (bajo
falsas acusaciones) en 1915: "No se lamenten, organicen (la lucha)"
El
presente trabajo nos fue enviado por el Prof. Ricardo Sánchez Ángel, de
la Universidad Nacional de Colombia, a quien se lo había hecho llegar su
autor, con la sigueinete nota:
"Muy caro Ricardo.
Gracias por este artículo que resume muy bien el "Marx" de Bensaid.
En cambio, te envió un pequeño ensayo en homenaje a Daniel. Un gran
abrazo de, Michael".
Traducción del francés por la profesora Victoria Tamayo Plazas, licenciada en Filología e idiomas español-francés de la
Universidad Nacional de Colombia.