El
economista francés Thomas Piketty acaba de publicar un voluminoso libro, Capital
in the Twenty-First Century [El capital
en el siglo XX I- Le Capital au XXIe. siècle] (Belknap Press, Harvard,
2014, 671 páginas), que ha atraído inmediatamente la atención del mundo
académico y hasta del Financial Times.
El libro es resultado de una gran investigación empírica fundada en la
elaboración de inmensas bases de datos. Es también una crítica inclemente de la
irrelevancia y necedad de la ciencia social académica que ha llegado a imperar
en las últimas décadas (no sólo en la teoría económica). Y aspira a ser,
asimismo, una crítica política radical del catastrófico e insostenible
capitalismo de nuestro tiempo. El texto que reproducimos a continuación es una
reseña crítica escrita por James Galbraith, autor él mismo de la que acaso sea
la mejor investigación teórica y empírica de la relación entre
financiarización, inestabilidad y desigualdad en el capitalismo de nuestro
tiempo (Inequality
and Instability). La interesante –e inclemente— crítica de Galbraith a
Piketty es teórica (el concepto de "capital" de Piketty sería incauta
e inadvertidamente
neoclásica), es metodológica (su métrica sería
incongruente), es empírica (sus ingentes bases de datos –salidas básicamente de
los registros fiscales— no serían las mejores fuentes para lo que se propone) y
es política (la forma concebida por Piketty para poner fin a la catástrofe
neoliberal y "salvar al capitalismo de sí mismo" sería técnicamente
ingenua, y por lo mismo, políticamente utópica). Se trata, en cualquier caso,
de una gran discusión, científica y políticamente hablando.
I
|
James K. Galbraith |
James
K. Galbraith | ¿Qué es el "capital"? Para
Karl Marx era una categoría social, política y jurídica: los medios de control
de los medios de producción por parte de la clase dominante. El capital podía
ser dinero, podía ser máquina; podía ser fijo y podía ser variable. Pero la
esencia del capital no era ni física ni financiera. Era el poder que el capital
daba a los capitalistas, a saber: la autoridad para tomar decisiones y sacar
excedente del trabajador.
A comienzos del pasado siglo, la teoría económica neoclásica
sofocó ese análisis social y político, substituyéndolo por uno de tipo
mecánico. El capital fue recategorizado como un elemento físico que se hallaba
a la par con el trabajo en la producción del producto. Esta noción de capital
facilitó la expresión matemática de la "función de producción", de
modo que salarios y beneficios quedaban vinculados a los "productos
marginales" respectivos de cada factor. La nueva visión elevaba así el uso
de las máquinas por encima del papel de sus propietarios, y legitimaba el
beneficio como la remuneración justa de una contribución indispensable.
Las matemáticas simbólicas traen consigo la cuantificación.
Por ejemplo, si uno quiere sostener que una economía usa más capital (en
relación con el trabajo) que otra, tiene que haber alguna unidad común para
cada factor. Para el trabajo, podría ser una hora de tiempo de trabajo. ¿Y para
el capital? Una vez se deja atrás el "modelo del grano", en el que el
capital (la semilla) y el producto (la harina) son la misma cosa, hay que hacer
conmensurables todas las diversas piezas de equipo e inventario que constituyen
el "stock de capital" existente. ¿Y cómo?
Aunque Thomas Piketty, un profesor de la Escuela de Economía
de París, ha escrito un voluminoso libro intitulado El capital en el siglo XXI,
rechaza explícitamente (y un tanto cáusticamente) este punto de vista. En
cierto sentido, es un escéptico respecto de la actual teoría económica académica
dominante, pero no por ello deja de ver (en principio) el capital como una
aglomeración de objetos físicos, al modo de la teoría económica neoclásica. Así
pues, está obligado a enfrentarse a la cuestión de la contabilización métrica
del capital como magnitud.
Lo hace en dos partes. En la primera, amalgama el equipo de
capital con todas las formas de riqueza monetariamente valorada, incluidas
tierras y edificios, y ya se use la riqueza productiva o improductivamente.
Sólo excluye lo que los economistas neoclásicos llaman "capital
humano", presumiblemente porque no puede comprarse ni venderse. Luego
estima el valor de mercado de esa riqueza. Su medida del capital no es física,
sino financiera.
Me temo que eso es fuente de terribles confusiones. Buena
parte del análisis de Piketty gira en torno a lo que él define como la tasa de
capital respecto del ingreso nacional: la razón capital/ingreso. Debería
resultar obvio que esa razón depende en muy buena medida del flujo de valor de
mercado. Y Piketty lo concede de grado. Por ejemplo, al describir el desplome
de la razón capital/ingreso en Francia, Gran Bretaña y Alemania luego de 1910,
sólo se refiere en parte a la destrucción física de equipo de capital. Casi no
hubo destrucción física en Gran Bretaña durante la I Guerra Mundial, y la que
hubo en Francia fue intencionadamente exagerada por los informes del momento,
como mostró Keynes en 1919. Muy poca hubo en Alemania, que se mantuvo intacta
hasta el final de la guerra.
¿Qué ocurrió entonces? Las alteraciones y movimientos
registrados en la tasa de Piketty se debieron en su mayor parte a los ingresos
dimanantes de la movilización del tiempo de guerra, muy altos en relación con
una capitalización de mercado cuyas ganancias se redujeron y aun cayeron durante
la guerra y la inmediata posguerra. Más tarde, cuando los valores de los
activos colapsaron en la Gran Depresión, lo principal no fue la desintegración
del capital físico, sino la evaporación de su valor de mercado. Durante la II
Guerra Mundial la destrucción jugó un papel mucho más importante. El problema
es que, aunque los cambios físicos y los cambios de los precios son cosas
obviamente diferentes, Piketty los trata como si fueran distintos aspectos de
una misma cosa.
La evolución de la desigualdad no es un proceso natural
Piketty busca mostrar que, en relación con el ingreso
corriente, el valor de mercado de los activos de capital ha crecido
drásticamente desde los 70. En el mundo angloamericano, según sus cálculos, esa
razón creció desde un 250-300 por ciento entonces al 500-600 por ciento de
nuestros días. En cierto sentido, el "capital" se ha convertido en un
factor de la vida económica más importante, más dominante, mucho más grande.
Piketty atribuye ese incremento a la ralentización del
crecimiento económico en relación con los rendimientos del capital, conforme a
una fórmula bautizada por él como "ley fundamental". Algebraicamente,
se expresa como r > c, siendo r los rendimientos del capital y c el
crecimiento del ingreso. También aquí parece estar hablando de volúmenes
físicos de capital, año tras año aumentados por los beneficios y el ahorro.
Pero lo que mide no son volúmenes físicos, y su fórmula no
explica demasiado bien las pautas observadas en los distintos países. Por
ejemplo: su razón capital/ingresos llega a la cúspide en Japón en 1990 –hace
casi un cuarto de siglo, al comienzo del largo estancamiento japonés—, y en los
EEUU, en 2008. Mientras que en Canadá, que no tuvo desplome financiero, todavía
sigue creciendo. Una mente simple diría que lo que cambia es el valor de
mercado y no la cantidad física, y que el valor de mercado está impulsado por
la financiarización y exagerado por las burbujas, subiendo allí donde éstas se
autorizan y cayendo cuando pinchan.
Piketty se propone armar una teoría relevante para el
crecimiento que utilice capital físico como insumo. Y sin embargo, desarrolla
una métrica empírica que no guarda relación con el capital físico productivo y
cuyo valor en dólares depende, en parte, de los rendimientos del capital. ¿De
dónde viene la tasa de rendimientos del capital? Piketty no nos lo dice. Se
limita a afirmar que los rendimientos del capital promediaban un cierto valor,
un 5% de la tierra en el siglo XIX digamos, y que en el siglo XX promedian un
valor más alto.
La teoría económica neoclásica básica sostiene que la tasa
de rendimientos del capital depende de su productividad (marginal). En tal
caso, tenemos que pensar en términos de capital físico. Y esa parece ser también
la idea de Piketty. Pero el empeño en construir una teoría del capital físico
con una tasa de rendimiento tecnológico fracasó hace mucho tiempo bajo el fuego
devastador de la artillería procedente de Cambridge (Inglaterra) en los 50 y
los 60, y señaladamente de Joan Robinson, Piero Sraffa y Luigi Pasinetti.
Piketty apenas dedica tres páginas a las controversias
Cambridge-Cambridge, pero son páginas muy reveladoras porque resultan
terriblemente confusionarias. Escribe:
"La disputa prosiguió entre los economistas radicados
sobre todo en Cambridge, Massachussets (entre ellos [Robert] Solow y [Paul]
Samuelson) y los economistas radicados en Cambridge, Inglaterra…, quienes (no
sin cierta confusión a veces) vieron en el modelo de Solow la pretensión de que
el crecimiento anda siempre perfectamente equilibrado, lo que era como negar la
importancia atribuida por Keynes a las fluctuaciones a corto plazo. No fue
hasta bien entrados los 70 que el llamado modelo de crecimiento neoclásico de
Solow terminó imponiéndose.
Pero los argumentos de los críticos no versaban sobre
Keynes, ni sobre fluctuaciones. Versaban precisamente sobre el concepto de
capital físico y sobre la imposibilidad de derivar el beneficio de una función
de producción. De forma desesperadamente sumaria se pueden resumir del modo que
sigue.
Primero: no se pueden agregar los valores de los objetos de capital para
obtener una cantidad común sin disponer previamente de una tasa de interés, la
cual –por ser previa— debe venir del mundo financiero, no del mundo físico.
Segundo: si la tasa real de interés es una variable financiera que varía por
razones financieras, la interpretación física de un stock de capital valorado
en dólares carece de todo significado. Y en tercer lugar, una objeción más
sutil: en la medida en que la tasa de interés cae, no hay tendencia sistemática
alguna a la adopción de una tecnología más "intensiva en capital"
como, en cambio, supone el modelo neoclásico.
En una palabra: la crítica de Cambridge privó de todo
sentido a la pretensión de que los países llegan a ser más ricos por la vía de
usar "más" capital. El caso es que los países más ricos a menudo usan
menos capital aparente; registran una mayor participación de los servicios en
su producto total y del trabajo en sus exportaciones (la "paradoja de
Leontief"). Lo cierto es que esos países llegaron a ser más ricos –como
argumentó Pasinetti luego— por la vía del aprendizaje, de la mejora técnica, de
la instalación de infraestructuras, de la extensión de la educación y –como yo
mismo he argüido— gracias a una regulación administrativa exhaustiva y profunda
y a la generalización de las redes de seguridad social. Nada de eso guarda la
menor relación con el concepto de capital físico de Solow, y menos todavía con
una métrica de la capitalización de la riqueza en los mercados financieros.
No hay razón para pensar que la capitalización financiera
guarda estrecha relación con el desarrollo económico. Al grueso de los países
asiáticos, incluidos Corea, Japón y China, les fue muy bien durante décadas sin
financiarización; y lo mismo puede decirse de la Europa continental de la
posguerra y aun de los EEUU antes de 1970.
Y el modelo de Solow no "terminó imponiéndose". En
1966 el propio Samuelson tuvo que reconocer que Cambridge [Inglaterra] había
ganado el debate.
II
El núcleo empírico del libro de Piketty se centra en la
distribución de los datos de ingreso obtenidos de los registros fiscales de un
puñado de países ricos (sobre todo, Francia y Gran Bretaña, pero también los
EEUU, Canadá, Alemania, Japón, Suecia y algunos otros). La ventaja de ese
procedimiento sobre otras aproximaciones a la distribución es que permite una
mirada amplia, al tiempo que presta una detallada e insólita atención a los
ingresos de los grupos de elite.
Piketty muestra que a mediados del siglo XX la participación
en el ingreso de los grupos en la cúspide de esos países cayó: gracias, sobre
todo, a los efectos directos e indirectos de la II Guerra Mundial. Entre esos
efectos estaban el alza salarial, la sindicalización, los impuestos progresivos
al ingreso y las nacionalizaciones y expropiaciones en Gran Bretaña y en
Francia. La participación en el ingreso nacional de los grupos en la cúspide se
mantuvo baja durante tres décadas. Empezó a crecer a partir de los 80, drástica
y aceleradamente en los EEUU y en Gran Bretaña y más moderadamente en Europa y
Japón.
La concentración de la riqueza parece haber llegado a su
cima hacia 1910, fue cayendo hasta 1970 y luego empezó a crecer de nuevo. Si
las estimaciones de Piketty andan en lo cierto, la participación en la riqueza
nacional del grupo en la cúspide en Francia y en los EEUU se halla ahora mismo
todavía por debajo de los niveles de la Belle Epoque, mientras que la
participación en el ingreso nacional del grupo en la cúspide en los EEUU ha
regresado a los niveles de la Era de la Codicia. Piketty cree también que los
Estados Unidos son un caso extremo: que su desigualdad de ingresos hoy supera a
la registrada en algunos países en vías de desarrollo, como India, China e Indonesia.
¿Hasta que punto son originales y fiables estas medidas? Al
comienzo del libro, Piketty se declara el único economista vivo a la altura de
Simon Kuznets, el gran estudioso de las desigualdades de mediados del siglo XX.
Escribe:
"Desgraciadamente, nadie ha proseguido sistemáticamente
el trabajo de Kuznets, sin duda, en parte, porque el estudio histórico y
estadístico de los registros fiscales cae en una especie de tierra académica de
nadie: demasiado histórica para los economistas y demasiado económica para los
historiadores. Una verdadera lástima, porque la dinámica de la desigualdad de
ingresos sólo puede estudiarse con una perspectiva de largo plazo que sólo se
gana sirviéndonos de los registros fiscales."
La afirmación es falsa. Los registros fiscales no son la
única fuente disponible de buenos datos sobre las desigualdades. En una
investigación desarrollada durante más de veinte años, quien esto escribe se ha
servido de registros salariales y de remuneraciones para medir la evolución a
largo lazo de las desigualdades. En un trabajo de 1999, Thomas Ferguson y yo
rastreamos estas medidas hasta los EEUU de 1920: y descubrimos la misma pauta,
aproximadamente, que Pikertty ha encontrado ahora.
Es bueno ver confirmados nuestros resultados, porque eso viene
a subrayar algo muy importante. La evolución de la desigualdad no es un proceso
natural. La ingente igualización registrada en los EEUU entre 1941 y 1945 se
debió a la movilización llevada a cabo bajo estrictos controles de precios
acompañados de tipos impositivos confiscatorios para las rentas altas. El
objetivo era doblar la producción sin crear millonarios enriquecidos por la
guerra. Y al revés, el objetivo de la economía de la oferta luego de 1980 fue
(principalmente) enriquecer a los ricos. En ambos casos, la política logró
ampliamente los efectos que buscaba.
Bajo el presidente Reagan, los cambios en la legislación
fiscal estimularon el incremento de las remuneraciones de los ejecutivos
empresariales, el uso de opciones de acciones y –por vía rodeada— la
desmembración de las nuevas empresas tecnológicas en empresas separadamente
capitalizadas (como Intel, Apple, Oracle, Microsoft, etc.). Ahora los ingresos
en la cúspide no son ya remuneraciones fijas, sino que están estrechamente
vinculadas al mercado de valores. Eso es simplemente resultado de la
concentración de propiedad, del flujo de precios de activos y del uso de fondos
de capital para la remuneración de los ejecutivos. Durante el auge de las
tecnológicas, la correspondencia entre los cambios registrados en la
desigualdad de ingresos y los registrados en el [índice] NASDAQ era exacta,
como Travis Hale y yo hemos mostrado en un artículo que acaba de aparecer en la
World Economic Review. [1]
El lector no especializado no se sorprenderá. Los académicos,
empero, tienen que lidiar con el trabajo convencional dominante de (entre
otros) Claudia Goldin y Lawrence Katz, quienes sostienen que la pauta de los
cambios registrados en la desigualdad de ingresos en Norteamérica es el
resultado de una "carrera competitiva entre la educación y la
tecnología" en materia de salarios, con ventaja de la primera, al
comienzo, y de la segunda, después. (Cuando va en cabeza la educación, la
desigualdad, supuestamente, bajaría, y a la inversa.) Piketty rinde pleitesía a
esa pretensión, pero no añade prueba empírica alguna, y sus hechos la
contradicen. La realidad es que las estructuras salariales cambian mucho menos
que los ingresos basados en los beneficios, y el grueso de la desigualdad
creciente viene de un incremento del flujo de ingresos de beneficios que van a
parar a los muy ricos.
Una comparación global ofrece muchos materiales empíricos, y
(hasta donde yo sé) ninguno viene en apoyo de la tesis de Piketty, según la
cual el ingreso en los EEUU de hoy es más desigual que en los grandes países en
vías de desarrollo. Branko Milanović ha mostrado que las mayores
desigualdades se registran en Sudáfrica y en Brasil. Investigaciones recientes
del Luxembourg Income Study (LIS) sitúan la desigualdad de ingresos de la India
muy por encima de la de los EEUU. Mis propias estimaciones sitúan la
desigualdad en los EEUU por debajo del promedio de los países que no forman
parte de la OCDE, y coinciden con las del LIS sobre la India.
Una explicación probable de las discrepancias es que los
datos de los registros fiscales sólo son comparables en la medida en que lo
permitan las definiciones jurídicas del ingreso fiscalizable, y sólo pueden ser
precisos en la medida en que los sistemas fiscales sean efectivos. Ambos
factores resultan problemáticos en los países en vías de desarrollo: los datos
del registro fiscal no reflejan el grado de desigualdades que otras medidas sí
consiguen revelar. (Y nada puede aprenderse de los jerifatos petroleros, en los
que los ingresos están libres de impuestos.) Al revés, los buenos sistemas
fiscales reflejan la desigualdad. En los EEUU, la IRS [la agencia de
investigación de la Hacienda norteamericana] es temida y respetada, y a punto
tal, que hasta el grueso de los ricos declara el grueso de sus ingresos. Los
registros fiscales son útiles, pero es un error tratarlos como si fueran
documentos sagrados.
III
Para resumir lo dicho hasta aquí: el libro de Thomas Piketty
sobre el capital ni versa sobre el capital en el sentido de Marx, ni versa
sobre el capital físico que sirve de factor de producción en el modelo
neoclásico del crecimiento económico. Es fundamentalmente un libro sobre la
valoración que se da a los activos tangibles y financieros, la evolución
temporal de la distribución de esos activos y la riqueza heredada
intergeneracionalmente.
¿Por qué es interesante eso? Adam Smith lo dejó dicho con
una sola sentencia: "La riqueza, como dice el señor Hobbes, es
poder". La valoración de las finanzas privadas mide el poder, incluido el
poder político, aun cuando sus tenedores no desempeñen ningún papel económico.
Los tradicionales terratenientes absentistas y los
hermanos Koch
ahora tienen un poder de este tipo. Piketty lo llama "capitalismo
patrimonial": es decir, no la cosa real.
El viejo sistema fiscal con elevados tipos marginales fue
eficaz en su día. ¿Funcionaría hoy regresar a él? ¡Ah! No funcionaría.
Gracias a la Revolución Francesa el registro de la riqueza y
de la propiedad ha sido bueno durante mucho tiempo en la patria de Piketty. Eso
permite a Piketty mostrar hasta qué punto los simples determinantes de la
concentración de riqueza son la tasa de rendimiento de los activos y las tasas
de crecimiento económico y demográfico. Si la tasa de rendimiento supera a la
tasa de crecimiento, entonces los ricos y los viejos ganan en relación con
todos los demás. Entretanto, las herencias dependen de la capacidad de
acumulación de los mayores –tanto mayor, cuanto más tiempo vivan— y de su tasa
de mortalidad. Esas dos fuerzas arrojan un flujo de herencia que Piketty estima
representa cerca de un 15% del ingreso anual en la Francia de nuestros días:
asombrosamente alto tratándose de un factor que no recibe la menor atención en
los medios de comunicación y en los textos académicos.
Además, para Francia, Alemania y Gran Bretaña, el
"flujo de herencia" no ha dejado de crecer desde 1980 –desde niveles
irrelevantes hasta niveles substanciales— a causa de una tasa de rendimiento
más elevada de los activos financieros y de una tasa de mortalidad ligeramente
creciente entre las personas mayores. Parece probable que la tendencia
continúe, aun cuando queda abierta la pregunta sobre los efectos de la crisis
financiera sobre las valoraciones. Piketty muestra también –en la pequeña
medida en que los datos lo permiten— que la participación en la riqueza global
de un ínfimo grupo de archimillonarios ha crecido mucho más rápidamente que el
ingreso global promedio.
¿Qué preocupaciones políticas despierta todo esto? Piketty
escribe:
"Con independencia de lo justificadas que puedan estar
inicialmente las desigualdades de riqueza, las fortunas pueden crecer y
perpetuarse más allá de todo límite razonable y más allá de cualquier
justificación razonable en términos de utilidad social. Los empresarios tienden
entonces a convertirse en rentistas, no con el paso de las generaciones, sino
en el curso de una sola vida… Una persona que tiene buenas ideas a los
cuarenta, no necesariamente seguirá teniéndolas a los noventa, ni es seguro que
sus hijos las tengan. Sin embargo, la riqueza sigue ahí."
Piketty realiza en este paso una distinción que antes había
pasado por alto: la distinción entre la riqueza justificada por la
"utilidad social" y la otra. Es la vieja distinción entre
"beneficio" y "renta". Pero Piketty nos ha privado de la
posibilidad de usar la palabra "capital" en este sentido normal para
referirnos al factor insumo que arroja un beneficio en el sector
"productivo" y distinguirlo de la fuente de ingresos del
"rentista".
En lo que hace a los remedios, Piketty hace un dramático
llamamiento a favor de un "impuesto progresivo global al capital",
entendiendo por tal un impuesto a la riqueza. En efecto, ¿qué mejor para una
época de desigualdad (y déficits públicos) que un gravamen sobre los
patrimonios de los ricos, cuando, donde y cualquiera sea la forma en que se
descubran? Pero si esa fiscalidad no consigue discriminar entre las fortunas
que tienen una "utilidad social" activa y las que carecen de ella –la
distinción que Piketty acaba inopinadamente de sugerir—, entonces puede que
esos gravámenes no sean la idea mejor concebida del mundo.
En cualquier caso, como el propio Piketty admite, esa
propuesta es "utópica". Para empezar, en un mundo en el que sólo un puñado
de países son capaces de medir con cierta precisión los ingresos elevados se
necesitaría una base fiscal totalmente nueva, una especie de Libro del Juicio
Final que, a escala planetaria, llevara el registro de una medida del
patrimonio personal de todos. Eso está más allá de las capacidades hasta de la
NSA [la agencia de inteligencia militar estadounidense]. Y si la propuesta es
utópica, que es sinónimo de fútil, ¿a qué viene avanzarla? ¿A qué dedicarle un
capítulo entero, como no sea para excitar a los incautos?
El resto de posiciones políticas de Piketty está contenido
en los dos siguientes capítulos, a los que el lector no puede menos de llegar
un poco fatigado tras haber recorrido ya casi 500 páginas. En esos capítulos no
se nos presenta ni como radical ni como neoliberal, ni siquiera como un europeo
típico. A pesar de haber hecho aquí y allá distintas observaciones sobre el
salvajismo de los EEUU, resulta que Thomas Piketty es una variante de demócrata
social-bienestarista moldeado, y por mucho, por el New Deal norteamericano.
¿Cómo logró el New Deal tomar al asalto la verdadera
fortaleza de privilegios que eran los EEUU de comienzos del siglo XX? Primero,
construyó un sistema de protecciones sociales previamente inexistentes: la
Seguridad Social, el salario mínimo, la regulación laboral equitativa, los
trabajos de mantenimiento o el empleo público. Y los funcionarios del New Deal
regularon los bancos, refinanciaron las hipotecas y sometieron al poder granempresarial. Construyeron riqueza
comúnmente compartida como contrapoder de los activos privados.
Otra parte del New Deal –sobre todo en su última fase— fue
la fiscalidad. Viendo venir la guerra, Roosevelt impuso altos tipos fiscales
marginales progresivos, especialmente a los ingresos procedentes de las rentas
(no ganadas) del capital. El efecto fue un estímulo contrario a la remuneración
de los altos ejecutivos. La gran empresa utilizó sus ingresos no distribuidos,
construyó fábricas y (tras la guerra) rascacielos, y no diluyó sus acciones
repartiéndolas endogámicamente.
Piketty dedica unas pocas páginas al Estado de Bienestar.
Apenas dice algo sobre los bienes públicos. Su foco siguen siendo los
impuestos. Para los EEUU, urge a un regreso a los tipos marginales máximos del
80% para los ingresos anuales superiores a los 500.000 dólares o al millón de
dólares. Puede que esa sea su idea más popularizable entre los círculos
liberales de izquierda norteamericanos nostálgicos de los años gloriosos. Y
para decirlo todo, el viejo sistema de elevados tipos fiscales marginales fue
eficaz en su día.
¿Servirían ahora para devolvernos a aquel mundo? Pues no. En
los 60 y 70, esos tipos marginales elevados sobre las grandes rentas estaban
llenos de agujeros y resquicios. Los grandes jefes de las grandes empresas podían
ya compensar sus bajas remuneraciones con enormes ventajas. Esos tipos
marginales eran sobre todo odiados por los relativamente pocos que ingresaban
grandes sumas dimanantes (en general) del trabajo honrado y se veían obligados
a pagar por eso: estrellas del deporte, actores cinematográficos, intérpretes,
escritores superventas, etc. El punto sensible de la Ley de Reforma Tributaria
(Tax Reform Act) de 1986 fue la simplificación de la fiscalidad por la vía de
imponer tipos menores a una base mucho más amplia del ingreso imponible. Volver
a elevar los tipos marginales ahora no produciría –como el propio Piketty
observa con razón— una nueva generación de exiliados fiscales. Porque sería lo
más fácil del mundo evadir esos tipos con trucos inaccesibles a los plutócratas
no globalizados de hace dos generaciones. Cualquiera que esté familiarizado con
los esquemas internacionales de evasión fiscal –como el "Doble Bocadillo
Irlandés/Holandés"— encontrará la manera.
Si en el núcleo del problema está una tasa de rendimiento
demasiado alta de los activos privados, la mejor solución pasa por rebajar esa
tasa. ¿Cómo? ¡Elevemos el salario mínimo! Eso rebajará los rendimientos del
capital fundados en trabajo con salarios bajos. ¡Apoyemos a los sindicatos
obreros! ¡Gravemos fiscalmente los beneficios de las empresas y las rentas
personales de capital, incluidos los dividendos! ¡Rebajemos los tipos de
interés actualmente exigidos a las empresas! Y hagámoslo creando entidades de
préstamo públicas y cooperativas en substitución de los megabancos privados
zombies de nuestros días. Y quien esté preocupado por los derechos de monopolio
–garantizados por la ley y por los acuerdos comerciales— otorgados al Big
Pharma [la media docena de grandes transnacionales farmacéuticas que dominan el
mercado mundial; T.], al Big Media [la decena de grupos empresariales que
dominan los medios de comunicación en el mundo; T], a los grandes despachos de
abogados, a las grandes clínicas médicas, etc., siempre está la posibilidad
(como nos recuerda con frecuencia Dean Baker) de introducir más competencia.
Por último, tenemos los impuestos a los bienes raíces y a
las donaciones: una joya de la Era Progresista. Piketty es favorable a esos
impuestos, pero por razones equivocadas. Lo fundamental en la fiscalización de
los bienes raíces no es elevar los ingresos públicos, ni siquiera ralentizar per
se la creación de fortunas desproporcionadas; esos impuestos no interfieren en
la creatividad o en la destrucción creativa. Su propósito clave es bloquear la
formación de dinastías. Y la gran virtud de ese impuesto, tal como se aplicó en
los EEUU, es la cultura de filantropía conspicua por él generada: el reciclaje
de la gran riqueza hacia universidades, hospitales, iglesias, teatros,
bibliotecas, museos y pequeñas revistas.
Esos son no-beneficios que crean cerca de un 8 por ciento de
los puestos de trabajo en los EEUU y cuyos servicios elevan el nivel de vida
del conjunto de la población. Ni que decir tiene, el impuesto que alimenta a
esa filantropía está hoy muy erosionado; la dinastía es un enorme problema
político. Pero a diferencia del gravamen sobre el capital, el impuesto a los
bienes raíces sigue siendo viable, en principio, porque precisa de la estimación
de la riqueza una sola vez, a la muerte de su tenedor. Se podría hacer mucho
más si la ley se endureciera y reforzara, con un umbral más elevado, con un
tipo alto, sin agujeros ni resquicios y con menos uso de fondos a favor de
políticas envilecidamente patógenas (como las que persiguen precisamente la
destrucción de la fiscalización de los bienes raíces).
En suma: El capital en el siglo XXI es un libro de peso,
rebosante de buena información sobre flujos de ingresos, transferencias de
riqueza y distribución de los recursos financieros en algunos de los países más
ricos del mundo. Piketty arguye convincentemente, desde el comienzo, que la
buena teoría económica tiene que empezar con –o al menos incluir— un examen
meticuloso de los hechos. Pero no consigue proporcionar una guía demasiado
sólida para orientar la política. Y a pesar de sus grandes ambiciones, su libro
no es la obra lograda de alta teoría que sugieren su título, su volumen y su
recepción (hasta ahora).
Nota
[1] * The American
Wage Structure, 1920–1947", en: Research in Economic History. Vol.
19, 1999, 205–257. Mi libro de 1998
Created
Unequal rastreó la desigualdad salarial entre 1950 y los 90.
Para una actualización, cfr. James
K. Galbraith y J. Travis Hale: The
Evolution of Economic Inequality in the United States, 1969–2012: Evidence from
Data on Inter-industrial Earnings and Inter-regional Incomes, recientemente
publicado en: World Economic Review, 2014, no. 3, 1–19: http://tinyurl.com/my9oft8.
James K. Galbraith es profesor
de gobierno y relaciones empresariales en la Escuela Lyndon B. Johnson de
Asuntos Públicos de la Universidad de Texas. Presidente de la Association for Evolutionary Economics, su
último libro publicado es Inequality
and Instability , una soberbia investigación empírica y teórica
sobre el capitalismo de nuestros días. Está actualmente terminando de escribir
un libro intitulado The End of Normal
(El final de la normalidad).
Traducción del inglés por Antoni Domènech