|
Karl Marx ✆ Morales de los Ríos
|
Jorge García | En
este texto señalamos la continuidad entre el discurso que hace de las
denominadas ‘competencias básicas’ el eje vertebrador de los planes de estudio
y, por otra parte, la necesidad de construir un sujeto mejor adaptado a las
condiciones de explotación en la “sociedad de la información y el
conocimiento”. Bajo los mecanismos de acumulación capitalistas no sólo es
subsumida la inteligencia social, también lo son las capacidades relacionales y
emocionales de los seres humanos.
1. (Algunas preguntas.) ¿Para qué sirve
una escuela? ¿Es un medio de reproducción social o de transformación? ¿Sirve a
la cultura o al progreso? ¿A la ciudadanía o a la personalidad? ¿Es un derecho
o un servicio? ¿Debe adaptarse a las exigencias de la sociedad o debe guiarla
de acuerdo a un modelo, a un cierto paradigma? ¿Puede ser, al mismo tiempo, una
herramienta de cohesión social y desarrollo personal, de fomento de la
competitividad y de la solidaridad, de la empleabilidad y la ciudadanía, el
reconocimiento social de las cualificaciones y la flexibilidad laboral? Si se
trata de todo ello, ¿qué jerarquía existe entre esos elementos? La escuela es,
debe ser… además de, también, incluso, sólo, meramente, a pesar de… ¿Hasta qué
punto modifican los adverbios? Cuando aprendimos a dividir, ¿aprendimos a
dividir? ¿Cuál es el resto de aquellas divisiones? ¿Cuáles son los fines de
la
escuela: la emancipación, la adaptación, la integración, la legitimación de la
estratificación social; instruir, educar, formar, cualificar, socializar?
¿Cuántas cosas al mismo tiempo pueden ser las cosas? (O bien, ¿cuántas cosas
distintas pueden significar las mismas palabras? ¿Preguntamos por qué o por
quién, Alicia o Humpty Dumpty?) ¿Cómo se
relacionan unas con otras, cómo se articulan: al modo de una simple
yuxtaposición o de una forma más compleja? ¿Conocemos las cosas sin conocer el
orden –o el desorden– que las vincula? ¿Bajo qué respecto hay que considerarlas
en la modernidad? ¿Cuántas, qué preguntas tendremos que hacer?
2. (El fin de la escuela.) Como de otras
muchas instituciones de la sociedad moderna, puede hablarse de la ambigüedad
social de la escuela pública, fruto de las tensiones e intereses –a veces
contrapuestos, a veces complementarios, siempre inestables– dentro de una
sociedad internamente fracturada (de una sociedad
de clases, vaya). En ese litigio entre fuerzas que tratan de apoderarse de
la escuela, que tratan de lograr la ‘hegemonía ideológica’ sobre el sentido de
este objeto, se juega el drama –o más bien la tragedia–. La posición de esta
institución debe gravitar hoy, según parece, en torno a una consideración, a
pesar de las eufemísticas prevenciones, meramente funcionalista de la
institución, con un adaptacionismo extremo, imagen especular de las cambiantes,
impredecibles exigencias del mercado de trabajo: desregulación, flexibilidad,
innovación, aprendizaje permanente (como si alguna vez hubiese sido definitivo)…,
maleabilidad, plasticidad para la futura mano de obra: es lo que demanda el
nuevo espíritu del capitalismo.
La escuela pública cumple sin duda una función de
reproducción del desorden social; la cuestión está, nos parece, en si meramente cumple esta función, en si,
progresivamente, no están siendo cercenadas otras funciones: la cohesión1
social, la emancipación, la igualdad; la cuestión está en mantener abiertas las
vías de lo posible contra la clausura y el consenso respecto a la misión de la
escuela en el tiempo de la… [tachán]
…“sociedad de la información y el conocimiento”. En ese adverbio podríamos
jugarnos mucho: en ese resquicio, en esa grieta en la reproducción social nos
jugamos un verdadero (cuesta emplear esta palabra impregnada de tanta baba
ideológica) cambio, una verdadera transformación de la estructura social… en
beneficio del trabajo y no del capital, pues bien conocemos la perpetua
transformación de la sociedad “desde los cimientos hasta el remate” en función
de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas; bien sabemos de
este inmóvil frenesí, del “constante y agitado desplazamiento de la
producción”, “la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales”, de
esa “inquietud y dinámica incesantes”. En ese combate por dotar de sentido a la
escuela pública, a partir de los años 70 se tensan los significados hacia las
posiciones favorables al capitalismo tardío como consecuencia de la debilidad
en la‘correlación de fuerzas’ del trabajo frente al capital, teniendo como resultado
el intento de acomodación del sistema educativo –a través de sucesivas y
continuas reformas– a la organización de la producción capitalista. (Éste es un
lenguaje sin duda muy anacrónico, como se dice habitualmente, muy decimonónico;
tan anacrónico como es, como habría de ser, el dominio del capital sobre la
vida, el trabajo y la cultura.)
Michel Éliard, en el libro El fin de la escuela, nos recuerda, frente a un excesivo énfasis en
subrayar la función reproductora de la escuela, conservadora del orden social y
considerada como aparato de reproducción ideológica del Estado, cuál es la
genealogía de esa grieta, de esa apertura por la cual advino una (posible)
escuela emancipadora: la escuela obligatoria, gratuita y laica “es (…) una
conquista democrática de importancia equivalente a la de la libertad de prensa,
el sufragio universal o los derechos sindicales”2. Para este autor, es
imprescindible recordar el papel de la clase obrera (en este caso, francesa)
durante el siglo XIX –su anticlericalismo, su lucha por el derecho a la
instrucción, por la reglamentación del trabajo de los niños3–, que obligó a la
burguesía a ir más lejos de lo que habría querido en cuanto a la extensión de
la instrucción pública (pues siempre hay ámbitos de la enseñanza que bien pueden
ser prescindibles para un alumnado considerado estrictamente como fuerza de
trabajo, no así si se lo considera, en primer lugar, como ciudadanía). “La
lucha por los salarios, por la disminución del tiempo de trabajo, y la lucha
por la escolarización obligatoria han estado siempre unidas como medios de
revalorizar [frente a la compulsión capitalista a la disminución del valor del
trabajo mediante su especialización y descualificación, mediante la reducción
de los costes de su reproducción reduciendo los de su formación y derivando el
conocimiento hacia la máquina], de preservar la fuerza de trabajo y de aumentar
la parte de tiempo perteneciente al propio obrero”4. Por parte del capital se
da un constante esfuerzo por, bien reducir la cualificación exigible del obrero
–y con ella su tiempo de formación y con él su valor– bien por retribuir a la
baja la cualificación en un contexto de concurrencia mundial y dumping salarial. Parece ser que esta
última es la opción para regiones como la nuestra, a la que se quiere llevar a
la tierra prometida de la ‘economía del conocimiento’, según una división
técnica y territorial del trabajo que nos reserva la gloriosa misión de
contribuir mediante el fomento de la investigación y la innovación, mediante el
desarrollo de las “potencias espirituales de la producción”, a través de la
conversión de la economía hacia actividades de mayor ‘valor añadido’,
contribuir, decimos, al Progreso de la Humanidad.
El libro es importante también para poner en cuestión una de
las razones fundamentales que están en la base de las reformas del sistema
educativo: la evidentísima necesidad de su adaptación a ‘las exigencias de la
sociedad’, a las condiciones de un caótico y desregulado mercado de trabajo, a
la, digamos, tiranía de la facticidad:
“De una manera
general, la escuela difícilmente puede sobrevivir a unas especulaciones
tendentes a fijar sus tareas a partir de situaciones de hecho. La positividad
mostrada por tales especulaciones es disolvente de la propia idea de escuela,
que no puede concebirse sin una relación de oposición a las situaciones dadas.
No podemos apoyarnos sobre la ignorancia y los prejuicios para formar el saber,
ni contar con la adaptación al medio para conducir a la libertad. […] Sin
independencia respecto a las incertidumbres de la producción social, no podría
haber transmisión seria del conocimiento a la generación joven. El tiempo de la
Escuela no es el de la empresa: el primero es largo y, en cierta medida,
desinteresado; el otro es rápido, orientado a la rentabilidad inmediata”5.
En todo caso, bien pensado, a qué viene tanta indignación y
tanta alharaca: en perfecta coherencia, el ‘empleador’, a través de distintas
organizaciones nacionales e internacionales, simplemente exige lo que es
suyo, el derecho de moldear, según las exigencias productivas y los
márgenes de acumulación del momento, su fuerza de trabajo al tiempo que reduce
los costes del mismo (menoscabando el valor que posee el título o derivando los
costes de su reproducción y valorización hacia los individuos). “Así se comprueba desde hace años una
intervención creciente de la patronal en la definición de los referenciales de
empleo, en la programación de los saberes a enseñar a los obreros, en la
definición de las titulaciones con el fin de proceder a una adaptación de las
cualificaciones lo más cercanas posibles a la evolución de la producción”6.
Con tal fin, los demiurgos de la gran empresa deberán meter sus manos (o sus
garras) en el barro de la educación.
Notas del presente
fragmento
1 Recordando algún pasaje de Sánchez Ferlosio que ahora no
sabría localizar, sería más adecuado hablar de ‘concordia social’ que de
‘cohesión social’, si nos las habemos con sujetos dotados de inteligencia y
voluntad y no con un puro agregado de materia sujeto a relaciones basadas en
puras leyes físicas.
2 Michel Éliard, El
fin de la escuela, p. 59.
3 “Fue preciso que
interviniese la escolarización obligatoria fijada en 1882 para que se observase
una disminución sensible de la explotación. (…) En este sentido, la escuela fue
muy liberadora, y mantener hoy la idea de que se podría abolir la
escolarización obligatoria no puede más que favorecer el desarrollo de lo que
ya existe de nuevo: la vuelta al trabajo de los niños menores de 16 años en los
países capitalistas avanzados” (ibid., p. 68). El autor daba entonces unas
cifras respecto a la explotación infantil de 200 millones de niños y niñas en
el mundo; en Europa, de 2 millones. La OIT, en el Resumen Ejecutivo del
documento La eliminación del trabajo infantil: un objetivo a nuestro alcance
(2006) daba las siguientes cifras: 218 millones para año 2004, de los que 126
millones realizaban trabajos peligrosos (aunque, acto seguido, pasaba a
felicitarse por una disminución global, en el momento de la redacción, del 11%
de niños y niñas trabajadoras).
4 Ibid., p. 132.
5 Ibid., p. 40, p. 149. Más aún: “Esta concepción [la de la adaptación de la Escuela al mercado de
trabajo], además de ser una gansada intelectual de primer orden, ya que nadie
es capaz de prever a corto, medio o largo plazo lo que reclamará el mercado,
desprecia las complejas relaciones entre la institución escolar y la estructura
social. […] la incompatibilidad entre la lógica escolar de transmisión del
conocimiento, que no se puede hacer más que lentamente, y la lógica empresarial
de la rentabilidad a corto plazo, hace que esta presión haya desorganizado
considerablemente el sistema escolar” (p. 167).