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Foto: Toni Negri |
Toni Negri | 1. Es en la postguerra cuando se
afirma la intuición de Pollock –elaborada en la época weimariana– de que el
mercado capitalista no puede ser considerado de manera simplista y retórica
como libertad (incluso anarquía) de circulación y realización del valor de las
mercancías sino al contrario y fundamentalmente como unidad de mando a nivel
social, como “planificación”. Este concepto socialista, aborrecido por el
pensamiento económico capitalista, regresaba gloriosamente a las categorías de
la ciencia económica. El concepto de “capital social” (es decir, de un capital
unificado en su extensión social, dentro y sobre el mercado, entendido como
dispositivo de garantía del funcionamiento del propio mercado), en definitiva
como seña de una dirección efectiva capitalista de la sociedad, está cada vez
más ampliamente desarrollado.
Particularmente importante desde este
punto de vista es el debate desarrollado en la izquierda comunista occidental,
referido a la Unión Soviética. La disidencia obrerista en el trotskismo elabora
en los años 40 el concepto de “capitalismo de estado” para definir al régimen
soviético, asumiendo el Termidor de la Revolución Rusa no como pasaje
contingente en la transición al comunismo sino como función específica y
progresiva de la propia reorganización del capitalismo maduro. En el debate
italiano de los años 50, ante la modernización capitalista en el periodo de la
reconstrucción, el concepto de “capital social” es elaborado
en particular por
Raniero Panzieri –traductor italiano del segundo volumen de El Capital de
Marx y fundador de los Quaderni Rossi. Basándose en el análisis de los
procesos de circulación del capital, Panzieri desarrolla el concepto de
“capital social”, desmitificando las concepciones del “libre-mercado” y
recuperando, además de la citada disidencia trotskista, elementos del
pensamiento liberal europeo –que, con Keynes, había hecho del
capital social y de la planificación monetaria el centro de la programación
democrática del desarrollo fordista. Pero es sobre todo la Escuela de Frankfurt
(siguiendo a Pollock) quien asume el concepto de desarrollo capitalista como
totalidad y progresivamente elabora la teoría de la “subsunción de la sociedad
en el capital” –ya sea desde un punto de vista estructural (toda la
sociedad comprendida en el dominio capitalista), o desde el punto de vista
espacial (desde el imperialismo al sistema-mundo), o (con más fina intuición)
como proceso continuo de traducción recíproca de las tecnologías y de las
transformaciones antropológicas. Es sobre este complejo terreno, ante esta
ontología social y dinámica que se ha propuesto la temática de la emancipación
y las prácticas consecuentes.
Por el contrario, y fuera de aquella
fuerte metodología materialista, en el marxismo occidental entre ambas guerras
e inmediatamente después, y en los epígonos de Frankfurt el espacio de la
emancipación se construye principalmente reducido a un horizonte moral (ético)
y el de la liberación se define como utópico, imponiéndose una perspectiva
idealista. Las consecuencias de la teoría del “capital-social” son asumidas en
una dialéctica que no revive la experiencia de la explotación. Mientras el
capital parece constituir lo inhumano y el Aufklaerung se
ha traducido en su opuesto, dentro de esta empobrecida lectura nace una
tradición que considera la emancipación o la liberación como un “afuera”.
Estamos en el reino de la metafísica, donde el comunismo se presenta como
producto de un pensamiento que de manera absoluta realiza lo universal o como
reflejo inactivo de un ser sustraído a la historia. Badiou y Agamben han
retomado actualmente esas viejas frustraciones, sustrayendo así el deseo a la
vida, sin darse cuenta que aquellas ilusiones llevan las luchas por la
emancipación a la impotencia y a la derrota, a un destino de obediencia y de
dolor.
Retomamos aquí, en cambio, el
pensamiento de los operaistas. En Marx, el concepto de capital se da
siempre, contra toda posición idealista que consolide unitariamente la figura,
como “relación social”. El capital, el capitalismo, las dimensiones del mando
social, etc... no pueden darse como totalidad acabada: la subsunción
capitalista de lo social es la subsunción de una contradicción, de una relación
antagonista que permanece. Pero hay más: toda epistemología del desarrollo
capitalista no puede sino darse a partir de una posición antagonista dentro del
propio desarrollo. El análisis es siempre “dentro” y para estar dentro será
“contra”. Y si el mando social implica siempre un otro sobre el que ejercerse, esta relación es
“intransitiva”, rehúye toda solución de la dialéctica, toda superación del
movimiento antagonista, imponiendo un movimiento de resistencia no sólo ético
sino epistémico. Apuntamos aquí algunas consecuencias sobre las que volveremos
más adelante. La primera es –a nivel “macro”– aquella que nos permite
interpretar el desarrollo (y las crisis) del capitalismo como un proceso
antagonista cuya dinámica está marcada por continuas, aunque distintas, intensidades conflictuales. Siempre hay quien gana y
quien pierde, dentro de este proceso abierto e indefinido. La segunda
consecuencia, a nivel “micro”, es la continua modificación de la composición
social de los sujetos, tanto desde el punto de vista técnico como político –la
distinta densidad de la relación capitalista empuja las contradicciones
hacia figuras cada vez más singularizadas e irreductibles. La tercera
consecuencia consiste en que, a partir de la relación entre la intensidad y la
densidad propias del antagonismo, surgen nuevas cualidades de los sujetos que participan en el
desarrollo. Cuando, como ocurre en la sociedad postfordista, la relación social
que constituye el capital, abarca toda la sociedad y determina la
productividad, cuando la productividad deviene cognitiva, inmaterial, afectiva,
cooperativa, etc... , en definitiva “producción de subjetividad”, entonces el
cambio deviene ontológico y asistimos a una profundización del antagonismo que
inviste a los sujetos –en particular las figuras del trabajo vivo que son cada
vez más capaces de apropiarse partes de capital-fijo y desarrollar
autónomamente, de forma cooperativa, eficacia productiva.
2. Antes de avanzar
la discusión, permítasenos insistir aquí en la importancia del pensamiento
foucaultiano para hacer proceder en este sentido la investigación. Ello ha sido
fundamental tanto para redefinir el desarrollo capitalista como desarrollo de
una relación “intransitiva” entre biopoderes y resistencias subjetivas, como
para introducir el análisis de las transformaciones antropológicas que se
siguen de esta intransitividad de la relación. La resistencia (replegándose
sobre sí misma, produciendo subjetividades autónomas) se configura cada vez más
como producción de singularidad y las instancias ontológicas de
singularización, que Deleuze había claramente definido, encuentran concreción
en la teoría foucaultiana del “dispositivo”. El dispositivo es la tensión
productiva que está impresa en el sujeto, es la tendencia al desarrollo de la
producción de subjetividad dentro de procesos cooperativos y a su metamorfosis
colectiva. El dispositivo foucaultiano es un conatus maquínico y una cupiditas productiva que impulsan la autonomía de
los sujetos en la resistencia al capital –dentro y contra, por tanto, la
relación capitalista. Cuando se habla del marxismo de Foucault se habla de esta
máquina de inmanencia que reencuentra, ya no en las estructuras industriales de
la lucha de clases sino en la consistencia social del dominio capitalista, la
potencia de la resistencia, de la ruptura, de la alternativa. Es un nuevo mundo
que deviene real, donde al biopoder se le opone la creatividad biopolitica.
3.
Tengamos ahora presentes las conclusiones extraídas en el punto 1 y
profundicemos finalmente en el tema “límites del capitalismo”. En el tercer volumen de El Capital, Marx afirma que el propio capital es el
límite del capitalismo. Llega a esta afirmación a partir de la demostración de
la caída tendencial de la tasa de ganancia en el desarrollo de la composición
orgánica del capital. Si la valorización capitalista (y por tanto los
beneficios) viene dada por el empleo de “trabajo vivo” (y por la
explotación/extorsión de su creatividad), cuanto más se extiende la
mecanización del trabajo (y por tanto la valorización se desplaza y se sitúa
sobre los elementos constantes del capital), tanto menos se incrementará el
valor del capital porque el empleo (la explotación) de la fuerza de trabajo
disminuirá.
En
el siglo XIX y a principios del XX esta ley a menudo se ha interpretado como
catastrófica para el desarrollo capitalista. Sin embargo, no ha funcionado en
estos términos: el límite no se ha demostrado en relación y a medida de la
ampliación de la acumulación tecnológica del sistema capitalista y la
transformación de las subjetividades puestas a trabajar más bien ha aumentado
que restringido el campo de la acumulación, de la explotación y del mando. Esto
no significa que el límite haya desaparecido –permanece y los capitalistas
siempre sienten dramáticamente su inminencia– pero este límite se ha desplazado
y relocalizado ante las nuevas subjetivaciones producidas. De ello se desprende
que, como habíamos ya recordado repensando la contribución de la escuela de
Frankfurt, el carácter antagonista del desarrollo capitalista no puede ser
reconocido ni revelado sobre el terreno objetivo: sólo puede ser
interpretado cuando se observa esas nuevas subjetividades que ha producido el
desarrollo –o, si se quiere, la materialidad de las nuevas figuras
antropológicas, singulares y subjetivamente relevantes– en definitiva, las transformaciones
antropológicas introducidas por el propio desarrollo capitalista, las
mutaciones de la fuerza de trabajo, y la nueva dialéctica entre fuerza de
trabajo inmaterial y reapropiación de capital-fijo.
Quiere
decirse con esto que si la catástrofe capitalista ligada a la caída de la tasa
de ganancia no se ha producido, no se debe al poder capitalista para evitarla
mediante sucesivas oleadas de innovación tecnológica, de expansión territorial
y de adecuación y transformación de los instrumentos de mando (la relevancia
del mando financiero respecto a las políticas industriales es el ejemplo más
reciente). La catástrofe más bien se ha reconfigurado y reenviado a través de
la transferencia de la capacidad de producir y de acumular de los patronos a
los trabajadores; de la potencia del capital-constante a la difusión de los
procesos de reapropiación proletaria de capital-fijo. El límite del capitalismo
se revela aquí por la extensión de su dominio, por el hecho de haber subsumido
el planeta, pero de este modo, en el curso de este proceso, por haberse visto
obligado a ceder a los productores cada vez más singularizados, cada vez más
fuertes en su cooperación autónoma, la capacidad de existir y de producir fuera
de la obsesión homologante del comando (capitalista) y de construir,
caóticamente de manera alternativa, su independencia ontológica.
4. ¿Por qué resurge
hoy el problema del “límite del capitalismo”? Parece a primera vista que
el problema se limitase simplemente al terreno político, es decir, que surja de
la crisis de la relación entre desarrollo capitalista y democracia, esto es de
la crisis del Estado democrático, del Estado de derecho, representativo y
parlamentario. ¿Verdaderamente son incompatibles capitalismo y democracia
entendidos desde el punto de vista constitucional? Lo son y no lo son: lo que
es cierto es que, en las actuales condiciones, el capital no es compatible con
una democracia igualitaria y progresiva. Probablemente hay que leer la crisis
de la socialdemocracia en este terreno.
Estas
consideraciones son todavía insuficientes para definir las dificultades que se
presentan actualmente en la relación capitalismo-democracia. No cabe duda que
la democracia constitucional tiene dificultades cuando se confronta con las
instancias de igualdad que surgen de un mundo productivo cada vez más
cooperativo, y que el orden económico de la propiedad privada está igualmente
en dificultades cuando se confronta a aquellas instancias del “común” que se
rebelan cada vez más en la actual condición productiva. Se trata de una fuerza
de trabajo cognitiva que no se consume en el uso y que se implementa en
la cooperación, que no se utiliza sino en su composición cooperativa y
dinámica, en su “excedencia” –por tanto– frente a toda medida y autónoma de
todo comando extrínseco. Este es el carácter “común” de la fuerza productiva
actual –lingüística, afectiva, cognitiva, inmaterial y cooperativa. El orden
económico del individualismo posesivo y de la propiedad privada ya no tiene
ninguna consistencia ontológica. En este punto, el constitucionalismo moderno y
el mundo de la vida chocan de manera irreductible. Por tanto concluimos que
esta relación está en crisis, al menos por dos razones, que van más allá de la
crisis del Estado de derecho: la primera es que el dinero ha superado el
trabajo; la segunda es que la técnica ha superado la vida.
5. Al término
de nuestra intervención veremos como estas dos contradicciones encuentran su
causa en la tendencial ruptura de la propia relación del capital: el uno del
poder, de la moneda, del capital, se ha dividido en dos y no se puede
recomponer. Pero antes de considerar este elemento de fondo, abramos la
discusión acerca de la problemática hasta aquí aproximada.
Que el
dinero ha superado el trabajo está claro cuando se analiza la estructura del
capital financiero que ha introducido claves de control de la fuerza de trabajo
que, además de extenderse socialmente, sitúan la relación del capital fuera de
toda medida material. El beneficio se separa de manera abismal del trabajo, la
ley del valor-trabajo se disuelve por completo. La globalización interviene
sobre esta tendencia, distendiéndola en el espacio mundial y haciéndola aún más
incontrolable.
La posesión del dinero –la convención
financiera– se establece como norma reguladora de las actividades sociales y
productivas y, por tanto, como acceso a una “realidad propietaria” cuya
eficacia ya sólo se basa sobre la función monetaria más arbitraria. La
propiedad deviene papel, monetaria o accionarial, móvil y/o inmobiliaria, tiene
naturaleza convencional y jurídica. André Orléan y Christian Marazzi –dos
autores que considero fundamentales en la presente coyuntura– han insistido
oportunamente sobre esta transformación. Se trata de considerar la convención
financiera como un comando independiente de toda determinación ontológica: esta
convención fija y consolida un “signo propietario” (en los términos de la
“propiedad privada”) rigiendo también cuando se presenta como “excedencia” no
simplemente respecto a las viejas y estáticas determinaciones del valor-trabajo
sino también referida a aquella “anticipación” y a aquel “incremento” continuos
que le son propios al ejercer la captación financiera del valor socialmente
producido al operar a nivel global. Está claro que, en esta nueva configuración
de la regla propietaria, permanece la base material de la ley del valor. Y sin
embargo no se trata –al leer la ley del valor– de trabajo individual que
deviene abstracto, sino de trabajo inmediatamente social, común, como tal
directamente explotado por el capital. La regla financiera puede darse de
manera hegemónica porque en el nuevo modo de producción el común emerge como potencia eminente, como
sustancia de las relaciones de producción, invadiendo cada vez más el espacio
social como norma de valorización. El capital financiero persigue esta
extensión del común, pretende traducirlo directamente en beneficio, apremia la
renta mobiliaria e inmobiliaria anticipándola como renta financiera. Bien dice
otro economista, Harribey, discutiendo con Orléan que si el valor ya no se
presenta aquí en términos sustanciales, no se muestra sino como una simple
fantasmagoría contable; más bien es el signo de un común productivo,
mistificado pero efectivo, que se desarrolla cada vez más intensa y
extensamente. Por tanto el dinero ha superado el trabajo y ahora lo ve como una
meta lejana que no es necesario conseguir –en la ilusión que esta abstracción
pueda durar, que la corrupción de los valores y la especulación monetaria
siempre pueda avanzar.
Y en segundo lugar, la técnica ha
superado la vida. Cuando se dice esto se insiste en dos elementos: el primero
se refiere a la disolución de la homogeneidad funcional que la actividad
industrial determinaba entre desarrollo tecnológico y desarrollo de la fuerza
de trabajo. Por el contrario, hoy, dentro de las estructuras productivas (ya no
sólo industriales) la subjetivización de la fuerza de trabajo se da de manera
cada vez menos resoluble en el comando productivo. En efecto no se asiste ya
simplemente al robo del plustrabajo por parte del capital-constante, se asiste
paralelamente a la apropiación de capital-fijo por parte de la fuerza de
trabajo. El comando tecnológico ya no consigue mantener firme la relación con
la autónoma socialización cooperativa del trabajo. Estamos aquí frente a una
primera paradoja referida a la producción consistente en que el capitalismo
financiero representa la forma más abstracta y distanciada de comando en el
mismo momento en que concretamente inviste la vida en su conjunto. La
“reificación” de la vida y la “alienación” de los sujetos son producidos por un
mando productivo que deviene –en el nuevo modo de producción, organizado por el
capital financiero– totalmente trascendente, sobre una fuerza de trabajo
cognitiva –que, sin embargo, se revela autónomamente productiva cuando es
obligada a producir plusvalor, precisamente por ser cognitiva, inmaterial,
creativa, no inmediatamente consumible.
La
paradoja se presenta completa cuando se considera que, basándose la producción
esencialmente en la “cooperación social” (ya sea informática, en la atención,
en los servicios, etc... ), la valorización del capital ya no entra en
conflicto simplemente con la masificación del “capital variable” sino con la
resistencia y la autonomía de una multitud que se ha reapropiado de una “parte”
del capital fijo (presentándose por tanto, si se quiere, como “sujeto
maquínico”) y de una continua “relativa” capacidad para organizar las redes de
cooperación social.
Esta
paradoja y esta contradicción contraponen de manera violentísima al “capital
constante” (en su forma financiera) y al “capital variable” (en la forma
híbrida que asume habiendo incorporado “capital fijo”) –y, por tanto,
implementa tendencialmente la verticalización del mando y la ruptura de las
estructuras representativas del Estado de derecho.
Una
segunda contradicción la verificamos cuando advertimos que, a causa de estos
procesos de apropiación de partes de capital-fijo por parte de los
trabajadores, por un lado el comando capitalista se extiende y explota la vida
de los trabajadores, la sociedad en su plena extensión –y por tanto se define
como “biocapital”–, y por otro encuentra dificultades cada vez más insuperables
al enfrentarse con los “cuerpos de los trabajadores”.
Aquí,
el conflicto, la contradicción, el antagonismo se establece cuando el capital
(en la fase postindustrial, en la época en que deviene hegemónico el capital
cognitivo) debe poner directamente a producir los cuerpos humanos
convirtiéndolos en máquinas singulares, no ya simplemente subsumiéndolos como mercancía
de trabajo. Así (en los nuevos procesos de producción) los cuerpos se
especializan cada vez con más eficacia y conquistan autonomía de modo que, a
través de la resistencia y las luchas de la fuerza de trabajo maquínica, se
desarrolla cada vez más expresamente la demanda de una “producción del
hombre por el hombre”, esto es por la máquina vivente “humana”.
De
hecho, en el momento en que el trabajador se reapropia de una parte del
“capital fijo” y se presenta, de manera variable, a menudo caótica, como actor
cooperante en los procesos de valorización, como “sujeto precario” pero
“autónomo” de la valorización del capital, se da una completa inversión en la
relación trabajo-capital: el trabajador ya no es sólo el instrumento que el
capital usa para conquistar la naturaleza –dicho banalmente, producir
mercancías–, sino que el trabajador, habiendo incorporado el instrumento,
habiéndose metamorfoseado desde el punto de vista antropológico, reconquista
“valor de uso”, actúa maquínicamente, en una alteridad y autonomía del capital,
que buscan ser completas. Entre esta tendencia objetiva y los dispositivos
prácticos de constitución de este trabajador maquínico, se sitúa la “lucha de
clases” que hoy podemos denominar “biopolítica”.
6. Estas
paradojas siguen sin resolverse en la acción del capital. En consecuencia,
cuanto más fuerte es la resistencia, más duro es el intento de restauración del
poder por parte del Estado. Toda resistencia es condenada como ejercicio ilegal
de contrapoder, toda manifestación de rebeldía se define como devastación y
saqueo. Ulterior paradoja –esta vez pura mistificación– al ejercitar el máximo
de violencia, el capital y el Estado tienen la necesidad de mostrarse como
figura inevitable y neutra: el máximo de la violencia se ejercita por
instrumentos y/o por órganos “técnicos”. “No hay alternativa”, proclamaba
Thatcher. Aquí, en nombre de este mando inevitable (racional en la lógica
capitalista), la tecnología supera la vida de forma extrema, no por ello menos
típicas y generalizables. Es característico el caso del “estado nuclear”: en
este modelo la tecnología se sitúa como garantía forzosa de la soberanía, como
chantaje permanente de los poderes públicos contra cualquier fuerza o
movimiento (sobre todo en la política interna) que quiera o pueda imponerse al
“legítimo soberano”. Estos son, probablemente, los fenómenos que extreman la
relación de capital y determinan la crisis de la democracia incluso como simple
forma de control social-democrático del desarrollo.
Efectivamente,
“Estado nuclear” es aquel que quiere imponer la “excepción” soberana en
términos físicos y plasmar la autonomía “de lo político estatal” dentro de una
insuperable figura tecnológica, como garantía del predominio del capitalismo y
de la imposibilidad de ir más allá. Aquí la soberanía moderna se hace
definitivamente “biopoder”. ¿No se renueva, a través del “poder terrible” del
“Estado nuclear”, a través de la función tecnológica, aquella tradición de
poder del soberano que, en la historia, tanto ha caracterizado la tradición del
absolutismo?
En este
último caso, El Estado nuclear, se da el límite del capitalismo –es la
catástrofe misma de la vida. Pero se trata de un caso extremo –no
ontológicamente necesario aunque lógicamente posible. Esta dimensión
catastrófica seduce a los espíritus reaccionarios: Heidegger pudo, sobre esta
traza, hacer extensible a la vida entera el peligro atómico, generalizar los
efectos de la tecnología nuclear en el propio concepto de técnica. Nosotros
consideramos que la potencia de la vida y la alegría de la libertad pueden
evitarnos estas amenazas trascendentales, oponiéndoles resistencias
ontológicas, arrancando la tecnología de las manos del capital, la incorporamos
no como hábito de esclavos sino como instrumento corpóreo de emancipación.
7. Entonces,
¿dónde está el límite del capital? Este está siempre en el lugar subjetivo
donde la explotación del trabajo se rompe y la esclavitud de la propiedad
privada y del dominio monetario desaparece –en el lugar donde nos reapropiamos
no sólo de las tecnologías sino del mando sobre ellas. Y puesto que las
tecnologías son prótesis de lo humano, el problema es hacer de la tecnología
prótesis de nuestra resistencia, de nuestra rebelión y nuestra humanidad. Es en
la construcción del “común” donde nos reapropiamos de las tecnologías y
devenimos potentes –el proceso histórico del desarrollo capitalista (en el
momento mismo en el que ha alcanzado –en la forma financiera– el poder
capitalista una exagerada y vacía transcendencia) ha permitido una transformación
antropológica que va en el sentido de una singularización cooperativa. No de un
proceso de individualización de sujetos posesivos sino de una proliferación de
singularidades cooperativas. Intensidades tecnológicas, densidades
cooperativas, cualidades singulares son el producto de y producen nuevas
figuras antropológicas. El común no es un compacto orgánico sino un conjunto
cooperativo de singularidades. Aquí reconocemos el lugar subjetivo donde se
sitúa el límite del capitalismo porque aquí se sitúa la intransitividad de la
relación que define al propio capital.
Observando sin embargo el proceso que
hasta aquí hemos descrito, desde el punto de vista de aquellos filósofos que
hemos estigmatizado por haber expresado una crítica idealista y moral de la
relación del capital, se podría objetar qué singularidad podrá darse, qué
límite podrá darse si se produce de manera tan impura, si se ha contaminado a
través de la reapropiación de capital-fijo. Hay que decir claramente,
respondiendo a estas objeciones que no hay liberación, no hay subjetividad que
no esté completamente llena de historicidad e inmersa en la violencia de la
relación del capital. No hay lugar donde la humanidad pueda ingenua o
desesperadamente recomponerse o redimirse. El “hombre universal” que
interpretaba la idea del común, ¿dónde lo encontraremos después de la
catástrofe del “socialismo real”? ¿O el hombre desnudo? Pero el hombre desnudo
es sólo un colmo de la abyección, que el poder ha producido, del cual toda
dignidad ontológica ha desaparecido. El rebelde, el resistente, el hombre ético
está tan contaminado como lo estaba el filosofo cínico (nos recuerda Foucault)
y se hace cargo de toda la historicidad. ¿En qué consiste entonces aquel
proceso de apropiación que arma la subjetividad? Consiste en hacer propia, en
aferrar, en fabricar prótesis corpóreas y mentales, lingüísticas y afectivas,
es decir, en reconducir en la propia singularidad algunas capacidades que antes
sólo eran reconocidas propias de las máquinas con las que se trabajaba, y en incorporar estas
características maquínicas como actitudes y comportamientos primarios de la
actividad de los sujetos del trabajo. En la separación establecida entre los
dos sujetos de la relación capitalista (el patrón y el trabajador) se da, por
parte de las singularidades, una reapropiación di capital-fijo, una adquisición
irreversible de elementos maquínicos sustraídos a la capacidad valorizante del
capital.
Ahora bien, toda reapropiación es destitución del
mando capitalista. Este proceso de reapropiación, especialmente el realizado
por los trabajadores inmateriales –actualmente mayoritarios en los procesos de
valorización– es efectivamente muy fuerte, eficaz en su desarrollo, y
determina la crisis. Pero no se daría esta crisis si considerásemos que la
misma surge espontáneamente de los procesos de reapropiación y de destitución.
No es así. La crisis necesita de un choque, de una realidad política que se
mueva hacia la destrucción no ya simplemente de la relación de explotación sino
de la condición forzosa que la sostiene. De hecho cuando se habla de reapropiación
por parte del sujeto antagonista, no se habla simplemente de la modificación de
la calidad de la fuerza de trabajo (que deriva de la absorción de partes de
capital-fijo). Se habla esencialmente de la reapropiación de la cooperación que en
la restructuración capitalista de la producción ha sido incentivada y
posteriormente expropiada –y que representa el drama esencial de esta fase
crítica. Cuando se dice recuperación de capital-fijo, reapropiación –lejos de
expresarse en términos maquícos economicistas– el análisis entra más bien en el
terreno de la cooperación que hoy se regula en terminos biopoliticos por el capital: destituir al
capital de esta función significa recuperar
para la fuerza de trabajo autónoma capacidad de cooperación.
Intervención en la Conferencia celebrada en
Schaubuehne, Berlín, 25 de octubre de 2013.