José Pablo Feinmann | El
presente texto busca ser una guía para el estudio histórico, religioso y
filosófico del despegue del capitalismo. Cuando los conquistadores y los
historiadores de este inclaudicable sistema lo interpretan como la
civilización, como la pesada carga del hombre blanco que rescata a los pueblos
subalternos de su barbarie para dirigirlos hacia el progreso que ellos
encarnan, hablan de la invasión a las tierras de América en términos de
“descubrimiento”. Para ellos –para el Occidente capitalista– lo fue. Lo que
Europa miraba era “descubierto”. Se “descubría” a los pueblos salvajes para
conducirlos a la civilización. Escribe Hegel:
“El Nuevo Mundo quizá haya estado
unido antaño a Europa y Africa (...) La conquista del país señaló la ruina de
su cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber
que se trataba de una cultura natural, que había de perecer tan pronto como el
espíritu se acercara a ella (...) Los indígenas, desde el desembarco de los
europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea (...) mucho
tiempo ha de transcurrir todavía antes de que los europeos enciendan en el alma
de los indígenas un sentimiento de propia estimación” (Lecciones sobre la
filosofía de la historia universal, Introducción especial: El Nuevo Mundo).
Señalemos la sinonimia que se establece entre el capitalismo occidental en
busca de riquezas y “el espíritu”. Cuando Colón “descubre” América, ésta es
descubierta por el espíritu. ¿Qué podrá decir Hegel de los africanos? Cito:
“El negro representa el hombre natural en
toda su barbarie y violencia; para comprenderlo debemos olvidar todas las
representaciones europeas. Debemos olvidar a Dios y a la ley moral. Para
comprenderlo exactamente, debemos hacer abstracción de todo respeto y
moralidad, de todo sentimiento. Todo esto está de más en el hombre inmediato,
en cuyo carácter nada se encuentra que suene a humano (...) Si pues en África
el hombre no vale nada, se explica que la esclavitud sea la relación jurídica
fundamental” (idem).
En su diario, Colón escribe sobre los arawaks de las
Antillas:
“No llevan armas, ni las
conocen. Al enseñarles una espada, la cogieron por la hoja y se cortaron al no
saber lo que era. No tienen hierro. Sus lanzas son de caña (...) Serían unos
criados magníficos (...) Con cincuenta hombres los subyugaríamos a todos y con
ellos haríamos lo que quisiéramos” (citado por Howard Zinn, La otra
historia de los Estados Unidos, Siglo XXI).
Al mismo tiempo, España había
expulsado de su santo territorio a los judíos y a los musulmanes. La reina
Isabel ya había aceptado los castos proyectos de Torquemada y lo autorizó a
castigar a los pecadores y herejes. El Santo Oficio empezaba su tarea: limpiar
a las almas impuras de Europa en tanto Colón llevaba el espíritu a los nuevos
territorios. Aunque más que eso se dedicó a la búsqueda de oro, pues había
asegurado a su reina que regresaría con las naves cargadas de ese metal
codiciado. “Como otros estados del mundo moderno, España buscaba oro, material
que se estaba convirtiendo en la nueva medida de la riqueza, con más utilidad
que la tierra pues todo lo podía comprar” (Howard Zinn, ob. cit.). En el
poderoso capítulo de Marx sobre el carácter fetichista de la mercancía y su
misterio, se explica cómo todas las mercancías terminan refiriéndose a una: el
dinero. De lo contrario, no se habría superado la etapa del trueque. Pero añade
que, a su vez, el dinero se refiere a una forma superior de representación: el
oro. Así, los metales preciosos desempeñan “la función social de equivalente
general” (El Capital, tomo I, vol. I, Siglo XXI).
En Hegel vemos que la criaturas ajenas al espíritu europeo
carecen del espíritu de la civilización. Los conquistadores habían anticipado
–desde el catolicismo– esta condición. Los indios carecían de alma. Se los
trató de evangelizar pero, se dijo, no lo aceptaron. Así, fueron torturados,
quemados, masacrados. ¿Qué es el alma? En el Cap. 5, artículo 3 del quinto tomo
de la Summa Theologica, Santo Tomás se enfrenta al siguiente problema. En la
Biblia se dice que El Verbo se hizo carne. ¿Significa esto que carecía de alma?
No. “El Verbo es fuente de la vida como causa eficiente de la vida. Pero el
alma es principio de la vida para el cuerpo en cuanto forma del mismo”. Los
indígenas no tenían alma. Carecían del “principio de la vida para el cuerpo”.
Eran, así, sólo cuerpo. Sólo carne. ¿Podían recibir el sacramento? Los
sacerdotes que acompañaban a los héroes de la conquista lo ofrecían. Porque “es
necesario para salvarse que los hombres se unan bajo el nombre de la única
religión verdadera. Luego los sacramentos son necesarios para la salvación del
hombre” (Santo Tomás, Ibid., Necesidad de los sacramentos, artículo primero).
Por consiguiente, los buenos pastores informaban que los salvajes rechazaban
los sacramentos. No tenían salvación posible. Son conocidos los horrores de las
matanzas a que los conquistadores de la católica sometieron a los pueblos
originarios de América. Escribe Marx: “El descubrimiento de las comarcas
auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y
soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de
las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la
caza comercial de pieles-negras caracterizan los albores de la era de
producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores
fundamentales de la acumulación originaria” (El Capital, ob. cit., p. 939).
Bartolomé de las Casas: “La causa porque han muerto y destruido tantas y tales
e tan infinito número de ánimas los cristianos ha sido solamente por tener su
fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días” (Opúsculos,
Cartas y Memoriales, Ver: Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la
destrucción de las Indias, Ed. Edaf). Pero el capitalismo no habría de desarrollarse
en España. Había otra nación más pujante, más consciente de su destino
histórico: Inglaterra. Para quedarse con el oro que los españoles extraían de
sus colonias decidieron atacar los galeones que lo transportaban. Así, podría
decirse que los piratas fueron el engranaje fundamental (entre algunos otros)
que permitieron el desarrollo del capital en la Gran Bretaña. Escribe Enrique
Silberstein:
“Todas las campañas de los
piratas y filibusteros (o en su gran mayoría) se dirigían a robar a los barcos
españoles que de América, cargados de oro o de mercaderías, se dirigían a
España (...) Los filibusteros (y los piratas) fueron la cuña que introdujo
Inglaterra (o mejor dicho sus empresarios) para ser los beneficiarios directos
de los descubrimientos de los españoles y los portugueses. Pero, no sólo eso,
sino que fueron ellos, los transportadores de la mano de obra, arrancada de África
primero, comprada en África después, que era reclamada insistentemente por
quienes trabajaban afanosamente para apoderarse de los metales preciosos que se
encerraban en la tierra americana (...) Robar a los barcos españoles y
transportar esclavos negros era la finalidad de los piratas y los filibusteros”
(Los constructores del capitalismo, libro agotado por completo y absurdamente
no reeditado aún).
Así nace el capitalismo. Con los frutos extraídos al suelo
suramericano y la matanza de sus pueblos originarios. Incapaz España de
completar su empresa colonizadora con un sistema nuevo de producción, es
Inglaterra la que, por medio de sus filibusteros, accede al desarrollo del
capital comercial primero y del capital industrial después. Sabrá premiarlos:
Henry Morgan será gobernador de Maracaibo. Y los lineamientos
jurídico-filosóficos de su gobierno se los escribirá John Locke, uno de los
grandes mentores económico-ideológicos del capitalismo. (Un necesario
desarrollo de las lecturas aquí indicadas debiera ser el capítulo Colonias de
Adam Smith en su dilatado y fundamental ensayo sobre la riqueza de las naciones
y el bastante conocido cap. XXIV del primer tomo de El Capital sobre la
acumulación originaria del capital.) Todo este desarrollo de la barbarie de los
civilizadores lo resume Marx en una frase célebre:
“Si el dinero, como dice
Augier, viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla, el capital lo hace
chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”
(ob. cit., p. 950). En Irak (y vaya a saber muy pronto en qué otro lugar hasta
la hecatombe) lo sigue haciendo.
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