No era verdad que el comunismo marxista hubiera pasado por el mundo sin dejar otras huellas que las del caballo de Atila. No todo lo que él hizo tenía que ir a parar al basurero de la historia “como quieren ahora los dogmáticos del neoliberalismo y como parecen empezar a aceptar en el centro del Imperio muchos de los letratenientes que en otros tiempos vieron en el marxismo la ciencia social por excelencia” [1].
Notas
[1] mientras tanto N° 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
( Años después, 2002 o 2003, no puedo precisar más, visité un día a FFB en su despacho de la UPF. Le llevé escrito el siguiente texto de Sacristán que había localizado no hacía mucho en sus apuntes críticos sobre un artículo de Lucio Colletti: “ No se debe ser marxista (Marx); lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan.” Para ti Paco, le dije. Nunca se me borrará la cara del autor de Marx sin ismos (recuérdese la dedicatoria de su ensayo) mientras leía el aforismo).
Porque se había considerado durante décadas como una tradición ideal, había preferido “ir uniendo por guiones cada uno de los nuevos retorcimientos de la doctrina inicial que iban apareciendo a lo largo de la historia: marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tsé Tung, marxismo-leninismo-guevarismo-castrismo, marxismo-leninismo-stalinismo o marxismo-leninismo-gramscismo”. Según los casos, los momentos históricos, las revoluciones y las nacionalidades.
Lo que el uso generalizado de los guiones reconocía, “desde el punto de vista de la consideración racional de la cosa” era, precisamente (el punto no se le escapaba a FFB en absoluto), la existencia de diferencias, de discontinuidades, entre las ideas y opiniones de Marx y las de Lenin, Gramsci, Ho, Mao, Guevara o Castro por ejemplo. Pero, por otra parte, paradójicamente si se quiere (en paradoja significativa poliéticamente) “ese mismo uso habitual ha funcionado durante décadas como un símbolo de la continuidad en el marco de unas mismas creencias, como un símbolo utilizado para ocultar a los simples el lado de la discontinuidad, de las diferencias.” No era ninguna casualidad el que esta forma de enfrentarse con los sucesivos retorcimientos –revisiones es palabra también del autor- del marxismo de Marx “se hubiera mantenido intacta hasta que se produjo el cisma chino-soviético, momento en el cual no podía dejarse ya sin problematizar diferencias culturales que eran muy obvias pero que habían quedado subsumidas por la prioridad concedida al elemento de la continuidad.”
Había sido Palmiro Togliatti (admirado por él, como lo había sido por su maestro y amigo) “quien propuso en Europa acabar con la vieja costumbre de silenciar los retorcimientos inevitables bajo el guión de turno”. Desde luego: la vieja costumbre no desapareció por completo: “como suele ocurrir en estos casos, lo que en principio fue una práctica nacida del hacer de la necesidad virtud se convirtió, después de su denuncia por el nuevo marxismo laico togliatiano, en simple defensa del dogma”. En cualquier caso, es tesis y creencia mantenida por el traductor de Valentino Gerratana, que no había duda alguna de que había sido el policentrismo togliattiano, “su idea de la unidad en la diversidad”, lo que había abierto el camino a una concepción laica de la tradición, de la tradición socialista no entregada ni demediada.
Podría decirse, pues, poseguía FFB, que los marxismos del siglo XX, “nacidos en la cuna de las revoluciones rusa, china, vietnamita y cubana”, habían sido en gran medida “recubrimientos ideológicos de una práctica en verdad revolucionaria” o, también, el autor insistió en este nudo en otras intervenciones posteriores, “criaturas híbridas concebidas por el maridaje entre algún tipo de marxismo y algún tipo de pensamiento de liberación nacional más o menos consolidado ya anteriormente.” [2]
Una cosa así se podía prever por otra parte. El FFB metodólogo –que no hacía mucho había publicado La ilusión del método (1991), un libro que sigue creciendo con el transcurso del tiempo- “la ciencia social sólo podrá ser parcialmente predictiva en situaciones en las que se supone que han de intervenir colectivos muy amplios, multitudes”. La grandeza del marxismo residía, era su tesis ya comentada, en haber juntado en un mismo corpus la intención, la vocación de hacer ciencia en serio y la inspiración moral-política del espíritu de la rebelión y de liberación de los de abajo. Lenin, que de todos los marxistas que habían encabezado o dirigido revoluciones, era el que mejor había conocido la obra de Marx había tenido “que hacer grandes equilibrios para explicar con categorías marxianas lo que estaba pasando y lo que iba a pasar en Rusia”. Ejemplos de estos equilibrios: el concepto leninista de “revolución democrático-burguesa hecha por el proletariado industrial” e, igualmente, “su concepto de dictadura democrática del proletariado y del campesinado”. Híbridos así, señalaba FFB, no hubieran cabido probablemente en la cabeza de Marx. La realidad rusa era tan oceánica que tampoco cabía en los marcos de una filosofía. Ni siquiera en los de una filosofía tan omnicomprensiva como estaba siendo la marxista.
Del mismo modo, Mao, para poder llevar a término la revolución en un país enorme como China, tuvo que fabricar una teoría de las contradicciones que, afirmaba FFB a calzón bajado, “con toda seguridad tiene mucho más que ver con el pensamiento filosófico chino tradicional que con la inversión marxiana de la dialéctica hegeliana”. Igual en el caso de Fidel Castro, quien “empieza siendo un demócrata revolucionario-liberador en línea De Las Casas-Martí para hacerse marxista-leninista por necesidades económico-políticas de la isla de Cuba”. Sin haber leído antes El capital, desde luego, y conociendo muy poco probablemente la obra de Lenin.
Notas
[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
[2] Entre paréntesis, apuntaba brillantemente FFB: “Sin forzar históricamente las cosas así puede interpretarse el leninismo -híbrido de marxismo y populismo-, el maoísmo -híbrido de marxismo y senyuseismo- y el castrismo -híbrido de marxismo y martinismo-. Etc.”.
FFB regresaba a continuación a aquella característica sustancial al marxismo que era su vocación generalista o histórico-dialéctica, “a su intención de relacionarlo todo con todo, lo económico con lo social y con lo político con lo antropológico-cultural para así tratar de explicar el mundo capitalista y cambiarlo de base, transformarlo” [1]. En el plano epistemológico, el problema principal del marxismo, visto en perspectiva, era probablemente que, por comparación con otras corrientes filosóficas o con las ciencias sociales académicamente establecidas, hacía una apuesta muy fuerte, “imposible”. Pretender -¡a la vez!- explicar el mundo económico-social en el que vivimos, hacer su crítica documentada y científica y transformarlo en sentido socialista tal vez fuera apuntar demasiado alto, una tarea sobrehumana que dirían los lógicos y epistemólogos analíticos.
La mayoría de las corrientes filosóficas contemporáneas habían expresado dudas sobre el proyecto o lo habían considerado de imposible realización. Incluso alguna de las corrientes filosóficas contemporáneas que simpatiza con la tradición, como la formada por los autores de la Escuela de Frankfurt, “se habían ido distanciando progresivamente de aquel proyecto basándose en la idea de que una cosa es la comprensión crítica de la historia y de la estructura del capitalismo propuesta por Marx, cosa aceptable, y otra, muy distinta, su idea de la transformación de la sociedad capitalista en un sentido revolucionario como consecuencia de la agudización de contradicciones denominadas ‘objetivas". No había que confundir planos, señalaban filósofos no siempre muy exquisitos y puestos en temas epistemológicos.
Otras corrientes contemporáneas habían ido aún más lejos, mucho más lejos, en la denuncia de las pretensiones analíticas, críticas y revolucionarias del marxismo. Así, la corriente popperiana del liberalismo contemporáneo estaba convencida de que la pretensión analítica de Marx -y en general de los marxistas- se autodestruía por su enfoque holista o globalista, enfoque que, según esa perspectiva, tenía que conducir -y necesariamente además- “a exageraciones en la crítica de las economías de mercado y a aberraciones totalitarias en la propuesta político-moral alternativa”.
Con una orientación epistemológica afín, aunque no siempre con las mismas finalidades políticas, también se había aducido que el programa teórico marxista era excesivo: suponía la tentativa de formular una cosmovisión o concepción del mundo que era de imposible realización “ya por razones lingüísticas o lógico-materiales”.
FFB creía que había mucho de verdad en esas críticas, pero –al mismo tiempo sostenía- “que la tensión político-moral de quienes pretenden liberarse desde abajo ha de conducir una y otra vez a tentativas globalizadoras, generalistas y con pretensión transformadora del tipo de la marxista”. El centro de su argumentación, la del autor de Por una tercera cultura, era el siguiente:
El análisis particularizado y la ingeniería social fragmentaria basada en él, los puntos fuertes del programa de inspiración popperiana, eran “insuficientes para calmar tanto llanto como hay en esta plétora miserable que es el mundo de hoy”. Frente a lo que se afirmaba ya entonces en ocasiones de manera interesada, había que empezar diciendo, en descargo de la tradición, de esta tradición holista, “que la suya no es la única apuesta fuerte generalista, globalizadora y transformadora en la historia de la humanidad”.A su manera, como diría un ser a veces poliédrico como Sinatra, “las grandes religiones aspiraban a lo mismo”. Modernamente algunas otras "grandes teorías" habían tenido aspiraciones parecidas, aunque, eso sí, “con un poco más de moderación epistemológica (o de retórica correctora de los antiguos excesos epistemológicos)”.
FFB pensaba, no era el único, que la especulación filosófica –metacientífica si se prefiere- en que solía concluir casi toda gran teoría recogía, en el fondo, “un anhelo semejante, históricamente cambiante en la forma pero permanente en su contenido; un anhelo muy extendido entre los humanos, que tal vez tenga que ver con los límites del análisis reductivo y el origen de la vieja idea de dialéctica”.
Limitarse a la explicación del mundo social existente y plantearse su transformación mediante acciones diversificadas, bien calculadas y con la gradualidad adecuada para producir el menor malestar posible en los individuos, era algo que contaba con muchos partidarios entre gentes sensatas, entre eso que se llamaba y se llama el sentido común ilustrado. Tal vez a casi todo el mundo le caía bien el Popper epistemólogo -¡el epistemólogo, no el asesor de Miss Thatcher!- “cuando habla, en éstos (o parecidos) términos, de modestia metodológica y de docta ignorancia”.
Todo juicio práctico, concluía FFB en este apartado era comparativo, y corrían ya entonces tiempos en los que no pocas –legión más bien- de las personas que antes, cuando eran marxistas, “querían cambiar el mundo postulan ahora que es mejor dejarnos transformar por él”. La modestia, en estas cosas prácticas que acaban afectando a muchos prójimos, siempre era más sana que la doble negación.
De acuerdo con esto, la gente sensata podría argumentar: si las ciencias sociales contemporáneas, con su muy complejo aparato matemático y su gran capacidad analítica, tenían muchas dificultades para explicar la acción colectiva de los seres humanos en condiciones de normalidad, ¿cómo atreverse a hacer predicciones en gran escala, que implicaban, además, situaciones excepcionales? Si ya era un exceso del orgullo y de la ambición de los seres humanos “aspirar a hacer predicciones en gran escala tratándose del mundo social, ¿que decir de la pretensión de cambiar el mundo de base, que es precisamente lo que postula el marxismo?”. Soberbia praxeológica sobre hybris gnoseológica previa.
Seguramente, proseguía FFB, toda persona sensata y razonable que pensara con un poco de calma sobre todo ello llegaría a la conclusión de que una pretensión así, la aspiración a cambiar el mundo de base, que decía la Internacional, la aspiración a un orden radicalmente nuevo, a la emancipación del género humano, “es a la vez una enormidad y una temeridad”. Existía, de hecho, mucha evidencia histórica en favor de tal conclusión. “Las revoluciones se escapan de las manos de los revolucionarios (precisamente porque éstos no pueden dominar con el pensamiento todas las implicaciones y consecuencias que tienen actos complejos tan radicales)”; las revoluciones -se decía con razón- devoraban a sus propios hijos. Había ocurrido así en el caso de la revolución inglesa, volvió a ocurrir en el caso de la revolución francesa, y había ocurrido de nuevo en el caso de las revoluciones rusa y china, “y, parcialmente, en los casos de la revolución cubana y vietnamita”.
El número de personas sensatas y razonables aumentaba de manera muy considerable cuando, con el paso del tiempo, “el lado negro o negativo de las revoluciones resulta ya tan evidente para las nuevas generaciones”. Sólo los ciegos o los fanatizados podían negarlo. Entonces el sentido común ilustrado y razonable se imponía sobre cualquier otra consideración: echaba a un lado toda duda y acababa adoptando la siguiente filosofía: “contra el orgullo y la soberbia de los revolucionarios del pasado y del presente, hay que ir pasito a pasito, uno por uno, y calculando bien cuál de las dos piernas conviene adelantar primero”.
Los ciegos que negaban, contra la evidencia y la documentación cosechada, el lado oscuro y hasta tenebroso de las revoluciones que en el mundo habían sido no serían tenidos en cuenta aquí. En cambio, valía la pena llamar la atención “sobre un tipo de ceguera involuntaria tan extendido como reiterado a lo largo de la historia de la humanidad: el que produce en las buenas gentes la intensísima luz que brota de las revoluciones en marcha”. Sin esta otra ceguera por deslumbramiento, apuntaba FFB, “el número de las personas siempre sensatas y razonables permitiría formar en seguida una mayoría absoluta en cualquier circunstancia”.
Pero, al parecer, proseguía FFB con ironía muy suya, la historia de la humanidad era una tragedia y no nos había sido dado a los más ser razonables y sensatos en todo momento. “También el razonable y sensato teórico de la democracia moderna, Alexis de Tocqueville, llamó la atención de sus contemporáneos, críticos de la revolución francesa, acerca de aquellas sombras del antiguo régimen que explican, al menos en parte, las luces cegadoras de las revoluciones en marcha.”
Pero este todo no era Todo. Como escribiera Brecht, recordaba FFB a uno de sus grandes poetas, en un celebrado poema dialógico que lleva por título “Techo para una noche”, justamente después de haber hecho justicia “a la función de la caridad en los malos tiempos del paro masivo, del hambre y de la miseria: "No sueltes todavía el papel, tú que lo estás leyendo””.
No lo suelte aún compañero; tampoco usted compañera.
Nota
[1] mientras tanto N° 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
Siendo las cosas como se habían apuntado, habiendo tanta evidencia histórica en contra de la pretensión de unir explicación y transformación revolucionaria del mundo, con un acuerdo tan general entre las personas sensatas acerca de la otra forma de actuación parcial y prudente, “lo difícil, lo verdaderamente difícil de explicar no debería ser la crisis del marxismo (enésima crisis, por cierto, calificada una vez más de definitiva), sino por qué motivo, a pesar de tanta evidencia y de tanta razón, tantos hombres en tantos lugares del mundo siguen planteándose (en la forma marxista o en otra) todavía la misma meta tantas veces fracasada o derrotada y tantas otras reinventada” [1].
La explicación de la “dificultad difícil” era que el sano sentido común, la evidencia histórica largamente interiorizada –“y la razón razonable de la mayoría de esa especie maravillosamente contradictoria que es la de los humanos”- no habían logrado todavía encontrar la fórmula adecuada para terminar con el mal social, la desigualdad social y la injusticia.
Así, el mercado, tal como se conocía realmente, en su praxis real, permitía establecer algunas reglas en el juego económico consistente en ordenar recursos escasos, al que tan aficionado era el hermano lobo, “pero no acaba con los monopolios, ni con la explotación de unos hombres por otros, ni reduce la desigualdad social, ni es capaz de fundar una sana relación entre el hombre y la naturaleza”. Lo contrario era más verdadero: la mano invisible que, según se afirma, rige las leyes del mercado era demasiado visible “a la hora de producir enormes beneficios para unos pocos, en detrimento de los más, y sólo se hace invisible de verdad a la hora de admitir responsabilidades por el expolio del medio ambiente”.
En ese sentido, la que fuera primera ministra de Noruega, Gro Harlen Brundtland, había escrito cosas que FFB consideraba luminosas que venían a reforzar la desconfianza de muchos científicos, activistas, pensadores, filósofos, ciudadanos, sobre la capacidad que el denominado "mercado libre" tenía para hacer frente a los grandes problemas medioambientales de este final de siglo. "La conocida mano invisible de Adam Smith –concluía G.H. Brundtland- se creía que llevaba inconscientemente al interés privado a servir al bien común. En nuestro mundo moderno se siente la tentación de sugerir que hay un pie invisible que lleva al interés privado a emprenderla a patadas con el bien común". ¡La ex primera ministra de Noruega! En tal contexto, apuntaba el ecosocialista-comunista FFB (tan unido y próximo a su amigo y compañero Jorge Riechmann en todos estos asuntos esenciales), el entonces reciente proyecto neosmithiano, no del todo abananado, “de privatizar algunas de las especies animales en peligro de extinción tiene que sonar como una trágica paradoja.”
Tras el mercado, algo parecido se podía formular de la democracia realmente existente. La democracia era una buena cosa, no cabía duda alguna, “en la medida en que reduce y controla tensiones políticas y contribuye a poner un bozal al histórico Leviatán”. Pero la democracia, esta democracia, nuestra democracia, la democracia realmente existente, no igualaba las fortunas de todos en este mundo nuestro de hoy, “que es, de hecho, una plétora miserable, el mejor de los mundos posibles, como dice sir Karl Popper, sólo que para unos cuantos y -aunque no lo diga el ilustre filósofo- el peor de los infiernos para dos tercios de la humanidad.”. Dos tercios: no era malo el cálculo; empieza a serlo para un porcentaje mayor.
La democracia que conocemos seguía afirmando “la igualdad de derechos de las mujeres y los varones”, pero ignoraba a un tiempo que en el mundo aún morían diariamente muchas más niñas y mujeres que niños y varones adultos porque, de hecho, existía discriminación en el trato de unas y de otros. En un interesantísimo ensayo publicado en The New York Review of Books “el economista Amartya Sen ha llamado la atención sobre un hecho al que generalmente se presta poca atención, a saber: por qué si, según parece, la biología favorece a las mujeres después del nacimiento, en muchos lugares del mundo hay proporcionalmente más varones que hembras. La cifra de mujeres que faltan, de mujeres desaparecidas, se eleva a cien millones (la mayoría de ellas en Asia). "Una cifra ésta -comenta Amartya Sen- que habla silenciosamente de una historia terrible de desigualdad y de abandono, pues son la desigualdad y el abandono lo que conduce a una mayor mortalidad femenina"”.
De hecho, pues, discriminación entre los sexos, una discriminación que se mantenía en las fábricas, en los hogares, en los trabajos, en los Parlamentos, en instancia (no)representativas, en la política en general.
Item más. Hacía ya tiempo que la teoría política neomaquiaveliana -Pareto, Mosca, Burnham, Michels- había puesto de manifiesto que los regímenes democrático-constitucionales, a pesar de las instituciones parlamentarias y de la representación indirecta de la voluntad popular que las caracterizaba, eran en el fondo oligarquías. “Con independencia de que en ella quede formalmente garantizada la soberanía popular a través de la electividad de los representantes del pueblo, la tendencia hacia formas oligárquicas viene determinada aquí -a diferencia de lo que ocurre en otros regímenes- por el dominio del dinero”. La mercantilización constante e incrementada con celeridad del proceso político hacía de las democracias constitucionales “oligarquías plutocráticas en las que se reproduce la desigualdad social por otras vías diferentes de la limitación del sufragio”. También las democracias parlamentarias trabajaban para el pueblo pero, punto nodal, sin el pueblo, puesto que, como era de toda evidencia, no era el pueblo quien gobernaba en ellas. En absoluto.
El pensamiento político liberal contemporáneo, conservador o no, solía aceptar “esta caracterización neomaquiveliana de la oligarquización de las democracias como una apreciación realista, adecuada a los hechos principales observables en la mayoría de países con régimen democrático constitucional”. Pero, por otra parte, el liberalismo renovado, que se daba cuenta de la parcial coincidencia de esta crítica neomaquiaveliana de la democracia con la crítica marxista y libertaria, se afanaba luego en desplazar los acentos hacia otra consideración. Comparaba ese proceso de oligarquización de las democracias con lo que ocurría o había ocurrido en los regímenes autoritarios de diverso signo. Pues -se aducía en este contexto- “también éstos son oligárquicos, también éstos están dominados por minorías, y en mayor medida, pero con la diferencia, desfavorable a ellos, de que no hay ni puede haber control ni renovación de las oligarquías mismas, de los que mandan, del privilegio del mandar.”
Valía la pena, sin embargo, apuntaba FFB, hacer el ejercicio mental consistente en reflexionar acerca de las dos cosas juntas: “la superioridad moral de la democracia representativa sobre el autoritarismo y la inevitable tendencia hacia la oligarquización plutocrática. Y reflexionar sobre ellas en un contexto histórico completamente cambiado respecto de la situación que siguió a la segunda guerra mundial”. Había que reconocer entonces que el descubrimiento neomaquiaveliano, aceptado por todas las corrientes del pensamiento político contemporáneo, adquiría una dimensión nueva: “el inquietante hecho del carácter oligárquico de las democracias resalta mucho más cuando ya no existe otro bloque en el que ver la cara del enemigo, sino sólo espejos en los que mirarse”. El carácter oligárquico y plutocrático de las democracias realmente existentes de representación indirecta saltaba a la vista como una deformidad, como una demediación de la democracia propiamente dicha, “cuando se la mira directamente a la cara, sin comparaciones odiosas que, en el fondo (para qué vamos a engañarnos), la disfrazaban y embellecían mucho.” Ese era el punto: ¡para qué íbamos a engañarnos!
De la argumentación neomaquiaveliana no sólo salía la descripción veraz de la limitación interna (económica, principalmente) de las democracias constitucionales. También podía deducirse de ella un esquema interpretativo de la historia reciente de las democracias que seguramente no carecía de interés para todas aquellas personas que estaban convencidas de que la democracia era siempre un proceso en construcción, cuyo éxito y profundización dependía muy directamente de la presión de los de abajo y de la vigilancia de estos mismos justamente frente a las tendencias oligárquicas y plutocráticas. Este esquema permitía “establecer una tendencia histórica, según la cual a medida que se extiende el sufragio por abajo, esto es, a medida que la igualdad jurídica formal alcanza techos más elevados en los países democráticos, aumenta la presión de los intereses creados por el dinero para corregir los desplazamientos y cambios que puedan llegar a afectar a los antiguos privilegios”. Como era de toda evidencia, las clases dominantes habían acudido históricamente a soluciones varias en función de las formas que había ido tomado la lucha por la hegemonía en las sociedades democráticas.
Ejemplos de ello:
La extensión del sufragio por abajo se corrigió o se complementó con las leyes contra los socialistas.
La presión por abajo en favor de la ampliación del sufragio y de la igualdad “produjo exclamaciones célebres por parte de los privilegiados y de los políticos conservadores (con consecuencias nefastas para las clases sociales ascendentes), como aquella de que la legalidad nos mata”. A medida que, en la cultura euroamericana, se extendía “la convicción de que el problema de la hegemonía tiene que resolverse por vía pacífica y respetando el pluralismo político parlamentario, la legalidad parece a veces haber dejado de matar privilegiados. (aunque tampoco conviene hacerse demasiadas ilusiones a este respecto: ni siquiera en esto la historia es lineal y simplemente progresiva)”. Por lo general, señalaba FFB, se trataba ahora de interpretar convenientemente esta legalidad.
Su tesis: FFB consideraba que ese esquema interpretativo, neomaquiaveliano, de lo que había sido y estaba siendo “la democracia realmente existente en el sistema-mundo del final de siglo” corroboraba en sus líneas generales la concepción marxista de la democracia en el capitalismo organizado.
Corroboraba, no refutaba. El marxismo no era un perro muerto.
Nota
[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
“Cuando la gente se da cuenta de estas cosas (de la insuficiencia del mercado, de los límites de la democracia mercantil y oligárquica) deja de ser razonable en el sentido anteriormente dicho y apela a otra razón. Si, además, son tiempos de vacas flacas, y los hombres y las mujeres razonables moran en países en los que mueren miles de niños al día, en los que se esclaviza a otros, se prostituye a muchos y se tortura al que protesta, entonces (y no es ésta la única situación de injusticia posible en el mundo de hoy) la anterior evidencia histórica se hace menos evidente y el gradualismo propuesto para las actuaciones menos razonable. ¿Se puede acaso graduar la satisfacción de las necesidades básicas, elementales, cuando la gente está a un tris de morirse de hambre? Y ¿por qué sigue conmoviendo y emocionando tanto a las buenas gentes, igual en el Norte que en el Sur, el espíritu de la rebelión, las viejas historias de los hombres y de las mujeres que se alzaron y se alzan contra la desigualdad intolerable?”Así escribía FFB a principios de los años noventa, mucho antes de nuestra actual crisis [1]. No se podía negar a Marx y a algunos marxistas (a Rosa Luxemburg, a Gramsci, a Lukács, a Korsch, “por no hablar de Brecht y de Benjamin, tan lúcidos en su diagnóstico), el haber apuntado unas cuantas cosas serias sobre “esta seria cosa que es la actitud de los hombres y de las mujeres ante la lucha de clases”. Lo que era evidencia histórica y conclusión razonable para unos acababa resultando un hiriente insulto para otros. ¿A qué se debía?
Se debía a que, nos gustara o no, existía “en el Planeta algo así como eso a lo que se ha llamado -a veces también con un poco de petulancia, todo hay que decirlo- lucha de clases a nivel mundial”. Cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto, el mundo –incluso para unos alemanes que se querían internacionalistas- era Europa y poco más. Ahora ya era otra cosa: “el mundo son los cinco continentes: vemos en directo -y hasta podríamos vivirlo, si además de ser razonables nos hubiera sido dada la gracia de los sentimientos humanitarios y de la coherencia entre el decir y el hacer- el hambre, la tortura, la desigualdad social, la miseria material y psíquica en África, en Asia, en América Latina…” Y, por supuesto, en los suburbios de las principales ciudades de Europa, de los EEUU de Norteamérica, del Japón. La situación no ha cambiado sustantivamente, o cuanto menos no la hecho en los últimos escenarios indicados.
No pocas personas sensatas y razonables del Norte, prosigue FFB, se hacían la ilusión de que los males del Sur nada tenían que ver con nosotros, “con nuestro mercado, con nuestra democracia mercantil”. Concluían, desde esa ilusión, desde esa ideología-falsa-consciencia, que nuestro mercado y nuestra democracia mercantil no sólo no son responsables de tanta miseria y de tanta muerte, sino –todo lo contrario- “que evitan la miseria y la muerte allí donde se instalan”. Pero no hacía falta ser historiadores ni grandes analistas, bastaba con fijarse un poco más en las tragedias del mundo “que en los conceptos de democracia y mercado ahistóricamente formulados, para darse cuenta de que las rapiñas de nuestros antepasados colonizadores, las constricciones impuestas por el Banco Mundial y los beneficios de las multinacionales con sede en EEUU, Japón y la CEE (nuestra actual UE por así decir), “tienen tanta relación con la miseria del Sur y con su crisis ecológica como la explosión demográfica que se está viviendo en aquellos países.”. Según FFB, la desigualdad social existente en la Europa del XIX hizo nacer el marxismo. “La tremenda desigualdad mundial existente ahora hará nacer otro intento de juntar la explicación del mal social con la exigencia de cambiar el mundo de base.” No parece que anduviera muy equivocado FFB también en este nudo [2].
El instrumental científico y técnico para este nuevo inicio empezaba a estar a punto. “¿Qué nombre se pondrá al nuevo intento? ¿Se seguirá llamando a esto marxismo?” Nuestros jóvenes, señalaba FFB, la llamaban insumisión, y desobediencia civil al espíritu de la rebelión que está en los prolegómenos de la nueva tentativa. “Los campesinos latinoamericanos llaman a la nueva cosa (híbrido de marxismo crítico y de cristianismo inspirado en el Sermón de la Montaña) teología de la liberación”. Nombres tal vez parciales y, probablemente, prematuros. No importaba, “Lo que importa es el concepto, lo que importa es que también ahora hay argumentos a favor de un punto de vista que no sea sólo y dogmáticamente liberal.”.
Ese era el punto.
Liberales lo éramos todos de salida, al menos aquí, en Europa, comentaba entre paréntesis el autor. De hecho, el mismo Marx también lo era de joven [3]. También Dostoievski “lo que no fue óbice para un clarividente análisis de la paradoja de un liberalismo que conduce al nihilismo en la generación siguiente”. Y Chernichenski [4]. Luego, con el tiempo y los años, apuntaba FFB, “unos liberales prefieren el autoritarismo del déspota bondadoso (como los liberales de la Trilateral y no pocos de los científicos liberales que se han planteado en serio la interrelación de los problemas económico-sociales con los problemas ecológicos de este final de siglo)” y otros liberales, FFB toma para si mismo el concepto, “preferimos el igualitarismo social radical, la superación de la forma actual, capitalista, de la división social fija del trabajo. ¿O tendrán que seguir haciendo siempre los mismos, y los hijos de los mismos, las tareas de mantenimiento y limpieza de nuestra pocilga?”.
No, por supuesto que no. Por eso había que ser algo más que liberales. “Es posible que esta diferencia de criterio entre sólo liberales y algo más que liberales (libertarios, socialistas, comunistas) no exista ya cuando la llamada democracia del mercado haya logrado dar de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos del mundo entero, de nuestro mundo”. Pero mientras tanto, mientras en el mundo existan más desigualdades e injusticias que las que está dispuesta a admitir la filosofía liberal dominante, es de esperar, es de desear, “que los desposeídos, además de interpretar este mundo, sigan pensando en la necesidad de cambiarlo de base, de raíz”. La desesperación tampoco era, tampoco es un humanismo rebelde.
Para contestar a la pregunta sobre si se seguirá llamando marxista en los próximos tiempos la racionalización de la pasión de los insumisos y desobedientes que conserven la identidad emancipatoria anticapitalista convenía detenerse a estimar que habían dado de sí los marxismos durante la última década, la década de los ochenta, y si, mientras tanto, habían aparecido en el horizonte “otros paradigmas alternativos que cumplan ya o puedan cumplir el papel educador y liberador que el marxismo ha tenido durante un siglo.” [5]
FFB apuntaba dos consideraciones al respecto.
Una: “el marxismo, los marxismos, no ha(n) desaparecido de la vida científico-académica en este final de siglo. En relación con esto hay que preguntarse si realmente, como ha escrito Francisco Álvarez, se trata de un programa teórico degenerativo, que ha dado ya todo lo que tenía que dar sí. FA parece salvar exclusivamente algunos desarrollos recientes del marxismo analítico, en particular aquellos que se basan en una revisión a la Roemer de la teoría de la explotación”. En principio, la idea de FA le parecía muy restrictiva. “Para mantener eso hay que pasar por alto la producción de los historiadores durante la última década, que es notable (y en varios aspectos más apreciable que la de los marxistas generalmente llamados analíticos): E. Hobsbawm, E.P. Thompson, Ste Croix, Ch. Hill, P. Vilar y tantos otros”.
En todo caso, proseguía FFB, se podría aceptar una objeción así y continuar manteniendo que el programa teórico marxista era ya degenerativo porque sólo valía para explicar el pasado y no conseguía decir nada de interés sobre el presente (flojera en el análisis económico, sociológico, cultural, político, etc.). Se podría mantener “alguna variante de la idea que ya tuvo Benedetto Croce a finales del siglo pasado, una idea que, en cierto modo, han repetido más tarde Kolakowski y Duverger”: el materialismo histórico, conveniente corregido su determinismo, aún sería útil como hipótesis de trabajo en el ámbito de la historiografía.
El repaso de la producción de los marxistas durante la década de los ochenta obligaba a ampliar “esta opinión generalmente aceptada, por lo menos en algunos campos”. sin duda, en el de la antropología; sin duda también en el de la crítica de la cultura, la historia del arte y la crítica artística (Berger, Williams, Jameson, Müller). “No está claro, sin embargo, que haya que considerar degenerativo el programa teórico en economía (en un sentido amplio) y en sociología (también en un sentido amplio). En estos campos lo que ha ocurrido es que la especialización ha desplazado los temas más generales, socioeconómicos y sociohistóricos, del marxismo clásico”. Esos temas solían encontrar su lugar en aquellos momentos “en los estudios interdisciplinarios, globalistas y prospectivos”.
En cualquier caso, concluía FFB esta primera consideración, “el índice de autores marxistas interesantes y renovadores en el campo de las ciencias sociales sigue siendo notable.”
La segunda consideración tenía que plantearse el asunto de si, en las últimas décadas, había surgido algún paradigma alternativo que ocupara el lugar que ocupó el marxismo durante décadas.
La primera parte de esta consideración obligaba a medirse con el punto de vista según el cual tal cosa no había ocurrido ni tenía por qué ocurrir: “la posmodernidad es consciente de la imposibilidad teórica de una cosmovisión como la que representó el marxismo clásico”. La perspectiva posmodernista venía a decir que “no debemos aspirar a un pensamiento fuerte en el sentido de globalizador y con la pretensión de contribuir a transformar el mundo”. Lo sensato era conformarse con un “pensamiento fragmentario, débil, minimalista, provisional y siempre revisable”. Tal argumentación se basaba mayormente en la crítica a contrario: a partir “precisamente, de las consecuencias negativas del marxismo durante un siglo (dogmatismo, totalitarismo, escolasticismo, teologismo, etc)”.
FFB reconocía que la argumentación crítica del posmodernismo tenía fundamento, era atendible. La pregunta que de todas formas había que hacerse era esta:
“¿por qué, más allá del diletantismo, se sigue considerando hoy en día como una necesidad algún tipo de enfoque globalizador que permita atender teóricamente a los grandes problemas de la humanidad que están lugar a los grandes conflictos del final de siglo? ¿No significa esa añoranza el reconocimiento de que, a pesar de todo, hace falta algo más que el solo análisis? ¿No quiere decir eso que necesitamos otra vez fundir la inspiración de la Ilustración con la del romanticismo?”Si se admitía esta consideración, que había sido defendida entre otros por Edgar Morin, “¿acaso no vale la pena seguir planteándose si realmente ha nacido ya otro paradigma de esas características que supere o deje atrás al viejo paradigma marxista, que haga anacrónica la afirmación de Jean Paul Sartre sobre el marxismo como insuperable horizonte teórico de nuestro tiempo?” Se decía a veces que ese nuevo paradigma era el de la complejidad. Se decía, principalmente, en base a consideraciones metodológicas y epistemológicas. En cambio, concluía FFB,
“basándose en consideraciones más bien prácticas, o atendiendo a la gravedad que ha cobrado en los últimos tiempos la crisis medioambiental, otros autores postulan que el paradigma ecologista ha sustituido efectivamente lo que representó el marxismo decimonónico en la medida en que el gran problema de nuestro tiempo es encontrar un tipo de economía ecológicamente mantenible”.FFB apuntaba que se tendría que discutir tales puntos de vista (él, como es sabido, abono todo lo que pudo el paradigma ecologista desde un punto de vista marxista-comunista) aunque él no entró en materia en aquel momento, en aquel trabajo sobre las virtudes del marxismo.
Pocos años más tarde, Francisco Fernández Buey nos regalaba su Marx. Un Marx sin ismos por supuesto.
PS: Un paso de un artículo de Sacristán de 1968 que no le pasó por alto a FFB -“Corrientes principales del pensamiento filosófico” (Papeles de filosofía, Icaria, Barcelona, pp. 393-394- era muy apreciado por el autor de Poliética:
“La clasificación de las ideas de los filósofos en ismos -como los tres que van a considerarse seguidamente- no puede contar nunca con el aplauso de los autores así clasificados. No es, ciertamente, un procedimiento que pueda dar en general razón de lo que más debe importar al autor filosófico: por muy dentro que se encuentre de una tradición, el filósofo digno de ese nombre escribe precisamente para alterarla en mayor o menor medida, para añadirle temática, o para rectificar puntos del método en ella, o para someter a examen crítico su modo de validez, su capacidad de evolucionar, etc. De no ser así, no habría nunca producción filosófica que no fuera meramente histórico-didáctica” [la cursiva que acaso FFB hubiera suscrito es mía].
Notas
[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
[2] Entre paréntesis señalaba FFB: “Sobre este punto hay que atender a lo escrito por Inmanuel Wallerstein en The Capitalist World-Economy, Cambridge University Press, l979, y en obras posteriores. Particularmente interesante para la argumentación aquí es el artículo titulado "Marx and History:Fruitful and Unfruitful Enphases", en Thesis Eleven,nº 8, l984, págs. 92-101”. FFB reproducía esta cita Wallerstein:
"Desde l945 se produjo en el campo marxista una retirada tan desordenada como imprevista (motivada por la observación de lo que estaba ocurriendo en los países industrializados) respecto de una de las intuiciones más agudas que Marx haya tenido nunca, la del aumento de la polarización entre clases. Tratándose del largo plazo Marx era mucho más hábil de lo que suele reconocérsele. Se da el caso de que la polarización entre las clases sociales es una hipótesis históricamente correcta, lo cual se puede demostrar empíricamente siempre que se use como parámetro la única entidad que realmente cuenta para el capitalismo: La economía-mundo capitalista. Durante cuatro siglos ha habido en el seno de esta entidad una polarización que no es sólo relativa sino absoluta".
Wallerstein se refería, proseguía FFB, luego brevemente a la forma de calcular la distribución de la riqueza en el sistema-mundo y la duración de la vida, para concluir:
"Si se pudieran obtener cifras comparativas, calculadas para el largo plazo y en ámbito de la economía-mundo, creo que éstas demostrarían claramente que durante los últimos cuatrocientos años ha habido una significativa polarización material en el seno de la economía-mundo capitalista. Para decirlo aún con más claridad: mantengo que la gran mayoría (todavía rural) de la población de la economía-mundo trabaja hoy a un ritmo más duro, durante más tiempo y con una compensación menor que hace cuatrocientos años".
[3] De nuevo entre paréntesis, señalaba FFB: “Wallerstein, en el artículo sobre Marx y la historia que se ha citado hace un momento, replantea el viejo debate sobre los dos Marx en unos términos que me parecen muy apropiados en la situación de ahora. Contrapone a un Marx que se rebela contra el pensamiento liberal burgués (con su antropología fundada en el concepto de naturaleza humana, sus imperativos categóricos kantianos, su confianza en el lento pero inevitable mejoramiento de la condición humana y su preocupación por el individuo a la búsqueda de la libertad) a otro Marx que aceptó el universalismo al aceptar la idea de una inevitable marcha de la historia hacia el progreso, un segundo Marx más aceptable para los liberales. Wallerstein prefiere el Marx "fastidioso" de la polarización social, el Marx que no tuvo dificultad en mostrar cómo los liberales abandonaban sus principios cada vez que veían amenazado el propio orden social, el Marx que recordó a los liberales sus propias palabras, que llevó la lógica del liberalismo a sus consecuencias últimas y que, con ello, hizo digerir a los liberales la misma medicina que ellos prescribieron a los otros: más libertad, más igualdad, más fraternidad.”
[4] Fue traductor de J. S. Mill al ruso, señala FFB. “Y tantos otros, pero crítico observador de lo pronto que degeneró el liberalismo en Europa y en Rusia”.
[5] Entre paréntesis, anotaba el autor: “a partir de este punto 23 introducir "marxismos contra la corriente"”.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir García)