León Rozitchner
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Karl Marx ✆ Bob Row
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El enigma que Marx plantea sería el siguiente: ¿cómo
permanece lo fantástico del “meollo” de la esencia cristiana en el Estado
racional, democrático y laico? ¿Cuál es su soporte? ¿Cómo se metamorfosea el
poder visible y encarnado de la Madre Iglesia o del protestantismo para
construir con su esencia el Estado racional laico donde ese fundamento se
desvanece como si no existiera? Para desentrañar este efecto de encubrimiento,
que también señala como “psicológico”, Marx recurre, vimos, a la esencia genérica.
Pero ¿cómo explicar desde el ser genérico, que es sólo un concepto, la
esencia religiosa, que es una fantasía imaginaria? Si no, no habría misterio.
Para comprender la esencia religiosa imaginaria habría que señalar el lugar
imaginario humano previo que ella usurpa para metamorfosearlo de manera
fantástica. Pero en la esencia genérica su fundamento arcaico imaginario
desaparece como sostén del pensamiento racional consciente cuando Marx la
piensa. Marx no retiene la posibilidad de que el origen de la conciencia
adulta sea el resultado de la transformación histórica de una experiencia
infantil imaginaria con la cual el hombre produce, al ser descifrada y
enderezada, su idea del ser genérico. Sin embargo lo materno en el materialismo
marxista sigue estando ahora, que ya lo sabemos, tan ausente como la esencia
imaginaria cristiana en el Estado racional perfecto y en el capitalismo.
Sucede que el meollo religioso, que ocupaba en Sobre la cuestión judía el lugar de la
infraestructura, cuando pasa a convertirse en “el conjunto de las relaciones
sociales” científicas se convierte en “superestructura” distanciada de las
relaciones materiales productivas: en reflejo. Hubiera quizás reconocido,
siguiendo su propio planteo, que la esencia religiosa cristiana, al depreciar
las cualidades sensibles de las necesidades prácticas hasta la intimidad más
profunda y arcaica del sujeto, suplantando una madre sensual y sensible por una
madre virgen, contenía al capitalismo “in nuce”: lo que comenzó con el
fetichismo del cuerpo de Cristo como forma religiosa culmina con el fetichismo
de la mercancía en el capitalismo. La forma “sujeto” de Cristo escindida en
espíritu y cuerpo configura la forma de todos los objetos “económicos” que
satisfacen las necesidades prácticas, adecuados a su modelo religioso: en
objetos físicamente metafísicos. Porque, al fin de cuentas, ¿qué es el
fetichismo de la mercancía, con el cual comienza Marx su análisis en El Capital, sino la “solución final”
cristiana de la necesidad práctica judía que culmina evangelizando a todos los
objetos que las satisfacen? ¿Y qué, además, para que el capitalismo siguiera
triunfando, la cuestión judía planteada con san Pablo desde hace casi dos
milenios, requería la “solución final” que abarcara entonces no sólo a todos
los objetos sino también a todos los sujetos -“primero los judíos”- que
mantengan vivo, al lado del cristianismo, lo que su esencia celeste exige que
sean aniquilados para triunfar definitivamente?
Porque en la economía capitalista financiera, racionalizada
hasta un límite antes nunca alcanzado, pasa lo mismo que con el Estado racional
y su premisa cristiana: el fundamento imaginario religioso que la acompaña
también se tornó invisible en los objetos y en los sujetos que su esencia
conforma. Si el marxismo posterior a Marx hubiera mantenido la esencia genérica
del Marx joven en el fetichismo de la mercancía, que sólo aparece como si fuera
un fetichismo de conciencia, se hubiera comprendido que ese fetichismo se sigue
apoyando, tal como el Estado laico, en la materialidad fantástica cristiana que
el “hombre abstracto” no agota. Es el resultado, creo, de la ruptura que se
produce cuando el materialismo materno implícito de Sobre la cuestión judía se transforma y se posterga en el
materialismo del capitalismo cuando se lo aborda de manera “científica”. Es
cierto, eso no invalida ni mucho menos la puesta al desnudo de su fundamento en
la expropiación del trabajo y de la vida humana que Marx describe. Pero
tendríamos que terminar coherentemente afirmando que el imaginario religioso,
como “ordo amoris” que nos abarca a todos como sujetos, es el que sigue
sosteniendo, con sus nervaduras subterráneas, el entramado y las articulaciones
del Estado perfecto sobre el fondo de la materialidad desvalorizada, sin mater,
de la religión cristiana. Y que ésta, como “compendium enciclopédico” (Marx:
Introduc.), es decir, mítico, condiciona la apertura más englobante de todo lo
que existe en el mundo de los hombres, y por lo tanto también a todas las
relaciones productivas.
Como la argamasa que sostiene los cimientos se prepara
con agua y cemento, el Estado descansa distanciando los pilotes en la
separación radical cristiana entre el alma y el cuerpo. La primera une, la otra
separa: es el “hombre abstracto” del que Marx nos habla. Pero no es cualquier
alma ni cualquier cuerpo: es una religión que alcanzó sutilmente a efectuar la
expropiación más profunda que el cuerpo humano haya alcanzado nunca,
desplazando el lugar más sensible y materno que todo hombre tiene como sostén
de su vida para reemplazarlo por la matriz inclemente de la Madre Iglesia. Ha
logrado que el cuerpo materno, el primer “materialismo histórico” del sujeto,
expropiado en lo más hondo de nosotros mismos, se haya institucionalizado,
convertido primero en cuerpo fantástico de la virgen María para que luego
pueda “realizarse” en el Estado perfecto. La alienación y el extrañamiento de
lo más propio han sido alcanzados: sus articulaciones y ramificaciones
construyen la “concepción” del mundo de toda la cultura de Occidente, aunque ya
muchos no seamos religiosos.
La crítica que se dirige Marx a sí mismo en las Tesis sobre
Feuerbach, y en la que se inscriben la mayoría de los marxistas, dan como
superada la noción del “ser genérico” por ser “antropológica” y “no científica”
-que en realidad lo es, por suerte, porque desborda a la racionalidad
patriarcal iluminista. La distancia temporal que recorre el sujeto en el
desarrollo de su propia historia queda excluida: deja en la oscuridad el
fundamento primero de esa misma razón pensante en cuyo nombre también se
excluye la esencia genérica, aunque evoque a los sueños como un fundamento
necesario: “el mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa que,
para poseerla realmente, le bastaría con tomar conciencia [de
ella]”.(Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel). Hay
entonces una distancia temporal histórica en el tránsito del niño al hombre
adulto, del sueño sin conciencia a la conciencia con la que Marx lo piensa.
¿Qué pasó
luego con el ser genérico?
Es cierto que Marx a esa primera metamorfosis de la
Naturaleza en naturaleza histórica, el ser genérico del hombre, la esboza sólo
como una experiencia de la conciencia adulta en los Manuscritos, y lo hace sin
incluir esa otra “historia” que, desde la primera infancia, determina el acceso
del hombre a la Historia. En los Manuscritos de 1844 esa transformación se
despliega sobre el fondo de la relación del hombre con la mujer, como el lugar
donde se produce la metamorfosis de la naturaleza en cultura, porque allí la
naturaleza se transforma inmediatamente en naturaleza humana: en un nuevo
materialismo.
“El secreto de esta
relación encuentra su expresión inequívoca, decisiva, manifiesta, develada en
la relación del hombre con la mujer y en la manera como es aprehendida la
relación genérica, natural e inmediata. La relación inmediata, natural,
necesaria del hombre con el hombre es la relación del hombre con la mujer.
(...) En esta relación aparece pues de manera sensible, reducida a un hecho
concreto la medida en la cual para el hombre la esencia humana se convirtió en
naturaleza, o en la cual la naturaleza humana se convirtió en la esencia
humana del hombre”. “Del carácter de esta relación resulta la medida en la cual
el hombre se convirtió para si mismo en ser genérico, hombre, y se aprehendió
como tal”. (Manuscritos, 3º).
La esencia genérica, como experiencia fundante, se crea en
el enlace amoroso de los cuerpos del hombre y la mujer cuando se unen: la
cultura aparece reorganizando todo el cuerpo que pasa de cuerpo natural a
cuerpo humano, donde toda la materialidad natural se ha convertido en una nueva
materialidad: la cultura se ha convertido en la naturaleza humana. Será el
fundamento desde el cual adquieren sentido humano todas las demás relaciones
que se derivan de ella y entonces, pensamos, todas las relaciones productivas.
“En esta relación
aparece también en qué medida la necesidad del hombre se ha convertido en
una necesidad humana, por lo tanto en qué medida el otro hombre en tanto hombre
se convirtió para él en una necesidad, en qué medida, en su existencia más
individual, es al mismo tiempo un ser social (...) Partiendo de esta relación
se puede juzgar, pues el grado de cultura que el hombre ha alcanzado.”
(id.) .
Entonces el cuerpo que transforma su necesidad natural en
necesidad humana en el enlace carnal con otro ser humano debería remitirse a un
origen materno primero, el del primer enlace, como esa “relación sin relación”
de la que hablaba Hegel, porque allí los cuerpos estaban todavía, en el origen,
cuerpo a cuerpo confundidos. Que contendría entonces su “fondo genérico
humano”, que Marx sitúa en la “infancia de la Humanidad” y no en la infancia
del niño, que allí sí sólo resultaría de la transformación de la naturaleza en
humana por el trabajo del hombre. Habría en el seno del materialismo de Marx
dos materialismos: uno que comienza con la transformación de la naturaleza por
obra del trabajo humano, que culmina en el análisis de las relaciones
productivas económicas que se lee en los objetos, y otro materialismo que
supone un origen en la metamorfosis que se produce en la corporeidad humana en
el enlace amoroso del cuerpo de la mujer con el cuerpo del hombre, y que debe
leerse en los sujetos.
El primer materialismo se explica por su origen en la
historia de la humanidad. Para comprender el segundo, que lee su verdad no en
la transformación de las cosas sino en la de los sujetos, Marx se remite a
la relación del hombre con la mujer como el lugar de su metamorfosis. Pero le
falta el origen de este origen del materialismo nuevo, que no podría tener otra
materia que la del cuerpo del hijo con la madre que nos trajo a la vida y donde
esta primera metamorfosis se produce. La historia infantil del sujeto que desde
esa primera relación con la madre produjo al hombre y a la mujer como adultos,
capaces de amarse, desaparece entonces del planteo histórico y el materialismo
pierde el origen de su fundamento materno. Sólo tiene un origen el materialismo
cuya materialidad histórica se produce cuando la humanidad nace, y que se
transforma progresivamente en la materialidad de las relaciones productivas adultas.
La relación del hombre con la mujer queda soslayada. ¿Bastará luego que Marx en
El capital diga que “la tierra es la
madre y el trabajo es el padre” de la riqueza para recuperarla?
Ser genérico
e infancia
Ese es el problema: cómo el hombre adquiere su esencia
genérica que funda el nuevo materialismo, porque la relación hombre-mujer
adulta de los Manuscritos la roza pero no la alcanza: esa materia nueva no
reconoce aún el lugar primero donde él se engendra. El ser genérico, que la
conciencia de Marx piensa, apunta a un acto de nacimiento que lo crea primero
sin conceptos y del que extrañamente no tenemos conciencia porque la conciencia
misma lo suprime:
“Y del mismo modo que
todo lo que es natural debe nacer, del mismo modo el hombre tiene también su
acto de nacimiento, la historia, pero la historia es para él una historia
conocida y, por consiguiente, entanto acto de nacimiento, es un acto de
nacimiento que se suprime a sí mismo concientemente. La historia es la
verdadera historia natural del hombre” (“volver a esto”, agrega Marx al
margen). (Manuscritos, pág. 138, ed. francesa).
Entonces hay dos actos de nacimiento diferentes que quedan
subsumidos en uno: la Historia (historiografía) del nacimiento de la
Historia de la humanidad, y la historia (biografía) del nacimiento del hombre
individual que accede a la Historia de su actual vida histórica. Este último,
rozado en la expresión ambigua, queda ignorado: el acto de nacimiento
individual desde la infancia a la Historia carecería él mismo de historia. Hay
una prehistoria de la humanidad pero no hay una prehistoria del niño que se
hace hombre. Marx convierte a la esencia del ser genérico en una esencia
racional universal en tanto fundamento, y no existía aún el conocimiento
teórico que permitiera situar el origen de esa experiencia, que la industria
humana no agota, en la simbiosis arcaica con la madre, como ahora sabemos. Que
es la única que podría reunir ambos materialismos en uno solo, que sería
primero.
El origen
ensoñado de la esencia genérica
¿Cuál es la dificultad para entenderlo desde la razón
pensante? Sucede que la esencia genérica en su origen infantil también es una
esencia fantástica e imaginaria, que debe ser descifrada tanto como debe serlo
la esencia religiosa que en ella se apoya, pero que tiene una “verdad material”
originaria en el cuerpo materno que las otras no tienen, porque aquellas
fueron imaginadas desde el poder del patriarcado que, en el cristianismo,
transformó su materialidad materna en otra Cosa. Para comprender el origen del
materialismo desde el ensueño infantil, y encontrar allí el fundamento afectivo
e imaginario del ser genérico, hubiera sido necesario que Marx ya poseyera,
para interpretarlo, otra teoría científica: La interpretación de los sueños,
por ejemplo.Por eso ese concepto del materialismo, pensado con Marx como
esencia genérica filosófica, carece de una experiencia humana histórica
que pueda sostenerlo. Y quizás sea por eso mismo que Marx, cuando la relega,
nos dice que era una esencia “muda”, y que provenía de “fantasías infantiles”:
el niño no habla todavía, pero sueña. Marx daba en lo justo. Tuvimos que
esperar a Freud para encontrar el hilo que llevara desde los sueños de la
infancia a la conciencia y al concepto, hasta llegar desde allí al concepto de la
lucha de clases. Si quedan excluidos los diversos estratos que conforman al
sujeto en su propio desarrollo histórico, que son modos de producción sucesivos
en lo subjetivo, se impide comprender el fundamento imaginario arcaico del niño
que accede luego como adulto a la conciencia del ser genérico.
La necesidad
práctica como origen del “espíritu” humano
Si partiéramos buscando el origen de lo que para Marx eran
las “necesidades prácticas” en el campo imaginario religioso, a las que les
contrapone como punto de partida verdadero la “esencia genérica”,
encontraríamos que su origen histórico puede comprenderse desde lo que Freud
llama “la primera experiencia de satisfacción” en el niño. Allí se encuentra el
origen histórico-biográfico del “ser genérico” en el despunte de la vida con la
madre, diferente a la sola historiografía de los sistemas productivos sobre la
cual la filosofía marxista se basa. Freud entonces historiza el punto de
partida de Marx, las “necesidades prácticas”, cuando se pregunta por su origen
histórico y se dirige a la prehistoria del niño, no a la de la humanidad, para
dar cuenta del tránsito de la necesidad natural que se transforma, praxis
infantil mediante, en necesidad humana.
Ahora sabemos lo que Marx no sabía: que el surgimiento a la
vida con la madre, la transformación de naturaleza en naturaleza humana que
allí comienza construye en el niño, en el “interior humano” ensoñado, aún sin
conciencia, una primera organización subjetiva anterior a la conciencia,
fundamento ilusorio de lo que se ha dado en llamar el “aparato psíquico”, que
nos muestra el acceso a la historia en el sujeto: tiene su punto de partida en
el estímulo sensible de la primera necesidad práctica, donde aún no hay un
mundo exterior discernido todavía, y alcanzará su punto de llegada en la
conciencia que se abre al mundo. La aparición de un “mundo exterior” en el niño
es el resultado de un proceso donde en un primer momento todo es aún interno en
la unidad simbiótica con la madre. Lo cual lo lleva a Freud a postular que
luego el niño “luego desprende de sí un mundo exterior”, desde el primer mundo
que el niño vive como sólo interno.
Ese mundo interno subjetivo-subjetivo arcaico es, en
realidad, un mundo subjetivo-objetivo desde el comienzo mismo, pero no para el
niño, sino visto ahora sólo desde la realidad adulta que lo describe como
naturaleza historizada. Es desde lo subjetivo-subjetivo arcaico
ilusorio, a su manera “fantástico”, que se abre la transformación de la
necesidad en deseo a partir de alucinar el primer objeto (el pecho materno) y
actualizar su ausencia cuando falta: desde allí se abre luego la diferenciación
entre lo subjetivo y lo objetivo adulto de la percepción conciente. El objeto
de la satisfacción práctica alucinado se refugia en el sueño, donde se repite
un camino, el más corto, para alcanzar la satisfacción anhelada cuando duerme,
mientras que el enlace con la realidad del mundo exterior sigue abriendo su
camino, el más largo, hasta alcanzar la conciencia que retiene en la realidad
las vicisitudes del camino que debe transitar para lograrlo. Y esa “primera
experiencia de satisfacción” de la necesidad práctica es en principio
real-fantástica, porque el niño tiene el poder de hacer presente alucinando el
objeto cuando éste se ausenta. Lo alucinado aparecerá cuando el objeto falta y
uno quiere recobrarlo, siguiendo el camino más corto, de manera instantánea.
Pero lo ensoñado de la materialidad humana que sigue abriendo su camino en el
mundo se prolongará en cambio desde aquél primero, dando su sentido a todos los
objetos para percibirlos como objetos humanos. Ese es el origen ensoñado del
materialismo humano. La materia humana tiene siempre ese excedente ensoñado,
genérico, que el cristianismo separa como “parte maldita”. Y allí, en ese mismo
espacio imaginario se inserta, en ocasión de la angustia extrema o del terror,
lo fantástico religioso para que sólo volvamos a buscar los “verdaderos
objetos”, que el sueño conserva, por el camino más corto: en la alucinación que
ella instaura con su mundo fantástico.
El camino
más corto y el camino más largo
Para comprender a la “necesidad práctica” egoísta en su
desarrollo histórico debemos partir entonces del carácter prematuro del
nacimiento del hombre a la cultura, de la unidad que el niño vive desde el
origen con la madre y forma con ella la vivencia imaginaria y afectiva del
primer Uno que sólo el tiempo irá desdoblando y separando. Esa etapa arcaica en
la infancia organiza las primeras experiencias en unidad simbiótica con el
cuerpo que le dio vida, absoluto sin fisuras donde el sueño y la vigilia no
estaban separados todavía. Y si pensamos que aquello que ahora llamamos “mundo
exterior” al principio se despliega desde adentro hacia afuera, donde una parte
de lo ensoñado, puramente subjetiva al principio, queda cuasi encapsulada
luego, sin salida, con la intensidad indeleble que tienen para siempre las
primeras marcas. Y que cuando al fin la madre y el niño se hagan dos y se
separen, y los cuerpos antes yuxtapuestos se desunan, y el sueño y la
vigilia se distancien y el niño se haga hombre, el Uno sensible -que la
religión y la metafísica convierten en el Uno patriarcal divino- se mantendrá
como el secreto de la unidad imborrable con la madre, aunque la “realidad” de
los que sólo sueñan cuando duermen conspire para olvidarla.
El ser genérico es el que nos plantea el interrogante de su
origen histórico en el pensamiento. Es allí donde el modelo que Marx propone
como ser genérico, y luego excluye, debería remitirnos a la experiencia que
todo hijo vive con la madre mientras ella lo amamanta y lo arrulla, donde le da
todo al hijo sin pedir nada a cambio, sin equivalente, por amor al arte, sólo
por el gusto amoroso de colmarlo en el acto en que al darse ella misma se
colma, potlatch donde se usufructúa
toda la riqueza y se la gasta en el placer compartido sin calcular nada -incluida
la “parte maldita”, ese excedente ensoñado suntuoso que el Capital no tolera. Es lo que Marx plantea de manera implícita
cuando nos pide que “imaginemos” otro mundo humano contrapuesto al capitalismo
en El Capital mismo.
Esta es la experiencia, creo, desde la cual debería partir
la realización histórica de la esencia del ser genérico cuyo origen histórico
quedó trunco, y que debería haber formado parte del desarrollo del materialismo
histórico en nuestros días: incluyendo el acceso histórico individual del
hombre a la Historia colectiva. Marx, que antepone la esencia genérica a la
esencia religiosa, no tenía a su alcance los conocimientos que Freud nos
proporcionó luego. Lo que comenzó con la madre sensible ensoñada terminaría,
como realización de una necesidad práctica consciente, en un materialismo
político diferente, donde la fuerza y el poder se desplegarían, conglomerando
la fuerza más profunda desde su fundamento material humano originario, y donde
el hombre dejaría de ser sólo el lugar de un determinismo social pasivo,
ilusorio y externo.
Sin la primera institución religiosa cristiana,
la Madre Iglesia romana, útero institucionalizado, la secuencia que Marx
traza del Estado cristiano al Estado perfecto carecería de origen, aunque ahora
se haga protestante, porque primero está la Santa Madre Iglesia en tanto Estado
pontificio, puramente religioso, y luego recién desde allí se inicia la
serie que, pasando por el Estado cristiano germano culmina, Revolución francesa
mediante, en el Estado democrático perfecto norteamericano.
Diferencias
entre un Dios y el otro. El Dios judío.
En las religiones monoteístas judía y cristiana cada una de
ellas abre una distancia o un corte con esa primera experiencia arcaica con la
madre antes de que se prolongue hacia la realidad adulta, y lo hace desde el
poder patriarcal. Pero lo hace de dos modos, diferentes para ambas religiones.
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León Rozitchner |
El Dios patriarcal judío prolonga el carácter simbiótico
imaginario primero, solipsista, del “egoísmo” materno sólo reducido al hijo, y
lo extiende luego socialmente pero hasta abarcar únicamente al “pueblo
elegido”, los hijos de la madre convertidos ahora en hijos del padre cuya
Ley Dios les dicta. El Dios judío supera el afecto ensoñado materno, que
permanecerá al lado de la Ley, y persiste en el judío -como Marx señala en su
respuesta a Bauer- sólo en lo imaginario, transformado en necesidad práctica
egoísta. Han metamorfoseado a la madre y a su unidad primera corpórea, ya
diferenciada, la han mantenido sometida al Dios Único monoteísta al
desplazarla. La impronta arcaica permanece intacta en el origen de la memoria
subjetiva: el Dios trascendente judío de las relaciones sociales adultas no la
alcanza porque su Ley, que viene desde afuera, organiza y regula sin tocar la
esencia materna que permanece inmanente e imaginaria.
El Dios judío se interpone entre la madre y el hijo, por lo
tanto lo hace en un espacio ya “objetivado” -el mundo exterior para él ya
existe- en la realidad social donde impera la Ley patriarcal. La religión judía
construye a Dios en un momento más progresivo y tardío de la infancia: cuando
el objeto que el niño alucina reencuentra a la madre en la realidad que vuelve
a colmarlo, y entonces lo alucinado de su presencia ausente se transforma en
ensoñamiento al volver a acompañarla luego de recuperarla. Los nuevos objetos
que colman las necesidades prácticas aparecen prolongados en la estela del
primer “objeto”. Entonces la materia de la necesidad práctica de la esencia
religiosa judía deja subsistir el ensoñamiento que inviste a las cosas con su
coronita sin ensombrecerlas como meras cosas: la Ley patriarcal no pudo
despojarlas del áurea materna. Si se ha conservado a la madre y a las
“necesidades prácticas egoístas” al lado del Dios judío, es porque la religión
judía no parte de la simbiosis arcaica con la madre que se mantiene, como
impronta ilusoria, en el desarrollo de lo que con Marx llamaríamos “la esencia
genérica”. El poder patriarcal del Dios judío no “regresa” hasta el fundamento
materno para anonadarlo, su poder patriarcal se asienta en un momento
posterior, más real y distanciado, dentro de la infancia misma, porque la madre
engendradora -“carne de su carne, hueso de sus huesos”, como dice La Biblia- si
bien relegada, no fue sustituida por una nueva madre distinta: hay tránsito
desde la madre arcaica a la madre-madre y el padre endiosado conserva en tanto
Dios único un relente material antropológico: un Padre escribiente que graba la
Ley en la piedra. Por eso el Dios judío es trascendente: una distancia infinita
y externa lo separa de cada judío, que sólo llama “primogénito” a su pueblo
para justificar el privilegio. Adentro la madre, sólo ella, nos sigue
esperando: su lugar sensible no fue usurpado sino sólo desplazado.
El Dios
cristiano
Con el monoteísmo cristiano, en cambio, el poder religioso
penetra hasta lo más arcaico, la unidad simbiótica donde existe un solo cuerpo
sin distancia, un momento previo entonces a aquél con el cual se construyó la
divinidad judía. En la religión cristiana se produce una metamorfosis que
ninguna otra religión alcanzó nunca. El niño, en el cristianismo, ha sido
despojado de la madre como madre amante, que le es devuelta como madre virgen
en el mismo lugar donde su impronta persiste. Siendo como en verdad es sólo un
estadio primero arcaico, la religión cristiana lo actualiza con los mismos
caracteres de lo fantasmal en el hombre adulto: como si fuera verdadero en
tanto mecanismo de satisfacción alucinada, pero que no se prolongará nunca más
en el mundo como sucede en las otras religiones, y aún en la judía. Sólo la
Madre Iglesia “realiza” a la madre Virgen que sólo Dios fecunda. El terror
religioso vacía el lugar materno como último cobijo al cual regresamos para
salvarnos, y suplanta a la madre arcaica viva con una nueva madre que contiene
la simiente divina, donde el espíritu de Dios convierte en puramente espiritual
su encarnadura protectora. Su lugar lo ocupa ahora una madre alucinada que nos
vuelve a dar vida como hijo crucificado, que debe morir para salvarse borrando
las huellas de la madre verdadera. A partir de allí la alucinación permanece
como modo de existencia del primer “objeto” real anhelado, y desde ese
lugar vaciado de la materialidad materna se abrirá luego la conciencia racional
del sujeto pensante, incapaz de pensar su propio fundamento anonadado, como si
su cuerpo sólo fuera ahora un cuerpo de palabras.
Recién entonces con el cristianismo las necesidades
prácticas, que la tomaban a la madre como objeto de nuestras primeras
satisfacciones, se han “ennoblecido”, metamorfoseadas en necesidades
“espirituales”, elevadas al “reino de las nubes,” como Marx define a las
necesidades cristianas: no hay cuerpo materno que pueda sostenerlas. Porque
ahora, como hijos de la madre Virgen que la sustituye renacemos como Cristo de
sus entrañas inseminadas por el espíritu inmaterial divino: el hijo es Uno
ahora con un Dios abstracto, como lo estaba al principio con el cuerpo materno
al que suplanta.
El Dios Uno del patriarcalismo cristiano se construye con
los contenidos cualitativos vividos con la madre primera, ahora transfigurada
para darnos una nueva vida: una vida cristiana. Y con el objeto perdido que lo
satisfacía se construye, para llenar su ausencia, el Deus absconditus alucinado
que lo reemplaza. Por eso San Agustín lo encuentra allí donde la madre residía:
“Tu estabas más dentro de mí que lo más
íntimo mío y más por encima de mí que lo más elevado mío”. “La verdad reside en
el interior del hombre” (Confesiones): el Dios masculino trascendente se
hizo inmanente y ocupa el lugar vaciado de madre.
Es con las cualidades sensibles negadas de la madre como se
construyen los predicados de la existencia del Dios de la teología cristiana, y
la necesidad sensible judía se transforma, como dice Bauer, en “el alimento único, el verdadero, el puro,
el alimento verdaderamente nutritivo, el alimento santo y maravilloso que se
ofrece en ocasión de la comunión” (La
cuestión judía). Con el cuerpo de Cristo, alucinado en la hostia insípida,
sin sabor ni olor, suplantamos la sangre y la carne del cuerpo nutricio de la
madre arcaica con la carne y la sangre alucinada del Hijo del Padre, cuyo
cuerpo nos ofrece en la Última Cena antes de ir al sacrificio. La necesidad
práctica judía se ha metamorfoseado en necesidad espiritual cristiana. La
materialidad ensoñada del cuerpo de la madre negada encuentra ahora afuera
objetos puramente materiales, sin sentido, cosas puramente cosas que luego
serán convertidos en mercancías. Y este sería el modo de existencia mítica que
sostiene la “premisa” del Estado democrático y laico. El cuerpo común de la
naturaleza inorgánica fue transformada en materialismo cartesiano mecanicista,
“no de modo subjetivo” (Marx, Tesis 1): ya no prolonga su sentido desde la
primera experiencia de satisfacción humana.
Y entonces cabe la pregunta: ¿es posible enfrentar la
contundencia del materialismo capitalista en la lucha política sin habilitar y
suscitar las fuerzas de vida de la impronta materna?
La fase
religiosa y la fase de la conciencia
Marx no pudo pensar nunca este materialismo originario
ensoñado, aunque a veces lo evocaba como un sueño. Pensaba que la “fase”
religiosa, en tanto reflejo alienado de la realidad en la “conciencia interior
del sujeto”, estaba inscripta en el mismo nivel que la alienación en
la “fase” económica de la vida real, la una como fantasmal interna, la
otra como real externa.
“La alienación
religiosa como tal no se manifiesta más que en el dominio de la conciencia del
interior humano; pero la alienación económica es la de la vida real, y es por
esto que su supresión abarca las dos fases.” (Manuscritos).
Marx pensaba entonces que al suprimirse la alienación real,
económica, la alienación interior desaparecería junto con ella. Esto también
plantea el problema de pensar si sólo poniendo el énfasis en la contradicción
económica podemos suscitar las fuerzas de los cuerpos escindidos por la
mitología cristiana. La igualación entre la “inmaterialidad” interna de la
esencia espiritual ideal cristiana, que sostiene a la conciencia, y la
“materialidad” externa “natural” de los fenómenos económicos, queda consumada
cuando se piensa que la religión es sólo un reflejo de las relaciones
productivas. La ilusión política consiste entonces en pensar que cuando la
alienación “real” económica desaparece arrastra consigo la alienación mítica
instalada en la subjetividad fantástica. Entonces se lleva consigo también el
ensoñamiento del nuevo materialismo del ser genérico. Si lo tomáramos como
punto de partida desde el cual se organiza el pensamiento, habría dos
presupuestos para la conciencia que piensa: la razón que se prolonga desde la
primera, la materna, sensible y afectiva, y la que se desarrolla en la segunda,
patriarcal, espiritual y apalabrada. ¿Es posible pensar la Revolución cuando se
la plantea con las categorías que reposan todavía con el materialismo de la
racionalidad cristiana?
Así como el judaísmo persistió en la historia al lado
(neben) del cristianismo, pese a que el segundo resultó de la transformación
del primero, así con la misma palabra Freud designa la persistencia de lo
arcaico al lado (neben) de lo luego desarrollado, de lo infantil imaginario
junto a la conciencia adulta racional. Así como hay una historia del desarrollo
de una religión a otra, y de un Estado a otro Estado, así también hay un
desarrollo en el tránsito de lo originario de la primera experiencia de
satisfacción a las otras que luego le suceden, y donde ambas permanecen cada
una al lado de la otra, pero conservando su propia fase junto a la otra fase.
¿No sucede eso acaso con el cristianismo, donde la esencia cristiana creada
como religión hace ya dos mil años en una fase agraria de la producción,
permanece al lado del capitalismo que supone el triunfo de la racionalidad
cuantitativa extrema? ¿Y que en esa disociación histórica emerge la disociación
que la religión prepara en nuestro propio acceso a la historia y a la
conciencia? Así como lo imaginario cristiano organizó el mundo desde antaño,
así lo reorganiza, sobre ese mismo imaginario que subsiste hace ya dos mil
años, el capitalismo racional y científico.
Marx en El Capital
señala, es cierto, al cristianismo como presupuesto del hombre abstracto:
“Para una sociedad de
productores de mercancías, cuya relación social general de producción consiste
en comportarse frente a sus productos como ante mercancías, o sea valores, y en
relacionar entre sí sus trabajos privados, bajo esta forma de cosas, como
trabajo humano indiferenciado, la forma de religión más adecuada es el
cristianismo, con su culto del hombre abstracto, y sobre todo en su
desenvolvimiento burgués, en el protestantismo, el deísmo, etc.”.
Lo esencial de sus primeras intuiciones se han desarrollado
en el análisis más acabado que se haya hecho para desentrañar el capitalismo.
Pero el “hombre abstracto” aquí no muestra la profundidad con la que, creemos,
fundó el materialismo al que apunta en Sobre
la cuestión judía o en los Manuscritos, como para pensarlo desde un
imaginario arcaico que se prolongaría en un nuevo materialismo y podría dar un
sentido más pleno y humano a la materialidad de las relaciones productivas. El
origen ensoñado del materialismo materno, cuyo espesor afectivo da sentido a
toda la materia, debería acompañar como soporte a la descripción que Marx nos
hace cuando imagina una “asociación de hombres libres” para lo cual sólo
bastaría, nos dice, la transformación de las relaciones productivas en el
trabajo.
“Imaginémonos
finalmente, para variar, una asociación de hombres libres que trabajan con
medios de producción colectivos y emplean, concientemente, sus muchas fuerzas
de trabajo individuales como una fuerza de trabajo social. (...) Por otra
parte, el tiempo de trabajo servirá a la vez como medida de la participación
individual del productor en el trabajo común. (...) Las relaciones sociales de
los hombres, con sus trabajos y los productos de éstos, siguen siendo aquí
diáfanamente sencillas, tanto en lo que respecta a la producción como en lo que
atañe a la producción”.
La profundidad hasta la cual había penetrado el análisis de
las necesidades prácticas en La cuestión judía, que está implícitamente
presente cuando en El capital diseca
el cuerpo cristiano de las mercancías, se difumina como sostén de las nuevas
relaciones productivas en la asociación de hombres libres. Como se trata de un
problema teórico hay que pegar sólo un salto imaginario para resolverlo. Pero
las ganas para pegar ese salto desde la teoría al campo político, donde hay que
desprenderse del “peso de todas las generaciones muertas que invade como una
pesadilla el cerebro de los hombres vivos”, como Marx nos lo dijo,
necesitaría volver a encontrar el sueño del materialismo materno para vencerlas
en el lugar carnal más profundo: sólo el sueño materno prolongado en la
realidad puede vencer las pesadillas que llenan de espectros al cerebro. El
problema es cómo suscitar esta transformación que la conciencia piensa sin
habilitar antes, en el campo de la lucha de clases y de la ciencia, la
recuperación de ese lugar materno que es el sostén afectivo, el primer
materialismo ensoñado que mueve los cuerpos de los hombres que imaginan una
“asociación de hombres libres”. Como cuando Marx joven pasaba del sueño de una
cosa a la conciencia para poseerla realmente. Si Marx acude a la imaginación
para pensar una asociación de hombres libres ¿por qué no suscitar entonces el
sueño de la Cosa nuevamente, “la atracción eterna del momento que no volverá
nunca más” (Introducción a la crítica de la Economía Política), para que el materialismo
ensoñado de la infancia vuelva a animar nuestro cuerpo que sostiene las
primeras marcas de vida imborrables que también conserva el cerebro?
El destino
del ser genérico
Al desechar la noción de “ser genérico”, sin desarrollar la
comprensión que ella exigía, desapareció por ahora en el marxismo la
posibilidad de prolongar esta noción, que llaman despectivamente “humanista” o
“antropológica”, que hubiera servido para transformarla luego en una
concepción histórica materialista más plena: el fundamento histórico y materno
del “ser genérico” como primera determinación histórica de la materia. Al
antagonismo de las clases sociales debemos agregarle simultáneamente el
agonismo de los sujetos que la política soslaya, aunque necesariamente los
suponga en la lucha de clases.
Con esto no decimos nada extraño al pensamiento que llegaba
hasta Marx. Había que haber reconocido lo que el idealismo hegeliano había
también planteado a su manera. No bastaba, aunque no fue poco, con poner de pie
al idealismo cristiano para enderezarlo, pero había que devolverle al cuerpo
materno el lugar fundante del sentido humano que el cristianismo le negó desde
su origen. No olvidemos que Hegel, en La formación del espíritu subjetivo, en
la Enciclopedia, describía el acceso del sujeto a la conciencia racional
verdadera como un proceso histórico que tenía a la unidad de la madre con el
hijo como un primer momento. Era con la madre como se transformaba el alma
natural en alma sensible, y se abría en el niño el acceso a la moralidad, antes
de pasar a convertirse como hombre a la eticidad del Estado. Pero la madre sólo
accedía a la representación, el hombre al concepto.
Para
terminar
Una investigadora marxista (Isabel Monal, Ser genérico, esencia genérica en el joven
Marx, Profesora de Filosofía de la Universidad de La Habana, Cuba y editora
de la revista Marx Ahora) expresa
claramente su aversión hacia el concepto de “esencia genérica”:
“La clave está, pues,
en que -como indica la tesis VI- la esencia humana es en su realidad el
conjunto de las relaciones sociales”. Marca la fundación, en su primera
elaboración, del materialismo histórico, y con ello el período propio de la
madurez y del salto hacia la cientificidad”. Son -agrega- “concepciones ya
superadas de la Cuestión Judía o de los Manuscritos”.
Es cierto: se inicia desde allí un materialismo histórico
pero sin mater, que ningún salto a la cientificidad podría emprender sin negar
el origen histórico de la materialidad humana: el materialismo del “conjunto de
las relaciones sociales” queda huérfano de su origen materno, como si la
relación primera con la madre no fuera una relación social. Y en el
preciso momento en que se abandona la determinación materna en la metamorfosis
de la materialidad humana, allí aparecerá luego el
“materialismo” patriarcal sin mater.
De allí que sea difícil compartir alborozados esa
“superación” científica, como lo hace la autora mencionada:
“Adiós, pues, a la
Gattungswesen que orienta el análisis y comprensión de la realidad social fuera
de la historia y de las relaciones materiales entre los hombres. Adiós a esa
filosofía que se ha representado como un ideal al que llaman 'el hombre' a los
individuos que no se ven absorbidos por la división del trabajo”.
Como si la producción de hijos no fuera un trabajo de parto
de la historia, y quedara fuera de la “división social del trabajo”.
La teoría del reflejo para explicar lo religioso se ha
convertido en el ecumenismo laico del “marxismo” político y filosófico. Hasta
tal punto que desde la época cultural y política en que Marx escribe este
trabajo, y más aún pensando que todavía no podía prever lo más impresionante de
su posterior desarrollo, la solución final de “la cuestión judía” culminó con
el exterminio de millones de judíos. Los análisis teóricos marxistas del
capitalismo, y sobre todo los análisis políticos, dejarán sin embargo de lado
la feroz persistencia de la esencia cristiana en el capitalismo, como si ésta
no fuera la tecnología de dominio religioso sin la cual es imposible pensar la
existencia del capitalismo. El problema que planteamos, nos damos cuenta
entonces, resulta del hecho de que El
Capital, siendo como es el análisis más profundo y sutil que sobre él se
haya hecho, no nos permite sin embargo comprender desde allí el exterminio
judío como una necesidad de la esencia cristiana del capitalismo. Desde un
capitalismo pensado sólo como una contradicción de las relaciones productivas,
sin el predominio activo de su esencia cristiana, no se entiende la solución
final que encontró la cuestión judía que Marx había planteado en Sobre la
cuestión judía.
Nota del
Editor
Este trabajo fue
publicado en 2009, y al año siguiente fue publicado el libro Sobre la cuestión Judía de Karl Marx cuyo
apéndice al prólogo de León Rozitchner hemos reproducido. Este texto se basa en
la respuesta que da Karl Marx a Bruno Bauer sobre “la cuestión judía”. Mucho se
ha escrito sobre el supuesto antisemitismo de Marx en esta obra. Sin embargo
Rozitchner hace una nueva lectura para entender que la oposición entre
cristianos y judíos en el campo religioso Marx la ha transformado, para
comprenderla, en la oposición entre el Estado político y la sociedad burguesa
para hacer visible lo invisible. Por ello afirma que:
“Si los judíos sólo
entienden que Marx se refiere a ellos como puros judíos, judíos-judíos, y que
los desprecia no pueden darse cuenta entonces que el judío y el judaísmo del cual
Marx aquí se ocupa es siempre ‘el judío’ o ‘el judaísmo’ cristianizado: lo que
el cristianismo ha hecho de ellos y lo que cada judío ha interiorizado de
cristiano en su ser judío.”
Pero Rozitchner nos advierte que una de las dificultades que
encontramos es comprender un texto donde éste sutilmente adquiere por momentos
un matiz irónico.
“Como si Marx -que
‘era un judío de pura sangre’, según escribió Engels a un amigo- hiciera suya las críticas cristianas
contra los judíos para pasar de inmediato a refutarlas, pero lo hace desde una
matriz teórica diferente, que es necesario tener presente para comprender su
propio derrotero”.
Uno de los planteos de Rozitchner en este prólogo -que dada
su extensión es casi un libro- consiste en considerar que el cristianismo,
“mientras pretende ser
la verdad del judaísmo al reemplazarlo, sólo es un desvío y una vía muerta ante
la esencia genérica que Marx presupone en el fundamento de todos los hombres, y
al que cada religión, al metamorfosearla, le daría una forma propia. Son dos
formas -la ‘esencia genérica’ y la ‘esencia religiosa’- cada una de las cuales
muestra qué es lo que cada religión -el judaísmo y el cristianismo- ha
construido al metamorfosear la esencia genérica, matriz humana de la historia,
en el campo de lo irreal y de lo ilusorio que es propio de lo religioso”.