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Karl Marx ✆ Xavier Lorman |
Claudio
Katz | Es sabido que Marx modificó su visión de los
países subdesarrollados. Inicialmente concebía una ligazón pasiva de estas
naciones con el auge y declive del capitalismo mundial. Posteriormente realzó
la resistencia al colonialismo. Ese giro fue intensamente discutido en los años
70 por los investigadores de su obra. El trasfondo de ese interés era el
entusiasmo por las revoluciones socialistas en la periferia. Los marxistas evaluaban la continuada brecha
entre economías avanzados y retrasadas, a la luz de las intuiciones expuestas
por el autor de El Capital. Los
autores nacionalistas criticaban la hostilidad (o indiferencia) de Marx hacia
el mundo colonial. Los neoliberales impugnaban o demonizaban su obra. ¿Cómo
abordó Marx el problema de la periferia?
Socialismo
cosmopolita
En
su primera visión Marx supuso que la periferia repetiría la industrialización
del centro. Consideró que el capitalismo se expandiría a escala mundial creando
un sistema interdependiente, que facilitaría tránsitos acelerados al
socialismo. Estimaba que el despojo de los artesanos y los campesinos conduciría
a una expropiación ulterior de los confiscadores. El
Manifiesto Comunista presenta esa
mirada. El capitalismo es retratado como un régimen que derriba murallas y
expande su dominación desde el centro hacia la periferia (Marx, 1967).
China
es mostrada como una sociedad bárbara que será modernizada por la penetración
colonial. India es descripta como un país estancado por la preeminencia de comunidades rurales, creencias místicas y
déspotas parasitarios. Se supone que esas estructuras quedarán demolidas con la
instalación del ferrocarril y la importación de textiles británicos (Marx, 1964:
30-58, 104-111).
Pero,
a diferencia de sus contemporáneos, el pensador alemán combinaba ese análisis
con fuertes denuncias. Remarcaba la destrucción de formas económicas arcaicas
cuestionando al mismo tiempo las atrocidades del colonialismo. Realzaba la
función modernizadora del capital y objetaba las masacres perpetradas por los
invasores.
Con
este parámetro evaluaba el libre comercio. Los elogios al intercambio -que
rompía el aislamiento de viejas sociedades- eran complementados con críticas a
las dramáticas consecuencias de esa expansión.
Esta
tensión ente ponderaciones y rechazos era compatible con una expectativa en
rápidas victorias del socialismo. Marx suponía que la generalización del
capitalismo aceleraría en pocas décadas la erradicación de ese sistema. También
esperaba una vertiginosa irradiación de ese resultado desde el centro europeo
hacia el resto del mundo.
Esta
concepción cosmopolita del socialismo presuponía una acelerada secuencia de
industrialización global, debilitamiento de las naciones y eliminación del
colonialismo. Era una mirada afín al internacionalismo proletario de la época,
que retomaba las utopías universalistas gestadas durante el siglo de las luces.
Marx
compartía el proyecto humanista de trascender inmediatamente a la nación por
medio de comunidades sin fronteras. A diferencia del cosmopolitismo radical
legado por la revolución francesa, promovía la igualdad social junto a la
ciudadanía universal (Lowy, 1998:11-21). Al
subrayar que el “capital no tiene patria” el revolucionario alemán observaba la
mundialización del predominio burgués, como un paso hacia la disolución
conjunta de las naciones y las clases. Esta propuesta de hermandad global
gozaba de gran predicamento entre el artesanado geográficamente móvil que
nutría a la I Internacional (Anderson, P, 2002).
Rebeliones
y virajes
Marx
quedó muy impactado por la rebelión china de Taiping (1850-64) que fue zanjada
con millones de muertos. Denunció al colonialismo británico y observó esa
tragedia como un proceso destructivo carente de alternativas. También fue conmovido
por la revuelta de los cipayos de India (1857-58), que los ingleses aplastaron
en forma sangrienta. Allí comenzó a notar cómo la expansión del capitalismo
desataba grandes resistencias de los oprimidos (Marx, 1964: 139-143, 161-181).
Estos
alzamientos modificaron su mirada. Ya no desvalorizó lo ocurrido en las
colonias, ni repitió que las sociedades asiáticas estaban destinadas a copiar
el patrón europeo. El actor omitido en el Manifiesto
Comunista comenzó a cobrar cuerpo. Marx fue uno de los primeros pensadores
occidentales en apoyar la independencia de la India.
Pero
el mayor cambio se produjo con los levantamientos de Irlanda. Allí confirmó que
el saqueo colonial destruye sociedades sin facilitar su desarrollo ulterior.
Marx comparó la devastación británica de su vecino con las depredaciones que
realizaban los mongoles. Observó que la reorganización rural impuesta en la
isla era una caricatura de lo realizado en Inglaterra. Lejos de aumentar la
productividad agraria reforzó la aristocracia territorial, la expulsión de los
campesinos y la concentración de la propiedad.
El
autor de El Capital también notó cómo
la burguesía inglesa bloqueaba el surgimiento de manufactureras irlandesas,
para garantizar el predominio de sus exportaciones. Además, los capitalistas se
aprovisionaban de fuerza de trabajo barata para limitar las mejoras de los
asalariados británicos.
Al
observar el saqueo de Irlanda, Marx abandonó su expectativa anterior en la
expansión capitalista. Percibió cómo la acumulación primitiva no es la antesala
inmediata de procesos de industrialización, en un país sometido al despojo
(Marx, 1964: 74-80).
A
partir de ese momento transformó su simpatía por la resistencia en India y
China en un elogio explícito de la lucha nacional. Enalteció la rebelión de los
irlandeses, que retomando viejas tradiciones comunales obligaron a los británicos
a militarizar la isla.
El
teórico alemán participó intensamente en las campañas para lograr la adhesión
de los obreros ingleses a esa lucha. Comprendió la necesidad de contrarrestar
la división promovida por los capitalistas entre los asalariados de ambas
naciones. Señaló que la lucha irlandesa contribuía a reducir esas tensiones y
adoptó la famosa frase de propagada a favor de los resistentes fenianos (“un
pueblo que oprime a otro no puede ser libre”) (Barker, 2010).
Los escritos de 1869-70 ilustran esta
maduración. Marx ya no concibió la independencia de Irlanda como un resultado
de victorias proletarias en Inglaterra. Privilegió una secuencia inversa e incluso
consideró que la eliminación de la opresión nacional era una condición de la
emancipación social. Destacó la estrecha interacción entre ambos procesos y
recordó cómo en el pasado el aplastamiento de Irlanda había contribuido a
frustrar las revoluciones contra la monarquía inglesa (Marx; Engels, 1979).
Esclavos
y oprimidos
La
nueva concepción de convergencias entre el proletariado europeo y los
desposeídos del resto del mundo motivó el apoyo de Marx al Norte en la guerra
de secesión estadounidense (1860-65). Adoptó la bandera del abolicionismo
frente a la gran presión de los fabricantes británicos a favor del Sur. Los
capitalistas se abastecían del algodón cosechado por los esclavos y convocaban
a los obreros textiles ingleses a preservar su empleo, evitando toda
participación en el conflicto americano.
Marx
denunció ese chantaje y ratificó la necesidad de acciones comunes a ambos lados
del Atlántico, para doblegar la sociedad de los explotadores británicos con los
plantadores sureños.
Esa
campaña también apuntó a contrarrestar la fractura racista dentro de la
naciente clase obrera estadounidense. Los asalariados inmigrantes observaban al
esclavo como un competidor que achataba su salario. Marx promovió
pronunciamientos de la I Internacional para crear vínculos entre los
trabajadores blancos y los oprimidos afro-americanos.
La
guerra de secesión se desenvolvía en un país percibido como una democracia
potencial de gran envergadura. Marx consideraba que la liberación de los
esclavos y el aplastamiento de los plantadores aportarían un ejemplo mayúsculo
de logros revolucionarios.
Por
eso criticaba la timidez inicial de Lincoln que rechazaba el armamento de los
negros promovido por las abolicionistas radicales. Estas vacilaciones ponían en
peligro la victoria del Norte, que superaba ampliamente a los confederados en
el plano económico y militar (Marx; Engels, 1973: 27-74, 83-171).
En
su nueva etapa Marx celebró los procesos revulsivos en varias partes del mundo.
Nunca dudó de la primacía europea en el pasaje al futuro socialista, pero subrayó
el protagonismo de otros sujetos. Reivindicó la constitución de las juntas
radicales en Cádiz frente a la invasión napoleónica y retrató con gran simpatía
las rebeliones de las Antillas contra el colonialismo anglo-francés.
Pero
lo más significativo fue su apoyo a México. Denunció la expedición de
Maximiliano para cobrar deudas ocupando el país y apoyó las grandes reformas
democráticas introducidas por Benito Juárez. Con esa definición dejó atrás su
justificación anterior de la apropiación de Texas por parte de los colonos
anglo-americanos (Marx; Engels, 1972:
217-292).
Marx
abandonó su tesis precedente de emancipación externa de la periferia. Ya no
supuso que los cambios en el mundo serían más rápidos que la maduración interna
de las sociedades no europeas. Su visión del futuro pos-capitalista comenzó a
incluir rebeliones en la periferia convergentes con el proletariado europeo.
Democracias
y comunas
La
nueva mirada enriqueció el enfoque de Marx sobre las batallas democráticas en
el Viejo Continente. Esas luchas incluían demandas de auto-determinación
nacional de pueblos sometidos a las monarquías imperiales de Rusia y Austria.
El
teórico comunista era un activo partícipe de esas confrontaciones y apoyaba las
unificaciones de Alemania e Italia resistidas por las autocracias. Marx auspiciaba
la radicalización socialista de esas luchas. Proclamaba la carencia de patria
del proletariado e imaginaba procesos de convergencia popular que desbordarían
las fronteras. Pero favorecía también las insurrecciones nacionales que
debilitaban al zarismo y a los Habsburgo (Munck, 2010).
Marx
ponía el foco en quién resiste y cómo se presenta cada batalla. Razonaba en
términos de acción y protagonistas de grandes gestas. Por eso reivindicaba la
resistencia de los húngaros contra los ocupantes austríacos y la belicosidad de
los polacos contra los opresores rusos.
Observaba
especialmente el combate de Polonia como un “termómetro de la revolución
europea”. Ese país había perdido su independencia con la partición entre Rusia,
Prusia y Austria y era epicentro de reiterados levantamientos (1794, 1830,
1843, 1846).
Marx
adoptó ese anhelo nacional como una bandera permanente. No sólo registró la
espontánea solidaridad que suscitaba en todo el continente. También polemizó
con las corrientes anarquistas que descalificaban esa resistencia, tanto por su
ligazón con la nobleza como por su lejanía con las reivindicaciones obreras. Al
proclamar que “Polonia debe ser liberada en Inglaterra”, Marx discutía con un
enfoque que anestesiaba la conciencia internacionalista de los trabajadores (Healy,
2010).
El
revolucionario alemán asignó a la independencia de ese país una gran incidencia
en la batalla contra el zarismo. Como priorizaba la derrota de esa fuerza
conservadora tomó partido contra Rusia en la guerra de Crimea con el Imperio
Otomano. Rehuía el neutralismo y jerarquizaba los triunfos sobre al enemigo
principal.
A
partir de lo observado en India, China, Irlanda y México, Marx incorporó una
nueva hipótesis de fuerzas transformadoras al interior del imperio ruso.
Reconsideró el papel de las viejas formas comunales en el agro, que
anteriormente veía como simples rémoras del pasado. Estimó que podían cumplir
un rol progresista y evaluó la posibilidad de un tránsito directo al socialismo
desde esas formaciones colectivas (Marx; Engels, 1980: 21-65).
Su
nueva mirada sobre la periferia influyó en esta aceptación de un salto directo
hacia etapas pos-capitalistas. Marx modificó su rechazo previo a esa eventualidad.
Lo que había descartado en 1844 como una ingenua modalidad de “crudo comunismo”
se convirtió treinta años después en una alternativa factible. Por eso extendió
el estudio de las comunas a otros casos (India, Indonesia, Argelia).
Un
nuevo paradigma
En
su primera etapa Marx resaltó la dinámica objetiva del desarrollo capitalista
como un proceso de absorción de formas precedentes de producción. Resaltó el
rol de las fuerzas productivas como determinantes primordiales del curso de la
historia. Por eso supuso que el capitalismo se desenvolvería incorporando a la
periferia al torrente de la civilización. En
el segundo período Marx abandonó la idea de un amoldamiento pasivo del mundo
colonial al devenir del capitalismo. Consideró saltos de etapas y señaló fuerzas
activas que en la periferia podían acelerar la introducción del socialismo.
Kohan
interpreta este viraje conceptual como un cambio de paradigma. Una filosofía
unilineal asentada en el comportamiento de las fuerzas productivas fue
reemplazada por una mirada multilineal, que resaltaba el papel transformador de
los sujetos. La revisión de la problemática nacional-colonial precipitó el
viraje.
Esta
caracterización contrasta con la tradicional dicotomía entre dos Marx que
introdujo Althusser. Ese enfoque distinguía al joven “humanista”-concentrado en
la problemática filosófica de la alineación- del viejo “científico” absorbido
por la detección de leyes del capitalismo. En el tratamiento de la periferia esa
secuencia se invierte. El pensador debutante del Manifiesto estaba más atento a los procesos objetivos de expansión
capitalista y el autor maduro de El
Capital resaltaba la gravitación subjetiva de la lucha nacional y social
(Kohan, 1998: 228-254).
Kevin
Anderson subraya este mismo itinerario. La rígida cronología de absorción de la
periferia a la modernización del centro fue reemplazada por una mirada de
cursos abiertos y variados de desenvolvimiento histórico. También
estima que las singularidades de la periferia indujeron a Marx a dejar atrás el
estricto modelo de adaptación de las superestructuras (políticas, ideológicas o
sociales) a los cimientos económicos. El esquema de amoldamiento del contexto
social (relaciones de producción) al crecimiento económico (fuerzas
productivas) fue sustituido por una visión de procesos codeterminados y sin
direccionalidades preestablecidas (Anderson K, 2010: 2-3, 9-10, 237-238,
244-245)
Otros
autores sostienen que este giro de Marx no alteró su modelo inicial (Sutcliffe,
2008). Pero el tenor de los cambios indica modificaciones sustanciales. En 1850
Marx avizoraba al movimiento democrático de China e India como un simple aliado
de los obreros europeos. En 1870 ya observaba la independencia de Irlanda como
un motor de la revolución en Inglaterra. En 1880 fue más lejos y consideró que
Rusia compartía con Europa un lugar clave en el debut del socialismo.
Convergencia
y fracturas
La
visión rudimentaria de la periferia que expuso del primer Marx sintonizaba con
la inmadurez de su pensamiento económico. Por eso el Manifiesto avizoraba un vertiginoso proceso de mundialización que se
verificó recién en la centuria posterior.
Junto
a la Miseria de la filosofía y Trabajo asalariado y capital, el Manifiesto se ubicó a mitad de camino en
la elaboración de Marx. Ya había desarrollado su crítica a la propiedad
privada, descubierto la centralidad del trabajo, modificado el análisis
antropológico de la alienación y captado la utilidad de la concepción
materialista de la historia.
Pero
no había superado a Ricardo, ni reformulado la teoría del valor con el concepto
de la plusvalía. Las mismas correcciones cualitativas que introdujo Marx en su
visión de China, Irlanda o Rusia fueron incorporadas a su visión de la
economía.
En
el Manifiesto exponía analogías entre
el obrero y el esclavo que todavía estaban emparentadas con el “salario de
subsistencia” de Ricardo. No caracterizaba aún el valor de la fuerza de trabajo
como parámetro histórico-social, sujeto al impacto contradictorio de la
acumulación. Aparecían referencias a la “miseria creciente” que serían
sustituidas por enfoques centrados en la declinación relativa del salario. Las
crisis eran presentadas como efectos del sub-consumo, sin integrar la estrechez
del poder adquisitivo al movimiento descendente de la tasa de ganancia (Katz,
1999).
Estas
insuficiencias permiten entender los errores que cometió Marx en sus primeras
caracterizaciones de Asia y América Latina. A medida que perfeccionó sus
investigaciones sobre el capitalismo, sustituyó la presentación de tendencias
genéricas del mercado mundial por análisis específicos de la acumulación a
escala nacional.
En
la preparación de El Capital Marx
analizó en detalle la economía inglesa. Estudió tarifas, salarios, precios,
ganancias, tasas de interés, rentas y pudo observar contraposiciones entre el
desarrollo y el subdesarrollo. Analizó
por ejemplo los vínculos del atraso irlandés con la expansión industrial
británica. Notó como la equiparación entre economías centrales coexistía con
brechas crecientes con el resto del mundo.
La
época de Marx (1830-70) estuvo signada por la irrupción de varios focos de
acumulación (Europa Occidental, América del Norte, Japón), junto a una segunda
variedad de colonialismo. Por eso hubo proteccionismo en las economías
emergentes y libre-comercio a escala mundial.
En
su segunda etapa el teórico alemán comenzó a percibir variedades de evolución
en la periferia, a partir de las diversidades en curso en el centro. El debut
británico con industrialización -preparado por beneficios comerciales y
agrícolas- fue sucedido por la expansión manufacturera francesa con gran
incidencia de los bancos. Rusia extendió su estructura fabril con impulso
militar preservando la servidumbre y Estados Unidos siguió un modelo opuesto de
puro despegue capitalista.
Cuando
Marx afirma que “el país más desarrollado muestra al siguiente la imagen de su
propio futuro” alude a ese tipo de economías equivalentes. No extiende la
igualación a la periferia. Se refiere a una evolución entre pares o a un
tránsito hacia esa equiparación.
En
esta etapa de maduración, Marx no sólo distinguió la industrialización clásica
de economías abiertas (Inglaterra) de la industrialización tardía de
estructuras protegidas (Alemania). También diferenció ese bloque de los países
subordinados a los imperativos del capital extranjero (China).
Esta
caracterización anticipó la fractura posterior entre semiperiferias ascendentes
y periferias relegadas. En el primer bloque sólo se ubicaron las economías
partícipes de la industrialización, que forjaron mercados internos y
absorbieron la revolución agrícola (Bairoch, 1973: cap 1 y 2). Alemania y
Estados Unidos despuntaron además en las narices de Inglaterra y Francia,
porque las potencias coloniales no podían frenar a sus rivales.
La
periferia quedó explícitamente excluida de esas convergencias. El caso irlandés
ilustra cómo las autoridades coloniales gravaban con altos impuestos todas las
actividades manufacturas locales, para garantizar el ingreso de importaciones
inglesas.
Marx
maduró su enfoque y algunos investigadores sostienen que habría distinguido dos
tipos de economías. Las que asimilaban la expansión capitalista desde un
estadio inferior (“atrasadas”) y las que no prosperaban por su sometimiento al
colonialismo (“trasplantadas”) (Galba de Paula, 2014: 101-108, 141-143).
Causas
exógenas y endógenas
Marx
captó que el capitalismo genera segmentaciones entre el centro y la periferia,
pero no definió las causas de esa polarización. Sugirió varios determinantes
exógenos en su crítica al colonialismo y puntualizó causas endógenas en su
análisis de las estructuras pre-capitalistas. Pero no precisó cuál de esos
componentes incidió más en la fractura global. Sólo observó la ampliación de
esa brecha en el origen y en la formación del capitalismo.
El
teórico alemán evaluó el primer impacto en su estudio del pillaje perpetrado
durante la acumulación primitiva. Describió las transferencias de recursos
consumadas para gestar el acervo inicial de dinero requerido por el sistema.
Retrató cómo los metales sustraídos de las colonias cimentaron el debut del
capitalismo europeo. Esta línea de análisis fue continuada con los estudios de
la desindustrialización forzosa de Irlanda y las confiscaciones padecidas por
China o India (Marx, 1973: 607-650).
Marx
también describió ampliaciones de la brecha centro-periferia bajo el
capitalismo ya formado. Sus observaciones sobre el intercambio desigual
ilustran ese tratamiento. Afirmó que en el mercado mundial el trabajo más
productivo percibe una remuneración superior al más retrasado, reforzando la
supremacía de las economías que operan con técnicas avanzadas (Marx, 1973: cap
20).
Pero
en otros comentarios igualmente numerosos Marx atribuyó el retraso de la
periferia a la incidencia de rémoras pre-capitalistas, que impiden la
masificación del trabajo asalariado, renuevan la servidumbre o amplían la
esclavitud.
Señaló
que estas formas arcaicas de explotación se recreaban para satisfacer la
demanda internacional de materias primas, incrementando las rentas acaparadas
por latifundistas, hacendados o plantadores de África, Asia y América Latina.
Marx
no definió la primacía del origen colonial-exógeno o rentista-endógeno del
subdesarrollo. Sólo pareció indicar una gravitación cambiante en distintos
momentos del capitalismo.
Numerosos
historiadores marxistas y sistémicos han enfatizado uno u otro componente. Los
exogenistas ilustran cómo Europa se nutrió de la “des-acumulación primitiva”
impuesta a América y del holocausto esclavista generado en África (Amin, 2001:
15-29).
Subrayan
que el colonialismo logró separar a Europa de sociedades que habían alcanzado
un nivel semejante de desarrollo (Medio Oriente, Norte de África, Meso-América)
y otorgó a Gran Bretaña una primacía sobre sus competidores. Sostienen que en
condiciones agrícolas, estatales e industriales equiparables, Inglaterra tomó
la delantera por sus ventajas de ultramar (Wallerstein, 1984: 102-174; Blaut,
1994).
Por
el contrario, los teóricos endogenistas explican el subdesarrollo de la
periferia por la ausencia de transformaciones agrarias. Estiman que el despojo
colonial no fue relevante para la consolidación del capitalismo central.
Consideran que las potencias marítimas perdieron peso en ese despegue (Portugal,
España, Francia, Holanda), que el vencedor ingresó tarde a esa carrera (Inglaterra)
y que varios contendientes exitosos eludieron las batallas externas (Bélgica,
Suiza, Alemania, Escandinavia, Austria, Italia)
(O’Brien,
2007).
También
recuerdan que Europa se desenvolvió aprovechando su auto-suficiencia en
materias primas y consideran que el colonialismo tuvo efectos adversos sobre el
espíritu empresario. Atribuyen las ventajas de Inglaterra a un modelo
tripartito de revolución agraria (propietarios, arrendatarios y asalariados),
que preparó el despegue fabril con expansión demográfica e industrias en el
campo (Bairoch, 1999: 87-137; Wood, 2002: 94-102).
Pero
el enfoque de Marx también inspiró posturas intermedias, que ilustran cómo el
colonialismo incidió más en el origen que en la consolidación del capitalismo.
Afirman que la gravitación inicial de los recursos sustraídos de las colonias
fue posteriormente reemplazada por la supremacía de plus-ganancias, derivadas
de procesos internos de acumulación. Esta hipótesis es congruente con la
cambiante primacía de determinantes internos y externos que sugirió el autor de
El Capital (Mandel, 1978: cap 2).
Intepretaciones
liberales
Los
autores liberales ignoran las dos visiones de Marx del problema
nacional-colonial. Sólo registran el primer período, resaltan sus
caracterizaciones de India y omiten el viraje de Irlanda. Con ese recorte ubican
al teórico del socialismo en la tradición “difusionista” que pondera el
progreso y la expansión capitalista.
Warren
fue el principal exponente de esa visión, que otorga al enfoque inicial del Manifiesto un status de teoría del
desarrollo. Afirmó que Marx reivindicó el colonialismo británico en Asia por su
labor disolvente de la vida vegetativa. También interpreta que ponderó los
logros económicos de la colonización occidental, comparando esos avances con
las situaciones previas de la periferia (Warren, 1980: 1-2, 9, 27-30).
Pero
Marx nunca expuso esas exaltaciones del imperio y tampoco recurrió a
contrapuntos históricos lineales. Lo que debe contrastarse es el efecto de la
expansión capitalista en Europa y las colonias y explicar por qué razón generó
acumulación en un polo y des-acumulación en el otro. Los liberales simplemente
desconocen esa fractura.
Estiman
que Marx evitó calificaciones morales, rehuyó el romanticismo y valoró el
individualismo. Consideran que aplaudió especialmente la cultura humanista de
la modernización industrial (Warren, 1980: 7-18).
Pero
toda la obra del pensador alemán fue una denuncia y no un elogio del
capitalismo. Sus aterradoras descripciones de la acumulación primitiva, del
trabajo infantil y de la explotación fabril ilustran ese rechazo. Incluso la
contemporización inicial con el personalismo burgués se diluyó en la
reivindicación posterior de la comuna. Las mejoras sociales que los liberales asignan
al capitalismo eran vistas por Marx como resultados de la resistencia obrera.
Es
absurdo afirmar que el teórico comunista avaló los crímenes cometidos por
Inglaterra, para facilitar la implantación del capitalismo en las sociedades no
europeas (Warren, 1980: 39-44,116). Si
Marx hubiera sido un Cecil Rhodes insensible a los sufrimientos coloniales, no
habría promovido campañas de solidaridad con las víctimas del despojo imperial.
Otros
autores fascinados por el mercado coinciden en la presentación del teórico
alemán como un entusiasta promotor de la ocupación británica de la India.
Consideran que ese aval era congruente con la instalación de un modo de
producción más avanzado (Sebreli, 1992: 324-327).
Pero
ese razonamiento positivista olvida los sufrimientos humanos que Marx registraba
con mucha atención. Estaba comprometido con la lucha popular y no era
indiferente a las dramáticas consecuencias sociales del desarrollo capitalista.
Los
liberales colocan en boca de Marx su fanática exaltación de la burguesía.
Afirman que el revolucionario alemán presentó el advenimiento de esa clase
social como un acontecimiento de conveniencia mayúscula para toda la sociedad (Sebreli,
1992: 24).
Pero
incluso en su primera etapa Marx subrayaba el otro costado de ese proceso: la
aparición de un proletariado que debía sepultar a la burguesía para permitir la
erradicación de la explotación.
Sebreli
desconecta las observaciones de Marx sobre la cuestión colonial de ese
fundamento anticapitalista. Por eso ignora cómo la indignación social motivaba las
investigaciones del autor de El Capital.
Esa actitud lo distinguía de sus contemporáneos y explica su rechazo a las intervenciones
imperiales.
Marx
también objetó en su madurez las ilusiones en el libre comercio. Por eso, en
lugar de promover la internacionalización de los mercados, auspició la
asociación cooperativa de los pueblos.
Variantes
del eurocentrismo
Algunos
autores nacionalistas coinciden con sus adversarios liberales en la
presentación de Marx como un apologista del capitalismo occidental y objetan
esta postura en términos virulentos. Afirman que esa actitud lo indujo a
“despreciar a los pueblos no occidentales” y a justificar el uso de la
violencia para su sometimiento (Chavolla, 2005: 13-14, 255-261). Con
esa caracterización invierten la realidad. Un furibundo oponente del
capitalismo es mostrado como adalid del status quo y su internacionalismo es
identificado con la sumisión a la Reina Victoria.
Este
enfoque presenta los escritos pre-Irlanda como prueba de sintonía con el
colonialismo y atribuye esa postura al extremo eurocentrismo del teórico alemán
(Chavolla, 2005: 16, 265-269).
Pero
Marx estaba en la trinchera opuesta de personajes imperiales como Kipling. Era
un pensador de la emancipación con proyectos comunistas contrarios a la
opresión imperial. La errónea expectativa cosmopolita juvenil expresaba esa
esperanza humanista de rápida gestación de un mundo sin explotadores. No tiene
sentido ubicar este enfoque en el casillero del eurocentrismo imperial.
Otros
autores consideran que Marx desconoció la opresión de la periferia por su
“reduccionismo de clase”. Suponen que indagó exclusivamente las tensiones
sociales en desmedro de la sujeción nacional y racial (Lvovich, 1997).
Pero
olvidan que el segundo Marx jerarquizó las relaciones de clase, incorporando la
raza, la nacionalidad y la etnicidad a un cuestionamiento simultáneo de la
explotación y la dominación. Esta síntesis explica su defensa de Irlanda y
Polonia y su compromiso con la causa anti-esclavista en la guerra
estadounidense.
El
eurocentrismo despectivo que los nacionalistas atribuyen a Marx es totalmente imaginario.
Pero se puede considerar otra acepción del concepto, como sinónimo de atadura a
un modelo de repetición universal de los valores forjados en el Viejo
Continente.
En
este segundo enfoque se presupone que Europa ofreció el rostro del futuro, al
desarrollar la civilización superior que heredó de la Antigüedad clásica. Esta
concepción influyó en el perfil positivista que adoptaron las ciencias sociales
tradicionales (Wallerstein, 2004: cap 23).
¿Esta
caracterización más benévola de eurocentrismo se aplica al Marx del Manifiesto? La respuesta es negativa, si
se recuerda que el deslumbramiento con Europa incluye al capitalismo forjado en
esa región. Marx fue el principal crítico del sistema que los europeizantes idolatran.
Esas
miradas también universalizan cierto desarrollo particular resaltando la
intrínseca supremacía de Europa sobre otras culturas. Por el contrario, el socialismo
que promovía por Marx apuntaba a forjar desarrollos igualitarios y cooperativos
entre todos los pueblos del mundo.
Ciertamente
el autor de El Capital era alemán,
vivió en Europa y estaba imbuido de la cultura occidental, pero desenvolvió una
teoría que desbordaba ese origen. A diferencia de muchos pensadores, no
razonaba contraponiendo las virtudes de cierta civilización sobre otra.
Explicaba la lógica general de la evolución social en función de
contradicciones económicas (fuerzas productivas) y sociales (lucha de clases).
El
eurocentrismo es un término utilizado también por varios autores marxistas,
para caracterizar un defecto teórico del primer Marx. En este caso la
calificación no implica rechazo. Señala un error de la concepción inicial, que
otorgaba protagonismo absoluto al proletariado europeo en la emancipación de
todos los oprimidos.
La
misma denominación de eurocentrismo ha sido utilizada en sentidos muy
contrapuestos para evaluar la trayectoria de Marx. Su identificación con
desaciertos juveniles difiere de la asimilación con el colonialismo. Esta
última acepción es inadmisible.
“Los pueblos sin
historia”
Las
alusiones de Engels a los “pueblos sin historia” son vistas por los críticos
nacionalistas como otra confirmación de la desconsideración marxista por la
periferia. Ese enfoque trataría a todas las fuerzas externas al proletariado
occidental como masas irrelevantes e inmóviles (Chavolla, 2005: 188, 255-269).
Es
cierto que Engels recurrió a esa controvertida noción para referirse a
conglomerados incapaces de encarar su auto-emancipación. Recogió una categoría que
Hegel utilizaba para caracterizar a los pueblos sin atributos suficientes para
forjar estructuras nacionales.
Marx
no aplicó ese concepto. Pero utilizó denominaciones virulentas contra los
eslavos del sur, en su apasionada batalla política contra las autocracias
imperiales. Como el zar y los Habsburgo habían logrado sumar a esos pueblos a
sus campañas contrarrevolucionarias, su reacción incluyó el rechazo de los
derechos nacionales de esos grupos (Löwy; Traverso, 1990).
El
militante socialista suponía, además, que muchas demandas de ese tipo no
llegarían a concretarse. Estimaba que las naciones pequeñas serían absorbidas
por vertiginosos torrentes de transformaciones internacionales, antes de
alcanzar el umbral requerido para forjar sus propios estados.
Marx
apostaba a una emancipación externa de muchos pueblos sin nítida definición
nacional. Creía que el derrumbe de los regímenes monárquicos conduciría a ese
desenlace. En su etapa inicial, Marx no reconocía la existencia de fuerzas
históricas significativas para constituir estados diferenciados, en distintas partes
de Asia y Europa Oriental.
No
cabe duda que la tesis de los “pueblos sin historia” era desacertada y fue
refutada en forma contundente por teóricos marxistas. Esa crítica demostró cómo
se transformaban alineamientos políticos de un período en datos invariables de
trayectoria nacional. Si el imperio ruso había logrado cooptar a los campesinos
ucranianos, rumanos, eslovacos, serbios o croatas era por la opresión que sufrían
por parte de la nobleza polaca y húngara.
Esa
situación tripolar se verificó en numerosas ocasiones. Pueblos sojuzgados por
opresores intermedios fueron empujados a jugar un rol reaccionario. Pero lo
ocurrido con los irlandeses ilustró el carácter histórico variable de esos
alineamientos. Cumplieron un rol contrarrevolucionario durante la era de Cromwell
y luego encabezaron la lucha nacional (Rosdolsky, 1981).
En
su segunda etapa Marx se alejó de cualquier variante de los “pueblos sin
historia”. Algunos autores estiman que también Engels revaluó ese controvertido
concepto en su caracterización de las guerras campesinas de Alemania (Harman,
1992).
Es
igualmente falso presentar este problema como una prueba del eurocentrismo
pro-colonial de Marx. Las naciones que el teórico alemán reivindicó de entrada
(polacos, húngaros), que rechazó al inicio (eslavos del sur) o que descartó
primero y luego aprobó (irlandeses) eran todas europeos. Si su criterio de
discriminación para ingresar en la historia fuera la pertenencia al Viejo
Continente no hubiera utilizado esas distinciones.
Los
críticos afirman que sostuvo a los polacos y a los irlandeses, pero despreció a
los eslavos del sur, escandinavos, mexicanos, chinos y norteafricanos (Nimni, 1989).
Pero este argumento geográfico es inconsistente. Los pueblos descalificados no
se localizan sólo en Asia, África o América Latina, sino también en Europa.
Se
podría quizás precisar que el pecado euro-centrista se ubica en la fascinación
con Europa Occidental. Pero Marx desconoció al principio la pujanza
revolucionaria de un país de esa región (Irlanda) y realzó la gravitación de
otro de la zona oriental (Polonia).
Los
objetores sugieren también que el eurocentrismo contiene principalmente una
dimensión cultural de idolatría a Occidente. Estiman que por esta razón Marx se
involucró en el conflicto extra-europeo de la guerra de secesión norteamericana.
Pero
aquí no perciben lo obvio. Los confederados tenían mayor aproximación a Europa
y Marx sostuvo a los yanquis, que luchaban por la liberación de esclavos de
origen africano. No se guiaba por criterios de ascendencia, sino por objetivos
de emancipación social.
Naciones
y nacionalismo
Los
críticos consideran que la tesis de los “pueblos sin historia” es una
aberración derivada de caracterizar a la nación en términos puramente
objetivos. Estiman que Marx cometió ese desacierto por reconocer sólo a las
comunidades que tienden a forjar estados tradicionales, descartando los casos
restantes (Chavolla, 2005: 117, 153-155).
El
criterio atribuido al teórico alemán era muy corriente en el siglo XIX, cuando
la formación del estado liberal presuponía ciertas condiciones de mercado,
territorio, cohesión histórica y lengua. Fue la concepción adoptada también por
las vertientes del marxismo que tipificaron a la nación a partir de sus
componentes económicos, idiomáticos y territoriales (Kautsky), con agregados
psicológicos o culturales (Stalin).
Pero
la visión de Marx no encaja en ese esquema, puesto que jerarquizaba la acción
política como elemento definitorio de la conformación nacional. Se guiaba más
por el proceso de lucha que por consideraciones a priori. Por eso avaló el
reclamo de los irlandeses y no de los galeses absorbidos por Gran Bretaña o los
bretones incorporados al estado francés.
Los
objetores desconocen esta actitud y le achacan a Marx un razonamiento dogmático.
Pero su comportamiento era exactamente inverso, como lo prueba el sostén a una
nación como Polonia, que no reunía las condiciones de mercado o territorio
requeridas para conformar un estado.
Los
rígidos criterios atribuidos a Marx fueron elaborados por sucesores objetivistas,
que desechaban la centralidad de los sujetos. Esa postura les impidió reconocer
la gran variedad de configuraciones nacionales. En polémica con ese enfoque,
una corriente subjetivista (austromarxistas) definió a la nación como una “comunidad
de carácter”, asociada a la cultura y a la experiencia común (Löwy, 1998:
49-54).
Marx
brindó pistas para combinar ambos planteos y realzando tanto las identidades
como las determinaciones objetivas. Sugirió que los entrelazamientos
económicos, idiomáticos o geográficos dan lugar a una memoria de pasado común.
Pero
los cuestionadores desconocen esos aportes y observan en Marx una “subvaloración
del nacionalismo”. Consideran que cometió ese error por subordinar la lucha contra la opresión
nacional a consideraciones de clase (Chavolla, 2005: 95).
Con
esta crítica se postula de hecho una jerarquía inversa, omitiendo la
continuidad de la explotación y la desigualdad bajo cualquier estado nacional. En
cambio, Marx promovía el socialismo para erradicar esos padecimientos.
Los
objetores desconectan al teórico alemán de su tiempo (Saludjian; Dias
Carcanholo, 2013). Suponen que ignoraba la legitimidad de nacionalismos, que en
realidad recién despuntaban. A mitad del siglo XIX los estados se encontraban
en plena formación, superando las soberanías fragmentadas y las fronteras
porosas de las dinastías feudales.
El
modelo clásico francés (o inglés) de gestación de la nación a partir del estado
se había consolidado mediante la delimitación de territorios, la administración
de las leyes, la identificación de la lealtad con la patria y la construcción
de un sistema escolar que inculcaba el apego a la bandera.
Pero
el esquema opuesto alemán (o italiano) de pasaje de la nación hacia el estado
desde culturas e idiomas previos recién germinaba. El nacionalismo como
ideología que enaltece obligaciones público- militares de la ciudadanía aún no
había emergido.
Marx
no desvalorizó el nacionalismo puesto que actuaba en un escenario previo al
desarrollo de esa doctrina. En ese contexto tuvo el mérito de sugerir la
distinción entre vertientes progresivas (Irlanda, Polonia) y regresivas (Rusia,
Inglaterra) de los planteos nacionales. Estableció esa diferencia en función
del papel que jugaban en la aceleración o retraso del objetivo socialista (Hobsbawm,
1983).
Marx
dilucidaba posturas con esa brújula. Por un lado realzaba las metas
internacionalistas comunes de los trabajadores, rechazaba la supremacía de una
nación sobre otra, combatía las rivalidades entre países y no aceptaba la
existencia de pueblos virtuosos. Por otra parte valoraba las resistencias
nacionales contra la opresión imperial, como un paso hacia el futuro
pos-capitalista.
Marx
sentó las bases para evaluar los nacionalismos y definir a la nación con
criterios objetivo-subjetivos. Su mirada se contrapuso a los enfoques románticos
que retoman mitos históricos, étnicos o religiosos para enaltecer a distintos
países. Esa exaltación suele eludir la corroboración de los fundamentos que
expone.
El
nacionalismo imagina orígenes remotos y continuados de cada identidad nacional,
desconociendo la enorme mutación de las comunidades que se entremezclaron en cada
territorio. Recurre a supuestos de cohesión étnica que chocan con gran variedad
de ascendencias generadas por los ciclos poblacionales. Supone que la religión
facilitó la constitución de ciertas naciones, olvidando que las estructuras
eclesiásticas transnacionales también obstruyeron esa gestación (Hobsbawm, 2000:
cap 2).
Desconocen,
además, que la lengua no aportó un vínculo definitorio de la nación. Una
variedad enorme de idiomas convivieron, se diluyeron o se reinventaron a la
hora de estandarizar la actividad estatal en torno a un léxico predominante. De
8000 lenguas sólo emergieron 2000 estados (Gellner, 1991: cap 4; Anderson, B, 1993:
cap 7).
Marx
no desvalorizó a las naciones, sino que contribuyó a desmitificar las creencias
de su origen milenario, único o superior. Aportó los pilares para desmontar las
fantasías que transmite el nacionalismo. Su cosmopolitismo inicial lo alejó de
esas mitologías y su sensibilidad revolucionaria le permitió captar la
legitimidad de las luchas nacionales contra el colonialismo.
Estado
y progreso
Los
críticos nacionalistas objetan también la mirada de Marx sobre el estado.
Consideran que idealizó las formas burguesas convencionales, en desmedro de otras
modalidades étnico-culturales surgidas de confluencias populares (Nimni, 1989).
Este
cuestionamiento es bastante extraño, si se recuerda que Marx era un teórico
comunista que promovía la disolución de todos los estados, a medida que se
extinguieran los antagonismos de clase. No es muy sensato atribuirle
fascinación por las vertientes tradicionales del estado.
Esa
institución es enaltecida por nacionalistas, que observan al estado como un ámbito
natural para alcanzar el bienestar de comunidades multiclasistas. Marx
rechazaba esa forma de perpetuar la explotación y sólo ponderaba el surgimiento
transitorio de los estados forjados en la lucha contra la autocracia.
El
luchador socialista promovía la acción por abajo y no la institucionalización
por arriba. Auspiciaba lo contrario de lo supuesto por sus críticos. La imagen
de un Marx estatista que desvaloriza las construcciones populares carece de
sentido.
El
teórico no sabía cuán importante resultaría la existencia de estados nacionales
autónomos en la determinación del lugar ocupado por cada país en la jerarquía
mundial. Ese dato se clarificó con posterioridad a su fallecimiento. Pero su
defensa de esa soberanía anticipó un rasgo clave de la relación
centro-periferia. Las comunidades que no conquistaron la independencia política
sufrieron más duramente las consecuencias del subdesarrollo. Los contrastes
entre Japón y la India o entre Alemania y Polonia ilustran esa bifurcación.
Los
objetores no valoran las intuiciones del pensador socialista y le atribuyen una
“teoría del progreso”, que condena a las naciones atrasadas a seguir la senda
de los avanzados (Nimni, 1989).
Ese
retrato podría encajar en los socialdemócratas de la II Internacional, pero no
cuadra con el segundo Marx. En esa etapa no se verifica ningún rasgo de la
visión teleológica de la historia, que los críticos asignan a su familiaridad
con Hegel.
El
autor de El Capital no supuso que el
desenvolvimiento de la humanidad seguía un curso predeterminado y ajeno a la
voluntad de los sujetos. Estimaba que en ciertas condiciones -que acotan el
margen de la intervención humana- los individuos agrupados en clases sociales
son activos constructores de su futuro. Esta visión quedó plasmada en el modelo
multilineal de alternativas variadas.
Pero
incluso el primer razonamiento unilineal era muy distinto al esquema de cuatro
estadios sucesivos de Adam Smith. Marx no postuló transiciones automáticas o
inevitables de modos de subsistencia primitivos a la fase comercial, ni
compartió la mitología del progreso (Davidson, 2006).
Su
evolución teórica fue antagónica con el retrato positivista que transmiten los
críticos. Percibió que el capitalismo no se expande universalizando formas avanzadas,
sino amalgamando desenvolvimientos con modalidades retrógradas (Rao, 2010).
Los
estudios finales sobre Rusia ilustran hasta qué punto Marx se aproximó a ideas
de desarrollo desigual y saltos de etapas históricas. Esas hipótesis se ubican
en las antípodas del fatalismo objetivista (Di Meglio; Masina, 2013). Los
objetores no captan la flexibilidad de un razonamiento fundado en expectativas
socialistas. Olvidan que las teorías del progreso presuponen una eternidad del
capitalismo más próxima a las concepciones nacionalistas que al pensamiento de
Marx.
Legados
En
su trayectoria analítica desde la India hasta Irlanda Marx sentó las bases para
explicar cómo el capitalismo genera subdesarrollo. Este es el principal aporte
de sus textos sobre la periferia. No formuló una teoría del colonialismo, ni
expuso una tesis de la relación centro-periferia, pero dejó una semilla de
observaciones sobre la polarización global y la recreación del atraso.
Los
señalamientos de Marx sobre el impacto positivo de las luchas nacionales sobre
la conciencia de los obreros del centro aportaron cimientos al antiimperialismo
contemporáneo. Indicaron la contraposición entre potencias opresoras y naciones
oprimidas y enunciaron un principio de convergencia entre la lucha nacional y
social.
Esos
planteos inspiraron estrategias posteriores de alianzas entre obreros del
centro y desposeídos de la periferia. También anticiparon el creciente
protagonismo de los pueblos extra-europeos en la batalla contra el capitalismo.
Los
escritos de Marx sobre la periferia no fueron obras menores, ni simples
descripciones o comentarios periodísticos. Contribuyeron a su análisis del
capitalismo central y motivaron cambios metodológicos de gran envergadura.
A
principios del siglo XX sus trabajos inspiraron tres aportes claves a la teoría
del subdesarrollo. Estas miradas de Lenin, Luxemburg y Trotsky requieren otro
análisis, que desarrollaremos en nuestro próximo texto.
Resumen
|
Claudio Katz
|
El
giro de Marx frente a la periferia suscita interés. Bajo el impacto de varias
rebeliones modificó su mirada de la expansión capitalista mundial y sustituyó sus
expectativas cosmopolitas por críticas al colonialismo. Revalorizó la lucha
nacional e imaginó transiciones al socialismo desde formas comunales.
También
reemplazó el esquema unilineal de desarrollo de las fuerzas productivas por una
visión multilineal de desenvolvimientos variados. Percibió empalmes entre
economías desarrolladas y fracturas con el resto del mundo, pero no definió
primacías exógenas o endógenas en la gestación de esa brecha.
Los
liberales transforman las denuncias de Marx del capitalismo en elogios. Los
nacionalistas desconocen su viraje, equivocan las críticas al eurocentrismo y recrean
objeciones superadas a los “pueblos sin historia”.
Marx
inspiró caracterizaciones objetivo-subjetivas de la nación y criterios para
diferenciar los nacionalismos progresivos y regresivos. No postuló teorías del
progreso y anticipó nociones sobre el subdesarrollo.
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