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Karl Marx & Friedrich Engels ✆ Cássio Loredano
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Paul Mattick | Según las ideas de Marx, los cambios en las
condiciones sociales y materiales modifican la consciencia de las personas. Esa
idea también es aplicable al marxismo y a su desarrollo histórico. El marxismo
comenzó siendo una teoría de la lucha de clases basada en las relaciones
sociales específicas de la producción capitalista. Pero su análisis de las
contradicciones sociales inherentes a la producción capitalista se refiere a la
tendencia general del desarrollo capitalista, mientras que la lucha de clases
es un asunto de la vida cotidiana y se ajusta por sí misma a las condiciones
sociales. Estos ajustes también tienen su reflejo en la ideología marxiana. La
historia del capitalismo es también la historia del marxismo. El movimiento obrero fue anterior a la teoría de Marx y
constituyó la base real para el desarrollo de esta. El marxismo llegó a ser la
teoría dominante del movimiento socialista porque era capaz de revelar
convincentemente la estructura explotadora de la sociedad capitalista y a la
vez desvelar las limitaciones históricas de este modo de producción particular.
El secreto del vasto desarrollo capitalista la explotación cada vez mayor de la
fuerza de trabajo era también el secreto de las dificultades diversas que apuntaban
a su colapso final. Mediante métodos de análisis científico, Marx fue capaz en El
capital de ofrecer una teoría que sintetizaba la lucha de clases y las
contradicciones generales de la producción capitalista. La crítica de Marx a la economía política tenía que ser por
fuerza tan abstracta como la economía política misma. Solamente podía referirse
a la tendencia general del desarrollo capitalista, no a sus múltiples
manifestaciones concretas en un momento dado. Como la acumulación del capital
es a la vez la causa del desarrollo del sistema y la razón para su declive, la
producción capitalista procede como un proceso cíclico de expansión y
contracción. Ambas situaciones implican condiciones sociales diferentes y, por
tanto, reacciones diferentes del trabajo y del capital. Ciertamente, la
tendencia general del desarrollo capitalista supone dificultades cada vez
mayores para escapar de un periodo de contracción mediante una expansión
ulterior del capital, e implica así una tendencia al colapso del sistema. Pero
no se puede decir en qué momento concreto de su desarrollo el capital se
desintegrará por la imposibilidad objetiva de continuar su proceso de
acumulación.
La producción capitalista, que implica la ausencia de
cualquier tipo de regulación social consciente de la producción, encuentra una
cierta regulación ciega en el mecanismo de oferta y demanda del mercado. Este
último se adapta a su vez a las necesidades expansivas del capital,
determinadas por el grado variable en que es explotable la fuerza de trabajo y
por la alteración de la estructura del capital debida a su acumulación. Las
entidades concretas que intervienen en este proceso no son empíricamente
observables, de manera que resulta imposible determinar si una crisis concreta
de la producción capitalista será más o menos larga, más o menos devastadora
para las condiciones sociales o si resultará la crisis final del sistema
capitalista desencadenando su resolución revolucionaria por la acción de una
clase obrera resuelta.
En principio, cualquier crisis prolongada y profunda puede
abrir paso a una situación revolucionaria que podría intensificar la lucha de
clases hasta el derrocamiento del capitalismo, en el supuesto, claro está, de
que las condiciones objetivas trajeran consigo una disposición subjetiva a
cambiar las relaciones sociales de producción. En los inicios del movimiento
marxista esta posibilidad parecía real, a la vista de un movimiento socialista
cada vez más poderoso y una extensión progresiva de la lucha de clases en el
sistema capitalista. Se pensaba que el desarrollo de este sería paralelo al
desarrollo de la consciencia de clase proletaria, al ascenso de las
organizaciones de la clase obrera y al reconocimiento cada vez más generalizado
de que había una opción alternativa a la sociedad capitalista.
La teoría y la práctica de la lucha de clases se veían como
un fenómeno unitario, debido a la expansión intrínseca y a la autorrestricción
paralela del desarrollo capitalista. Se pensaba que la explotación cada vez
mayor de los trabajadores y la progresiva polarización de la sociedad en una
pequeña minoría de explotadores y una gran mayoría de explotados elevaría la
consciencia de clase de los trabajadores y también su inclinación
revolucionaria a destruir el sistema capitalista. Claro está que las
condiciones sociales de entonces tampoco permitían prever otra evolución, ya
que el progreso del capitalismo industrial iba acompañado de una miseria
creciente de las clases trabajadoras y una agudización visible de la lucha de
clases. De todas formas, esta era la única perspectiva en la que cabía pensar a
partir de aquellas condiciones que, por lo demás, tampoco revelaban otra
posible evolución.
Aun interrumpido por periodos de crisis y depresión, el
capitalismo ha podido mantenerse hasta hoy basándose en una expansión continua
del capital y en su extensión geográfica mediante la aceleración del incremento
de la productividad del trabajo. El capitalismo demostró que no solo era
posible recuperar la rentabilidad temporalmente perdida, sino incrementarla
suficientemente para continuar el proceso de acumulación y mejorar
simultáneamente las condiciones de vida de la gran mayoría de la población
trabajadora. El éxito de la expansión del capital y la mejora de las
condiciones de los trabajadores llevaron a que se cuestionara cada vez más la
validez de la teoría abstracta del desarrollo capitalista elaborada por Marx.
De hecho, la realidad empírica parecía contradecir las expectativas de Marx
respecto al futuro del capitalismo. Incluso quienes defendían su teoría no
llevaban a cabo una práctica ideológicamente dirigida al derrocamiento del
capitalismo. El marxismo revolucionario se volvió una teoría evolucionista que
expresaba el deseo de superar el sistema capitalista por medio de la reforma
constante de sus instituciones políticas y económicas. De forma abierta o
encubierta, el revisionismo marxista llevó a cabo una especie de síntesis del
marxismo y la ideología burguesa como corolario teórico a la integración
práctica del movimiento obrero en la sociedad capitalista.
De todas formas, lo anterior puede no ser demasiado
importante, porque en todas las épocas el movimiento obrero organizado ha
integrado solamente a la fracción más minoritaria de la clase obrera. La gran
masa de trabajadores se adapta a la ideología burguesa dominante y —sujetos a
las condiciones objetivas del capitalismo— solo potencialmente constituye una
clase revolucionaria. Puede transformarse en clase revolucionaria en
circunstancias que hagan desaparecer los obstáculos que impiden su toma de
consciencia, ofreciendo así a la fracción con consciencia de clase una
oportunidad para transformar lo potencial en real mediante su ejemplo
revolucionario. Esta función del sector obrero con consciencia de clase se
perdió con su integración en el sistema capitalista. El marxismo se transformó
en una doctrina cada vez más ambigua que servía a propósitos distintos a los
contemplados en sus orígenes.
Todo esto es historia, en concreto la historia de la II
Internacional, cuya orientación aparentemente marxista resultó tan solo la
falsa ideología de una práctica no revolucionaria. Esto no tiene nada que ver
con una "traición" al marxismo; por el contrario, fue el resultado
del rápido ascenso y del poder cada vez mayor del capitalismo, que indujo al
movimiento obrero a adaptarse a las condiciones cambiantes de la producción
capitalista. Como un derrocamiento del sistema parecía imposible, las
modificaciones del capitalismo determinaron los cambios del movimiento obrero.
Como movimiento de reformas, este tomó parte en la reforma del capitalismo,
basada en el aumento de productividad del trabajo y en la expansión competitiva
imperialista de los capitales organizados en un ámbito nacional. La lucha de
clases se convirtió en colaboración de clases.
Bajo estas nuevas condiciones, el marxismo, que ni era
rechazado del todo ni reinterpretado por completo hasta convertirlo en su misma
negación, adoptó una forma puramente ideológica que no afectaba a la práctica
procapitalista del movimiento obrero. Como tal ideología, podía coexistir con
otras en la búsqueda de lealtades. Ya no representaba la consciencia de un
movimiento obrero destinado a derrocar la sociedad existente, sino una visión
del mundo supuestamente basada en la ciencia social de la economía política.
Así se convirtió en objeto de preocupación de los elementos más críticos de la
clase media, aliados de la clase obrera, aunque no pertenecientes a la misma.
Esto solo era la forma concreta que adoptaba la división ya consumada entre la
teoría de Marx y la práctica real del movimiento obrero.
Es verdad que las ideas socialistas fueron propuestas por
primera vez y principalmente —aunque no solamente— por miembros de la clase
media exasperados por las condiciones sociales inhumanas de los comienzos del
capitalismo. Esas condiciones y no el nivel de su inteligencia fue lo que movió
su atención hacia el cambio social y, consiguientemente, hacia la clase obrera.
No es sorprendente así que las mejoras del capitalismo hacia el cambio de siglo
entibiaran su agudeza crítica, tanto más cuando la misma clase obrera había
perdido la mayor parte de su fervor oposicionista. El marxismo se convirtió así
en preocupación de intelectuales y tomó un carácter académico. Ya no se le
consideraba principalmente como un movimiento de trabajadores, sino como un
tema científico sobre el que discutir. No obstante, las disputas sobre los
distintos problemas planteados por el marxismo sirvieron para mantener la
ilusión del carácter marxiano del movimiento obrero, hasta que esta ficción se
desvaneció ante las realidades de la I Guerra Mundial.
Esta guerra, que representó una crisis gigantesca de la
producción capitalista, hizo renacer momentáneamente el radicalismo en el
movimiento obrero y en la clase obrera en su conjunto. En esa medida fue señal
de un retorno a la teoría y a la práctica marxista, aunque solo en Rusia la
agitación social llevó al derrocamiento del régimen atrasado, capitalista y
semifeudal. No obstante, esta era la primera vez que un régimen capitalista
había sido derrocado por la acción de su población oprimida y la determinación
de un movimiento marxista. El marxismo muerto de la II Internacional parecía
listo para ser reemplazado por el marxismo vivo de la III Internacional. Y como
fue el partido bolchevique bajo la dirección de Lenin el que llevó a Rusia a la
revolución social, fue la particular interpretación leniniana del marxismo la
que se convirtió en el marxismo de esta fase nueva y "superior" del
capitalismo. Con bastante propiedad, este marxismo fue transformado en el
"marxismo-leninismo" que dominó el mundo de posguerra.
No es este el lugar para contar una vez más la historia de
la III Internacional y el tipo de marxismo que trajo consigo. Esa historia está
muy bien escrita en innumerables textos que culpan de su colapso a Stalin o,
remontándose más atrás, al mismo Lenin. En definitiva, lo que ocurrió fue que
la idea de la revolución mundial no pudo ser llevada a la práctica y la
revolución rusa se mantuvo como revolución nacional, vinculada a las realidades
de sus condiciones socioeconómicas propias. En su aislamiento, no podía ser
juzgada como revolución socialista en el sentido marxiano, ya que faltaban
todas las condiciones necesarias para una transformación socialista de la
sociedad: el predominio del proletariado industrial y un aparato de producción
que, en manos de los productores, no solo fuera capaz de acabar con la
explotación sino de llevar a la sociedad más allá de los límites del sistema
capitalista. Tal como fueron las cosas, el marxismo solo pudo proporcionar una
ideología sostenedora, aun de forma contradictoria, al capitalismo de Estado.
Lo que había ocurrido en la II Internacional, volvió a darse en la III. El
marxismo, subordinado a los intereses específicos de la Rusia bolchevique, solo
pudo funcionar como ideología para cubrir una práctica no revolucionaria y,
finalmente, contrarrevolucionaria.
A falta de un movimiento revolucionario, la gran depresión
que afectó a la mayor parte del mundo, no dio pie a insurrecciones
revolucionarias, sino al fascismo y a la II Guerra Mundial. Esto significó el
eclipse total del marxismo. Las consecuencias desastrosas de la nueva guerra
trajeron consigo una oleada fresca de expansión capitalista a escala
internacional. No solo el capital monopolista salió fortalecido del conflicto;
también surgieron nuevos sistemas de capitalismo de estado por la vía de la
liberación nacional o la conquista imperialista. Esta situación no implicó un
resurgimieno del marxismo revolucionario sino una "guerra fría", es
decir, la confrontación de los sistemas capitalistas organizados de forma
distinta en una lucha continua por las esferas de influencia y por el reparto
de la explotación. En el lado del capitalismo de estado, esta confrontación se
camufló como movimiento marxista contra la monopolización capitalista de la
economía mundial; por su parte, el capitalismo de propiedad privada no podía
ser más feliz señalando a sus enemigos del capitalismo de estado como marxistas
o comunistas, resueltos a llevarse por delante todas las libertades de la civilización
junto con la libertad para amasar capital. Esta actitud sirvió para adherir
firmemente la etiqueta de "marxismo" a la ideología del capitalismo
de estado.
De esta manera, los cambios sucesivos provocados por toda
una serie de depresiones y guerras no llevaron a una confrontación entre el
capitalismo y el socialismo, sino a una división del mundo en sistemas
económicos más o menos centralmente controlados y a un ensanchamiento de la
brecha entre los países desarrollados bajo el capitalismo y las naciones
subdesarrolladas. Ciertamente, esta situación suele verse como una división
entre países capitalistas, socialistas y del "tercer mundo",
simplificación que confunde las diferencias mucho más complejas entre estos
sistemas económicos y políticos. El "socialismo" suele concebirse
como una economía controlada por el estado en un marco nacional, en el que la
planificación sustituye a la competencia. Tal tipo de sistema no es ya un
sistema capitalista en el sentido tradicional, pero tampoco es un sistema
socialista en el sentido que el término tenía para Marx, de asociación de
productores libres e iguales. En un mundo capitalista y por lo tanto
imperialista, ese sistema de economía controlada por el estado solo puede
contribuir a la competencia general por el poder económico y político y, como
el capitalismo, ha de expandirse o contraerse. Ha de hacerse más fuerte en
todos los órdenes para limitar la expansión del capital monopolista que de otra
manera lo destruiría. La forma nacional de los regímenes llamados socialistas o
de control estatal no solo los pone en conflicto con el mundo capitalista
tradicional, sino también entre ellos, ya que han de dar consideración prioritaria
a los estratos dirigentes privilegiados y de nueva creación cuya existencia y
seguridad se basan en el estado-nación. Esto genera el espectáculo de una
variedad "socialista" de imperialismo y de la amenaza de guerra entre
países nominalmente socialistas.
Tal situación hubiera sido inconcebible en 1917. El
leninismo (o, en frase de Stalin, "el marxismo de la época del
imperialismo") esperaba una revolución mundial sobre el modelo de la
revolución rusa. Igual que distintas clases se habían unido en Rusia para
derribar la autocracia, también a escala internacional las naciones en diversas
fases de desarrollo podrían luchar contra el enemigo común, el capital
monopolista imperialista. E igual que la clase obrera bajo dirección del
partido bolchevique transformó en Rusia la revolución burguesa en revolución
proletaria, así la Internacional Comunista sería el instrumento de
transformación de las luchas antiimperialistas en revoluciones socialistas. En
aquellas condiciones, era concebible que las naciones menos desarrolladas
pudieran eludir un desarrollo capitalista de otra manera inevitable, para
integrarse en un mundo socialista emergente. Como esta teoría estaba basada en
el supuesto del triunfo de revoluciones socialistas en las naciones avanzadas,
no pudo probarse que fuera correcta o equivocada, ya que las revoluciones
esperadas nunca llegaron a producirse.
Lo que hace al caso son las inclinaciones revolucionarias
del movimiento bolchevique antes e inmediatamente después de su toma del poder
en Rusia. La revolución se hizo en nombre del marxismo revolucionario, como
derrocamiento del sistema capitalista e instauración de una dictadura para
asegurar el avance hacia una sociedad sin clases. Sin embargo, ya en esta
etapa, y no solo por las condiciones concretas existentes en Rusia, el concepto
leninista de reconstrucción socialista se alejaba del marxismo originario y se
basaba en las ideas surgidas en la II Internacional. Para esta, el socialismo
se concebía como consecuencia inmediata del propio desarrollo capitalista. La
concentración y la centralización del capital implicarían la eliminación
progresiva de la competencia capitalista y, con ello, de su carácter privado,
hasta que el gobierno socialista, surgido del proceso democrático
parlamentario, transformara el capital monopolista en monopolio estatal,
instaurando así el socialismo mediante decreto gubernamental. Para Lenin y los
bolcheviques esto era una utopía irrealizable y también una excusa idiota para
abstenerse de cualquier actividad revolucionaria. Pero para ellos la
instauración del socialismo también era un asunto gubernamental, aunque llevado
a cabo por medio de la revolución. Diferían de los socialdemócratas respecto a
los medios para alcanzar un objetivo por lo demás común: la nacionalización del
capital por el estado y la planificación centralizada de la economía.
Lenin también mostró su acuerdo con la afirmación grosera y
arrogante de Kautsky según la cual la clase trabajadora por sí misma es incapaz
de generar una consciencia revolucionaria, de forma que esta ha de ser
introducida en el proletariado por la intelectualidad de la clase media. La
forma organizativa de esta idea era el partido revolucionario como vanguardia
de los trabajadores y como condición imprescindible para el éxito de la
revolución. En este marco conceptual, si la clase obrera es incapaz de hacer su
propia revolución, será menos capaz aun de construir una sociedad nueva, tarea
que queda así reservada para el partido dirigente, poseedor del aparato de
estado. La dictadura del proletariado aparece así como la dictadura del partido
organizado como estado. Y como el estado tiene el control de toda la sociedad,
también ha de controlar las acciones de la clase obrera, incluso ejerciendo ese
control supuestamente en su favor. En la práctica, el resultado fue el
ejercicio totalitario del poder por parte del gobierno bolchevique.
La nacionalización de los medios de producción y el dominio
autoritario del gobierno ciertamente diferenciaban el sistema bolchevique del
capitalismo occidental. Pero esto no alteraba las relaciones sociales de
producción, que en ambos sistemas se basaban en el divorcio de los trabajadores
de los medios de producción y en la monopolización del poder político en manos
del estado. Ya no era un capital privado sino el capital controlado por el
estado el que se enfrentaba a la clase obrera y perpetuaba el trabajo
asalariado como forma de actividad productiva, permitiendo la apropiación de
plusvalía a través de la institución estatal. El sistema expropió el capital
privado, pero no abolió la relación capital-trabajo en la que se basa la forma
moderna del dominio de clase. Solo era cuestión de tiempo el surgimiento de una
nueva clase dominante cuyos privilegios dependerían precisamente del
mantenimiento y la reproducción del sistema de producción y distribución
controlado por el estado como única forma "realista" de socialismo
marxiano.
Sin embargo, el marxismo, como crítica de la economía
política y como lucha por una sociedad sin clases ni explotación, solo tiene significado
en el marco de las relaciones de producción capitalistas. El fin del
capitalismo implicaría a su vez el fin del marxismo. Para una sociedad
socialista, el marxismo no sería más que algo de la historia, como todo lo
demás en el pasado. Ya la descripción del "socialismo" como sistema
marxista niega la autoproclamada naturaleza socialista del sistema de
capitalismo de estado. La ideología marxista solo funciona en este sistema como
intento de justificar las nuevas relaciones clasistas como requisitos
necesarios para la construcción del socialismo y así ganar la aquiescencia de
las clases trabajadoras. Como en el viejo capitalismo, los intereses
específicos de la clase dominante se presentan como intereses generales.
A pesar de todo ello, el marxismo-leninismo era
originariamente una doctrina revolucionaria, ya que se proponía sin ningún
género de duda la realización de su propia idea de socialismo por medios
directos y prácticos. Esta idea no implicaba más que la formación de un sistema
capitalista de estado. Esa era la concepción habitual del socialismo a
comienzos de siglo, de manera que no se puede hablar de una
"traición" bolchevique de los principios marxistas de la época. Por
el contrario, el bolchevismo hizo realidad la transformación del capitalismo de
propiedad privada en capitalismo de estado, lo cual era también el objetivo
declarado de los revisionistas y reformistas marxistas. Pero estos ya habían
perdido todo interés en actuar según sus creencias aparentes y prefirieron
acomodarse en el status quo capitalista. Los bolcheviques hicieron realidad el
programa de la II Internacional por medio de la revolución.
Sin embargo, una vez en el poder, la estructura de
capitalismo de estado de la Rusia bolchevique determinó su desarrollo ulterior,
ahora generalmente descrito con el término peyorativo de
"estalinismo". Que adoptara esta forma concreta se explicaba por el
atraso general de Rusia y por su situación de cerco capitalista, que exigía la
centralización máxima del poder y sacrificios inhumanos por parte de la
población trabajadora. Bajo condiciones distintas como las existentes en las
naciones de mayor desarrollo capitalista y relaciones internacionales más
favorables, se decía, el bolchevismo no tendría que adoptar por fuerza los
métodos drásticos que se había visto obligado a utilizar en el primer país
socialista. Quienes mostraban una disposición menos favorable hacia este primer
"experimento en socialismo" afirmaban que la dictadura del partido
tan solo era expresión del carácter todavía "semiasiático" del
bolchevismo, y que no podría repetirse en las naciones más avanzadas de
occidente. El ejemplo ruso fue utilizado para justificar las políticas
reformistas como única forma de mejorar las condiciones de vida de la clase
obrera en occidente.
Por otra parte, las dictaduras fascistas de Europa occidental
pronto demostraron que el control del estado por un partido único no tenía por
qué restringirse a la situación rusa, sino que era aplicable a cualquier
sistema capitalista. Podía servir tanto para mantener las relaciones de
producción existentes como para su transformación en capitalismo de estado. Por
supuesto, el bolchevismo y el fascismo siguieron siendo distintos en cuanto a
estructura económica, aunque políticamente llegaron a ser indistinguibles. Pero
la concentración de control político en las naciones capitalistas totalitarias
implicaba una coordinación central de la actividad económica para los objetivos
específicos de las políticas fascistas y, de esta manera, una aproximación al
sistema ruso. Para el fascismo esto no era un objetivo, sino una medida
temporal, análoga al "socialismo de guerra" de la I Guerra Mundial.
Sin embargo, era la primera indicación de que el capitalismo occidental no era
inmune a las tendencias al capitalismo de estado.
Con la deseada pero a la vez inesperada consolidación del
régimen bolchevique y la coexistencia —relativamente tranquila hasta la II
Guerra Mundial— de los sistemas sociales en conflicto, los intereses rusos
exigieron la utilización de la ideología marxista no solo para objetivos
internos sino también externos, para asegurar el apoyo del movimiento obrero
internacional a la existencia nacional de Rusia. Por supuesto, esto implicó
solo a una parte del movimiento obrero, pero esa parte pudo romper el frente antibolchevique
que incluía a los viejos partidos socialistas y los sindicatos reformistas.
Como esas organizaciones ya se habían deshecho de su herencia marxista, la
supuesta ortodoxia marxista del bolchevismo se convirtió prácticamente en la
única teoría marxista como contraideología opuesta a todas las formas de
antibolchevismo y a todos los intentos de debilitar o destruir el estado ruso.
No obstante, al mismo tiempo se intentaba asegurar la coexistencia mediante
concesiones al adversario capitalista y se mostraban las ventajas mutuas que
podían obtenerse del comercio internacional y otros tipos de colaboración. Esa
política de dos caras servía al único objetivo de preservar el estado
bolchevique y asegurar los intereses nacionales de Rusia.
El marxismo fue así reducido a un arma ideológica que servía
exclusivamente los intereses de un estado concreto y un solo país. Ya privada
de aspiraciones revolucionarias internacionales, la Internacional Comunista fue
utilizada como instrumento de política limitada para los intereses especiales
de la Rusia bolchevique. Pero, ahora, esos intereses cada vez incluían en mayor
medida el mantenimiento del status quo internacional para asegurar el del
sistema ruso. Si al principio había sido el fracaso de la revolución mundial el
que había inducido la política rusa de atrincheramiento, la seguridad rusa
exigía ahora la estabilidad del capitalismo mundial y el régimen estalinista se
esforzaba en contribuir a ella. La difusión del fascismo y la gran probabilidad
de nuevos intentos de encontrar soluciones imperialistas a la crisis mundial
ponía en peligro no solo la coexistencia sino también las condiciones internas
de Rusia, que exigían cierto grado de tranquilidad internacional. La propaganda
marxista dejó a un lado los problemas del capitalismo y el socialismo y en
forma de antifascismo concentró su ataque en una forma política particular de
capitalismo que amenazaba desencadenar una nueva guerra mundial. Esto
implicaba, por supuesto, la aceptación de las potencias capitalistas
antifascistas como aliados potenciales y la defensa de la democracia burguesa
contra los ataques desde la derecha o desde la izquierda, tal como ilustró lo
ocurrido durante la guerra civil en España.
Ya antes el marxismo-leninismo había asumido la función
puramente ideológica que caracterizaba el marxismo de la II Internacional. No
se asociaba ya con una práctica política cuyo objetivo final fuera el
derrocamiento del capitalismo, aunque solo propusiera como socialismo la
patraña del capitalismo de estado; ahora se contentaba con su existencia en el
seno del sistema capitalista, de la misma forma que el movimiento
socialdemócrata aceptaba como inviolables las condiciones dadas en la sociedad.
El reparto del poder a escala internacional presuponía lo mismo a nivel
nacional y el marxismo-leninismo fuera de Rusia devino un movimiento
estrictamente reformista. Solo los fascistas quedaron como fuerzas realmente
aspirantes al control completo sobre el estado. No hubo ningún intento serio de
impedir su ascenso al poder. El movimiento obrero, incluida su ala bolchevique,
confiaba únicamente en procesos democráticos tradicionales para hacer frente a
la amenaza fascista. Esto significaba una pasividad total y una desmoralización
progresiva y aseguró la victoria del fascismo como única fuerza dinámica
operante en la crisis mundial.
Por supuesto, no es solo el control ruso del movimiento
comunista internacional a través de la III Internacional lo que explica su
capitulación al fascismo, sino también la burocratización del movimiento que
concentró todo el poder decisorio en las manos de políticos profesionales que
no compartían las condiciones sociales del proletariado empobrecido. Esta
burocracia se encontró en la posición "ideal" de ser capaz de
expresar su oposición verbal al sistema y, a la vez, participar en los
privilegios que la burguesía otorga a sus ideólogos políticos. Estos no tenían
una razón perentoria para oponerse a las políticas generales de la
Internacional Comunista, que coincidían con sus propias necesidades inmediatas
como líderes reconocidos de la clase obrera en una democracia burguesa. La
apatía de los trabajadores mismos, su falta de disposición para buscar una
solución propia independiente a la cuestión social también explica esa
situación y su evolución final al fascismo. Medio siglo de marxismo reformista
bajo el principio de liderazgo y su acentuación en el marxismo-leninismo
produjeron un movimiento obrero incapaz de actuar basándose en sus propios
intereses, incapaz así de inspirar a la clase obrera en su conjunto para que
intentara impedir el fascismo y la guerra mediante una revolución proletaria.
Como en 1914, el internacionalismo y con él el marxismo,
quedaban otra vez ahogados en la marea nacionalista e imperialista. Las
políticas coyunturales se basaban en las exigencias de las alianzas
imperialistas cambiantes, que llevaron primero al pacto Hitler-Stalin y luego a
la alianza antihitleriana entre la URSS y las potencias democráticas. El
resultado de la guerra, predeterminado por su carácter imperialista, dividió el
mundo en dos grandes bloques que pronto volvieron a enzarzarse en una pugna por
el control mundial. El carácter antifascista de la guerra implicaba la
restauración de regímenes democráticos en los países derrotados y con ello la vuelta
a la luz de los partidos políticos, incluso los de connotación marxista. En el
Este, Rusia restauró su imperio y le añadió esferas de intereses y un jugoso
botín de guerra. El hundimiento del dominio colonial creó las naciones del
"tercer mundo", que adoptaron el sistema ruso o una economía mixta de
tipo occidental. Surgió un neocolonialismo que sometió a las naciones
"liberadas" a un control más indirecto pero igualmente efectivo de
las grandes potencias. Pero la expansión de los regímenes de capitalismo de
estado parecía la difusión mundial del marxismo y la lucha contra ella se
presentaba como lucha contra un marxismo que amenazaba las libertades
(indefinidas) del mundo capitalista. Estos tipos de marxismo y antimarxismo no
tenían conexión alguna con la lucha entre trabajo y capital concebida por Marx
y por el movimiento obrero originario.
En su forma actual, el marxismo ha sido un movimiento
regional más que internacional, como apunta su debilidad en los países
anglosajones. El resurgimiento de partidos marxistas en la posguerra se dio
sobre todo en naciones como Francia e Italia, que habían de hacer frente a
dificultades económicas concretas. La división y la ocupación de Alemania
impidió la reorganización de un partido comunista de masas en la zona occidental.
Los partidos socialistas finalmente repudiaron su propio pasado, todavía teñido
de ideas marxistas, y se convirtieron en partidos burgueses o
"populares", defensores del capitalismo democrático. Sigue habiendo
partidos comunistas legales o ilegales en todo el mundo, pero sus posibilidades
de influir en el rumbo político son más o menos nulas por el momento y en el
futuro previsible. El marxismo como movimiento revolucionario de los
trabajadores se encuentra actualmente en su momento histórico más bajo.
Lo sorprendente es la respuesta sin precedentes del
capitalismo al marxismo teórico. El nuevo interés en el marxismo en general y
en la "economía marxista" en particular se circunscribe casi
exclusivamente al mundo académico, que es prácticamente el mundo de la clase
media. Hay una enorme producción de literatura marxista. La
"marxología" ha resultado ser una nueva profesión y hay escuelas
marxistas de economía "radical", historia, filosofía, sociología,
psicología y así sucesivamente. Quizá todo eso no sea más que una moda
intelectual, pero aunque solo fuera eso, el fenómeno sería indicio del presente
estado de decadencia de la sociedad capitalista y de su pérdida de confianza en
el futuro. En el pasado la integración progresiva del movimiento obrero en la
estructura social del capitalismo implicó la acomodación de la doctrina
socialista a las realidades de un capitalismo en auge. Parece ahora que, de
manera inversa, hubiera múltiples intentos de utilizar los hallazgos teóricos
del marxismo para propósitos capitalistas. Este intento de reconciliación desde
ambos lados, al superar al menos en parte el antagonismo entre la teoría de
Marx y la teoría burguesa refleja la crisis tanto del marxismo como de la
sociedad burguesa.
Aunque el marxismo abarca la sociedad en todos sus aspectos,
presta atención sobre todo a las relaciones sociales de producción como
fundamento de la totalidad capitalista. Siguiendo la concepción materialista de
la historia, el marxismo se centra en las condiciones económicas y por tanto
sociales del desarrollo capitalista. Hace ya mucho que la concepción
materialista de la historia fue plagiada por la ciencia social burguesa, pero
hasta hace poco no se sacó partido de su aplicación al capitalismo. Es el mismo
capitalismo el que ha forzado a la teoría económica burguesa a considerar la
dinámica del sistema capitalista y de esta manera a emular en cierta forma la
teoría marxista de la acumulación y sus consecuencias.
Hay que recordar aquí que la trasformación del marxismo de
teoría revolucionaria a teoría evolucionista radicó —en lo teórico— en la
cuestión de si la teoría de la acumulación de Marx era también una teoría de la
necesidad objetiva de colapso del capitalismo. El ala reformista del movimiento
obrero afirmaba que no había razón objetiva para la decadencia y destrucción
del sistema, mientras que la minoría revolucionaria mantuvo la convicción de
que las contradicciones intrínsecas del capitalismo llevan inevitablemente a su
fin. Basando esta convicción en las contradicciones en la esfera de la
producción o en la esfera de la circulación, la izquierda marxista insistía en
la certeza del colapso final del capitalismo, en forma de crisis cada vez más
devastadoras que traerían consigo una disposición subjetiva del proletariado a
acabar con el sistema por medios revolucionarios.
La negación por parte de los reformistas de los límites
objetivos del capitalismo hizo que dejaran de prestar atención a la esfera de
la producción y comenzaran a atender más a la de la distribución. De esta manera
se olvidaron de las relaciones sociales de producción para centrarse en las
relaciones de mercado, que constituyen el único interés de la teoría económica
burguesa. Los trastornos del sistema se consideraban ahora generados por las
relaciones de oferta y demanda que causaban innecesariamente periodos de
sobreproducción por una falta de demanda efectiva debida a salarios
injustificadamente bajos. El problema económico se reducía a la cuestión de una
distribución más equitativa del producto social, lo que superaría las
fricciones sociales dentro del sistema. Ahora se decía que, a todos los efectos
prácticos, la teoría económica burguesa era de mayor relevancia que el enfoque
de Marx. Por lo tanto, el marxismo no debía ser ingenuo y tenía que acudir a
las modernas teorías del mercado y de precios para ser capaz de adoptar un
papel más eficaz al orientar las políticas sociales.
Se propugnaba ahora la existencia de leyes económicas que
operarían en todas las sociedades y que no habrían de ser objeto de la crítica
marxista. La crítica de la economía política solo se ocuparía de las formas
institucionales bajo las cuales las leyes económicas eternas se afirmarían por
sí mismas. Cambiar el sistema no cambiaría las leyes económicas. No se podrían
negar las diferencias entre el enfoque burgués y el enfoque marxiano de la
economía, pero habría también similitudes que ambas partes tendrían que
reconocer. Se decía ahora que el mantenimiento de la relación capital-trabajo
—o sea, el trabajo asalariado— en las sociedades socialistas autoformadas, su
acumulación de capital social, su aplicación del llamado sistema de incentivos,
que dividía la fuerza de trabajo en varios escalones de ingreso, e incluso
otras cosas, eran necesidades inalterables que las leyes económicas obligaban a
cumplir. Estas leyes exigirían la aplicación de los instrumentos analíticos de
la economía burguesa para que pudiera llevarse a cabo la consumación racional
de una economía socialista planificada.
Esta clase de marxismo "enriquecido" por la teoría
burguesa pronto vino a encontrar su complemento en el intento de modernizar la
teoría económica burguesa. Esta teoría había estado en crisis ya desde la gran
depresión que sobrevino a las postrimerías de la I Guerra Mundial. La teoría
del equilibrio de mercado no podía ni explicar ni justificar la prolongada
depresión y así perdió su valor ideológico para la burguesía. Sin embargo, la
teoría neoclásica vino a tener una especie de resurrección en su modificación
keynesiana. Había que aceptar que el mecanismo hasta entonces admitido del
mercado y del sistema de precios ya no funcionaba, pero ahora se decía que
podía lograrse su funcionamiento con un poco de ayuda del estado. El
desequilibrio debido a la falta de demanda podía ser contrarrestado por el
impulso estatal de la producción para el "consumo público", no solo
en el supuesto de condiciones estáticas sino también en condiciones de
desarrollo económico, equilibrando la situación por medio de medidas monetarias
y fiscales adecuadas. La economía de mercado, ayudada por la planificación
gubernamental, superaría así la susceptibilidad del capitalismo a las crisis y
depresiones y permitiría, en principio, un crecimiento constante de la
producción capitalista.
Recurrir al estado y a su intervención consciente en la
economía y prestar atención a la dinámica del sistema hizo disminuir la aguda
oposición entre las ideologías del laissez-faire y de la economía planificada.
Este fenómeno era paralelo a una convergencia visible de los dos sistemas, en
la que cada uno influía sobre el otro, en un proceso quizás destinado a
combinar los elementos favorables de ambos en una síntesis futura capaz de
superar las dificultades de la producción capitalista. De hecho, el prolongado
auge económico tras la II Guerra Mundial pareció materializar estas
expectativas. Sin embargo, a pesar de la continua disponibilidad de
intervenciones estatales, a la expansión capitalista sucedió una nueva crisis,
igual que en el pasado. La "sintonización precisa" de la economía y
el "tira y afloja" (trade-off) entre inflación y desempleo no fueron
capaces de prevenir un nuevo declive económico. La crisis y los medios
diseñados para enfrentarla han resultado ser igualmente perjudiciales para el
capital. La crisis actual se acompaña así de la bancarrota del
neokeynesianismo, igual que la gran depresión marcó el fin de la teoría
neoclásica.
La crisis actual ha puesto de manifiesto como nunca los
aspectos contradictorios de la teoría económica burguesa. Por otra parte, el
empobrecimiento duradero de la "teoría económica" mediante su
formalización cada vez mayor ya había sembrado la duda en muchos economistas
académicos. El cuestionamiento actual de casi todos los supuestos de la teoría
neoclásica y de sus herederos keynesianos ha llevado a algunos economistas
—representados notablemente por los llamados neorricardianos— a un retorno poco
entusiasta a la economía clásica. Al mismo Marx se le considera un economista
ricardiano y como tal encuentra cada vez más favor en el intento de los
economistas burgueses de integrar su "obra precursora" en su propia
especialidad, la ciencia económica.
Sin embargo, el marxismo no significa ni más ni menos que la
destrucción del capitalismo. Incluso como disciplina científica, no ofrece nada
a la burguesía. Y, a pesar de todo, como alternativa frente a la desacreditada
teoría social burguesa puede servir a esta proporcionándole algunas ideas
útiles para su rejuvenecimiento. Al fin y al cabo, se aprende del adversario.
Además, en su forma aparentemente "realizada" de los "países
socialistas", el marxismo apunta soluciones prácticas que podrían ser
también útiles en las economías mixtas, por ejemplo, un incremento aún mayor de
las regulaciones estatales estabilizadoras. Las políticas de rentas y salarios,
por ejemplo, se acercan bastante a las medidas similares de los sistemas de
economía de control central. Por último, en vista de la ausencia de movimientos
revolucionarios, la investigación marxiana de tipo académico no ofrece ningún
riesgo, en la medida que queda restringida al mundo de las ideas. Quizá parezca
extraño, pero es la falta de ese tipo de movimientos en un periodo de
turbulencia social lo que convierte al marxismo en una mercancía con la que
puede comerciarse y en un fenómeno cultural que muestra la tolerancia y la imparcialidad
democrática de la sociedad burguesa.
No obstante, la súbita popularidad de la teoría de Marx
refleja la crisis del capitalismo que es ideológica además de económica. En ese
sentido, afecta sobre todo a los responsables de fabricar y distribuir las
ideologías, o sea, a los intelectuales de clase media especializados en teoría
social. Su clase en conjunto puede sentirse en peligro por el curso del
desarrollo capitalista, con su decadencia social visible, y así buscan
sinceramente alternativas a los dilemas sociales que también les afectan.
Podrían actuar así por motivos que aun siendo oportunistas están necesariamente
ligados a una actitud crítica hacia el sistema existente. En ese sentido, el
"renacimiento marxiano" actual podría ser preludio de un retorno del
marxismo como movimiento social de importancia teórica y práctica.
Por el momento hay pocas pruebas de una
reacción revolucionaria a la crisis capitalista. Si diferenciamos la
"izquierda objetiva" en la sociedad, es decir, el proletariado como
tal, y la izquierda organizada, que no es estrictamente proletaria, solamente
en Francia y en Italia puede hablarse de fuerzas organizadas que podrían
desafiar el dominio capitalista, suponiendo que tuvieran tales intenciones.
Pero los partidos comunistas y los sindicatos de esos países se transformaron
desde hace mucho en partidos puramente reformistas, confortablemente instalados
en el sistema capitalista y dispuestos a defenderlo. Que tengan gran audiencia
en la clase obrera indica también la falta de disposición o interés en el
derrocamiento del sistema capitalista de los mismos trabajadores y, claro está,
su deseo inmediato de encontrar acomodo en él. Sus ilusiones concernientes al
carácter reformable del capitalismo apoyan el oportunismo político de los
partidos comunistas.
Con la ayuda del autocontradictorio término de
"eurocomunismo", estos partidos intentan diferenciar sus actitudes
actuales de las viejas políticas, es decir, dejar claro que su objetivo
tradicional —el capitalismo de estado—, aunque olvidado hace mucho, ha sido
definitivamente abandonado en favor de la economía mixta y la democracia
burguesa. Esta es la contrapartida natural a la integración de los "países
socialistas" en el mercado capitalista mundial. También es un punto de
partida para asumir mayores responsabilidades en los países capitalistas y en
sus gobiernos, y una promesa de no alterar el grado limitado de cooperación
alcanzado por las potencias europeas. Ello no implica una ruptura completa con
la parte del mundo donde impera el capitalismo de estado, sino el
reconocimiento de que esta parte tampoco está actualmente interesada en la
extensión del capitalismo de estado por medios revolucionarios, sino en su
propia seguridad en un mundo cada vez más inestable.
En el momento actual del desarrollo del capitalismo la
posibilidad de revoluciones socialistas es más que dudosa, pero todas las
actividades obreras en defensa de los intereses de clase propios de los
trabajadores llevan consigo un carácter potencialmente revolucionario. En
periodos de estabilidad económica relativa la lucha de los trabajadores acelera
por sí misma la acumulación del capital al forzar a la burguesía a adoptar
medios más eficientes para incrementar la productividad del trabajo. Como ya se
dijo, los salarios y los beneficios pueden crecer a la vez sin alterar la
expansión del capital. Sin embargo, la depresión trae consigo el final del
crecimiento simultáneo (pero desigual) de beneficios y salarios. La
rentabilidad del capital ha de restaurarse para que el proceso de acumulación
pueda reanudarse. La lucha entre trabajo y capital implica ahora la misma
existencia del sistema, ligada a su continua expansión. Las luchas económicas
ordinarias por mayores salarios adquieren implicaciones revolucionarias
objetivas, ya que una clase puede tener éxito solo a expensas de la otra.
Por supuesto, los trabajadores pueden estar dispuestos a
aceptar dentro de unos límites una menor proporción en el reparto del producto
social, aunque solo sea para evitar los sufrimientos de la confrontación
abierta con la burguesía y su estado. La experiencia previa hace que la clase
dominante espere actividades revolucionarias y que, en consecuencia, se dote de
armamento. Pero el apoyo político de las grandes organizaciones obreras también
es necesario para prevenir revueltas sociales de gran alcance. Cuando una
depresión prolongada amenaza al sistema capitalista, es esencial que los
partidos comunistas y otras organizaciones reformistas ayuden a la burguesía a
superar sus condiciones de crisis. Han de hacer lo posible por impedir
actividades de la clase obrera que puedan retrasar la recuperación capitalista.
Sus políticas oportunistas adquieren un carácter abiertamente
contrarrevolucionario en cuanto el sistema se encuentra amenazado por demandas
obreras que no pueden ser satisfechas en el marco de un capitalismo agobiado
por la crisis.
Claro está que las economías mixtas no se trasformarán por
propia voluntad en sistemas de capitalismo de estado. Y aunque los partidos de
izquierda han descartado por el momento sus objetivos de capitalismo de estado,
esto podría no impedir revueltas sociales de escala suficiente como para anular
los controles políticos de la burguesía y de sus aliados en el movimiento
obrero. Si tal situación se diera, la identificación actual del socialismo con
el capitalismo de estado y una recuperación forzada de las tácticas
bolcheviques originarias por parte de los partidos comunistas podrían desviar
hacia el capitalismo de estado cualquier sublevación espontánea de los
trabajadores. Igual que las tradiciones de la socialdemocracia en los países
centroeuropeos impidieron que las revoluciones políticas de 1918 se
convirtieran en revoluciones sociales, así las tradiciones leninistas podrían
impedir la realización del socialismo en favor del capitalismo de estado.
La introducción del capitalismo de estado en los países de
capitalismo avanzado como resultado de la II Guerra Mundial muestra que este
sistema no tiene por qué quedar circunscrito a las naciones de capitalismo
subdesarrollado, sino que puede existir en todas partes. Tal posibilidad no fue
prevista por Marx, para quien el capitalismo sería reemplazado por el
socialismo, no por un sistema híbrido que contiene elementos de ambos dentro de
las relaciones de producción capitalistas. El fin de la economía competitiva de
mercado no tiene por qué ser el fin de la explotación capitalista, que también
puede tener lugar en el marco del sistema de planificación estatal. Esta
situación históricamente nueva indica la posibilidad de un desarrollo
caracterizado por un monopolio estatal de los medios de producción, no como
periodo de transición al socialismo sino como forma nueva de producción
capitalista.
Las acciones revolucionarias implican una ruptura general de
la sociedad que escapa al control de la clase dominante. Hasta ahora, tales
acciones solo han ocurrido en momentos de catástrofe social tales como
situaciones de derrota bélica y turbulencia económica asociada. Eso no
significa que tales condiciones sean un requisito absoluto para la revolución,
pero sí indica la extensión de la desintegración social necesaria para que se
desencadenen revueltas sociales. La revolución implica la rebelión de la
mayoría de la población activa, cosa que no se produce por adoctrinamiento
ideológico sino como resultado de la pura necesidad. Las actividades
resultantes producen su propia consciencia revolucionaria, en concreto la
comprensión de lo que hay que hacer para no ser destruido por el enemigo
capitalista. Pero por el momento, el poder político y militar de la burguesía
no está amenazado por disensiones internas y los mecanismos para orientar la
economía tampoco están agotados. Y a pesar de la competición internacional cada
vez mayor por las ganancias decrecientes de la economía mundial, las clases
dominantes de los distintos países todavía se apoyarían unas a otras para
suprimir los movimientos revolucionarios.
Los obstáculos enormes interpuestos en el camino a la
revolución social y a una reconstrucción comunista de la sociedad fueron
terriblemente subestimados por el movimiento marxista originario. Por supuesto,
la flexibilidad y la capacidad de adaptación del capitalismo frente a
condiciones cambiantes solo podía descubrirse al intentar destruirlo. Pero a
estas alturas debería estar claro que las formas que adoptó la lucha de clases
durante el ascenso del capitalismo no son adecuadas para su periodo de
declinación, en el que la única posibilidad es su derrocamiento revolucionario.
La existencia de sistemas de capitalismo de estado también muestra que no puede
alcanzarse el socialismo por medios que ya fueron insuficientes en el pasado.
De todas formas, esto no demuestra el fracaso del marxismo sino tan solo el
carácter ilusorio de muchas de sus manifestaciones, como reflejos de las
ilusiones creadas por el desarrollo del capitalismo mismo.
Hoy igual que ayer, el análisis de Marx de la producción
capitalista y de su evolución peculiar y contradictoria por medio de la
acumulación es la única teoría que ha sido confirmada empíricamente por el
desarrollo capitalista. Hablar del desarrollo del capitalismo solo es posible
en los términos marxianos. Por ello el marxismo no puede desaparecer mientras
exista el capitalismo. Las contradicciones de la producción capitalista, aun
modificadas en gran medida, también existen en los sistemas de capitalismo de
estado. Como todas las relaciones económicas son relaciones sociales, las
relaciones clasistas que siguen existiendo en esos sistemas implican el
mantenimiento de la lucha de clases, aunque, en principio, solo en una forma
unilateral bajo el dominio autoritario. La integración inevitable y progresiva
de la economía mundial afecta a todas las naciones independientemente de su
estructura económica concreta y así resta base a los intentos de encontrar
soluciones nacionales a los problemas sociales. De manera que, mientras haya
explotación clasista, habrá oposición marxista, aunque toda la teoría marxista
haya sido suprimida o sea usada como falsa ideología para apoyar una práctica
antimarxiana.
Ciertamente, son los pueblos los que hacen la historia, por
medio de la lucha de clases. La decadencia del capitalismo —indicada por la
concentración del capital y la centralización cada vez mayor del poder
político, y también por la anarquía cada vez mayor del sistema, a pesar y a
causa de todos los intentos de organización social más eficiente— podría
resultar muy prolongada. Lo será a menos que lo acorten las acciones
revolucionarias de la clase obrera y de todos los que no sean capaces de
asegurar su existencia en un marco de empeoramiento de las condiciones
sociales. Pero actualmente el futuro del marxismo es muy oscuro. La
superioridad de las clases dominantes y de sus instrumentos de represión ha de
ser contrarrestada por un poder mayor que el que las clases trabajadoras han
sido hasta ahora capaces de generar. No es inconcebible que esta situación se
prolongue y condene así al proletariado a sufrir penalidades aun mayores por su
incapacidad para actuar en función de su propio interés de clase. Además, no
puede descartarse que la resistencia del capitalismo lleve a la destrucción de
la sociedad misma. Como el capitalismo sigue siendo susceptible de crisis
catastróficas, las naciones tenderán como en el pasado a recurrir a la guerra
para salir de las dificultades a costa de otras potencias capitalistas. Esta
tendencia incluye la posibilidad de una guerra nuclear y, a juzgar por la
perspectiva actual, la guerra parece incluso más probable que una revolución
socialista internacional. Las clases dominantes son muy conscientes de las
consecuencias de un conflicto nuclear, pero solo pueden intentar prevenirlo
mediante el terror mutuo, o sea, por la expansión competitiva del arsenal
nuclear. En la medida que solo tienen un control muy limitado de sus economías,
tampoco ejercen un control real de sus asuntos políticos, y sus intenciones de
evitar la destrucción mutua, sean cuales fueren, no afectan demasiado la
probabilidad de su ocurrencia. Esta terrible situación impide cualquier
confianza similar a la del pasado en la certeza y éxito de la revolución
socialista.
Como el futuro permanece abierto, aun determinado por el
pasado y por las condiciones inmediatas dadas, los marxistas han de actuar en
el supuesto de que el camino al socialismo no está aún cerrado y que todavía
hay una posibilidad de superar el capitalismo antes de su destrucción. El
socialismo aparece ahora no solo como objetivo del movimiento obrero
revolucionario, sino como única alternativa a la destrucción total o parcial
del mundo. Esto requiere, por supuesto, el surgimiento de movimientos
socialistas que reconozcan las relaciones de producción capitalistas como
origen de la miseria social cada vez mayor y del riesgo de evolución hacia un
estado de barbarie. Sin embargo, después de más de un siglo de agitación
socialista, esto parece una esperanza baldía. Lo que una generación aprende, la
siguiente lo olvida, empujada por fuerzas que escapan a su control y por tanto
a su comprensión. Las contradicciones del capitalismo, como sistema de
intereses privados determinados por necesidades sociales, no solo se reflejan
en la mente capitalista sino también en la consciencia del proletariado. Ambas
clases reaccionan al resultado de sus propias actividades como si estas se
debieran a leyes naturales inalterables. Sujetos al fetichismo de la producción
de mercancías, perciben el modo de producción capitalista, históricamente
limitado, como una situación eterna a la que todos han de adaptarse. Por
supuesto, como esta percepción errónea asegura la explotación del trabajo por
el capital, es fomentada por los capitalistas como ideología de la sociedad
burguesa y el proletariado es adoctrinado con ella.
Las condiciones capitalistas de producción social fuerzan a
la clase trabajadora a aceptar su explotación como único medio de ganarse la
vida. Las necesidades inmediatas del trabajador solo pueden satisfacerse
mediante el sometimiento a esas condiciones y a su reflejo en la ideología
dominante. Generalmente, la aceptación de unas conlleva la de la otra, como
ideología representativa del mundo real, que solo puede ser cuestionado
mediante el suicidio. El alejamiento de la ideología burguesa no cambiará la
posición del trabajador en la sociedad y en el mejor de los casos es un lujo en
el contexto de sus condiciones de dependencia. Independientemente del grado en
que el trabajador pueda emanciparse ideológicamente, a efectos prácticos debe
proceder siempre como si se hallara sometido a la ideología burguesa. Sus
pensamientos y sus acciones serán necesariamente discrepantes. Quizá comprenda
que sus necesidades individuales solo pueden asegurarse mediante las acciones
colectivas de clase, pero de todas formas se verá forzado a atender a sus
necesidades inmediatas como individuo. El doble carácter del capitalismo como
producción social para la ganancia privada reaparece en la ambigüedad de la
posición del trabajador como individuo y como miembro de una clase social.
Es esta situación y no alguna incapacidad condicionada para
trascender la ideología capitalista la que hace a los trabajadores reacios a
expresar y actuar en función de sus actitudes anticapitalistas que complementan
su posición social como asalariados. Aunque perciben perfectamente su posición
de clase, incluso cuando no le prestan atención o la niegan, también se dan cuenta
del enorme poder dispuesto contra ellos, que amenaza destruirles si se atreven
a cuestionar abiertamente las relaciones clasistas del capitalismo. Es también
por esto por lo que, cuando intentan obtener concesiones de la burguesía, optan
por métodos reformistas, no revolucionarios. Su falta de consciencia
revolucionaria no expresa más que las relaciones reales de poder social que
evidentemente no pueden modificarse a voluntad. Un cauto "realismo"
—es decir, un reconocimiento del campo limitado de actividades que son
factibles— determina sus pensamientos y acciones y halla su justificación en el
poder del capital.
Cuando no va acompañado de la acción revolucionaria de la
clase obrera, el marxismo solo es una comprensión teórica del capitalismo. No
es la teoría de una práctica social real, empeñada y capaz de cambiar el mundo,
sino que funciona como una ideología anticipatoria de tal práctica. Sin
embargo, su interpretación de la realidad, aun siendo correcta, no repercute de
ninguna manera importante en las condiciones existentes en un momento dado.
Simplemente describe las condiciones reales en las que se halla el
proletariado, dejando su cambio a las acciones futuras de los trabajadores
mismos. Pero las propias condiciones en las que se encuentran los trabajadores
les someten al dominio del capital y a una oposición impotente, ideológica
cuando más. Su lucha de clase en el contexto del capitalismo ascendente
fortalece a su adversario y debilita su propia inclinación a la oposición. El
marxismo revolucionario no es entonces una teoría de la lucha de clases como
tal, sino una teoría de la lucha de clases en las condiciones específicas de
decadencia del capitalismo. No puede funcionar eficazmente en las condiciones
"normales" de la producción capitalista, sino que ha de esperar su
ruptura. Solo cuando el cauto "realismo" de los trabajadores se
convierte en falta de realismo y el reformismo en utopismo —es decir, cuando la
burguesía ya no es capaz de mantenerse a sí misma más que a costa de un empeoramiento
continuo de las condiciones de vida del proletariado— pueden las rebeliones
espontáneas transformarse en acciones revolucionarias con poder suficiente para
echar abajo el régimen capitalista.
Hasta ahora, la historia del marxismo revolucionario ha sido
la historia de sus derrotas, que incluyen los éxitos aparentes que culminaron
en el surgimiento de los sistemas de capitalismo de estado. Es evidente que en
sus orígenes el marxismo no solo subestimó la resistencia del capitalismo, sino
que al hacerlo sobrestimó la capacidad de la ideología marxiana para repercutir
en la consciencia del proletariado. El proceso de cambio histórico, a pesar de
que ha sido acelerado por la dinámica del capitalismo, es exageradamente lento,
sobre todo cuando se compara con la vida de las personas. Pero la historia de
los fracasos también es la historia de las falsas ilusiones que se pierden y de
la experiencia que se gana, si no para el individuo, sí al menos para la clase.
No hay razón para suponer que el proletariado no puede aprender de la
experiencia. Pero, dejando estas consideraciones aparte, las circunstancias lo
obligarán a encontrar la forma de asegurar su existencia fuera del capitalismo,
cuando ya no pueda asegurarla dentro de él. Las características concretas de
esa situación no pueden determinarse a priori, pero una cosa sí es segura: que
la liberación de la clase trabajadora del dominio capitalista solo puede
conseguirse mediante la propia iniciativa de los trabajadores y que tal
socialismo solo podrá realizarse eliminando la sociedad de clases mediante el
fin de las relaciones capitalistas de producción. La realización de ese
objetivo será a la vez la verificación de la teoría marxiana y el fin del
marxismo.
[1978]
Nota editorial
|
Foto: Paul Mattick |
Paul Mattick
nació en la Pomerania alemana (ahora polaca), en 1904, y murió en Cambridge, Massachusetts,
en 1981. Delegado de los aprendices en el consejo obrero de la fábrica Siemens
de Berlín, participó en la izquierda espartaquista y en la fundación del
Partido Comunista Obrero de Alemania (KAPD). En 1926 emigró a EEUU, donde fue
activo en los Industrial Workers of the
World y en el movimiento de desempleados durante la gran depresión de los
años treinta. Autor de numerosos artículos y libros y editor entre 1934 y 1943
de Living Marxism, International
Council Correspondence y New
Essays, publicaciones de la izquierda consejista en las que también
escribieron Karl Korsch y Antonie Pannekoek, en los últimos años de su vida
tuvo su único trabajo académico, como profesor visitante de la universidad
danesa de Roskilde. 1
Mattick
publicó en alemán y en inglés y muchas de sus obras fueron traducidas a otros
idiomas. La dinámica del capitalismo y los ciclos de auge económico y
depresión, la relación entre organizaciones obreras y movimiento espontáneo de
los trabajadores y la historia del marxismo revolucionario son los temas
principales de la producción de Mattick. Varios libros de Mattick se han
publicado en castellano, en muchos casos retraducidos de otros idiomas: Crisis y teoría de la crisis 2, Crítica de los neomarxistas 3 , Integración
capitalista y ruptura obrera 4 y Rebeldes y renegados 5 .
Algunas de estas versiones han perdido bastante de la fluidez y claridad que al
menos en inglés suelen tener los textos de Mattick. De la que algunos
consideran su obra principal, Marx
and Keynes 6, existe una edición mexicana 7. Varios artículos de autores consejistas están
recopilados en el libro Crítica del
bolchevismo 8, que incluye un ensayo de Mattick sobre "Lenin y su leyenda".
"Pasado, presente y futuro del
marxismo" (Marxism: yesterday, today, and tomorrow) es un texto póstumo de Mattick,
publicado en 1983 como epílogo del libro Marxism: last refuge of the bourgeoisie? 9 ,
cuya edición final corrió a cargo de Paul Mattick hijo. En "Pasado, presente y futuro del marxismo" Mattick revisó a
grandes trazos la historia del movimiento obrero y a la vez la historia del
capitalismo desde los tiempos de Marx. El texto hace referencia a infinidad de
hechos, ideas y autores, muchas veces sin mencionarlos siquiera por su nombre.
Probablemente lo que intentaba el autor era definir un marco general en el que
se hiciera inteligible la historia de un movimiento que había intentado acabar
con el capitalismo y que un siglo después apenas si contaba con fuerzas para
interrogarse sobre su propia derrota. El texto, fechado en 1978, contiene
muchas referencias a los países del Este que han quedado desfasadas tras el
hundimiento del bloque soviético. Pero las líneas maestras de su argumentación
no están de ninguna manera en contradicción con lo ocurrido. Paul Mattick ya
negaba el carácter socialista de la Unión Soviética en los años treinta, cuando
aun el grueso del movimiento comunista no había comulgado ninguna de las ruedas
de molino, a cual más gruesa, que luego le serían servidas por los países del
llamado "socialismo real".
Quienes estén
interesados en esa historia y en los temas nucleares del marxismo la
irracionalidad del sistema capitalista, la relación del pensamiento con la
realidad material de quienes piensan, la revolución, sintonizarán rápidamente
con el texto de Mattick.
Notas
1. R. A. Gorman: Biographical
dictionary of neo-marxism. Westport, Connecticut: Greenwood Press, 1985,
pp. 287-288.
2.
Barcelona: Península, 1977 (trad. del alemán de G. Muñoz)
3.
Barcelona: Península, 1977 (trad. del alemán de G. Muñoz)
4.
Barcelona: Laia, 1978 (trad. del francés de L. Riera).
5.
Rebeldes y renegados: la función de los
intelectuales y la crisis del movimiento obrero. Barcelona: Icaria, 1978
(trad. del italiano de G. Eguillor).
6. Marx and Keynes:
the limits of the mixed economy, Boston: Porter
Sargent, 1969
7.
Marx y Keynes: los límites de la economía
mixta. México DF: Era, 1975.
8.
A. Pannekoek, K. Korsch, P. Mattick:
Crítica
del bolchevismo (recop. y trad. de F. Fernández Buey).
Barcelona: Anagrama, 1976.
9. Armonk, NY/Londres: M. E. Sharpe/Merlin Press, 1983.
El presente ensayo se publicó
originalmente en Collective Action Notes
y posteriormente en los Cuadernos de
Relaciones Laborales, de la Universidad Complutense, Madrid, N° 11, 1997,
pp. 325-348.