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Goethe ✆ David Levine
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José María Laso
Prieto | Quienes, en la adolescencia, leímos Werther, Las afinidades electivas, Fausto, &c., quedamos para siempre
impactados por la potencia creadora de Johann Wolfgang von Goethe. En un sentido distinto, también
nos impresionaron dos frases que se le atribuían. Por la primera, proclamaba: Quien
tiene el arte y la ciencia, tiene la religión. Quien no tiene el arte y la
ciencia, que tenga la religión. Tal frase, a pesar del atractivo que tenía
por sus sugerencias artísticas, no acababa de agradarnos pues captábamos en
ella un trasfondo elitista. Menos nos agradó todavía la preferencia, que a
Goethe se le atribuía, del orden sobre la justicia. En tales aforismos
goethianos creíamos percibir la anatomía de una naturaleza imbuida de un
exacerbado individualismo egoísta que despreciaba olímpicamente a sus
semejantes. No obstante, además de literario, había otro Goethe que nos atraía.
El que tuvo visión histórica suficiente para discernir en la batalla de Valmy
el nacimiento de una nueva época; el que en la entrevista de Erfurt impresionó
de tal modo a Napoleón, que éste le caracterizaría con el clásico Voilá un homme («He aquí un
hombre»). Bien es cierto también que esta entrevista nos deja el regusto amargo
de la actitud de Goethe hacia Napoleón. No admira en él a la espada de la Revolución
francesa que destroza los lazos feudales subsistentes en Europa. El general
revolucionario se ha proclamado ya Emperador y Goethe le admira como el
restaurador del orden en el caos revolucionario. En tal sentido, la actitud de
Goethe frente a Napoleón se sitúa en las antípodas de la de Beethoven.
Fortuitamente, muchos años después hemos tenido ocasión de
leer las memorias de Goethe que él subtitula Poesía y verdad. Con
ellas nos sumergimos inmediatamente en un mundo fascinante condicionado por los
fenómenos del prerromanticismo, la ilustración y los prolegómenos de la
Revolución francesa y las guerras napoleónicas. Mediante su propia pluma,
Goethe se nos muestra como una gran personalidad dotada de facetas
dialécticamente contradictorias. Tan contradictorias facetas son, precisamente,
las que han dado lugar a tal diversidad de interpretaciones sobre la
personalidad de Goethe. A su examen, desde una perspectiva marxista, vamos a
dedicar este trabajo. Sin embargo, antes de entrar de lleno en la tarea, no nos
resistimos a transcribir una cita de las memorias de Goethe que se contrapone a
la imagen que de él nos forjamos en la adolescencia:
«Si en el curso de
nuestra vida vemos que otros han hecho una tarea para la que nos creíamos
llamados, pero que hubimos de abandonar como otras muchas, nos domina el bello
sentimiento de que sólo la Humanidad es el hombre verdadero y de que el
individuo sólo puede sentirse a sí mismo en el todo.» {1}
En esta faceta concreta, Goethe parece anticiparse a Marx y,
en general, a una concepción colectivista del humanismo propia del pensamiento
de izquierda contemporáneo.
Las
interpretaciones de Goethe
Su precoz éxito literario, con la obra Gotz
Berlichingen, permitió a Goethe adquirir una posición destacada en la
literatura alemana y convertirse en el dirigente del movimiento Sturm und
Drang (Tempestad e Ímpetu). Tal movimiento, que tomaba su nombre de un
drama de Klinger, suponía la iniciación de la corriente prerromántica. No
obstante el entusiasmo que suscitó entre la juventud, fue criticada por
Federico II el Grande –ídolo del propio Goethe– como una imitación
reprobable de las malas comedias francesas. Un año después, Goethe arrolla
con su Werther adquiriendo dimensión
literaria internacional. No sólo la crítica es unánime, en la admiración, sino
que Goethe trasciende el ámbito literario, imponiendo la moda de Werther, tanto en el vestir como en la
génesis de una epidemia de suicidios amorosos. Poco después Goethe inicia su
etapa cortesana en Weimar. Aunque de 1775 a 1786 escribió diversos poemas
líricos y continuó el Fausto –magna
obra cuya elaboración abarcaría toda su vida–, su obra literaria ya no obtiene
tanto éxito y el mundo de las letras lo da por perdido. Esa impresión produce
su dedicación a las tareas de cortesano, político, jurista, naturalista,
&c. Sin embargo, tras dos años de estancia en Italia, se inicia otra etapa
de gran creatividad: Ifigenia en
Táuride, Egmont, Torcuato Tasso, Elegías romanas.
La estancia en Italia, donde estudia devotamente las grandes
obras de la antigüedad, le imprime un viraje hacia lo clásico que neutraliza
los impulsos de su etapa prerromántica. Incluso en su propia vida, hasta
entonces muy desordenada, acaba imponiéndose el ideal griego de la moderación.
Desde esta nueva perspectiva, Goethe elabora sucesivamente Guillermo
Meister, Hermann y Dorotea, Las afinidades electivas, etcétera. También la
parte de sus memorias que subtitulaPoesía y verdad. Con la culminación del Fausto, Goethe es considerado la
cima de la cultura alemana. Sin embargo, ello no le libra de la crítica. Los
escritores Menzel y Kotzebue lo consideran excesivamente valorado. En política
se le reprocha su servilismo hacia los príncipes y no haber asumido la causa
patriótica en la guerra de liberación contra Napoleón. En los círculos
eclesiásticos es considerado como un pagano amoral.
Enzo Orlandi sintetiza muy bien una de tales
interpretaciones:
«En la época del
naturalismo se estima sobre todo el período «Sturm und Drang» de Goethe. La
falta de forma, la genialidad espontánea, casi primitiva –aunque arraigada en
una profunda cultura–, la exaltación de la Naturaleza, la originalidad del
lenguaje, el desenfreno del eros, la pasión. El Goethe de Weimar, apolíneo,
clásico, no agrada, no interesa. La obra del joven Goethe es juzgada
«típicamente germánica», y, por esa razón, válida; pero la atmósfera de Weimar,
y el atrayente viaje italiano ha alejado a Goethe de aquellos principios
prometedores para conducirle por los falsos caminos del clasicismo, del
cosmopolitismo y de las desviaciones orientales.» {2}
A partir de 1875 se produce un viraje crítico a favor de
Goethe. Primero es Hermann Grimm quien intenta demostrar que Goethe poseía la
indescriptible capacidad de vivir simultáneamente en dos mundos, que enlazaban
perfectamente y que, al mismo tiempo, mantenía completamente separados. Pero su
gran reivindicador es, sobre todo, Nietzsche. Para tal filósofo, Goethe es un
elemento formativo indispensable y su encuentro con Napoleón un punto
culminante de la historia mundial. A su vez, Gundolf impone la imagen de
un Goethe que sería la unidad mayor en la que el espíritu germano se ha
encarnado. No obstante tan fuerte respaldo germánico, Goethe corre
peligro, al implantarse el régimen nazi, de ser barrido de la cultura alemana.
Lo salva el jefe de las juventudes hitlerianas, Baldur von Schirach, al recoger
de sus obras los pasajes que podían estimarse como anticipadores del nazismo.
Incluso el hombre fáustico de Spengler, que era el símbolo del hombre
occidental, es nacionalizado. Y es que el filósofo nazi Alfred
Rosemberg, encuentra en Fausto el
eco de la eterna tendencia alemana al activismo. En ello se apoya Hitler, en
sus conversaciones con Rauschnigg, para afirmar: No me gusta del todo
Goethe, pero quiero perdonarle muchas cosas por estas solas palabras suyas: En
el principio era la acción. Sin embargo, tal interpretación nazi resulta
muy forzada. Difícilmente su humanismo, sus ideales de tolerancia, su apertura
hacia un colectivo humano universal –incluso su cosmopolitismo– podían ser
compaginables con el exacerbado nacionalismo nazi.
Con las numerosas traducciones de su Werther, Goethe comienza a ser
conocido y apreciado en Europa. Madame de Stáel, Shelley, Byron y Carlyle
exaltan su genialidad. En Rusia, donde conectan con su carácter nacional,
tienen gran eco sus poemas sentimentales. El entusiasmo de Pushkin por el Fausto le lleva a afirmar: Esta
obra de Goethe permanecerá como la más grande creación de espíritu poético, la
encarnación de la poesía moderna, como la Iliada fue el monumento de
la antigüedad clásica. Empero, los representantes literarios del
nacionalismo ruso reprochan a Goethe no haber tenido comprensión por la miseria
de los desheredados. Tolstoi lo considera un frío olímpico y
Dostoyevsky lo condena como profeta de la divinización del hombre. En
Italia es más tarde valorado por Francisco de Sanctis y admirado por Mazzini,
Gioberti y Benedetto Croce. Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, lo
considera nacional, pero no nacionalista. Valora también en Goethe su aforismo
de que a la autoconciencia se debe llegar no por la contemplación, sino por la
acción. En España, entre otros autores, valoraron a Goethe Juan Valera («Goethe no es sólo poeta. Es el escritor
por excelencia...») y Marcelino Menéndez Pelayo, para quien «Goethe es el gran poeta panteísta y
realista, el poeta del empirismo intelectual; poeta objetivo por
excelencia, que aspira a convertir a toda la Naturaleza en arte, toda realidad
en ideal». Para Ortega y Gasset, que pronuncia varias conferencias sobre su
bicentenario, «Goethe es el clásico de
segunda potencia, el clásico que a su vez había vivido de los clásicos, el
prototipo de heredero espiritual, cosa de la que él mismo se dio tan clara
cuenta; en suma, representa entre los clásicos el patricio. Además, si
todos los clásicos lo son en definitiva para la vida, éste pretende ser el
artista de la vida, el clásico de la vida».
La
interpretación marxista
Con el fin de la segunda guerra mundial se reanudan las
interpretaciones de Goethe. En 1947, para Karl Jaspers, Goethe no es un
modelo que imitar. Como otros grandes, es un punto de orientación para nosotros...,
un paradigma de la condición humana, sin llegar a ser todavía el ejemplo que
debemos seguir. Es un ejemplo sin ser un modelo. Por el contrario, como
precisa Manuel Sacristán, desde posiciones ideológicas cambiantes, en su
patria, en el destierro, y de vuelta a su patria, Thomas Mann dirige durante
decenios exhortaciones goethianas a sus compatriotas para apartarlos del mal
que ve venir, y luego para exhortarlos a no caer de nuevo en él. Así, su
conferencia Goethe y la democracia (1949)
es, para Sacristán, sólo el episodio final del largo esfuerzo del artista por
presentar a los alemanes la figura de Goethe como el antídoto del nazismo y
como fórmula de progresiva fidelidad. En abierto contraste con Thomas Mann, el
gran dramaturgo y ensayista del marxismo Bertolt Brecht, sin menospreciar nunca
ni enfrentarse directamente a Goethe, no le exime de crítica. Así, por ejemplo,
en el final de su Santa Juana de los
mataderos, la parodia del lenguaje de Goethe tiene la función precisa
de denunciar la vacuidad del ideal humanístico-clasista del autor de Fausto frente a los problemas que
afligen a la nación alemana, agotada después de la primera guerra mundial,
expuesta a la inflación, al hambre, y a los desórdenes de las sacudidas
revolucionarias y contrarrevolucionarias.
Si nos remontamos a los clásicos del marxismo, podremos
observar que su actitud hacia Goethe está condicionada por la complejidad y las
contradicciones de la personalidad del autor de Werther. Marx lo incluía entre sus tres poetas favoritos,
junto a Shakespeare y Esquilo, en una encuesta que sobre sus predilecciones
literarias le realizaron sus hijas Jenny y Laura. A su vez, el yerno de Marx,
Paul Lafargue, en sus Recuerdos
personales de Karl Marx, precisa que Marx sabía de memoria a
Heine y a Goethe, a quienes corrientemente citaba en su conversación. Trascendiendo
lo puramente literario, Marx utilizó también a Shakespeare y Goethe en sus
estudios iniciales sobre el dinero. Basándose en personajes de El mercader de Venecia, Fausto y Timón de Atenas, Marx plantea el efecto todopoderoso del
dinero:
«Lo que existe para mí
por el dinero, lo que yo puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar,
eso soy yo, el vínculo de los vínculos. ¿No se puede atar y desatar a todos por
el dinero? Esa será mi fuerza. Las virtudes del dinero son mis virtudes y mi
potencia la de su poseedor. Lo que yo soy y lo que yo puedo no está, pues, en
manera alguna determinado por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme
a la mujer más bella. Entonces ya no soy feo, porque el efecto de la fealdad,
su fuerza repulsiva, es anulada por el dinero. Yo soy –mi individuo es– cojo,
pero el dinero me procura veinticuatro pies; ya no soy cojo; soy un hombre
malo, deshonesto, sin conciencia, sin espíritu, pero el dinero es honrado y
también lo es su poseedor. El dinero es el mayor bien, luego su poseedor es
bueno; el dinero me libra de la vergüenza de ser deshonesto; se presume que soy
honesto; soy desprovisto de espíritu, pero el dinero es el verdadero espíritu
de todas las cosas. ¿Cómo podría estar su poseedor desprovisto de espíritu? Y
luego puedo comprar gentes espirituales, y lo que tiene las gentes
espirituales, ¿no es más espiritual que lo más espiritual? Yo, que gracias al
dinero puedo todo aquello a lo que aspira un corazón humano, ¿no tengo ya en mi
poder todas las riquezas humanas? Mi dinero, ¿no transforma todas mis
insuficiencias en su contrario?» {3}
Por su parte, Engels resalta las contradicciones de Goethe.
Así, refiriéndose a las limitaciones de Hegel, precisa en su Ludwig Feuerbach:
«Las necesidades
interiores del sistema bastan, por consecuencia, para explicar cómo ha podido
llegar a una conclusión política tan moderada por medio de un método de
pensamiento profundamente revolucionario. La forma específica de esta
conclusión proviene, por otra parte, del hecho de que Hegel era alemán, y de
que, tanto en él como en su contemporáneo Goethe había un tanto de filisteísmo.
Cada uno en su género era un Zeus olímpico, pero ni uno ni otro se despojaron completamente
del filisteo alemán.»
Tales limitaciones de Hegel, Goethe, etcétera, Engels tiende
a explicarlas por el efecto negativo que sobre ellos ejercía la asfixiante
situación de Alemania a finales del siglo XVIII. Así, en unas cartas publicadas
en The Northern Starmatizaba:
«La única esperanza de
un mejor porvenir aparecía en la literatura del país. Esta época, vergonzosa
desde el punto de vista político y social, fue, al mismo tiempo, la gran época
de la literaturaalemana. Alrededor de 1750 nacieron todos los grandes espíritus
de Alemania, los poetas Goethe y Schiller, los filósofos Kant y Fichte y, unos
veinte años más tarde, el último gran metafísico alemán, Hegel. Cada obra
notable de esta época está penetrada por un espíritu de desafío y de revuelta
contra la sociedad alemana tal como era entonces. Goethe escribe Goetz von
Berlichingen, homenaje dramático rendido a la memoria de un
revolucionario. Schiller, en Los bandoleros, celebra a un generoso joven que
declara la guerra abierta a toda la sociedad. Pero éstas fueron sus obras de
juventud; con la edad perdieron toda esperanza: Goethe se limita a sátiras
extremadamente agudas y Schiller hubiera muerto de desesperación si no
encuentra refugio en la ciencia y en particular en la gran historia de la
Grecia antigua y de Roma. Estos dos hombres pueden ser tomados como ejemplo de
los demás. Aun los espíritus más fuertes y los mejores de la nación habían
perdido toda esperanza en el porvenir del país.»
Esta dialéctica contradictoria del genio-filisteo, que
Engels observa en Goethe, se expresa también en la carta que Engels dirige a
Marx el 15 de enero de 1847:
«A propósito de Grün,
voy a retocar el artículo sobre el Goethe de Grün, a reducirlo a una hoja y a
tenerlo listo para nuestra publicación, si esto te conviene. El libro es por lo
demás característico. Grün celebra todas las ideas de filisteo de Goethe como
ideas humanas, hace del Goethe fracfortés y funcionario el «verdadero hombre»,
mientas descuida o ensucia todo lo que hay en él de colosal y de genial. Hasta
tal punto, que en este libro prueba de una manera brillante que el hombre =pequeño-burgués
alemán.»
El filósofo marxista Georg Lukács complementa esta
caracterización. Además de personalizar al pueblo alemán en las grandes figuras
de Durero, Münzer, Goethe y Marx, atribuye a Goethe una función ideológica
progresista:
«A esta desmembración
política de Alemania corresponde su desmembración ideológica. Los ideólogos
progresivos más descollantes de la época, sobre todo un Goethe y un Hegel, no
recatan su simpatía por la unificaicón napoleónica de Alemania, por la
liquidación de los vestigios feudales a cargo de Francia y también rechazan los
intentos irracionalistas de apropiárselo... Siendo así que además Goethe,
sobreponiéndose a un empirismo radical, fue desarrollándose hasta convertirse
en un partidario libre de la filosofía clásica alemana, y especialmente de su
dialéctica. A lo cual hay que añadir que las reservas de Goethe frente a sus
contemporáneos filosóficos respondían, de una parte, a que se inclinaba mucho
más que éstos al materialismo filosófico (siendo indiferente, a este respecto,
el que denominase hilozoísmo o de otro modo a su materialismo, nunca
enteramente consecuente) y, de otra parte, a que jamás se avino a que los
resultados de sus propias investigaciones se confirmasen dentro de los límites
de un sistema idealista.» {4}
Similar valoración de Goethe realiza la filosofía oficial
soviética, incluyendo una apreciación positiva de su estética realista.
Manuel Sacristán, en su magnífico prólogo de a las Obras de Goethe, profundiza en el
problema de la veracidad del gran clásico alemán. Después de demostrar que
Goethe fue deliberadamente inveraz, en su enfrentamiento con la teoría de los
colores de Newton, y de valorar sus otras aportaciones científicas, trata de
localizar las causas de su actitud. Su raíz puede estribar en que Goethe tuvo
la paradójica mala suerte de percibir con antelación los límites del
pensamiento científico y filosófico de su época. Así, en la antipatía de Goethe
por el sistema de D’Holbach hay una clara consciencia crítica de las
limitaciones de la visión mecanicista del mundo. De tal limitación –producto a
su vez del desequilibrio entre el rápido desarrollo de las ciencias naturales y
el mucho más lento de las sociales– se deriva una creciente escisión entre el
conocimiento de la Naturaleza y del hombre y el mundo social. Goethe postuló
una racionalidad que superase la escisión de sujeto y Naturaleza así engendrada
y consolidada después por el desarrollo del mercado moderno. Como conclusión de
nuestro intento de profundización en la personalidad contradictoria de Goethe,
nada mejor que identificarnos con la tesis final del profesor Sacristán:
«Goethe es un
contemporáneo de Hegel. Estas dos cimas últimas, antes de que empiece a
representarse activamente el drama final de la historia opaca, de la
prehistoria de la libertad, fueron alcanzadas aun con la veracidad que luego ha
perdido para siempre, desde 1871 (año de la «Commune» de París) y aún desde
1917 (con la revolución soviética. Ambos paréntesis añadidos por el autor de
éste artículo), la espiritualidad burguesa. Goethe no pudo admitir que un
destino digno del hombre sea ser sólo «escritor», «ingeniero» o «profesor de
Metafísica». Intentó –utópicamente, sin duda, con fracaso– alcanzar la única
autenticidad por la que vale la pena «ser un hombre». La integridad armoniosa
de la persona, para expresarse con fórmula suya». {5}
A pesar del tiempo transcurrido desde su fallecimiento,
Goethe mantiene permanentemente su actualidad. Buena prueba de ello es que, en
el reciente referéndum internacional sobre los mejores autores europeos, haya
quedado en cabeza después de Shakespeare. En consecuencia, merece la pena
conocer cuál es su perspectiva marxista.
Notas
{1} J.
W. Goethe, Memorias de mi vida. Poesía y verdad, Editorial Tebas,
Madrid 1979, pág. 311.
{2} Enzo
Orlandi, Goethe, Editorial Prensa Española, Madrid 1971, pág. 123.
{3} Jean
Freville, Textos escogidos de Marx y Engels sobre arte y literatura,Ediciones
Revival, Buenos Aires 1964, págs. 104 y 105.
{4} Georg
Lukács, El asalto a la razón (La trayectoria de irracionalismo desde
Schelling a Hitler), Editorial Grijalbo, Barcelona 1968, págs. 35 a 101.
{5} Manuel
Sacristán, Lecturas: 1. Goethe. Heine, Editorial Ciencia Nueva,
Madrid 1967, págs. 14 a 20 y 64.
Publicado originalmente en ‘Nuestra
Bandera’ en 1984