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Karl Marx ✆ Joaquín Rodríguez
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Carlos X. Blanco |
Las ideologías, a diferencia de las naciones y otras identidades,
caducan muy pronto. No sobreviven más allá de un siglo y si parecen prolongar
su existencia esto no es sino a costa de graves mutaciones que perjudican su
esencia, la hacen morir. Llamaremos metábasis a este cambio
sustancial de las ideologías. No puede dejar de existir metábasis ideológica cuando se dan transformaciones sociales
de gran envergadura. El vínculo funcional entre los productos ideológicos y las
condiciones sociales que los generaron se rompe con los cambios
socioeconómicos. Es evidente que una sociedad puede dejar hacer uso de
productos ideológicos genuinos, acogiéndose a residuos y fantasmas de
ideologías ya pasadas: entonces esas ideologías fosilizadas, no evolucionadas,
acaban desempeñando pese a todo su función social. Esta situación es la que nos
presenta una Totalidad Social: todo, lo genuino y lo falseado, es por
igual producto y agente causal. Una ideología es “actual” (las ideologías no
son verdaderas ni falsas, sino que siempre se trata de realidades deformadas) o
“caduca”. Y en ambas situaciones, una ideología siempre es activa y funcional.
Hay ideologías vigentes o caducas, pero todas son efectivas, todas cumplen un
papel real y efectivo, todas son deformaciones epistémicamente hablando.
Después de años estudiando el marxismo, me he dado cuenta de
que su componente ideológico (más allá de su utillaje y sus
categorías, aún válidas, en el análisis filosófico o económico-político) se
encuentra hoy –siglo XXI- en una situación idéntica a la del liberalismo. Como
ideologías decimonónicas ambas, nacidas al calor de un movimiento de
emancipación de la burguesía, el marxismo y el liberalismo nacieron como
movimientos derivados del espíritu jacobino. Tras Rousseau y la Ilustración,
nadie lo puede negar, vinieron las guillotinas y Robespierre.
Fue Oswald Spengler quien señaló que cada movimiento
emancipador o revolucionario posee una “denominación de origen”, una carta de
naturaleza nacional. “Revolución” no significa lo mismo en Inglaterra, en
Alemania o en Francia. La emancipación burguesa en Francia hubo de hacerse en
medio de espectáculos sangrientos, declamaciones retóricas, guillotinas
afiladas que lo mismo cortaban cabezas que segaban desde el suelo tradiciones
inveteradas. Por el contrario, la emancipación de los burgueses de Inglaterra
no necesitó salir al “foro” político, al “ágora” tumultuaria y asamblearia.
Bastó una alianza con la nobleza y la corona para destruir la comunidad
campesina isleña y proletarizarla. Los hijos de Locke y Adam Smith contaron con
el Estado para llevar a cabo su revolución. El secreto liberal del “Estado
mínimo”, de la subordinación del Estado al dictado de la ya todopoderosa
Economía, consistió sencillamente en el uso de todo el aparato violento y represivo
de ese Estado (alianza de burgueses, nobles y realeza) contra el Pueblo. La
“Acumulación Primitiva” de Marx, o la “Gran Transformación” de Polanyi son
conceptos que explican todo esto muy bien.
Ser liberal hoy, por tanto, no significa nada. Es la
ideología del “Estado mínimo” que surgió en el siglo XVIII para proletarizar a
las masas campesinas, para dotarse de una clase fabril apta para ser explotada
y para liberar las fuerzas productivas que un capitalismo en la nueva fase
necesitaba. Hoy en día el capitalismo mundial se encuentra en una fase
completamente distinta, y quienes se reclaman del liberalismo no hacen otra
cosa que ponerse del lado de esa subordinación del Estado a la Economía, y poco
más. Pero el asunto sustancioso es que nunca se trata de un Estado
desaparecido. Es un Estado bien presente y feroz cuando se encuentra frente a
los enemigos de todo proceso de apropiación y acumulación de plusvalía. Hoy en
día, los productos ideológicos del liberalismo (igualdad formal, libertad de
mercado, universalismo, homogeneidad…) se han vuelto más y más claros en su
intención y funcionalidad: esos principios devinieron recursos del Capital para
que nada estorbe a la explotación de la fuerza de trabajo humana. Y si un día,
la burguesía incipiente se sirvió del Estado nacional para que el Capital y el
Mercado se divinizaran como entes todopoderosos, ahora, más allá del Estado
nacional, el Capital subvierte este instrumento a su servicio, socava el
principio de Soberanía y en base a los mismos principios que el siglo ilustrado
proclamó, anula los derechos colectivos del hombre. El liberalismo fue
impuesto por decreto sirviéndose del Estado, con “leyes de pobres”,
evacuaciones masivas de campesinos, intervenciones armadas, expropiaciones. El
liberalismo no se hubiera impuesto sin el Estado y sus órganos (ejército,
parlamento, jueces, etc.). Ahora, en el siglo XXI, el neo-liberalismo invoca
viejos y gastados principios para socavar la soberanía del mismo Estado que
tanto ayudó a la burguesía, y que había llegado a ser una “oficina de empleados
al servicio del capital”. Este es el momento (escribo en el año 2015) en que el
Capital recurre a una nueva instrumentalización del Estado,
desnacionalizándolo, enajenándolo aún más de su vínculo con el pueblo y convirtiéndolo
en una agencia de gestión de los intereses de grandes corporaciones
transnacionales y de lobbies poderosos. El Estado, así humillado, debe poner en
práctica principios letales, que minan su propio poder efectivo. Por ejemplo,
al someterse a criterios “internacionales” el Estado debe permitir unas
fronteras permeables. Se le impide ejercer su soberanía, que de manera clásica
implicaba el control fronterizo en la circulación de personas y bienes. Por
encima de la soberanía nacional parece que sobrevuelan, de manera celeste, unos
principios ideológicos que surgieron ora de Locke, ora de Rousseau. Principios
del liberalismo británico o del democratismo francés, pero principios
convertidos en religión, en dogma, en fósil. Fósil pues en su aplicación no se
tiene en cuenta la transformación social. Lo que toda persona racional debe
plantearse no es por qué un fósil ideológico o un dogma sobreviven. Más bien la
clave es la sobrevivencia misma fuera del tiempo, sin vigencia, el por qué hay
poderes que dotan de funcionalidad o rol causal al dogma anacrónico o ucrónico.
Se dice que el Cid venció en una batalla incluso después de muerto, al menos
eso cuenta la leyenda. Ahora, las sociedades europeas viven bajo el signo de
una leyenda, de un fantasma. El fantasma ideológico que aúlla diciéndonos que
no se deben poner trabas al proceso universalista, globalizador. El liberalismo
fosilizado, incluso dentro de un marxismo también caduco, no deja de ser un
cáncer destructor de nuestra Civilización. En el fondo, aquí se trata de atacar
el cáncer en su raíz: el liberalismo mismo, si es que deseamos proteger los
valores de nuestra Civilización.
Del mismo modo en que se utilizan los principios liberales
fuera de época, de lugar y de vínculo con el presente, con el objeto de
liquidar los obstáculos a la acumulación del Capital, lo propio está sucediendo
con los principios del marxismo. Estos devinieron muy pronto en religión
oficial, con dogmas, papas y anti-papas, sectas, escisiones, liturgia, etc. No
me interesa ahora desacreditar una tradición ideológica, ni mucho menos, como
es la tradición que dice provenir del marxismo. La obra de Karl Marx que
perdurará es la de un filósofo y la de un economista de gran talla. Una obra
fundamental aunque plagada de errores. Es en elámbito ideológico donde
esta tradición ha jugado un papel doble, y la desacreditación que “ella sola”
se ha ganado a pulso, contiene el reverso que pasa desapercibido. El reverso de
un marxismo derrotado, desacreditado como fundamento doctrinal de un sistema autoritario
de capitalismo de estado (URSS, China, Cuba, etc.) es el de un marxismo
ideológico-cultural que ha triunfado en Europa y en “Occidente”.
En realidad, en la época bipolar de la Guerra Fría, los dos
capitalismos, el occidental y el oriental (“socialismo real”) compartían
principios básicos. Productivismo, fe en el progreso, igualitarismo, una
“Humanidad” abstracta y universal, la idea de que la gran industria maquinista
y el avance indefinido de las nuevas tecnologías son los factores que permitirán
la realización de la utopía. El comunismo será, justamente igual que en
liberalismo, una sociedad de abundancia material de bienes y de poco trabajo.
Trabajar poco y poder consumir mucho era la utopía a lograr, y en esto Marx
deja traslucir su raigambre liberal. Poseía el filósofo un alma liberal en lo
más hondo, y compartía con toda una generación esa fe en un Cuerno de la
Abundancia.
Para llegar al Cuerno de la Abundancia, al Comunismo era
preciso realizar todo tipo de sacrificios. La fase del socialismo era la fase
de transición, es decir, la Historia escamoteada, la sangrienta y cruel arena
de lo Empírico, toda ella cubierta de víctimas. El Comunismo como utopía vacía
de contenido (salvando las referencias al Cuerno de la Abundancia y otros
sueños propios del liberal Marx) fue la coartada para el “socialismo”, en
rigor, un Capitalismo de Estado que afectó a la titularidad jurídica de las
empresas – estatalismo y colectivismo- pero que no pudo (¿cómo iba a poder?)
cancelar la explotación y la desigualdad en cuanto a la distribución de
privilegios, ni la base misma de la producción (promoción del industrialismo y
opresión del campesinado).
El fin de ciclo de esta tradición liberal-marxista. Tras el
desplome de la URSS y de sus satélites la izquierda europea perdió los papeles
incluso cuando los PCs y organizaciones obreras marxistas perdieron el
referente. Y lo hicieron incluso aquellos grupos que ya habían abominado del
bolchevismo, que habían dado pasos hacia la socialdemocracia o el
eurocomunismo. Pues es un hecho que la existencia de un espantajo sirve también
para legitimarse, para hacerlo blanco de todos los dardos, para resaltar las
bondades propias. Tras derrumbarse el Muro en Berlín las izquierdas de la
tradición marxista no pudieron seguir diciendo que lo “malo” y lo liberticida
era lo soviético. Se acentuó un incomprensible “anti-fascismo” visceral. En
efecto el fascismo y el nazismo fueron derrotados en 1945, pero la obsesión por
su resurgimiento entre los extremistas del marxismo-lenisimo en sus diversas
variantes nunca había desaparecido en nuestro continente. Pero esa obsesión se
recrudeció y se generalizó. Cualquier régimen autoritario no autodenominado
“socialista” era “fascismo”. La desaparición del Bloque del Este, incluso
cuando esta desaparición dio paso a regímenes autoritarios de todo signo a lo
largo y ancho del planeta, despertó en la izquierda una furia anti-fascista
absolutamente unilateral. Asistimos hoy, por ejemplo, al espectáculo terrible
de ver a unos biznietos de Rousseau y nietos de Marx mostrar la más absoluta
complacencia ante el “fascismo” del islamismo, un islamismo que se extiende
impunemente captando adeptos y practicando el “entrismo” en las Instituciones,
en la sociedad civil, en la enseñanza, en la composición étnica de las
naciones, regiones y ciudades. Un marxismo que calla ante este horror, pero que
se obsesiona con otros –ismos que ve como enemigos a aplastar, aun cuando su
peligrosidad no es, ni con mucho, equiparable a la de la islamización. La
localización del “malo” se ejerce inquisitorialmente por parte de una extrema
izquierda que ha visto que es imposible reproducir modelos autoritarios de
Capitalismo de Estado en Europa (“socialismo”, “democracias populares”) pues
las raíces en que el Capital se ha asentado en el mundo desarrollado son
difíciles de extirpar. También se ha visto que el colectivismo centralista y la
planificación estatal son inviables. Con la motivación desplazada, tal
como lo entiende la Psicología, y con grandes dosis de resentimiento, la
caza de brujas se ha orientado hacia el llamado “pensamiento políticamente
incorrecto”. Así pues, la veta totalitaria que había surgido del trotskismo,
del maoísmo y del leninismo, se reorienta hacia todo disidente señalado como
enemigo a abatir y que no pueda defenderse. Los terroristas islámicos atacan
antes de defenderse, se les tiene miedo y, como hacen los impotentes y los
desvirilizados, en el fondo se les admira. Son los nuevos “Che” y los nuevos
Ho-Chi-Min. El extremista de izquierda ama a estos asesinos fanatizados y
brutalmente “confesionales”, y sueña en el fondo con ser como ellos.
Algunos, denominan a esos dogmas del pensamiento
“políticamente correcto” con la etiqueta de “Marxismo Cultural”. En realidad se
trata de un retroceso del marxismo revolucionario hacia sus ancestros
ideológicos, pero revestido de intolerancia “monoteísta” como diría Alain de
Benoist. La Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, entendidas de forma
unilateral y despótica, resumen mucho mejor el programa universalista de esta izquierda
que los gruesos y hegelianos tomos de Marx o los sesudos estudios neomarxianos
sobre la caída de la tasa de ganancia. Se defiende un “democratismo” entendido
de la manera más absurda y fanática que recae en el nivel de consigna de
anarquismo de pistoleros. Con la proclamación religiosa, fanática, de una Humanidad
Universal idéntica, monocorde, homogénea en cuanto a etnicidad, patria,
religión, costumbres y capacidades, este marxismo retrogradado pone en peligro
la misma vida civilizada.
Pues antes que una interpretación torcida y formal de la
Democracia están los valores de la Civilización, de cada Civilización, como la
nuestra, la europea. No se puede confundir un sistema de soberanía política, la
Democracia –“el poder del Pueblo”- con los valores fundamentales de una nación
y de una civilización. Hay valores que, sencillamente, no se pueden votar. Una
asamblea coyuntural, por imperio de la mayoría numérica, no puede tomar
decisiones que afecten a los pilares de la cultura. El anarquismo y el poso de
origen liberal que hay en las raíces de esta izquierda degradada han fomentado
que se entienda la Política como la suma de decisiones individuales, y la
sociedad entendida como una masa agregada de votos. Mientras que se muestran
feroces con los transgresores de los dogmas del pensamiento único
–políticamente correcto- los extremistas democratistas y postmarxistas son, por
el contrario, sumamente complacientes con las violaciones de derechos
colectivos que, no lo olvidemos, son fundamentales para la vida civilizada.
Algunos de los derechos fundamentales de una Civilización como la europea son:
1. El Derecho a que una nación sea soberana sobre su
territorio, sus fronteras y las entradas y salidas de seres humanos a través de
éstas.
2. El Derecho de toda Comunidad preservar su identidad
cultural y a no dejarse colonizar culturalmente.
3. El Derecho a regular bajo sus propios criterios la
Hospitalidad hacia los foráneos.
4. El Derecho a la autosuficiencia económica y a no dejarse
colonizar por poderes extranjeros.
5. El Derecho a expulsar a aquellos grupos étnicos o
religiosos que son un peligro para la convivencia y para la supervivencia de la
Civilización o la Nación que los ha acogido.
El gran talón de Aquiles de la izquierda europea, al menos
desde el punto de vista intelectual, es su abandono del análisis racional de
por qué desaparece la productividad en el Continente. Añadamos: el abandono de
los propios métodos marxistas que explican por qué la izquierda de origen
marxista ha perdido el contacto con la realidad. No sabe ya por qué cae la
natalidad de los locales, por qué se disuelven las solidaridades entre los
trabajadores nativos, por qué las empresas se deslocalizan y por qué los
salarios descienden espantosamente ante las oleadas emigratorias. No saben ver
por qué el Estado del Bienestar va siendo desmantelado, en la medida en que se
ha convertido en un gigantesco cuerpo asistencial de personas que no han
contribuido a la Comunidad, que llegan –en parte- con el único objetivo de
beneficiarse de él.
La situación es pues muy curiosa. Si los postmarxistas
fueran “más marxistas” de verdad, podrían ver todo esto con sus instrumentos de
análisis a punto. Podrían detectar que las naciones de Europa han perdido el
rumbo víctimas de una religión que se está volviendo tan fanática como la del
Islam. La religión de los derechos acoge a la del Islam a pesar de todos los
pesares, porque la “afinidad electiva” actúa secretamente. Es la afinidad
monoteísta e inquisitorial. El “Decálogo” son –hoy – los Derechos Humanos, unos
Derechos que no se cumplen en ninguna parte pero que en realidad son el bloqueo
efectivo de derechos mucho más realistas como los “derechos colectivos”
enunciados más arriba, así como un obstáculo para el cumplimiento de derechos
de la persona mucho más concretos.