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Karl Marx ✆ Uncas
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Nelson Guzmán | Ludovico
Silva fue un autor inconmensurable, preocupado por ofrecer a sus lectores una
comprensión amplia de los temas que examinó como intelectual. Este hombre
consideró que el marxismo era un humanismo, fustigó las creencias que asumió el
marxismo soviético al querer dividir el pensamiento de Marx en una etapa
juvenil y otra de madurez. Esa discusión hundió al marxismo en el tránsito por
un falso camino. El Marx joven, según esto, sería un intelectual entusiasta
entrampado en el idealismo hegeliano, correspondiendo la madurez a su momento
de captación científica. Ludovico comprendió a tiempo que esta taxonomía no
hacía otra cosa que enturbiar las aguas en la comprensión de las propuestas del
genio de Tréveris. Marx no es divisible, ese error de interpretación lo cometió
Luis Althusser. En su afán por darle una estructura a la obra de Marx, terminó
construyendo un lenguaje inútil que terminaba por no comprender a Marx.
Ludovico entendió que estaba en juego una interpretación holística del creador
del Capital. No se podían seguir utilizando los vocablos de materialismo
histórico y materialismo dialéctico. El pensador serio debía alejarse de los
comentaristas y volver a la riqueza del manantial marxista. Los investigadores
no podían dedicarse tan sólo a estudiar fragmentariamente la realidad o a
realizar una lectura sintomal.
El intelectual marxista debía poseer una exégesis genética
histórica de los hechos, era necesario leer a Marx en alemán, cosa que hizo
Silva. Los manuales soviéticos no eran más que un fiasco, debíamos desmarcarnos
de esa tradición. Una obra es grande porque convoca a la crítica y no al
dogmatismo. Ludovico replantea problemas ingentes como el de la alienación. El
marxismo implica un compromiso político. La obra de Marx es mucho más que las fórmulas
mágicas que nos habían legado los dogmáticos. La revolución necesitaba volver
al hombre. Si se quería romper con la cultura capitalista, el único camino
plausible era la crítica. Ludovico, cónsono con lo que estaba sucediendo en el
mundo de la teoría, reivindica la necesidad de ampliar el paradigma de
comprensión.
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Ludovico Silva ✆ Vicente Gerbasi |
Se hacía necesario examinar la vida inmaterial de los pueblos. Era menester
estudiar la ideología. La teoría marxista se dio cuenta que había que trabajar
con las categorías que desde 1844 había Marx enunciado en los Manuscritos
Económicos Filosóficos y en la Ideología Alemana. El marxismo apunta a liberar
al hombre del totalitarismo de la comprensión limitada. La vuelta al mundo
griego significa reivindicar la grandeza de la dialéctica griega expresada en
las obras de Platón y Aristóteles. Estos filósofos reivindicarán la noción de
sistema y a su vez el diálogo como método. Platón juega a lo largo de su obra
con la figura de Sócrates, él fue un intermediador en la construcción
epistemológica.
Sócrates interpelaba a sus interlocutores en la búsqueda de
la verdad. Había comprendido que no había mejor camino para la certeza que la
controversia y el examen profundo que se debía realizar de los argumentos del
otro. La virtud era la razón. La conciencia argumentativa iniciaba en Grecia el
largo camino y fragua que le esperó con Kant, Hegel y Marx. La polis debía ser
la garantía para los hombres. Esa razón controversial comienza a entenderse a
sí misma en la modernidad. La revolución era generada por las pasiones. El
instrumentalismo de los lógicos no era suficiente, había que descender a los
arcanos del hombre y esa comprensión requeriría del juicio sobre la obra que
estábamos construyendo.
El humanismo abre el camino a una infinidad de concepciones.
La estética no podía dejarse de lado. Los hombres no podían convivir sin sus
mitos y sus dioses; por estos el hombre griego estaba dispuesto a dar la vida,
pero no sólo los griegos fueron presa de las voces de sus silencios y de las
voces de sus héroes, sino también el hombre europeo. Todavía el racionalismo
yacía estancado y no se planteaba la importancia de los otros. Al fragor de las
batallas, de las producción incesante de conocimiento, África y América se
expresan en las épicas que le corresponden. En 1492 América se expresa en la
riqueza de sus pensamientos. La historia no podía seguir excluyendo las luchas
y las batallas dadas en este continente en proceso de forja de una identidad
cultural muy antigua.
Humanismo antiguo y humanismo marxista entretejen su argumentación al
reivindicar la importancia que tuvo para el hombre clásico la noción de Estado.
Los hombres debían servirlo, bien sea con su espada o con su pluma. Los hombres
se baten a muerte por la continuidad de sus culturas. Los pensadores griegos
entienden de la necesidad de reivindicar sus tradiciones. Aristóteles nos
legará la expresión que el hombre es un son politicón y esto lo entienden los
filósofos al fungir como asesores de los reyes. La filosofía había tomado el
camino de la reivindicación del espíritu, contrariamente también de
mantenimiento del orden.
La cultura occidental para pensadores como Heidegger había pelado el pedal al
tomar la vía absoluta de la razón. Esa postura atractiva, sin duda ha sido
discutida hasta la saciedad, se presume que lleva en su ser el irracionalismo,
la crueldad, el totalitarismo. Heidegger sería acusado por pensadores como
Herbert Marcuse, su alumno, de estar al servicio del nazismo y de no haber
escrito ninguna misiva de protesta contra el terrorismo nazi-fascista. Debemos
aclarar, sin embargo, que en la obra filosófica de Martín Heidegger no existe
una sola frase de alabanza a Hitler, cosa que no ocurre así en sus discursos
políticos circunstanciales donde dice permanentemente ¡Heil Hitler!
Ludovico Silva ha entendido, como intelectual curtido y
cultivado en la tradición marxista, que la cultura es fuerza y que los hombres
han luchado desde la antigüedad en terrenos bañados de sangre. Toda historia
necesita de una épica que reivindique las luchas de los pueblos. En Grecia
coexistieron diversos discursos y enseñantes. La retórica fue un paso esencial
que actuaba como recurso de consolidación de un criterio, el pensador actuaba
apegado al poder y a los beneficios que esta actitud le concedía. No había cosa
más interesante en el mundo griego que la política y la educación.
El filósofo debía tener el poder de la persuasión, debía
comulgar con los dioses de su ciudad. Si se alejaba de esa postura, tomaba el
camino de la rebelión, del descreimiento en una fe, esto lo hizo Sócrates y le
costó la vida. Sócrates asumió la política como dignidad, como arrojo. Los
hombres de clara razón no podían recular y negar sus ideas. Sócrates apostó al
futuro y creyó que el futuro tenía reservado al hombre instituciones que hicieran
posible llevar una vida digna, esto no ha ocurrido así, las perversiones, la
guerra y las muertes han tomado las edades haciendo intraficable el camino
hacia lo justo. La forja de un ideal humanista pasaba por la entrega y la
convicción de que hacer el bien era el camino deseado.
Sócrates fue un filósofo inmensamente ridiculizado y
despreciado por Nietzsche. Lo considera como un espíritu de la conformidad.
Nietzsche enarboló las banderas de la desobediencia y de la sátira hacia todos
aquellos espíritus que llegasen a pensar que la salvación era posible. Para
este hombre, el cristianismo había erigido un imaginario del servilismo y de la
alabanza hacia el rebaño, esta expresión ha sido discutida por distintas
tradiciones desde ópticas diferentes. Nietzsche pregonaba el cinismo, la
impostura.
Ludovico va a resaltar la inmensa importancia que tuvo la cultura renacentista
en la fragua del humanismo. Era la vuelta hacia el hombre. El mundo clásico
griego creó una teología que se asentó luego en los argumentos de los grandes
sistemas de la antigüedad. Platón enarbola la importancia del mundo de las
ideas. Aristóteles, lanza en ristre, se asienta en su criterio de los
universales in rerum para espantar la sacralidad del mundo religioso. La fuerza
del espíritu estaba señalando su camino. La subjetividad no fue un
descubrimiento del mundo griego. La Edad no dejó de postrarse a la fuerza de un
Dios único y condenatorio que excomulgaba como impíos la seducción de los
sentidos y los llamados del cuerpo. El mundo seguía dominado por la sacralidad.
Es justamente con el Renacimiento donde la construcción del
humanismo debe buscar su asiento en la ciencia, en la pintura, en la estética,
en un ejercicio de reactualización del mundo clásico y del mundo moderno.
Ludovico ha evocado permanentemente a los grandes teóricos de occidente.
Protágoras, al decir que el hombre es la medida de todas las cosas, no está
haciendo sino situar la fuente de comprensión en la subjetividad. El hombre se
sabe en sus emociones, ha comprendido que el diseño del ser de las cosas lo
estipulamos nosotros mismos. En todo esto hay un esfuerzo de comprensión.
El hombre está sometido a su perfectibilidad, es él quien
realiza los ajustes sobre las cosas, el goce de la prudencia hace posible la
convivencia humana. El Renacimiento representa, por supuesto, el surgimiento de
una nueva cultura, pero, como un salto dialéctico, este movimiento abre en su
resurgir las ventanas al mundo clásico antiguo. Ya no será Dios el motivo
fundamental sino las necesidades y apetitos del hombre, quien pone sobre el
tapete su condición humana. En el Renacimiento hubo la necesidad de salir del
claustro y del encierro que representaba la Edad Media.
Ludovico capta en este libro las tensiones históricas que
suponen la interpretación del mundo. La historia no es exactamente un río de
simplezas y de buenas intenciones, sino hombres y tradiciones que se disputan.
Cada quien siente tener la razón.