- “En tanto que nosotros les decimos a los obreros: ‘’Ustedes
tendrán que pasar por quince, veinte, cincuenta años de guerras civiles y
guerras nacionales, no meramente para cambiar vuestras condiciones, sino con el
fin de cambiarlos a ustedes mismos y volverlos aptos para el poder político’”
| Karl Marx, 15 de
setiembre de 1850
|
León Rozitchner ✆ Bob Row
|
León Rozitchner | La
rigidez no es un atributo sólo de la derecha, así como el realismo no es una
virtud que convenga siempre a la izquierda. Es fácil verificarlo: los que están
a la izquierda —muchos de ellos— se complacen en hablar de las “leyes de la
dialéctica”, de las “leyes del desarrollo económico”, de las “leyes de la lucha
de clases” y de la “necesidad histórica de la Revolución”, todo lo cual
encuentra su término en una certeza final: el necesario tránsito del
capitalismo al socialismo. La lógica es aquí de hierro: cada revolución que
triunfa confirma el determinismo de la historia. Pero ¿esta certeza es para
nosotros suficiente? Porque, cabe preguntarse: cada revolución que no llega a
realizarse, cada revolución que fracasa, ¿qué determinismo niega? ¿A cuenta de
qué irracionalidad debe ser colocada? ¿Quiere decir, en resumidas cuentas, que
no era entonces necesaria?
No es que querramos convertirnos en una excepción a la ley
histórica. Sucede solamente que por ahora nuestra propia realidad nacional, así
ordenada y regulada por esa necesidad irónica a la que también estaríamos
sometidos, se niega tenazmente a seguirla sin más, para cer-tificar lo cual
basta una mera inspección de lo que a nuestro alrededor aparece dado. Pero lo
dado, a pesar de que su rostro no sea el que promete la esperanza que
racionalmente depositarnos en él, para el optimismo obcecado de cierta
izquierda tiene necesariamente que dejarse regular por estas leyes y esta
necesidad exterior la cual, sin embargo, no alcanzamos a ver ni cómo ni cuando
orientarán y
dirigirán un proceso que nada por ahora anuncia. ¿Deberán ellos,
los optimistas, quedarse empecinadamente con la racionalidad, para permanecer
nosotros, que señalamos la carencia, atados a lo irreductible, a lo irracional?
El punto común de partida es el siguiente: el “deber-ser” está, por definición,
en este ser actual. Hasta aquí se justifica la confianza en la razón. Pero
confesemos lo que ellos no se atreven, lo que nos falta para dar término al
proceso: que no sabemos cómo ponerla en marcha, cómo hacer para hacemos cargo y
cumplir esta obligación de cuya realización estamos, unos a otros, todos
pendientes.
Para salvar el escollo parecería que esta izquierda
optimista también está teóricamente a cubierto y tiene a las “leyes de la
dialéctica” de su lado: ¿acaso no hay —se dice— salto cualitativo del
capitalismo al socialismo? Pera ni tanto ni tan poco: ese salto no es un brinco
que con la imaginación vayamos a pegar sobre el vacío. Ése salto imaginado es
un tránsito real que, de no ser enfrentado, encubre con su vacío el trabajo y
la reflexión que todavía no fuimos capaces de crear. Constituye, digámoslo, el
núcleo de irracionalidad vivida que nuestra izquierda es todavía incapaz de
reducir, de convertir en racional.
Para no perturbar la certidumbre racional en la que se apoya
la ineficacia de izquierda, y que de alguna manera nos alcanza su propio
consuelo, ¿deberemos acaso ocultar el abismo que separa nuestras esperanzas de
una realidad que no se deja guiar, lo comprobamos a diario, por el modelo con
el que la pensamos? Porque el fracaso y los zig-zag
de la izquierda, los seudopodios que emite hacia afuera para reconocer sus
posibilidades de acción, la heroicidad individual o de grupo que segrega e
intenta iniciar el proceso por su cuenta, vuelven a señalar la carencia de una
elaboración común, de un sentido pensado en función de sus fuerzas y de su
realidad: sacrificio estéril que puede ser grato al auto-aprecio que tenemos
para con nosotros mismos, pero no ante la objetividad precisa de los hombres.
El hecho al cual llegamos, por demás decepcionante, es éste:
par más que juntemos todas las racionalizaciones parciales de la izquierda, con
todas ellas no hacemos una única racionalidad valedera. ¿No será esta
inadecuación la que impide que la realidad vaya a la cita que nuestra
racionalidad quiso darle?
Debería ser evidente que las interpretaciones teóricas
reducidas a lo político-socio-económico no bastan para justificar el hecho de
que la revolución, tan esperada entre nosotros, no haya acudido a las
innumerables citas que la izquierda le dio. Todas éstas son explicaciones con
exterioridad, donde la distancia que media entre el contenido “objetivo” —datos
económicos, políticos, históricos, etc.— hasta llegar a la densidad de nuestra
realidad vivida, deja abierto un abismo de incomprensión que no sabemos cómo
llenar. ¿Qué agregar a la necesidad ya descubierta a nivel teórico en la
experiencia histórica del marxismo para que sea efectivamente necesaria? ¿Cómo
llenar ese déficit de realidad por donde las fuerzas represivas y la inercia de
la burguesía desbaratan, entre nosotros, toda teoría revolucionaria? ¿Cómo
producir esa síntesis que nos lleve al éxito, cuya fórmula racional, el
apriorismo revolucionario parecería habernos dado, pero que no nos llega con
los detalles precisos que permitan encaminarla en la sensibilidad de nuestro
propio proceso social? El problema sería éste: el marco “formal”, teórico, de
la revolución socialista, que juega para nosotros como un a priori — puesto que
no surgió de nuestra experiencia sino de una ajena— está ya dado, para todos,
en su generalidad. Pero su necesidad efectiva sólo aparecerá para nosotros
aposteriort, cuando nuestra experiencia lo certifique: cuando realmente la
revolución se haya realizado. Pero si vamos viendo que la racionalidad ya dada,
tal cual la recibimos, no nos sirve para hacer el pasaje a la revolución ¿para
qué confiar en ella, podría preguntarse, puesto que sólo se la descubriría como
necesaria sólo una vez que la revolución fuese hecha, pero mientras tanto no?
Entre lo pensado y lo real estamos nosotros, absortos en el pasaje. Así sucede
con la “novedad” que nos sorprende en cada revolución inesperada: estalla allí
donde la necesidad racional en la forma general con que la utilizamos, no
establecía la imperiosidad de su surgimiento. ¿Cómo, entonces, fue posible?
¿Fue la suya una irrupción contra la razón? Y si no, ¿quién creó la nueva
racionalidad de ese proceso innovador? ¿Cómo fue posible que nuestra
racionalidad no la contuviera? Se entiende que con esto no queremos negar la
racionalidad marxista; sólo queremos mostrar que una racionalidad a medias es a
veces más nefasta que la falta completa de racionalidad. Y por eso nos
preguntamos: ¿no será que pensamos la revolución con una racionalidad
inadecuada? ¿No será que vivimos la racionalidad aprendida del proceso
revolucionario fuera del contexto humano en el que la racionalidad marxista
desarrolla su pleno sentido? ¿No será que estamos pensando la razón sin meter
el cuerpo en ella?
La pregunta que me planteo, necesariamente teórica, es
entonces ésta: ¿de qué modo comenzar a comprender esta realidad, de qué modo
modificamos para hacer surgir en su seno ese futuro revolucionario que, preciso
será reconocerlo, somos por ahora tan incapaces de promover como de despertar
en los demás? ¿Cómo hacer para que lo que cada uno de nosotros asimila de esta
realidad cultural nos hable, nos forme, nos prepare como hombres incompatibles
con esta realidad misma que sin embargo nos constituye? El problema es temible:
¿cómo poder producir nosotros lo contrario de lo que el capitalismo, con todo
su sistema productor de hombres, produce? Dicho de otro modo: ¿cómo remontar la
corriente de la disolución, esta degradación de lo humano que parece estar
inscripta en la necesidad de su desarrollo? ¿Cómo introducirnos nosotros en ese
breve margen que, entre sístole y diástole, se abre en cada hombre como para
que la revolución sea sentida como su propia
necesidad?
I
Tratemos, a partir de este planteo, de comprender
sintéticamente el problema que enfrenta toda "cultura
revolucionaria". Si el objetivo que se persigue es la formación de hombres
adecuados al trabajo de realizar la
revolución, sabemos entonces proponer algunos supuestos básicos que no se
detengan sólo en el plano político sino que deben alcanzar también al sujeto
que interviene en él.
1) La cultura capitalista es desintegradora, a
nivel del individuo, del proceso de integración que, en niveles parciales,
promueve.
Esta distancia que media entre lo que el sistema de
producción hace, y lo que el individuo conoce, le introduce este carácter
disolvente de su propio sentido. A nivel individual significa que el proceso
social, que se realiza merced a la contribución de todos los hombres que forman
parle del sistema de producción, no puede ser aprehendido ni pensado en su
unidad por ninguno de ellos: sería revelar el secreto de su desequilibrio y de
su aprovechamiento. Pero esta unidad real que se oculta y] se deforma exige,
para desarrollar sus contradicciones y objetivarse para los hombres, la toma de
conciencia de quienes la integran. Más sucede que el sistema también formó al
sujeto mismo que debe pensarlo. La tarea no es simple: para lograrlo es preciso
vencer el determinismo de clase que lo abstrajo al hombre de su relación con la
totalidad del proceso: devolverle lo que el sistema le sustrajo. La eficacia
que buscamos para actuar dentro del sistema capitalista requiere tornar
evidente la estructura del campo total en el cual cada acto se inscribe.
2) Las "soluciones"
capitalistas mantienen la persistencia en el desequilibrio y la desintegración.
Esta necesidad de superar la contradicción en la que los
individuos de una clase se encuentran respecto de otra, se halla sometida a
formas de solución oficiales, respecto de las cuales las verdaderas soluciones
aparecen como clandestinas y fuera de la ley. Las soluciones ratificadas por la
cultura burguesa, adecuadas a sus categorías de ordenamiento y de acción; son
las que mantienen, en vez de resolver, estos desequilibrios. El individuo
sometido al sistema de producción capitalista — producción de objetos tanto
como producción de ideas— encuentra preformados en la cultura que recibe —en sí
mismo— aquellos modelos de solución que vuelven nuevamente a sumirlo en el
conflicto y a condenarlo a la frustración y a la falta de salida.
3) La desintegración
producida por el sistema capitalista forma sistema con el hombre desintegrado
en el cual el capitalismo se objetiva.
Desintegrar al hombre significa introducir en él, como
vimos, la imposibilidad de referirse coherentemente al mundo humano que lo
produjo.
Es, por otra parte; impedirle tomar conciencia de su propia
unidad como centro integrador de toda referencia al sistema que sin embargo
pasa por él. El hombre escindido de la cultura capitalista —en cuerpo y
espíritu, en naturaleza y cultura, en oposición a los otros, y todo dentro de
sí mismo— sólo puede adaptarse y establecer escindidamente su coherencia con la
estructura del mundo burgués al cual refleja. Esta falsa coherencia, la única
ofrecida como posible, deja fuera de sí, como ilícita, la única esencialmente
humana: la que se basa en el reconocimiento del hombre por el hombre.
Algunos niveles de este proceso de sometimiento están ya
sujetos a la crítica —por ejemplo, en la estructura económica, política, pero
aquí mantienen su sentido sólo dentro de la abstracción científica capitalista,
sin sintetizarla a nivel humano. Por el contrario, en otros niveles este
trabajo crítico todavía no fue hecho: aquél, por ejemplo, que analice la
correspondencia y la homogeneidad que existe entre a) el individuo producido
por la cultura burguesa y b) las formas justificatorias del proceso de
explotación que esa cultura adopta a nivel de las formas de la afectividad, de
las categorías de la acción y del pensar, etc. La dificultad de este análisis
es evidente: significa la puesta en duda radical de uno mismo y reconocer hasta
qué punto, profundamente, hemos sido constituidos por ellas.
4) La salida de la
contradicción en la que estamos viviendo no puede ser pensada con la
racionalidad burguesa; debemos descubrir una racionalidad más profunda que
englobe en una sola estructura, partiendo desde la experiencia sensible de
nuestro propio cuerpo, nuestra conexión perdida con los otros.
La única salida —pensada a nivel teórico y más general—
consiste en suplantar el ordenamiento humano burgués (contradictorio no
sola-mente a nivel lógico, sino destructor del hombre a nivel humano) por una
racionalidad y organización revolucionaria (coherente en ambos niveles) que le
permita al individuo concebir ese comienzo de coherencia que dé sentido
revolucionario a su actividad en todos los niveles de la realidad social. Este
proceso no abarca sólo el sistema económico de producción, sino también el
orden que aparece en las categorías de pensar y de sentir que genera a nivel
individual.
Cuando hablamos de racionalidad no nos referimos entonces a
la racionalidad abstracta, puro esquema ideal que ningún cuerpo anima; sino a
una teoría que, en tanto esquema de conciencia, englobe lo sensible del
individuo, su forma humana material, hasta alcanzar desde ella un enlace no
contradictorio con la materialidad sensible de los otros. Esto requiere, como
objetivo, el tránsito hacia un sistema humano de producción que le dé término.
5) Es preciso que el
individuo revolucionario se descubra como fuerza productora, pero no sólo en el
nivel político-económico, para incorporarse materialmente a la crisis del
sistema.
Marx no habla sólo de las condiciones materiales de
producción en el sentido "economicista" de los términos: toda
sociedad humana no es productora básicamente de cosas, sino productora de
hombres. Todo sistema de producción entra en crisis porque su producción de hombres,
que involucra la producción de las cosas y las técnicas y las relaciones
adecuadas (hombres divididos, hombres sin satisfacción, hombres sin objeto)
producen la crisis. Fuerzas productivas y formas de producción son formas
humanas. Es verdad que el sentido de la producción de hombres se revela en el modo
como los hombres se objetivan en las cosas: en cómo las producen y son,
indirectamente, producidos por ellas. Aquí nos volvemos a preguntar: ¿hemos
desarrollado, nosotros, los que militamos en la izquierda, nuestra propia
fuerza productiva? ¿O estamos, privilegiadamente, al margen del sistema de
producción?
6) El descubrimiento
de la racionalidad revolucionaria requiere descubrir la contradicción
instaurada por la burguesía en el seno del hombre revolucionario.
La cultura burguesa, se va viendo, abre en el hombre un
ámbito privado, íntimo —unido a lo sensible— separándolo del ámbito social —el
orden racional, lo externo— que sin embargo lo constituyó. Mantener esta
separación en el militante de izquierda, dejar librado a la derecha lo que se
piensa que es efectivamente el nido de víboras del sujeto, significa introducir
y sostener un componente irracional en el seno de una racionalidad que engloba
sin comprender, tanto lo objetivo como lo subjetivo. Y esto a pesar de que esta
racionalidad pretenda pasar por revolucionaria. Semejante separación, en el
centro mismo del hombre, lo desconecta del proceso histórico que lo produjo.
Esta racionalidad al garete, excéntrica, que nunca encontrará entonces la
tierra firme de una subjetividad, queda a merced de toda autoridad y sirve de
ingenuo apoyo a toda política oportunista en el seno de la izquierda. Escisión
que nos condena a buscar la coherencia racional en el orden social — proceso de
producción económica, científica, etc.— sin poner la propia significación
personal en el proceso, nos lleva a la búsqueda de una comunidad humana posible
pero abstracta, sin contenido, que desaloja el índice subjetivo que aparece en
lo sensible —a la persona misma en lo que tiene de más propio— como punto de
apoyo para alcanzar los fines proclamados. Sólo le queda una racionalidad
aprendida, coagulada, para alcanzarlo. Lo subjetivo, lo contenido, lo
aparentemente irreductible a los otros porque se transforma en el lugar de la
desconfianza, se convierte así, aún dentro de la izquierda, en un ámbito
clandestino donde se elabora la dialéctica cómplice del compromiso, de lo no
con-fesable ni transformable: aquello que persiste igual a sí mismo pese a todo
proyecto político y a todo cambio social. Aquí se yerguen, indomables, las
categorías burguesas que perseveran en el revolucionario de izquierda. Y son
estas mismas categorías, que se pretendía haber radiado, las que siguen
determinando la ineficacia de izquierda: porque nos dejan como único campo
modificable lo que la burguesía estableció como objetivo, como visible, como
externo: ese campo social sin subjetividad, sin humanidad, donde el hombre —a
medias, incomprensible para sí mismo, inconsciente de sus propias significaciones
y relaciones— mira y actúa sin comprender muy bien quién es ese otro con el que
debe hacer el trabajo de la revolución. Así podremos darnos la presunción de
actuar, hasta de jugarnos la vida, pero en realidad mantenemos tajante,
burguesía mediante, la oposición creada entre el sujeto y la cultura, que es el
fundamento de la alienación burguesa. La forma cultural burguesa nos separa,
contra nosotros mismos, desde dentro de nosotros mismos.
7) La incorporación
del sujeto de la dialéctica revolucionaria es un momento necesario en el
descubrimiento de la verdad del proceso.
Toda cultura revolucionaria debe, entonces, volver a anudar
esa relación fundamental quebrada en el sistema escindente y dualista de la
burguesía para que el individuo pueda convertirse él mismo en índice cierto, en
creador y verificador de la realidad.
El descubrimiento de esta relación que yace oculta en
nuestra cultura no se da inmediatamente: es, como sabemos, producto del
análisis, de una experiencia reflexiva que enlaza lo visible a lo invisible
—quiero decir, a lo que por no verse tampoco se sabe. Pero es preciso agregar
que no es producto de cualquier análisis, sino de aquél que liga al sujeto con
la actividad transformadora de la realidad, cosa que sólo se logra en función
de una organización racional revolucionaria. Porque esta organización es el
único ámbito de conocimiento que, desbaratando los falsos límites racionales de
la burguesía; comienza a elaborar una racionalidad adecuada a la - solución de
sus contradicciones, puesto que es el único que contiene la necesaria
modificación de todo el sistema para darles término.
8) No hay tránsito de
la racionalidad abstracta de la burguesía hacia la racionalidad concreta
revolucionaria si el sujeto mismo no es el mediador en quien este nuevo
ordenamiento comienza a surgir como posible.
La organización revolucionaria que, concebida como organización
política, gana paulatinamente todos los campos de la realidad social y los
engloba en una actividad única —económicos, gremiales, científicos, familiares,
etc.— no hace sino extender y prolongar esta racionalidad incipiente que tiene,
en tanto proceso de verificación, la forma de hombre. Es precisamente en esta forma
humana donde la necesidad sensible, pero acordada a los otros, verifica su
entronque con las formas racionales de producción.
Sintetizando: Toda cultura revolucionaria supone el
descubrimiento de la escisión, de la incoherencia y del conflicto individual a
nivel del sistema productor de hombres de la burguesía. Pero queremos acentuar
aquí sobre todo otro aspecto: también supone descubrir la tenaz persistencia de
las categorías burguesas en el sujeto revolucionario —y que no se corrigen por
la sola participación en un proyecto político de mortificación del mundo. Este
peligro caracteriza a nuestras formaciones de izquierda: como no hemos podido
pasar a la realidad, nos encontramos aún realizando la tarea de tornar concreta
nuestra decisión, eme se mantiene todavía a nivel imaginario: pasar de nuestra
pertenencia a la burguesía hacia el ámbito de la revolución. Pero puesto que
todavía no hemos encontrado cómo hacerlo y, por lo tanto, necesariamente formamos
sistema con el sistema de burguesía, no hemos podido verificar la certidumbre
de este pasaje. Lo que planteamos viene a querer decir lo siguiente: ¿cómo
darnos un índice objetivo para leer nuestra inserción efectiva en el proceso
revolucionario? Muchos, por el mero hecho de la militancia, ya lo tienen
resuelto. Pero participar en las diversas organizaciones de izquierda no es una
garantía para afirmar que estamos en la verdad del camino. Y podríamos agregar:
la lectura "científica" de la realidad objetiva aunque sea "marxista",
tampoco es un signo suficiente, si bien es necesario, pues siempre será una
lectura en perspectiva —para mí, para varios, para un partido— respecto de
aquéllos en quienes esos índices adquieren relevancia y significación.
En este trabajo acentuaremos los caracteres que definen la
actividad del sujeto. Este acentuamiento tal vez nos lleve a pecar por exceso,
puesto que pondremos como fondo, sin destacarlos, los procesos colectivos ya
suficientemente subrayados por la actividad crítica de la izquierda.