Atilio Boron | Abordar
este tema requiere de algunas (necesarias) consideraciones iniciales. ¿Cómo
entender el significado de este regreso a las fuentes del pensamiento crítico?
Ciertamente, estamos convencidos que la supervivencia del marxismo como
tradición intelectual y política se explica por su capacidad para enriquecerse
ininterrumpidamente. El regreso a Marx supone un permanente “ir y venir” merced
al cual las teorías y los conceptos de la tradición marxista son resignificados
a la luz de la experiencia actual, es decir, de los rasgos característicos de
las estructuras y procesos del capitalismo contemporáneo.
En este sentido, la reintroducción del marxismo en el debate
teórico constituye una saludable novedad en las ciencias sociales
latinoamericanas, dominadas durante más de treinta años por la producción
académica neoconservadora de origen norteamericano. Ya en un texto juvenil, nos
referimos a La Sagrada Familia, Marx y Engels decían que cuando la filosofía
abjuraba de toda pretensión crítica y transformadora degeneraba en “la
expresión abstracta y trascendente del estado de cosas existente”. Pocas
advertencias son más oportunas que esta a la hora de juzgar a las teorías
sociales dominantes. Al renunciar a la
crítica y al desentenderse de la
necesidad de transformar el mundo, las construcciones hegemónicas en el campo
de las ciencias sociales terminan convertidas en una subrepticia apología del
capitalismo finisecular.
En este contexto, un marxismo depurado de los vicios del
dogmatismo y del sectarismo escolástico parece el mejor dotado para impedir tan
deplorable final. Queda claro, entonces, que el marxismo al que nos estamos
refiriendo no se agota en los estrechos límites de la biografía de su fundador.
Al legado que nos dejara la obra escrita de Karl Marx debemos sumarle los
aportes de Friedrich Engels, Vladimir I. Lenin, Rosa Luxemburgo, León Trotsky,
Nicolai Bujarin, Gyorg. Lúkacs, Antonio Gramsci y tantos otros pensadores que
lo forjaron hasta nuestros días.
Retornar al marxismo, entonces, es regresar al punto de
partida después de haber acumulado experiencias, triunfos y derrotas. Se llega
de regreso al inicio no siendo el mismo.
Se llega de regreso a un inicio que tampoco resulta ser el
mismo lugar. Porque la obra de Marx y la tradición que se remite a su nombre no
se ha suspendido por encima de la historia. Porque el marxismo es una tradición
viviente que reaviva su fuego en la incesante dialéctica entre el pasado y el
presente.
Lejos de ser un libro cerrado que nos ofrece todas las
respuestas, el marxismo es, antes que nada –como sugeriría Sheldon Wolin-, una
riquísima tradición de discurso en donde los interrogantes son tan iluminadores
como las respuestas. En otras palabras, sin recuperar la teoría marxista no hay
reconstrucción posible de la ciencia social, pero recuperándola solamente no
alcanza. Si debemos recurrir al psicoanálisis, o a los estudios culturales, o a
la lingüística o bien a la teoría de sistemas es una discusión que aún no está
cerrada.
Aquello que no deja lugar a dudas es la obsolescencia de la
absurda pretensión del “marxismo soviético”, de sintetizar en uno de aquellos
patéticos manuales (¡“anti-marxistas” y “anti-leninistas” por excelencia!) las
respuestas que el marxismo supuestamente ofrecía a la totalidad de los desafíos
teóricos y prácticos del mundo actual se desvaneció con la desintegración de la
Unión Soviética.
Tiene razón Imre Lakatos cuando dice que el marxismo es un
programa de investigación (¡si bien es bastante más que eso!) cuyo núcleo duro
es irrefutable y cuyas teorías laterales -el cinturón protectivo- pueden ser
alteradas sin que dicho núcleo duro se vea afectado. Me parece importante
recordar este razonamiento en momentos como éste, cuando arrecian las
descalificaciones hacia el marxismo como teoría de la sociedad.
Desde hace demasiado tiempo, se viene diciendo que una de
las razones por las cuales las ciencias sociales en la región no progresan es
la falta de investigaciones empíricas. El talante fuertemente conservador de
este argumento es evidente: la teoría (predominante) está bien, lo que pasa es
que no hay suficiente investigación como para respaldarla adecuadamente.
Una simple ojeada a lo acontecido en nuestra región en los
últimos veinte años comprueba, contrariamente a lo que dicta el saber
convencional, la existencia de un impresionante cúmulo de investigaciones,
estudios y monografías en donde se examinan con gran detalle los más diversos
aspectos de nuestras sociedades.
Sin embargo, tan extraordinaria acumulación de información
empírica no ha trascendido el plano de lo descriptivo ni abierto las puertas a
nuevas y más fecundas interpretaciones teóricas.
La causa de todo esto es bien fácil de entender: las
debilidades de una teoría no se resuelven con la acumulación de datos empíricos
ni con la cuidadosa compilación de resultados de investigación. Las fallas de
la teoría sólo se resuelven concibiendo nuevos argumentos que enfoquen desde
otra perspectiva la realidad sobre la cual se pretende dar cuenta.
Estamos, en cambio, a favor de un marxismo racional y
abierto sin el cual no podemos adecuadamente interpretar, y mucho menos
cambiar, el mundo, pero sólo con el cual no alcanza para abarcar acabadamente
la complejidad actual.
Ahora bien, si no son suficientes estas razones de fondo
para sostener la necesidad de retornar al marxismo, busquemos encontrar otro
camino. Supongamos, a pesar de todo lo dicho, que un conjunto de recientes
investigaciones ha refutado todas y cada una de las tesis de Karl Marx, tal y
como nos lo proponía Lúkacs en su brillante Historia y Conciencia de Clase. En
tal caso, un marxista “ortodoxo” podría aceptar tales hallazgos sin mayores
problemas y abandonar sin más las tesis de Marx sin que tal actitud cuestionara
su calificación de marxista “ortodoxo”.
¿Cómo explicar semejante paradoja –conocida como “la
paradoja de Lúkacs”? La respuesta que nos ofrece el teórico húngaro es la
siguiente: el marxismo “ortodoxo” (expresión que él utiliza sin las comillas
que yo creo conveniente agregar) no supone la aceptación acrítica de los
resultados de las investigaciones de Marx, ni la de tal o cual tesis de su
obra, así como tampoco la exégesis de un libro “sagrado” (aquí las comillas son
de Lúkacs). Por el contrario, la ortodoxia marxista se refiere exclusivamente a
la concepción epistemológica general de Marx, el materialismo dialéctico, y no
a los resultados de una indagación en particular guiada por la metodología que
fuera. Para Lúkacs esta concepción se expresa a través de numerosos y variados
métodos que pueden ser desarrollados, expandidos, profundizados en consonancia
con los grandes lineamientos epistemológicos esbozados por sus fundadores. A
nuestro entender, de la argumentación precedente puede inferirse la posibilidad
de pensar al marxismo como una propuesta que consiste de dos componentes,
separables e independientes: una parte sería la teoría, la otra el método. Sin
embargo, como el propio Lúkacs lo demuestra en sus trabajos, no hay tal escisión
sino una estrecha unidad entre teoría y método. De donde se sigue que, (a) la
refutación de las tesis centrales de la teoría difícilmente podría dejar
intacta la concepción epistemológica y metodológica que le es propia; y (b) que
la demostración de la inadecuación de esta última afectaría gravemente la
validez de la primera.
Hoy, podemos decir que el capitalismo en tanto sistema
altamente dinámico presenta mecanismos de explotación y, por ende, de
extracción de plusvalía harto más complejos y diversos de los que existían en
tiempos de Marx y Engels.
Pero, ¿significa todo esto que los capitalistas dejan de
comprar la fuerza de trabajo (ahora de características bien diferentes a las de
antaño) por el precio que tiene la reproducción de la misma, poniendo fin a la
relación salarial examinada críticamente por Marx en El Capital?
¿Qué hace el capitalista cuando adquiere esa fuerza de
trabajo? ¿Le retribuye al trabajador la totalidad de lo producido en su jornada
laboral, o se queda con una parte? ¿Desaparece la explotación, o persiste bajo
renovadas formas?
Si la teoría de la plusvalía fuese refutada, la construcción
metodológica del marxismo se vería irreparablemente dañada; si se llegase a
demostrar que el método dialéctico es un mero recurso retórico y no una
estrategia válida de reconstrucción de lo real en el plano del pensamiento, las
tesis centrales de la teoría marxista difícilmente podrían sobrevivir.
Sin embargo, aún no ha ocurrido nada de esto. No podemos
decir ¡la explotación ha muerto!, antes bien, debemos trabajar duro en favor de
un marxismo racional y abierto para interpretar y abarcar acabadamente la
complejidad actual.
El legado hegeliano
En continuidad con las observaciones respecto al método
referidas bajo la paradoja de Lúckacs, en este apartado retomaremos algunos
planteos metodológicos de Marx, no siempre debidamente recordados y, sin
embargo, sumamente esclarecedores.
Comencemos por el epílogo a la segunda edición de El
Capital, publicado en 1873, Marx alude explícitamente a su relación con Hegel y
a su concepción del método dialéctico. En un pasaje de dicho texto Marx afirma
que “mi método dialéctico no sólo difiere del de Hegel (…) sino que es su
antítesis directa. Para Hegel el proceso del pensar, al que convierte incluso,
bajo el nombre de idea, en un sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real”
(aclaro, por si acaso que la expresión “demiurgo” significa “principio activo
del mundo”) Y prosigue Marx diciendo que “Para mí, a la inversa, lo ideal no es
sino lo material traspuesto y traducido en la mente humana. Hace casi treinta
años sometí a crítica el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana, en
tiempos en que todavía estaba de moda. Pero precisamente cuando trabajaba en la
preparación del primer tomo de El Capital los irascibles, presuntuosos y
mediocres epígonos que llevan hoy la voz cantante en la Alemania culta dieron
en tratar a Hegel (…) como a un ‘perro muerto.’ Me declaré abiertamente, pues,
discípulo de aquél gran pensador y llegué incluso a coquetear aquí y allá, en el
capítulo acerca de la teoría del valor (¡nada menos!/AAB), con el modo de
expresión que le es peculiar. La mistificación que sufre la dialéctica en manos
de Hegel en modo alguno obsta para que haya sido él quien, por vez primera,
expuso de manera amplia y consciente las formas generales del movimiento de
aquélla. En él la dialéctica está puesta al revés. Es necesario darla vuelta,
para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística”.
Y termina este luminoso pasaje diciendo que “en su forma
mistificada la dialéctica estuvo en boga (…) porque parecía glorificar lo
existente.
En su figura racional, es escándalo y abominación para la
burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la intelección positiva de
lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación,
de su necesaria ruina (subrayado mío, AAB); porque concibe toda forma
desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su
lado perecedero; porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y
revolucionaria”.
Estas líneas permiten apreciar en toda su magnitud la
importancia de la conexión Hegel-Marx y la íntima relación entre teoría y
método. Veamos esto con cierto detalle.
a) las formas de la dialéctica. Marx nos dice que ésta se
presenta bajo dos formas. Una “mistificada”, que marcha sobre su cabeza, y que
concibe a la realidad como una proyección fantasmagórica de la Idea (así, con
mayúsculas). Esta se convierte, en consecuencia, en “el demiurgo de lo real”.
Pero hay otra forma: la racional, y bajo la cual la
dialéctica marcha sobre sus pies. En esta visión las ideas aparecen como la
proyección de las contradicciones sociales que son las que efectivamente mueven
la historia.
b) las premisas del método dialéctico. Este método se asume
como la reproducción en el plano del intelecto del modo en que se produce el
cambio histórico. Fue Hegel, dice Marx, quien descubrió sus formas generales de
movimiento, sólo que al plasmar sus hallazgos lo hizo bajo una forma
mistificada.
Recuperada su “figura racional” la dialéctica se convierte
en escándalo y abominación para la burguesía pues implica lo siguiente:
b.1) que el conflicto social es omnipresente. La historia no
es otra cosa que el despliegue de las contradicciones sociales. Si en Hegel
éstas se situaban en el plano de las ideas, en Marx el “hogar” de las mismas se
sitúa en el plano de la sociedad civil. Allí encontramos las clases y sus
irreconciliables antagonismos y las contradicciones entre las fuerzas
productivas y las relaciones sociales de producción. Esta visión que nos ofrece
la dialéctica cuestiona frontalmente tanto los fundamentos ideológicos del
pensamiento medieval/feudal, con su axioma indiscutible que postulaba la unidad
y organicidad del cuerpo social, como los del pensamiento burgués que se
construye a partir de la premisa de la armonía de intereses que se compensan en
el ámbito del mercado y el estado. En un caso tenemos a la gran construcción de
Tomás de Aquino y en el otro a Adam Smith. Más allá de sus diferencias tanto
uno como otro adhieren a una perspectiva (el orden natural del universo que
culmina en la figura de Dios en el caso del primero, la “mano invisible” en el
segundo) que considera a las contradicciones y conflictos sociales como
temporales desajustes y fricciones marginales, atribuibles a factores
circunstanciales o ajenos a la lógica del sistema. Huelga aclarar que tales
visiones terminan por ratificar el carácter “natural” del status quo y su
condición de eterno e inmutable.
b.2) que la lógica de la historia no es de identidad sino de
contradicción. Un corolario de lo anterior es que la lógica que preside el
movimiento de la historia no es de identidad sino de contradicción.
Lo que es a su vez no es; es también su contrario y contiene
en su seno su propia negación. “Lo concreto es lo concreto porque es la
síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso” dice
Marx, en línea con esta tesis, en su “Introducción” de 1857. Esa unidad de lo
diverso expresa el carácter inevitablemente contradictorio de todo lo social,
negado sistemáticamente por todas las variantes del pensamiento burgués.
Concebir a la historia desde la perspectiva de la lógica de la identidad, como
lo hace la ideología dominante, significa asumir, muchas veces sin percatarse
de ello, que aquélla se mueve merced a la influencia de cambios acumulativos
constituidos a su vez por una sucesión de pequeños incrementos cuantitativos
que, en su conjunto, dan lugar a la evolución del sistema. Desde esa
perspectiva no hay lugar para discontinuidades, quiebres o rupturas. El proceso
histórico es visto como una gradual acumulación lineal de sucesos o, a lo
máximo como una secuencia de etapas. Para esta visión, profundamente conservadora,
la revolución es sólo concebible como una aberrante patología que por causas
exógenas –la acción de agentes perversos empecinados en subvertir “el orden
natural del universo”- vendría a interrumpir el curso “normal” de la historia.
En el pensamiento marxista, en cambio, el proceso histórico está precisamente
impulsado por la incesante dinámica que generan las contradicciones y los
conflictos sociales.
Obviamente que, llegados a este punto, habría que siempre
tener presente la diversidad de las contradicciones y antagonismos que generan
las sociedades capitalistas y, por eso mismo, la gran variedad de los sujetos
que las encarnan.
b.3) el carácter socialmente corrosivo y radical del método
dialéctico. Resulta evidente, a esta altura de la argumentación, que una
metodología como la dialéctica tiene que resultar en “escándalo y abominación”
para la burguesía y para sus representantes ideológicos. Y también para quienes
sin serlo coinciden con aquellos en condenar inapelablemente el valor de la
metodología dialéctica para el análisis de la realidad social. Esto se percibe
claramente como uno de los rasgos distintivos de la corriente mal llamada
“pos-marxista”, mejor caracterizada como “ex-marxista”, y que incluye a figuras
como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Regis Debray, Ludolfo Paramio y, con sus
matices diferenciales, Michael Hardt y Antonio Negri (que en Imperio se solazan
en una crítica tan impiadosa como superficial a la dialéctica) y que terminan
produciendo discursos teóricos que, en todos los casos, terminan respaldando
las tesis fundamentales del pensamiento de la derecha. Tal es el caso de la
famosa “radicalización de la democracia” (burguesa) en Laclau y Mouffe, y la
valiosísima (para la derecha) nueva teorización sobre el imperialismo desarrollada
por Hardt y Negri. El nexo subterráneo que unifica a estos autores es su común
rechazo de la dialéctica, la misma que, “en su figura racional” provoca las más
furiosas reacciones de las clases dominantes y sus epígonos. ¿Por qué? Porque,
como lo notaba Marx, en su argumentación junto a “la intelección positiva de lo
existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de
su necesaria ruina.” Es decir, la dialéctica proclama la inevitable
historicidad de todo lo social, y al hacerlo condena a las instituciones y
prácticas sociales fundamentales de la sociedad burguesa a su irremisible
desaparición.
La metodología dialéctica es irreconciliable con la
aspiración capitalista de “eternizar” a su sociedad y sus instituciones, de
hacerlas aparecer como diría Francis Fukuyama, como “el fin de la historia.”
Bajo su luz la propiedad privada de los medios de producción y la relación
salarial tanto como el carácter mercantil de toda la vida social aparecen como
lo que realmente son: fenómenos históricos y, por ende, pasajeros, susceptibles
de ser trascendidos por la acción de las clases y capas subalternas.
Las contradicciones que se agitan en su seno provocarán,
tarde o temprano, su ocaso definitivo. Por eso, como recordaba Marx, la
dialéctica es, por esencia, crítica y revolucionaria.”
Y por eso mismo en las ciencias sociales dominadas por las
concepciones filosóficas propias de la burguesía la batalla en contra de la
epistemología dialéctica es una lucha sin cuartel y sin concesión alguna.
No hay otra concepción que contenga premisas semejantes, y
que cuestione tan radical e intransigentemente el orden social existente.
Por eso mismo, sin pensamiento dialéctico no hay pensamiento
crítico.
Sin un planteamiento que obligue permanentemente a identificar
las contradicciones y las tensiones de un sistema, y que haga de esta operación
el principio metodológico fundamental de cualquier análisis social, no hay
posibilidades de alimentar el pensamiento crítico.
La falacia del
determinismo economicista
Ya en los tiempos en que Marx hacía su aparición en el
escenario político e intelectual europeo (segunda mitad del siglo XIX), y desde
entonces no ha cesado de ser esgrimida, se acusaba al materialismo histórico de
explicar la complejidad de la vida social por la reducción a los factores
económicos. Con relación a ellas conviene recordar lo expresado por Engels en
una carta a J. Bloch, del mes de septiembre de 1890. El amigo de Marx sostiene
que “según la concepción materialista de la historia, el factor que en última
instancia (Nótese bien: énfasis en el original/AAB) determina la historia es la
producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado
nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico
es el único determinante (énfasis en el original/AAB) convertirá aquella tesis
en una frase vacua, abstracta y absurda. La situación económica es la base,
pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta –las
formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones,
(…), las formas jurídicas, (…), las teorías políticas, jurídicas, filosóficas,
las ideas religiosas (…), -ejercen también su influencia sobre el curso de las
luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma”.
Y poco más adelante, en esa misma carta, concluye que “el
que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto
económico es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo.
Frente a los adversarios teníamos que subrayar este
principio cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos de tiempo, espacio y
ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en
el juego de las acciones y reacciones”.
En otra carta, dirigida en esta ocasión a K. Schmidt pocas
semanas más tarde, en Octubre de 1890, Engels ratificaba lo dicho anteriormente
y señalaba que “de lo que adolecen todos estos señores (sus críticos,
obviamente. AAB) es de falta de dialéctica.
No ven más que causas aquí y efectos allí. Que esto es una
vacua abstracción, que en el mundo real estas antítesis polares metafísicas no
existen más que en momentos de crisis y que la gran trayectoria de las cosas
discurre toda ella bajo formas de acciones y reacciones –aunque de fuerzas muy desiguales,
la más fuerte, más primaria y más decisiva de las cuales es el movimiento
económico- , que aquí no hay nada absoluto y todo es relativo, es cosa que
ellos no ven; para ellos, no ha existido Hegel”.
No obstante, sus críticos persistieron en denunciar al
“determinismo económico” que, según ellos, caracterizaba irremediablemente al
materialismo histórico. En el célebre “Prólogo” a la Contribución a la Crítica
de la Economía Política, de 1859, leemos que “tanto las relaciones jurídicas
como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la
llamada evolución general del espíritu humano, sino que radican, por el
contrario, en las condiciones materiales de vida cuyo conjunto resume Hegel,
siguiendo el precedente de los ingleses y franceses del Siglo XVIII, bajo el
nombre de “sociedad civil, y que la anatomía de la sociedad civil hay que
buscarla en la economía política.”
Primer comentario: pese a que hoy nos parezca
extraño, de hecho antes de la verdadera revolución copernicana llevada a cabo
por Marx en las ciencias sociales y las humanidades las “relaciones jurídicas y
las formas de Estado,” para no hablar de la cultura y la ideología, eran de
hecho comprendidas como producto de la evolución general del espíritu humano y
sin conexión alguna con las luchas sociales y las condiciones materiales de
vida de las sociedades. Es cierto que, como hace tiempo lo observara Jacques
Barzum, luego de Marx las ciencias sociales jamás volverán a ser lo mismo.
Pero, en momentos en que Marx y Engels daban a conocer sus
ideas el “sentido común” de su tiempo, construido sobre las premisas
silenciosas del pensamiento burgués, era irreductiblemente antagónico a sus
concepciones y requería, por lo tanto, de la aclaración que estamos comentando.
Prosigamos. Marx explícitamente dice que todo aquello que se
subsume bajo el nombre de “superestructura” hunde sus raíces en las condiciones
materiales de existencia de los hombres. Esto quiere decir que todo ese
conjunto de elementos, desde la ideología, la filosofía y la religión hasta la
política y el derecho, remiten a una base material sobre la cual
inevitablemente deben apoyarse. Si el derecho romano afirma taxativamente la
propiedad privada y el derecho chino, como lo observara Max Weber, le asigna
apenas un carácter precario y circunstancial esto no se debe a otra cosa que al
vigoroso desarrollo de prácticas de apropiación privada existente desde los
tiempos de la república en el caso de Roma y a la extraordinaria fortaleza que
la propiedad comunal exhibía en la China de los albores del siglo veinte.
Pero Marx de ninguna manera decía que el complejísimo
universo de la superestructura era un simple reflejo de las condiciones
materiales de existencia de una sociedad.
Por eso prosigue, en la cita que estamos analizando,
diciendo que “el conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura
económica de la sociedad, la base real sobre la que se eleva un edificio
(Uberbau) jurídico y político y a la que corresponden determinadas formas de
conciencia social. El modo de producción de la vida material determina
(“bedingen” en alemán. AAB) el proceso de la vida social, política y espiritual
en general.
No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino,
por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.”
Una muestra harto significativa de la ligereza con que a
menudo se fundamenta la acusación de “determinismo economicista” la provee, por
ejemplo, la reproducción de la extensa cita de Marx que acabamos de plantear y
que se reproduce en uno de los textos de Ernesto Laclau, Nuevas Reflexiones
sobre la Revolución de Nuestro Tiempo así como en numerosos trabajos de otros
autores dedicados a examinar este tema.
Veamos un poco: este pasaje de Marx fue tomado de una
traducción al español de un texto originalmente escrito en alemán y a partir
del cual se “certificaría” científicamente el carácter determinista del
marxismo con las pruebas que ofrece un verbo – bedingen – torpemente traducido,
por razones varias y acerca de las cuales es preferible no abundar, como
“condicionar.”. Sin embargo, de acuerdo al Diccionario Langenscheidts
Alemán-Español los verbos bedingen y bestimmen tienen significados muy
diferentes.
Mientras que traduce al primero como “condicionar”
(admitiendo también otras acepciones como “requerir”, “presuponer”, “implicar”,
etc.), el verbo bestimmen es traducido como “determinar”, “decidir”, o
“disponer”. En el famoso pasaje del “Prólogo” Marx utilizó el primer vocablo,
bedingen, y no el segundo, pese a lo cual la crítica tradicional al supuesto
“reduccionismo economicista” de Marx ha insistido en subrayar la afinidad del
pensamiento teórico de Marx con una palabra, “determinar,” que éste prefirió
omitir utilizando “condicionar” en su lugar. Habida cuenta de la maestría con
que Marx se expresaba y escribía en su lengua materna y del cuidado que ponía
en el manejo de sus términos, la sustitución de un vocablo por el otro
difícilmente podría ser considerada como una inocente travesura del traductor o
como un desinteresado desliz de los críticos de su teoría. Esta sesgada
interpretación de la voz en cuestión reaparece nuevamente en otro pasaje de
Nuevas Reflexiones, en el contexto de una polémica con Norman Geras, y que
lleva a su autor,
Ernesto Laclau, a afirmar que “el modelo
base/superestructura afirma que la base no sólo limita sino que determina la
superestructura, del mismo modo que los movimientos de una mano determinan los
de su sombra en una pared.”
Para no extender demasiado esta discusión, digamos en resumen
que tal como lo vimos más arriba, Marx empleó la palabra “condicionar” y no
“determinar”. Por lo tanto, no estamos aquí en presencia de una discusión
hermenéutica acerca de la “interpretación” correcta de lo que Marx realmente
dijo sino de algo mucho más elemental: de la tergiversación de lo que fuera
explícitamente escrito por Marx, de la resistencia a admitir que utilizó la
palabra “condicionar” en vez de “determinar,” y que esta opción terminológica
no fue un mero descuido ni un capricho sino producto de una elección
teóricamente fundada. Sea por ignorancia o por un arraigado prejuicio, lo
cierto es que la flagrante deformación de lo que Marx dejó prolijamente escrito
en buen alemán ha potenciado los gruesos errores interpretativos de una legión
de críticos de la teoría marxista.
Concluimos, entonces, con una nueva cita del libro de
Lúkacs, en este caso extraída de su capítulo dedicado al marxismo de Rosa
Luxemburgo.
Allí el teórico húngaro dice, con razón, que “no es la
primacía de los motivos económicos en la explicación histórica lo que
constituye la diferencia decisiva entre el marxismo y el pensamiento burgués,
sino el punto de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, la
penetrante supremacía del todo sobre las partes, es la esencia del método que
Marx tomó de Hegel y brillantemente lo transformó en los cimientos de una nueva
ciencia.” Esta primacía del principio de la totalidad es tanto más relevante si
se recuerda la fragmentación y reificación de las relaciones sociales
características del pensamiento burgués. El fetichismo propio de la sociedad
capitalista tiene como resultado, en el plano teórico, la construcción de un
conjunto de “saberes disciplinarios” como la economía, la sociología, la
ciencia política, la antropología cultural y la sociedad que pretenden dar
cuenta, en su espléndido aislamiento, de la supuesta separación y fragmentación
que existen, en la sociedad burguesa, entre la vida económica, la sociedad, la
política y la cultura, concebidas como esferas separadas y distintas de la vida
social, cada una reclamando un saber propio y específico e independiente de los
demás. En contra de esta operación, sostiene Lukács, “la dialéctica afirma la
unidad concreta del todo”, lo cual no significa, sin embargo, hacer tabula rasa
con sus componentes o reducir “sus varios elementos a una uniformidad
indiferenciada, a la identidad.”
Lukács está en lo cierto cuando afirma que los determinantes
sociales y los elementos en operación en cualquier formación social concreta
son muchos, pero la independencia y autonomía que aparentan tener es una
ilusión puesto que todos se encuentran dialécticamente relacionados entre sí.
De ahí que nuestro autor concluya que tales elementos “sólo pueden ser
adecuadamente pensados como los aspectos dinámicos y dialécticos de un todo
igualmente dinámico y dialéctico”.
Tres aportes
centrales del marxismo
De lo expresado, tres son los aportes centrales que deseamos
reforzar para la recuperación del marxismo.
En primer lugar, conviene retomar las observaciones que Lúkacs
hiciera a propósito de su crítica a la fragmentación y reificación de las
relaciones sociales en la ideología burguesa y sus diversas manifestaciones
teóricas. Una de las premisas nodales del método de análisis de Marx,
claramente planteada por éste en su famosa Introducción de 1857 a los
Grundrisse, sostiene que: “lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de
múltiples determinaciones”, por lo tanto unidad de lo diverso. No se trata, en
consecuencia, de suprimir o negar la existencia de “lo diverso”, sino de hallar
los términos exactos de su relación con la totalidad.
A la visión marxista de la totalidad, le sumamos un segundo
aporte: una aproximación a la complejidad e historicidad de lo social. Ante un
clima de época proclive a exitismos de todo tipo, conviene tomar debida nota de
algunos de los rasgos distintivos que la crítica del materialismo histórico
tradicionalmente le hiciera a la tradición positivista en las ciencias sociales
desde sus orígenes y que hoy parecen ser ‘descubiertos’ por orientaciones
innovadoras del pensamiento científico de avanzada. En efecto, nos referimos a
la crítica a la linealidad de la lógica positivista, a la simplificación de los
análisis tradicionales que reducían la enorme complejidad de las formaciones
sociales a unas pocas variables cuantitativamente definidas y mensuradas, a la
insensata pretensión empirista de un observador completamente separado del
objeto de estudio. Como muy bien se observa en el Informe Gulbenkian,
coordinado por Immanuel Wallerstein, las nuevas tendencias imperantes han
subrayado la no-linealidad sobre la linealidad, la complejidad sobre la simplificación
y la imposibilidad de remover al observador del proceso de medición y la
superioridad de las interpretaciones cualitativas sobre la precisión de los
análisis cuantitativos. Por todo lo dicho debería celebrarse también la
favorable recepción que ha tenido la insistencia de Ilya Prigogine, uno de los
redactores del mencionado informe, al señalar el carácter abierto y no
pre-determinado de la historia.
Su reclamo es un útil recordatorio para los dogmáticos de
distinto signo: tanto para los que desde una postura “supuestamente marxista” –
en realidad anti-marxista y no dialéctica – creen en la inexorabilidad de la
revolución y el advenimiento del socialismo, como para los que con el mismo
empecinamiento celebran “el fin de la historia” y el triunfo de los mercados y
la democracia liberal.
Según el marxismo la historia implica la sucesiva
constitución de coyunturas. Claro que, a diferencia de lo que proponen los
posmodernos, éstas no son el producto de la ilimitada capacidad de combinación
“contingente” que tienen los infinitos fragmentos de lo real. Existe una
relación dialéctica y no mecánica entre agentes sociales, estructura y
coyuntura: el carácter y las posibilidades de esta última se encuentran
condicionados por ciertos límites histórico-estructurales que posibilitan la
apertura de ciertas oportunidades a la vez que clausuran otras.
Marx sintetizó su visión no determinista del proceso histórico
cuando pronosticó que en algún momento de su devenir las sociedades
capitalistas deberían enfrentarse al dilema de hierro por sí mismas engendrado.
No hay lugar en su teoría para “fatalidades históricas” o
“necesidades ineluctables” portadoras del socialismo con independencia de la
voluntad y de las iniciativas de los hombres y mujeres que constituyen una
sociedad.
Finalmente, la relación entre la teoría y la praxis ocupa un
tercer lugar clave en la recuperación de la vitalidad que el marxismo puede
insuflar a las ciencias sociales. No desconocemos aquello que Perry Anderson
denominara “el marxismo occidental” caracterizado precisamente por “el divorcio
estructural entre este marxismo y la práctica política”. Este divorcio entre
teoría y práctica y entre reflexión teórica e insurgencia popular, que tan
importante fuera en el marxismo clásico, tuvo consecuencias que nos resultan
demasiado familiares en nuestro tiempo. El golpe decisivo para volver a
reconstituir el nexo teoría/praxis sólo podrá aportarlo la contribución de un
marxismo ya recuperado de su extravío “occidental” y reencontrado con lo mejor
de su gran tradición teórica.
Las causas de la deserción de los intelectuales del campo de
la crítica y la revolución son muchas, y no pueden ser exploradas en su
complejidad en este texto. En todo caso, digamos que dos de los factores más
importantes que la explican se relacionan con la formidable hegemonía
ideológico-política del neoliberalismo y el afianzamiento de la “sensibilidad
posmoderna”. Ante los estragos hechos por ambos ideologemas, debemos recordar,
todas las veces que resulte necesario, que Marx se sentía urgido por trascender
el régimen social capitalista y no estaba interesado en develar sus más
recónditos secretos por mera curiosidad intelectual. De ahí que la
reintroducción del marxismo en el debate filosófico-político contemporáneo –así
como en la agenda de los grandes movimientos sociales y fuerzas políticas de
nuestro tiempo- sea una de las tareas más urgentes de la hora. Esperamos
cotidianamente contribuir con nuestro modesto aporte.