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Karl Marx ✆ René Le Honzec
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Jesús R. Rojo | El sindicalismo ha situado siempre —hoy esto
se nota con especial intensidad— a las fuerzas revolucionarias en una
encrucijada teórica respecto a sus fines, medios y hasta su propia función en
la contienda de clases. ¿Son los sindicatos mayoritarios aún útiles para los
trabajadores como clase? ¿Su desprestigio es fruto de una artimaña por parte de
los que pretenden desarmar a los trabajadores o consecuencia de una sistemática
traición de clase por parte de las cúpulas? Antes de poder plantearnos las respuestas
es necesario dar unos pasos atrás. Hay que tomar perspectiva antes de emitir
una firme sentencia que condene a los sindicatos a la presión de la posición
protagonista o al más vergonzoso trastero de las estructuras estériles. Para
ello haremos un recorrido a lo largo de los más ilustres autores de la
tradición de pensamiento marxista buscando pautas, métodos de análisis y
propuestas políticas que puedan ser de ayuda en el abordaje de esta cuestión. Ni Marx, ni Engels, ni ninguno de sus seguidores intelectuales
crearon nunca una teoría acerca del sindicalismo que pueda aplicarse
indistintamente a todos los periodos históricos o a todas las coyunturas
sociales. Sin embargo, no radica ahí la dificultad de comprender la importancia
o el desarrollo de la «no teoría» del sindicalismo a lo largo de la obra de
estos autores; se erraría al pretender aplicar cualquiera de las conclusiones
de los clásicos de la tradición marxista a un fenómeno moderno sin un análisis
y una contextualización previos.
Karl Marx &
Friedrich Engels, clásicos en tiempos convulsos (1840-1895)
Los fundadores del materialismo histórico vivieron en una
etapa convulsa de un movimiento sindical que apenas había nacido. La primera
impresión que tuvieron estos autores fue fundamentalmente positiva, cargada de
esperanza y optimismo. Entienden que son asociaciones de obreros libres
destinadas a luchar contra los capitalistas en sus propios centros de trabajo.
El «joven» Marx no prestó una especial atención a la
cuestión sindical. En sus primeras obras no llegó a mencionar el tema más que
en alguna proclama. Sin embargo, su íntimo amigo, Engels sí trató la
problemática desde mediados de la década de 1840. De este periodo cabe destacar
La situación de la clase obrera en
Inglaterra, donde desarrolla extensamente la evolución de las luchas
obreras. Las divide en tres periodos fundamentales: el delito —el robo,
violencia aislada—, el combate contra las máquinas —más conocido como Ludismo—
y, finalmente, la organización en asociaciones obreras (Trade Unions). De la obra se desprende unas moderadas expectativas,
consciente de las limitaciones:
[El] acto de protesta
del inglés surte su efecto: mantiene dentro de ciertos límites la avidez de
ganancia de la burguesía, y mantiene viva la oposición de los obreros contra la
omnipotencia social y política de las clases poderosas. Es más, en definitiva
las obliga a confesar que para quebrar la dominación de la burguesía es
necesaria algo más que los sindicatos obreros y la acción de las huelgas.
Sin embargo, acto seguido añade…
No por ello deja de
ser menos cierto que los sindicatos y las huelgas que emprenden revisten una
importancia fundamental, porque son la primera tentativa que realizan los
obreros para suprimir la competencia (Engels, 1845a, p. 48).
Marx no se pronunciaría concretamente al respecto hasta
1847, cuando escribe Miseria de la
filosofía. Aquí vemos surgir un cierto optimismo sobre la función de los
sindicatos. En esta obra afirma que
… los obreros no se
han limitado a coaliciones parciales, que no tenían otro objetivo que la huelga
pasajera y que con ella desaparecieran. Han formado coaliciones permanentes,
Trade Unions, que sirven de baluarte para los trabajadores en su lucha con los
fabricantes (Marx, 1847, p.186).
Este ánimo se ve determinado por la coyuntura. En aquel
momento, los sindicatos se estaban organizando de manera simultánea a las
luchas políticas desempeñadas por el movimiento cartista. Con el colapso y la
derrota de este movimiento, los sindicatos pierden su carácter revolucionario y
se entregan en gran medida al reformismo.
Marx comienza así un esquema de lucha que le acompañará toda
su vida: la vinculación de la lucha económica —por la mejora de las
condiciones de existencia— con la lucha política. Para él y para Engels, la lucha
de los obreros no debe centrarse en motivaciones coyunturales, momentáneas o de
respuesta a una acción determinada del gobierno o de la burguesía. Por el
contrario, la lucha debe encaminarse a la abolición del propio sistema de
competencia y de trabajo asalariado como formas de explotación.
En este sentido son muy frecuentes las críticas a las
asociaciones sindicales que priman los intereses inmediatos, la lucha de
carácter puramente económico que olvida o deja en segundo lugar la política: «No deben olvidar que combaten los efectos y
no las causas, [...] que aplican paliativos, pero que no curan el mal» (Marx,
1849a, p. 77)
Las tradeuniones […]
son deficientes por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del
sistema existente en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez
de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de
la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema de trabajo
asalariado (Marx, 1865, p. 87).
También su fiel amigo, Engels (1881b, p. 119-124), se suma a
esta crítica situando el punto de mira en las consignas del movimiento
sindical. Los lemas históricos «por un salario justo» o «por una jornada de
trabajo justa» no son sino la plasmación de la asunción de la ideología
pequeñoburguesa; los obreros son los únicos que producen y generan valor, y en
consecuencia deben reivindicar la propiedad social de los medios de
producción.
El objetivo político y su reflejo en el contenido de las
reivindicaciones, serán elementos fundamentales en el trato a la cuestión
sindical a lo largo de toda la tradición marxista revolucionaria1. Sin embargo
este no es, ni mucho menos, el único elemento que se repite de manera sistemática
en sus herederos teóricos.
La crítica a las burocracias sindicales (fenómeno germinal
de su propia época) fue un recurso común en los alegatos contra el papel de los
sindicatos ingleses y alemanes en la organización del proletariado. Se aplica
tanto en un sentido paternalista (Marx, 1868a, p. 130) como en un sentido
desmovilizador. Los sindicatos abandonan su papel como «vanguardia» para
convertirse en grandes organizaciones cuyo rol se reduce casi exclusivamente a
la regulación del salario y la jornada laboral (Engels, 1881a). Aparece
entonces un término que se recuperará frecuentemente por los marxistas: la
«aristocracia obrera», una minoría de obreros sobornados por el capital cuyos intereses
difieren enormemente a los del conjunto de la clase obrera.
En contraposición a estas organizaciones, surgen sindicatos
de menor tamaño e independientes. Esos «viejos sindicatos» se ven pronto
enfrentados a los «nuevos sindicatos» que son, para Engels (1890a), sindicatos
formados por obreros empobrecidos dirigidos por socialistas.
No obstante, pese a las numerosas críticas, ni Marx ni
Engels renunciaron a un cierto optimismo (Hymann, 1975) respecto al papel de
los sindicatos en la lucha de clases. Este posicionamiento se aprecia
claramente en la Resolución del I Congreso de la Asociación Internacional de
Trabajadores, donde Marx aborda la labor de los sindicatos en su pasado, su
presente y su futuro. En esta resolución, les otorga la responsabilidad de
aspirar a ser organizaciones de defensa y representación de toda la clase
obrera que reagrupen en su seno a los trabajadores aún no organizados y que se
orienten a la consecución de la emancipación radical del proletariado (Marx,
1866a). En la misma línea, Engels (1890a, p. 239) llega a afirmar que «si se
quiere contar con un movimiento de masas, hay que comenzar con los
sindicatos».
Los debates
sobre el sindicalismo moderno en el marco de la II y III Internacional
(1900-1941)
Tras la muerte de Marx y Engels y la deriva ideológica de la
Internacional, los líderes de la socialdemocracia2 crean una II Internacional
de trabajadores con la expectativa de formar un órgano de cooperación
internacional entre distintas tendencias, fundamentalmente marxistas
socialdemócratas.
No tardó en estallar el conflicto entre los marxistas en su
centro neurálgico: El SPD Alemán. En él tuvieron lugar numerosos debates y
enfrentamientos teóricos agravados por la Primera Guerra Mundial. En este caso,
nos centraremos en el aspecto sindical de los debates.
La líder obrera Rosa Luxemburg en su polémica con Eduard
Bernstein, materializada en el libro Reforma
o revolución, habla de unos sindicatos reducidos a instrumentos destinados
a la reducción progresiva de la ganancia a favor del salario, lo que degenera
en reivindicaciones propias de condiciones pre-capitalistas (Luxemburg, 1900).
Le reprocha a Bernstein que trate de reducir la lucha de los obreros a la lucha
contra la «distribución capitalista» en vez de orientarla contra el propio modo
capitalista de producción. En este sentido afirma que los sindicatos, así como
las cooperativas, son los puntos de apoyo de la teoría del revisionismo.
De este razonamiento deduce que para superar la lucha
coyuntural de los sindicatos, éstos deben estar relacionados íntimamente con el
partido que representa los intereses de los trabajadores como clase, idea que
se contrapone con la teoría de la llamada «igualdad de derechos»3 que
encontraba respaldo en las posturas más moderadas de su partido. Para ella, los
militantes socialistas deben entrar en los sindicatos con el objetivo de
impregnarlos con una retórica y una política revolucionarias, más allá de la
lucha económica. Su conclusión fundamental es apostar por la completa unidad
del movimiento obrero sindical y socialista, absolutamente necesaria para las
futuras luchas de masas alemanas,
… está realizada desde
ahora y se manifiesta en la vasta multitud que forma al mismo tiempo la base
del Partido socialista y la de los sindicatos y en la convicción a partir de la
cual las dos caras del movimiento se confunden en la unidad mental
(Luxemburg, 1905, p.103).
Para alcanzar esta unidad se debe acabar con las cúpulas
sindicales, las cuales, fruto de la quietud y las luchas puramente económicas,
han caído en el «burocratismo y la estrechez de miras».
Luxemburg resalta dos elementos centrales que recorrerán la
mayoría de las tesis formuladas respecto a la cuestión sindical en los siguientes
años. Por un lado, la relación entre el partido y los sindicatos. Y por el otro
lado, la cuestión —ya introducida por los clásicos— de las burocracias
sindicales.
En el mismo sentido que Luxemburg y definitivamente ligada
a los postulados clásicos de Marx y Engels, Lenin realiza una durísima crítica
contra el «economismo» (también llamado «tradeunionismo»), esto es, la
reducción de la lucha a las conquistas cotidianas como la subida del salario o
la reducción de la jornada de trabajo olvidando los intereses generales de la
clase obrera. En ¿Qué hacer? (1902),
Lenin propone (de manera más rotunda que Luxemburg) la primacía del partido
guiado por la teoría de vanguardia, frente a los sindicatos. El Partido debe
unir las tres luchas —económica, política y teórica— y servir como remedio
contra la espontaneidad de las luchas obreras, formando una vanguardia
consciente que «organice» la revolución. También arremete contra la teoría de
la «neutralidad sindical», impulsada entre otros por el eminente pensador
marxista ruso, Georgui Plejánov. Según Lenin (1908), los sindicatos no deben
ser en ningún caso neutrales, pues tienen que estar alineados con los intereses
de la clase obrera representados por el Partido.
Es pertinente considerar que Lenin (1902) retoma también la
crítica de los lemas sindicalistas, desmontando el extendido lema de «imprimir a la lucha económica un carácter
político», pues oculta en su interior una tendencia tradeunionista: la de
reducir lo político a una serie de medidas administrativas y jurídicas sin
cuestionar, en el fondo, el carácter de clase del propio Estado burgués.
Pese al aparente pesimismo respecto a los sindicatos como
organismos independientes, Lenin (1902) no duda en reconocer que «las organizaciones sindicales no sólo
pueden ser extraordinariamente útiles para desarrollar y reforzar la lucha
económica sino que pueden convertirse, además, en un auxiliar de gran importancia
en la agitación política y la organización revolucionaria» (p. 244). Tanto
es así que en la URSS, y en todo el movimiento sindical mundial, se popularizó
la conocida consigna de los sindicatos como «escuelas de comunismo» —esta
proposición no debe ni puede ser aplicada al Partido, pues es una organización
de vanguardia consolidada, no una escuela (Lozovsky, 1935). Y para el correcto
desarrollo de esta función de lucha y apoyo, resulta de vital importancia otra
consigna que también acompañará al conjunto del movimiento sindical (especialmente
leninista): «la unión sindical».
Sería conveniente hacer un pequeño apunte llegados a este
punto. En la academia vemos cómo el texto que quizás más se ha referenciado (a
veces no directamente) acerca de la relación entre la teoría leninista y los
sindicatos es Acerca del papel y las
tareas de los sindicatos en las condiciones de la nueva política económica
(1922). De él se ha extraído en numerosas ocasiones la conocida expresión de la
«correa de transmisión». Esta expresión ha generado cierta polémica, pues en
muchos casos se ha dicho que Lenin veía a los sindicatos como una «mera correa
de transmisión [del partido político]» (Paramio, 1986, p.75). Tal y como hemos
visto, la cuestión no es tan simple, Lenin no es reduccionista en este
sentido, y esta afirmación debe, en cualquier caso, contextualizarse en un
texto que trata de la situación de los sindicatos en el Estado socialista.4
El aporte que hace Lenin a la cuestión sindical no acaba
aquí. En su feroz alegato contra los «izquierdistas» (La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo), les
espeta que los comunistas deben participar en los sindicatos mayoritarios
aunque éstos sean controlados por tendencias no revolucionarias o incluso aburguesadas
del movimiento socialdemócrata. Los comunistas no pueden mantenerse ajenos a
las masas criticándolas desde organizaciones marginales, sino que deben entrar
en las organizaciones mayoritarias manteniendo en ellas las propuestas propias
de la socialdemocracia (Lenin, 1920).
Lenin tampoco obvia la cuestión de las aristocracias
obreras, al contrario, habla de una
… aristocracia obrera»
profesional, mezquina, egoísta, desalmada, ávida, pequeñoburguesa, de espíritu
imperialista, comprada y corrompida por el imperialismo (Lenin, 1920,
p.377).
Incluso profundiza en su origen:
Es evidente que la
gigantesca superganancia […] permite corromper a los dirigentes obreros y a la
capa superior de la aristocracia obrera. Los capitalistas de los países
«adelantados» los corrompen, y lo hacen de mil maneras, directas e indirectas,
abiertas y ocultas.
Esa capa de obreros
aburguesados o de «aristocracia obrera», enteramente pequeñoburgueses por su
género de vida, por sus emolumentos y por toda su concepción del mundo es […]
hoy en día, el principal apoyo social de la burguesía. Porque son verdaderos
agentes de la burguesía en el seno del movimiento obrero, lugartenientes
obreros de la clase capitalista […], verdaderos vehículos del reformismo y del
chovinismo (Lenin, 1917, p. 699).
Esta cuestión también fue estudiada con detalle por el
teórico y revolucionario Lev Trostki. ¿Adónde
va Inglaterra? (1925) es una de las primeras obras donde analiza el papel
que jugaron los sindicatos en la sociedad capitalista. En ella menciona el
fenómeno de la proliferación y el desarrollo de la ideología conservadora en
los mismos (Hymann, 1975). Aun manteniendo una cierta perspectiva optimista
sobre su papel, los sindicatos pierden todo su potencial revolucionario; pasan
a ser un elemento de interés tras la propia revolución proletaria. Más adelante
se acentúa esta perspectiva, poniendo el foco en la excesiva burocratización
de las organizaciones sindicales (no sólo en los países capitalistas sino
también, en igual medida, en los países socialistas):
En los estados
capitalistas se observan las formas más monstruosas de burocratismo
precisamente en los sindicatos. Basta con ver lo que pasa en Norteamérica,
Inglaterra y Alemania. […] Gracias a ella [la burocracia presente en los
sindicatos de la «Internacional de Ámsterdam»] se mantiene en pie toda la estructura
del capitalismo, sobre todo en Europa y especialmente en Inglaterra. Si no
fuera por la burocracia sindical, la policía, el ejército, los lores, la
monarquía, aparecerían ante los ojos de las masas proletarias como lamentables
y ridículos juguetes. La burocracia sindical es la columna vertebral del imperialismo
británico (Trotski, 1929, p.42-43).
Para Trotski, los sindicatos no tardaron en asumir un papel
completamente contrarrevolucionario. Corruptos hasta su médula por la
burocracia sindical (impulsada por el Estado capitalista), los mastodónticos
aparatos sindicales se convierten en inútiles cascotes de lo que un día fueron.
El Estado ha internalizado completamente sus estructuras.
Sin embargo los comunistas no pueden estancarse en la
crítica pasiva, deben ser conscientes de que en el seno de estas organizaciones
se encuentran muchos trabajadores que no pueden ser despreciados. Por ello es
deber de los revolucionarios trabajar de manera soterrada en las estructuras
sindicales sin descubrirse como tales.
Es absurdo pensar que
sería posible trabajar contra la burocracia sindical con su propia ayuda, o
siquiera con su consentimiento. Ya que se defiende mediante persecuciones, violencias,
expulsiones, recurriendo frecuentemente a la ayuda de las autoridades gubernamentales,
debemos aprender a trabajar discretamente en los sindicatos, encontrando un
lenguaje común con las masas pero sin descubrirnos prematuramente ante la
burocracia (Trotski, 1933, p.75).
Esta represión y corrosión de la acción sindical se
acrecienta aún más cuando el Estado encuentra en ellos resistencia activa. Sin
embargo, como decimos, para él no se debe obviar el plano sindical a la hora de
enfrentarse al Estado —fascista o burgués.
Ya en sus últimos escritos, Trotski le otorga una
importancia crucial a los sindicatos, polarizando su función en un sentido
notablemente más optimista de lo que encontramos años antes:
Los sindicatos […]
pueden servir como herramientas secundarias del capitalismo imperialista para
la subordinación y adoctrinamiento de los obreros y para frenar la revolución,
o bien convertirse, por el contrario, en las herramientas del movimiento
revolucionario del proletariado (Trotski, 1940, p. 98).
No se puede pasar por alto a otro de los autores
fundamentales de la teoría marxista moderna: el italiano Antonio Gramsci.
En 1919 analiza pormenorizadamente la labor de los
sindicatos junto con la de los consejos de fábrica. Para él, los sindicatos son
instrumentos — concebidos como armas contra las acciones concretas de la
burguesía— útiles para proveer al proletariado de gestores y técnicos pero «no
puede[n] ser la base del poder proletario», así como tampoco surgirán de ellos
«los cuadros en los que se encarnen el impulso vital, el ritmo de progreso de
la sociedad comunista» (Gramsci, 1919, p. 98-99). Efectivamente:
los obreros
convertidos en dirigentes sindicales perdieron por completo la vocación
laboriosa y el espíritu de clase, adquirieron todos los caracteres del
funcionario pequeñoburgués, intelectualmente perezoso y moralmente corrompido
o fácil de corromper (Gramsci 1922, p. 145).
Aun sin considerarlos el motor de cambio ni su vehículo, ve
necesario que los comunistas se organicen en ellos y usen su influencia para
impregnarlos de las tesis y tácticas de la III Internacional. Como vemos, él tampoco
elude de ninguna manera la tarea de entrar en la polémica de la relación entre
Partido y sindicatos:
Sobre las relaciones
entre el partido y el movimiento sindical no pueden ser definidas con los
conceptos tradicionales de igualdad entre los dos organismos o de subordinación
del uno al otro, sino que solamente con una noción de relaciones políticas
establecidas entre el cuerpo electoral y el partido político que a él propone
una lista de candidatos para la administración. Si la noción es igual, sin
embargo la práctica real es fundamentalmente distinta.
El partido comunista
tiene su representación permanente constituida en el seno del sindicato y actúa
a través de ella, es decir con la mayor competencia y con la mayor
responsabilidad. No se trata entonces de dos organismos distintos: sólo se
trata, como por otro lado siempre ha sucedido, de una parte de la asamblea
sindical que hace proposiciones y expone su programa al resto de la misma.
(Gramsci, 1922, p. 146)
Propone un modelo de células partidistas en red dentro de
los distintos sindicatos, defendiendo en su seno las posturas del partido
comunista. Esta red se formará con carácter permanente y mantendrá unos
objetivos comunes (y tácticas autónomas) incluso después de la revolución
socialista. Entre los principales objetivos deben figurar, con marcada importancia,
la unidad sindical en Italia y fomentar la incorporación de los distintos
sindicatos a la Internacional Sindical Roja —la Profintern— (Gramsci, 1922). Rescata, además, el espíritu de La
enfermedad infantil… cuando responde al izquierdista Vecchi que los comunistas
no deben aspirar, «por principio», a la creación de nuevos sindicatos (Gramsci,
1923).
Llegados a este punto, debemos señalar y poner en valor la
versatilidad de la teoría marxista. Hay quien clamaría por lo errático de las
distintas posturas teórico-prácticas, sin embargo, eso lejos de devaluar la
propuesta, hace de ella algo vivo y adaptable a las distintas situaciones.
Sería inútil y contraproducente obcecarse dogmáticamente en una posición
radical u otra respecto a la función de los sindicatos para los
revolucionarios. De hecho, encontramos ejemplos de cristalización teórica en
ambos sentidos. Por un lado los «consejistas» de izquierdas quienes, como
Gorter o Mattick —rescatando las ideas de Pannekoek—, ofrecen una postura
completamente férrea e inamovible sobre el carácter contrarrevolucionario y
perverso de los sindicatos (Gorter, 1920). Por otro lado, encontramos el
sindicalismo revolucionario de Sorel (1906) y sus seguidores, para quienes el
Sindicato es el instrumento de la guerra social que conduce a la liberación. En
ambos casos la teoría queda devaluada5 al no ofrecer un marco amplio para el
análisis de la realidad social.
Cismas en
los posicionamientos marxistas tras la III Internacional (1945-1980)
Antes de precipitarnos al esbozo de unas conclusiones,
debemos abordar, aunque sea de manera sucinta, los debates que tuvieron lugar
con posterioridad a la III Internacional, en el marco de la segunda mitad del
siglo XX.
Tras la Segunda Guerra Mundial (en 1945) y la muerte de
Stalin (en 1953) el marxismo se encontraba dividido entre distintas tendencias
duramente enfrentadas. Mientras que los países socialistas se encontraban
profundamente fragmentados en tendencias de desarrollo —soviética, pro-china y
yugoslava fundamentalmente—, los intelectuales y pensadores en occidente no
tardaron en dar de lado al partido comunista y a las «versiones oficiales» para
desarrollar una teoría en gran medida vacía de contenido político concreto.
La mayoría de los países socialistas, así como sus
sindicatos afines se coordinaban en la Federación Sindical Mundial (FSM),
llegando a ser un importante referente para las capas más combativas del
proletariado organizado. Sin embargo, al igual que la Profintern nunca llegó a
tener el volumen de afiliados que la Internacional de Ámsterdam —pese a tener
el importarte apoyo y contar con los miembros de los sindicatos de países
socialistas—, la FSM se ve eclipsada por las diferentes organizaciones de
sindicatos moderados, entre las que destaca (en occidente) la Confederación
Europea de Sindicatos.
Como hándicap
añadido, la FSM no contaba con una unidad de acción o de discurso. En su seno
existían grandes contradicciones que no eran sino el reflejo de las discusiones
en el movimiento comunista internacional. Los soviéticos, los mayores
promotores de la organización, apostaban aún por la vía de los frentes amplios
no rupturistas, incluyendo en sus objetivos la lucha por la paz y el aglutinamiento
de fuerzas de clase. Mientras tanto, los chinos y los albaneses veían en el
cambio en las líneas sindicales, un reflejo de la «coexistencia pacífica» y
del giro hacia el reformismo y el oportunismo impulsado por el espíritu del XX
Congreso del PCUS (Kota, 1976).
Al mismo tiempo, la intelectualidad marxista occidental
marchaba por otros derroteros. Los grandes pensadores críticos de la segunda
mitad de siglo en Europa habían olvidado su relación con el Partido, y además,
habían abandonado en su mayoría cualquier conexión con la lucha política.
Muchos de ellos no tardaron en caer en un pesimismo, no sólo respecto a la
labor sindical, sino en cuanto al conjunto de la actividad revolucionaria
(Anderson, 1976). Ya desde la Escuela de Frankfort se aprecia una inexorable
tendencia hacia la pasividad; se analizaban las causas de la derrota con mucha
más profundidad que los medios para la victoria. Esto llevó, en lo que nos
concierne, al repentino olvido de las organizaciones revolucionarias en
general. Para este grupo de intelectuales, el Estado capitalista había
internalizado completamente las estructuras que antaño pudieran ser
revolucionarias. Posteriormente, el pensador marxista francés, Louis Althusser
(1984), no por casualidad, incluyó a los sindicatos como un órgano más de los
«aparatos ideológicos del estado» capitalista.
En otras palabras, mientras los revolucionarios organizados
discutían sobre la manera correcta de extender la revolución a occidente y al
mundo, desde una influencia mínima en las masas sociales, los intelectuales
marxistas occidentales —huérfanos ya de Partido—, dejaban en la estacada la
propia idea de revolución.
La praxis,
única base de la teoría sindical
Por escueto que haya sido nuestro recorrido por la vasta
teoría que se ha desplegado en torno a la cuestión sindical, podemos extraer de
ella los atisbos de la formación de una teoría: la teoría de la praxis.
Ninguno de los más grandes pensadores ha propuesto una serie
de ideas preconcebidas sin conexión con la situación social. En definitiva, no
existen recetas mágicas ni formulas inamovibles. Cualquier intento de
coagulación de la teoría marxista sería una renuncia a la propia tradición de
pensamiento revolucionario en la que nos enmarcamos. Tampoco se puede ver como mero
«optimismo» o «pesimismo» ninguna de las teorías que se han expuesto. En primer
lugar, porque sería faltar a la verdad tratar de resumir de una forma u otra
cualquiera de las posturas planteadas, y en segundo lugar, porque de esta
manera las estaríamos despojando de cualquier contenido revolucionario.
No se trata de saber cuál es la receta «correcta», ni
siquiera de identificarnos con una u otra. Tampoco de analizar las
discrepancias entre ellos o sus elementos de confluencia. Pese a que eso puede
albergar cierto interés académico o histórico, nuestro deber es analizar, como
ellos lo hicieron, nuestra realidad histórica antes de establecer una táctica
sindical u otra.
El modelo de análisis que se propone a continuación no es
más que un bosquejo con el que se marcan elementos fundamentales de cualquier
estudio marxista a la hora de enfrentarnos a la cuestión sindical. Estos son:
— El
desarrollo histórico concreto de las fuerzas productivas y del mercado de
fuerza de trabajo en el entorno. De ello se desprenderá una determinada
correlación de clases a partir de la cual se construiría una estrategia
revolucionaria u otra.
— La correlación de fuerzas entre las distintas clases y su
plasmación en las centrales sindicales. Algunos aspectos destacables serían el
volumen de afiliados y las políticas propuestas, así como su implantación en
las masas.
— La situación política e ideológica —superestructural— en
el Estado concreto. Políticas destinas al desarrollo o cooperación sindical.
Incluimos aquí la actitud del Estado frente a los movimientos revolucionario-reivindicativos.
Obviamente hay otros elementos que deben ser tomados en
cuenta como las contradicciones respecto a la cuestión nacional, los medios de
comunicación, las relaciones de género, etc. Todo esto puede condicionar (e
incluso, en algunas circunstancias, determinar) la cuestión sindical. Sin
embargo, no son sino condiciones subalternas cuando abordamos esta
problemática.
Este análisis no puede ser pura y simplemente académico,
debe incluir inexorablemente la praxis política. Es deber de los
revolucionarios entrar en contacto con las masas en sus organizaciones
defendiendo en su seno las líneas de la emancipación de la clase trabajadora.
No hay mejor remedio contra el dogmatismo táctico que la
combinación de la lectura, el análisis y el activismo. Todo ello es imprescindible
para afinar unas apropiadas líneas en la cuestión sindical.
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Notas
1. Se denomina «tradición marxista revolucionaria» al
conjunto de pensadores-activistas que suscribieron la perspectiva marxista de
la revolución proletaria, en contraposición con aquellos que tomaron el
marxismo como método o referencia despojándolo del contenido revolucionario.
2. En el texto se emplea la palabra «socialdemocracia» en el
sentido histórico de sus orígenes, hoy podría traducirse como socialismo o
comunismo.
3. Esta teoría expone que el partido y el sindicato deben
ser organizaciones independientes y al mismo nivel político, de manera que
ninguno pueda inmiscuirse en los asuntos del otro.
4. Gran parte de la obra de Lenin referida a los sindicatos
trata de su papel en el socialismo, como herramientas de organización de la
emulación o como estructuras de organización de clase, sin embargo ese tema
escapa al ámbito de este documento. Es en este plano, donde Lenin desarrolla
sus polémicas con Trotski o Tomsky.
5. Curiosamente, estas dos teorías llegan a confluir, junto
con un amasijo de teorías estéticas y radicales, en la formación del llamado
«izquierdismo moderno» (Gombin, 1973)