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Karl Marx ✆ Víctor Minca
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Karl Marx | La influencia preponderante que Rusia ganó
por sorpresa en Europa en diferentes épocas ha atemorizado a los pueblos de
Occidente, que se le han sometido como a una fatalidad o sólo lo han resistido
por momentos. Pero junto a la fascinación vemos renacer constantemente un
escepticismo que la sigue como su sombra, mezclando la nota ligera de la ironía
a los gritos de los pueblos agonizantes, burlándose de la verdadera grandeza
del poderío ruso como de la actitud que adopta un histrión para deslumbrar y
engañar. Otros imperios han suscitado durante su infancia dudas semejantes;
pero Rusia se volvió un coloso sin haberlas disipado. Nos ofrece el único
ejemplo histórico de un enorme imperio que, incluso tras unas realizaciones de
envergadura mundial, no deja de ser considerado como un asunto de creencia y no
de hecho. Desde principios del siglo XVIII hasta hoy, no hay un sólo
autor que haya creído posible dispensarse de probar su existencia, para
empezar, antes de glorificarla o criticarla. Pero seamos espiritualistas o
materialistas hacia Rusia, es decir, consideremos su existencia como un hecho
palpable o como una simple visión de pueblos europeos con la conciencia llena
de remordimientos, la pregunta sigue siendo la misma: ¿Cómo ha logrado esta
potencia, o este fantasma de potencia, adquirir semejantes dimensiones y
suscitar, por un lado, la denuncia apasionada de la amenaza que constituía para
el mundo al repetir el fenómeno de una monarquía universal y, por otro lado, la
furiosa negación de esa amenaza?
A comienzos del siglo XVIII, Rusia era considerada como una creación efímera
improvisada por el genio de Pedro el Grande. Schloetzer considera un hallazgo
haber descubierto que también tenía un pasado’. En la época moderna, escritores
como Fallmerayer*, que siguen inconscientemente los pasos de los historiadores
rusos, afirman deliberadamente que el espectro que atemoriza a la Europa del
siglo XIX ya cubría con su sombra a la del siglo IX.
Para ellos la política rusa empieza con los primeros ruriks, y continúa sistemáticamente, a pesar de algunas
interrupciones, hasta la fecha. Tenemos a la vista unos mapas antiguos de Rusia
que eran territorios europeos mucho más vastos que aquellos de los que hoy
puede enorgullecerse; su tendencia constante a agrandarse, del siglo IX al XIX,
aparece indicada con un escrúpulo inquieto. Nos muestran a Oleg lanzando
ochenta y ocho mil hombres contra Bizancio, fijando su escudo como un trofeo a
las puertas de esa capital y, dictando un tratado ignominioso en el Bajo -
Imperio; vemos a Igor imponiéndole un tributo y escuchamos a Sviatoslav
jactándose de que “los griegos lo abastecen de oro, telas lujosas, arroz,
frutas y vino; de que los húngaros le dan ganado y caballos; de que toma la
miel, la cera, las pieles y los hombres de Rusia”. Vemos a Vladimir
conquistando Crimea y Livonia, arrebatando una de las hijas al emperador griego
como Napoleón lo hizo con el de Austria, mezclando el poder militar de un
conquistador nórdico con el despotismo teocrático de los porfirogenetas,
protector de sus sujetos en el cielo tanto como su amo en la tierra.
Y sin embargo, a pesar del paralelismo sugerido por esas
reminiscencias, la política de los primeros ruriks
y la de la Rusia moderna difieren fundamentalmente. Era ni más ni menos que la
política de los bárbaros germanos sumergiendo a Europa. La historia de las
naciones modernas sólo empezó una vez que la ola se retiró. El periodo gótico
de Rusia no es más que un capítulo de las conquistas normandas; del mismo modo
que el Imperio de Carlomagno precede a la fundación de la Francia, la Alemania
y la Italia modernas, el Imperio de los ruriks
precede por su parte a la de Polonia, Lituania, los establecimientos bálticos,
Turquía y la misma Moscovia.
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El Imperio Ruso (Incluía también al actual territorio de Alaska) |
El rápido crecimiento de los ruriks no fue el resultado de planes largamente madurados, sino el
de una expansión natural de la organización primitiva de los conquistadores
normandos -vasallaje sin feudos o feudos que consistían únicamente en
tributos-, oleada ininterrumpida de nuevos aventureros varegos, sedientos de
gloria y de pillaje, que hacían necesarias nuevas conquistas. Los jefes, sin
embargo, deseosos de reposo, fueron obligados a seguir adelante por sus fieles
bandas.
En Rusia como en la Normandía francesa, llegó el momento en
que enviaron a sus insaciables compañeros de armas, que se habían vuelto
incontrolables, a nuevas expediciones de rapiña, con el único objeto de
deshacerse de ellos.
Entre los primeros ruriks,
la guerra y la organización de los territorios conquistados’no difieren en nada
de lo que fueron entre los normandos en el resto del mundo. Si,
excepcionalmente, las tribus eslavonas fueron sometidas no sólo por la fuerza,
sino también por mutuo acuerdo, se debe a la posición particular de esas
tribus, expuestas a las invasiones del Norte y del Este, que se sometían a las
primeras para protegerse de las segundas. La Roma de Oriente ejercía sobre los varegos el mismo atractivo que la Roma de
Occidente sobre los barbaros del Norte. La verdadera migración sufrida por la
capital rusa, establecida en Nóvgorod por Rurik,
trasladada a Kiev por Oleg y que Sviatoslav intentó fijar en Bulgaria,
demuestra sin la menor duda posible que el invasor apenas estaba buscando su
camino y consideraba a Rusia como un simple apeadero desde el que podía partir
en busca de un imperio en el Sur. Si la Rusia moderna ansía a Constantinopla
para establecer su dominio sobre el mundo, los ruriks, por el contrario, debido a la resistencia de Bizancio bajo
Zimices, se vieron obligados a establecer definitivamente su dominación sobre
Rusia.
Puede objetarse que vencedores y vencidos se mezclaron en Rusia más rápidamente
que en otras partes, y que los jefes se confundieron muy pronto con los eslavos,
como lo muestran sus matrimonios y sus nombres. Pero conviene recordar que la Fiel Banda que formaba originalmente su
guardia y su consejo privado, siguió estando compuesta exclusivamente por
varegos, y que Vladimir, en el apogeo de la Rusia gótica, así como Yaroslav en
su primer ocaso, fueron reinstalados en su trono por la fuerza de las armas
varegas. Si cabe reconocer un rastro de la influencia eslava en esa época, se
encontrad en Nóvgorod, estado eslavón cuyas tradiciones, política y tendencias
son tan opuestas a las de la Rusia moderna que la una sólo pudo haberse fundado
sobre las ruinas de la otra.
Bajo Yaroslav, los varegos pierden la supremacía,
pero simultáneamente desaparecen las tendencias conquistadoras del primer
periodo, y la Rusia gótica se desliza hacia su fase de decadencia. La historia
de ésta, más aún que la de su formación, prueba el carácter exclusivamente gótico
del Imperio de los Ruriks.
Ese Imperio monstruoso, inmenso, precozmente formado, del
mismo modo que los otros imperios con un desarrollo semejante, fue repartido
una y otra vez entre los descendientes de los conquistadores, desgarrado por
guerras feudales, hecho pedazos por las. intervenciones de pueblos extranjeros.
La autoridad absoluta del Gran Príncipe se desvaneció ante
las pretensiones de los setenta príncipes de sangre rivales. La tentativa de
André de Suzdal de reconstituir amplias fracciones de ese Imperio al trasladar
la capital de Kiev a Vladimir, no tuvo otro resultado que propagar su
descomposición, del Sur al Centro. El tercer sucesor de André abandonó hasta la
última sombra de supremacía: su título de Gran Príncipe y el homenaje puramente
formal que todavía se le rendía. Los patrimonios del Norte y del Sur fueron volviéndose,
uno tras otro, lituanos, polacos, húngaros, livonios y suecos. La misma antigua
capital, Kiev, tuvo su propio destino al caer del rango de capital del gran
principado al de territorio de una simple ciudad. Después, la Rusia de los
normandos desapareció completamente del escenario y los débiles rastros que de
ella subsistían tuvieron finalmente que desaparecer frente a la terrible
aparición de Gengis Khan. En el lodo sangriento de la esclavitud mongol, y no
en la ruda gloría de Ia época normanda, nació la Moscovia de la que la Rusia moderna
es sólo una metamorfosis.
El yugo tártaro pesó sobre Rusia de 1237 a 1462, más de dos
siglos; yugo no sólo aplastante, sino deshonroso y que marchitó el alma del
pueblo sobre el que se abatió. Los tártaros de Mongolia establecieron un terror
sistemático, ya que sus instituciones consistían en devastaciones y masacres en
grande.
Como su número era reducido en relación con sus enormes
conquistas, tenían que envolverse en una aureola de terror para que pareciera mayor;
por eso hacían matanzas en la población que hubiera podido sublevarse detrás de
ellos.
Su táctica de la tierra quemada obedecía además al mismo
principio económico que despobló los Highlands de Escocia y el campo de Roma:
el de la sustitución de hombres por borregos y la transformación de regiones
fértiles y pobladas en tierras de pastoreo. Cuando Moscovia salió de la oscuridad en que había vivido, la dominación
tartara ya llevaba un siglo, Para mantener la discordia entre los príncipes
rusos y asegurarse una sumisión servil de su parte, los mongoles le habían
devuelto su prestigio al título de Gran Príncipe. Para obtenerlo, los príncipes
rusos sostuvieron una lucha de la que un autor moderno ha dicho que fue “una
lucha abyecta, lucha de esclavos en la que la calumnia era el arma principal y
en la que siempre estaban dispuestos a denunciarse mutuamente a unos amos
crueles; se disputaban un trono sin gloria que no les ofrecía otras
posibilidades que el pillaje y el parricidio, que les llenaba las manos de oro
pero los cubría de sangre; no se atrevían a subirse a él sin arrastrarse, ni a
conservarlo de otro modo que de rodillas, prostemados y temblorosos bajo el
sable de un tártaro siempre presente para pisotear esa corona de servilismo y
las cabezas que la llevaban”. En medio de esas infamias, la rama moscovita ganó
finalmente la carrera.
En 1328, la corona de Gran Príncipe, arrancada a la rama de
Tver por denuncia y asesinato, fue recogida por Yuri, hermano mayor de Iván
Kalita, a los pies de Uzbek - khan. Iván I Kalita e Iván III, apodado el
Grande, personificaron la ascensión de Moscovia mediante la dominación tártara,
y la emancipación del poderío moscovita por la desaparición de la autoridad
tártara. Desde sus comienzos en el escenario histórico, toda la política de
Moscovia se resume en la historia de esos dos individuos.
La política de Iván Kalita fue sencillamente la que sigue:
representar el abyecto papel de instrumento del Khan, y luego usar su autoridad
contra los príncipes rivales y contra sus propios sujetos. Para lograr este
objetivo, tenía que minar a los tártaros, engatusarlos cínicamente y viajar con
frecuencia a la Horda de Oro. Pidió
humildemente la mano de las princesas mongoles, demostró un celo sin límites
por los intereses del Khan, ejecutó sin escrúpulos sus órdenes, calumnió
odiosamente a sus propios parientes, a la vez verdugo, sicofante del tartaro y
esclavo en jefe. Inquietaba al Khan revelándole continuamente la existencia de
conspiraciones secretas. Cuando la rama de Tver mostró una veleidad de
independencia nacional, se precipitó a la Horda para denunciarla. Siempre que
encontraba una resistencia, hacía intervenir al tártaro para romperla. Pero no
le bastaba con representar un personaje: para hacerlo aceptar, necesitaba
todavía más oro.
La base mas firme sobre la que Kalita pudo edificar su
empresa de engaño y usurpación, era la corrupción del Khan y de sus Grandes.
Pero ¿cómo podía el esclavo conseguir el dinero necesario para corromper al
amo? Iván convenció al Khan de que lo hiciera recolector de impuestos en todas
las posesiones rusas. Una vez investido en esta función, se puso a robar dinero
bajo falsos pretextos. Acumuló riquezas gracias al terror que inspiraba el sólo
nombre del tartaro, luego lo usó para corromper a los mismos tártaros. También
mediante la corrupción, incitó al arzobispo metropolitano a trasladar su
residencia episcopal de Vladimir a Moscú; luego, con el pretexto de que se
había vuelto capital religiosa, la convirtió en capital del Estado, uniendo el
poder de la Iglesia al de su propia corona. Por corrupción, llevó a los
boyardos a traicionar a sus jefes para volverse el centro en tomo al cual se
juntaban.
Gracias a las influencias conjuntas del tártaro mahometano,
de la Iglesia griega y de los boyardos, arrastró al conjunto de los príncipes
dotados de posesiones en una cruzada contra el más peligroso de ellos, el de
Tver. Ante una resistencia que empujó incluso a sus aliados recientes a
comprometerse en una guerra para el bien público, prefirió armar intrigas
dirigidas al Khan antes que desenvainar la espada. De nuevo mediante corrupción
y engaño, lo convenció de asesinar a sus :ivales más cercanos con las peores
torturas.
La política tradicional de los tártaros era neutralizar a los príncipes rusos
uno con otro, alimentar sus disensiones, apoyar a algunos para hacerlos iguales
a todos y no permitir que ninguno se reforzara. Iván Kalita hizo del Khan un
instrumento que le permitió deshacerse de sus mas peligrosos rivales y eliminar
todos los obstáculos que entorpecían los progresos de sus usurpaciones. Aseguró
la sucesión a su hijo con los mismos procedimientos que había empleado para
relevar al gran principado de Moscú: esa extraña mezcla de señorío y
servidumbre. En lugar de conquistar las posesiones desvió fraudulentamente los
derechos del soberano tártaro para su provecho personal. Durante su reinado, no
se apartó una sola vez de la línea que se había trazado; la aplicó con tanta
tenacidad como audacia.
Así fue como se volvió el fundador del poderío moscovita,
y es característico que su pueblo lo llamara Kalita, es decir, Bolsa, ya que se
abrió camino no con la espada sino con el oro. Durante todo su reinado, fue
testigo del crecimiento del poderío lituano que, en el Oeste, estaba
desmembrando los patrimonios rusos, mientras que en el Este, el tártaro los
amalgamaba en una sola masa. Al no atreverse a oponerse a una de esas
desgracias, Iván parece haber temido agravar la otra. No era hombre que se
dejara alejar de sus objetivos por la seducción de la gloria, por los
remordimientos o por el cansancio de las humillaciones.
Todo su sistema cabe en estas pocas palabras: el
maquiavelismo de un esclavo usurpador. Su propia debilidad era su esclavitud,
que convirtió en el principio mismo de su fuerza.
Sus sucesores retornaron la política inaugurada por Iván Kalita: sólo tuvieron
que ampliar el campo de maniobra, a lo cual se dedicaron laboriosamente, gradualmente,
con inflexibilidad.
Por lo tanto, de Iván I Kalita podemos pasar directamente a
Iván III, apodado el Grande. Al principio de su reinado (1462 - 1505), Iván III
seguía siendo tributario de los tártaros; los príncipes dotados de posesiones
seguían impugnando su autoridad; Nóvgorod, a la cabeza de las repúblicas rusas,
reinaba en el Norte de Rusia; Polonia - Lituania intentaba conquistar Moscovia;
finalmente, los caballeros lituanos todavía no estaban desarmados.
Pero, al final de su reinado, encontramos a Iván III instalado en un trono
independiente y, a su lado, a la hija del último emperador de Bizancio; Kazán
está a sus pies, mientras que el resto de la Horda de Oro se afana en su Corte. Redujo a la esclavitud a Nóvgorod
y a las demás repúblicas rusas, disminuyó a Lituania, cuyo Rey fue su
instrumento, venció al fin a los caballeros livonios. Europa, que cuarenta años
antes casi ignoraba la existencia de Moscovia, comprimida entre los tártaros y
los lituanos, se queda estupefacta de ver aparecer repentinamente en sus
confines orientales a este inmenso Imperio. Incluso el sultán Bajazet, ante el cual
se pone a temblar, debe resignarse por primera vez a escuchar ese lenguaje
altanero del moscovita. ¿Cómo realizó Iván sus hazañas? Los mismos
historiadores rusos lo representan como un cobarde probado...
Volvamos a trazar brevemente las principales luchas que
emprendió y que terminó en el mismo orden que las llevó, sucesivamente, contra
los tártaros, Nóvgorod, los príncipes dotados de posesiones y, finalmente,
Polonia-Lituania. Iván III liberó a Moscú del yugo tártaro, no soltando
audazmente un golpe decisivo, sino con una paciente labor de unos veinte años.
No rompió el yugo, pero se libró insensiblemente de el. Por eso la ruina de la
dominación tártara se asemeja más a un fenómeno de la naturaleza que al
resultado de una acción humana. Cuando el monstruo tártaro empezó a expirar,
Iván apareció en su lecho de muerte más bien como un médico que llega a dar fe
del hecho, al tiempo que especula sobre él, que como el hombre de guerra
responsable de esa muerte. Cuando se libera del yugo extranjero, todo pueblo ve
crecer su renombre. En manos de Iván, el del pueblo moscovita mas bien pareció
disminuir. Basta comparar la España que luchaba contra los árabes con la
Moscovia que luchaba contra los táttaros para convencerse de ello.
En la época de la ascensión de Iván al trono, la Horda de Oro llevaba mucho tiempo
debilitada, en su interior, por furiosas disensiones y, al exterior, por su
separación de los tártaros Nogay, por la irrupción de Timur Tamerlam, la
ascensión de los cosacos y la hostilidad de los tártaros de Crimea. Al seguir
con constancia la política trazada por Iván I Kalita, Moscovia se había
convertido, por el contrario, en una imponente masa a la cual la dominación
tártara daba unidad al tiempo que la aplastaba. Como bajo el efecto de un
maleficio, los khans seguían siendo los instrumentos del engrandecimiento y de
la concentración de Moscovia. Habían reforzado calculadoramente el poder de la
Iglesia griega, pero ésta, en manos de los grandes príncipes moscovitas, habría
de revelarse como un arma mortal en su contra.
Al levantarse contra la Horda, los moscovitas no tenían que
inventar nada, les bastaba con imitar a los mismos tártaros. Pero Iván no se
levantó contra ella. Se reconoció como su humilde esclavo. Gracias a una mujer
tártara a la que había corrompido, convenció al Khan de que les ordenara a los
residentes mongoles abandonar Moscú. Con desvíos análogos, engañó al Khan hasta
empujarlo a hacer sucesivamente concesiones fatales para su autoridad. De este
modo, le quitó su poder sin conquistarlo. No echó al enemigo de sus fortalezas,
sino que lo maniobró para alejarlo de ellas. Sin dejar de posternarse ante los
enviados del Khan y declararse tributarios de él, eludió el pago bajo falsos
pretextos, empleando todas las estratagemas de un esclavo que huye sin
atreverse a afrontar a su propietario y que se pone temerosamente fuera de su
alcance. Cuando, al fin, el mongol salió de su amodorramiento, la hora de la
lucha había sonado. Iván, que temblaba sólo de ver un encuentro armado, intentó
ocultarse atrás de su propio miedo y desarmar la furia de su adversario,
quitándole el objeto sobre el cual el otro saciaría su venganza.
Sólo fue salvado por la intervención de sus aliados, los
tártaros de Crimea. Frente a una segunda intervención de la Horda, reunió
ostensiblemente unas fuerzas tan desproporcionadas que el simple rumor de su
nombre bastó para prevenir el ataque. A la tercera invasión, hizo desertar,
como un miserable, a un ejército de doscientos mil hombres. Obligado a volver
sobre sus pasos, trató de debatir las condiciones de su servidumbre; su propio
miedo de esclavo acabó por apoderarse de su ejército, al que arrastró en una
huida general y desordenada.
Moscovia ya estaba esperando ansiosamente una condena
inapelable, cuando se supo que la Horda
de Oro había sido destruida por los cosacos y los tártaros Nogay mientras
se replegaba hacia su capital, atacada por el khan de Crimea. Así, la derrota moscovita se transformaba en
victoria. Iván había vencido a la Horda, no combatiéndola, sino provocándola
con una fingida voluntad de combatir ofensivas en que había perdido la
vitalidad que le quedaba y en que finalmente se expuso a los golpes mortales de
las tribus de su propia raza, que Iván se había arreglado para convertir en sus
aliadas.
Golpe al tártaro con la mano de otro tártaro. Del mismo modo
que el enorme peligro al que se había acercado por sí mismo no le había
provocado un sólo gesto de valor, tampoco su triunfo milagroso lo embriagó un
sólo instante. Con su prudencia y su astucia acostumbradas, no se atrevió a
incorporar a Kazán a Moscovia. Entregó ésta a unos soberanos de la familia de
Mengli - Ghirei, su aliado de Crimea, para conservar la confianza de éste.
Gracias a los despojos del tártaro vencido, se ganó al tártaro victorioso. Pero
si bien se abstuvo de darse ínfulas de conquistador con los que habían sido los
testigos oculares de su derrota, este impostor comprendía perfectamente qué
viva impresión debía de estar haciendo a lo lejos la caída del Imperio tártaro,
qué halo de gloria debía de estar envolviéndolo, y cómo éste le facilitaría la
entrada entre las potencias europeas. Así pues, en el exterior, adoptó una
actitud teatral de conquistador, logrando ocultar bajo la máscara de una
susceptibilidad orgullosa y de una irritabilidad altanera, su pretensión de
siervo de los mongoles que se acordaba de haber besado el estribo del enviado
mas humilde del Khan. Imitó, pero con un tono más bajo, el lenguaje con el cual
su antiguo amo le aterrorizaba el alma. Algunas frases que se encuentran
constantemente en el vocabulario de la diplomacia rusa moderna, tales como la
“magnanimidad”, o “la ofensa a la dignidad del amo”, han sido tomadas de las
instrucciones diplomáticas de Iván III.
Después de la rendición de Kazán, se involucró en una expedición
largamente premeditada contra Nóvgorod, jefe de las repúblicas rusas. Si para
él el derrumbamiento del yugo tártaro había sido la primera condición de la
grandeza moscovita, el aplastamiento de las libertades rusas era la segunda.
La República de Viatka
se había declarado neutra entre Moscovia y la Horda; la República de Pskov, con
sus doce ciudades, había dado muestras de desafecto. Iván halagó a la segunda y
fingió olvidar la primera, mientras concentraba sus fuerzas contra Nóvgorod la
Grande, de la que sabía que su condena decidiría la suerte de las demás
repúblicas rusas.
Al hacer brillar frente a sus ojos la perspectiva de compartir ese rico botín,
arrastró con él a los príncipes dotados de posesiones y sedujo a los boyardos,
utilizando su odio ciego hacia la democracia de Nóvgorod. Así logró lanzar a
tres ejércitos sobre Nóvgorod y aplastarlo gracias a la desproporción de las
fuerzas. Pero luego, para no verse obligado a cumplir su palabra con los
príncipes, para no faltar a su inmutable sic
vos nolz vobis, y al mismo tiempo temeroso de que, por falta de
preparación, Nóvgorod todavía no fuera asimilable, le pareció de pronto útil
dar muestras de moderación. Se contentó, en apariencia, con un tributo y con el
reconocimiento de su soberanía; pero en el acto de sometimiento de la República
desliz algunas palabras ambiguas que lo hacían juez y legislador supremo de la
ciudad. Después fomentó disensiones entre los patricios y los plebeyos de Nóvgorod
que, como en Florencia, iniciaron una lucha furiosa, y con el pretexto de
algunas quejas de los plebeyos, se introdujo de nuevo en la ciudad para enviar,
esta vez a Moscú, cargados de cadenas, a los miembros de su nobleza que sabía
hostiles. Así pisoteó las antiguas leyes de la ciudad, según las cuales “ningún ciudadano podía ser perseguido o
castigado fuera de los límites de su territorio”. A partir de ese momento,
se convirtió en el árbitro supremo. “Nunca, dicen los cronistas, nunca, desde
Rurik, se había producido semejante acontecimiento, nunca los grandes príncipes
de Kiev y de Vladimir habían visto llegar a los ciudadanos de Nóvgorod para
sometérseles como a unos jueces”.
Sólo Iván podía reducir a Nóvgorod a ese grado de
humillación. Debió ejercer su autoridad jurídica durante siete años antes de
poder corromper a la República. Pensaba haber gastado sus fuerzas, y
consideraba que había llegado el momento de declararse. Pero, para poder
quitarse la mascara de moderación, necesitaba que la misma Nóvgorod rompiera la
paz del mismo modo que había simulado la calma y la paciencia, pareció ceder
entonces a un repentino acceso de ira.
Corrompió a un enviado de la República para que se dirigiera
a él en una audiencia pública con el título de soberano, y de pronto reivindicó
los derechos de un déspota y la autosupresión de la República.
Como lo había previsto, Nóvgorod se rebeló para replicar a
su usurpación, masacró a los nobles y se rindió a Lituania.
El contemporáneo moscovita de Maquiavelo se quejó entonces
con todos los acentos y la mímica de la indignación moral. “Los habitantes de Nóvgorod lo habían elegido como soberano. Si había
tomado finalmente ese título, era para responder a sus deseos. Pero entonces lo
habían repudiado, habían cometido la imprudencia de intligirle un desaire
formal frente a toda Rusia. Se habían atrevido a derramar la sangre de los
compañeros que habían permanecido fieles, y a traicionar el Cielo y a la santa
tierra de los rusos al llamar en sus fronteras a una religión y una dominación
extranjeras”.
Durante su primer ataque contra Nóvgorod, se había aliado
abiertamente con los plebeyos en contra de los patricios. Esta vez, fomentó
secretamente una conspiración con los patricios en contra de los plebeyos.
Reunió a todas las fuerzas de Moscovia y a sus feudatarios para lanzarlos
contra la República.
Ésta se negó a someterse sin condiciones. Acordándose de los
tártaros, recurrió al terror para vencer. Durante un mes, puso los alrededores
de Nóvgorod a fuego y a sangre, cercándola cada vez más. Así la tema bajo la
amenaza de su espada y acechaba sin moverse el momento en que, desgarrada por
las facciones, después de haber pasado por todas las fases del extravío, de la
desesperación y del triste desaliento, la República se resignaría a la
impotencia. Nóvgorod fue esclavizada. Lo mismo sucedió con las demás repúblicas
rusas.
Resulta curioso ver cómo Iván aprovechó la oportunidad misma de la victoria
para forjar armas contra los que habían sido sus instrumentos. Unió los dominios
del clero de Nóvgorod a la Corona, y así pudo comprar a los boyardos, que debía
maniobrar a partir de entonces en contra de los príncipes, y también pudo dotar
a los sucesores de los boyardos para manejarlos a su vez en contra de estos
últimos. Es igualmente interesante notar los atroces castigos que Moscovia,
tanto como la Rusia moderna, aplicó a las repúblicas para destruirlas.
Nóvgorod y sus colonias abren el cortejo, la República
cosaca viene después, y Polonia lo cierra. Para entender cómo pudo Rusia
engullir a Polonia, hay que estudiar la ejecución de Nóvgorod, que duró de 1478
a 1528. Parece que Iván sólo liberó a Moscovia de las cadenas que le habían
puesto los mongoles para encerrar en ella a las repúblicas rusas. Parece que
sólo esclavizó a éstas para republicanizar a los príncipes rusos. Durante
veintitrés años, reconoció la independencia de éstos y toleró su turbulencia,
sin hacer un sólo gesto ante sus ultrajes. Pero la derrota de la Horda de Oro y la destrucción de las
repúblicas lo habían hecho tan poderoso, y habían debilitado tanto a los
príncipes por la influencia que el moscovita ejercía sobre sus boyardos, que la
menor demostración de fuerza por su parte tenía que decidir del desenlace de la
lucha.
Sin embargo, al principio Iván no perdió la circunspección
que había adoptado como método. Eligió al príncipe de Tver, el más poderoso de
sus feudatarios, como objeto de sus operaciones. Empezó por empujarlo a la ofensiva y a la alianza con
Lituania. Luego, lo denunció como traidor y lo obligó mediante el terror a
concesiones que destruirían sus medios de defensa. Después utilizó la falsa
postura en que aquellas habían puesto al Príncipe en relación con sus propios
sujetos, abandonando este sistema sólo para recoger sus resultados.
El príncipe Tver renunció a la lucha y fue derrotado en Lituania: así termina
la historia. Una vez que Tver se hubo reunido en Moscovia, Iván persiguió con
terrible vigor la ejecución del plan que había meditado durante mucho tiempo.
Los demás príncipes sufrieron casi sin resistencia la degradación al rango de
simples gobernadores.
Todavía quedaban dos hermanos de Iván. Este convenció al
primero a que renunciara a su dominio y atrajo al segundo a la Corte, disipando
su desconfianza con demostraciones hipócritas de amor fraternal. Y lo mandó
asesinar.
Hemos llegado a la última gran lucha de Iván, la que sostuvo
contra Lituania. Había comenzado durante su subida al trono y terminaría
solamente algunos años antes de su muerte. Durante treinta años, limitó esta
lucha a una guerra diplomática, fomentando y exasperando las disensiones
internas entre Lituania y Polonia, atrayendo hacia sí a los rusos feudatarios
de Lituania que manifestaban desafecto hacia ella, paralizando a su adversario
al crearle enemigos. Estos fueron Maximiliano de Austria, Mathias Corvin de
Hungría y sobre todo Esteban, hospodar de Moldavia, al que se vinculó con un
casamiento, y finalmente Menghi - Ghirei, que se mostró como un instrumento de
lucha tan poderoso contra Lituania como contra la Horda de Oro.
Al morir el rey Casimiro, el débil Alejandro tomó la corona.
Los tronos de Lituania y de Polonia se encontraban momentáneamente separados.
Ambos países se habían agotado mutuamente en la lucha. La nobleza polaca,
absorbida en sus esfuerzos por debilitar el poder real, por una parte, y para
rebajar a los kmetones y a los
ciudadanos urbanos por otra parte, abandonaba Lituania, que se vio obligada a
dejar ante las invasiones simultáneas de Esteban de Moldavia y de Mengli -
Ghirei. A partir de entonces, la debilidad de Lituania se volvió manifiesta, e
Iván comprendió que había nacido la ocasión favorable para una manifestación de
fuerza, y que existían todas las condiciones para el éxito de una intervención
fulminante de su parte. Sin embargo, no fue más allá de una parada de guerra,
de una reunión de fuerzas aplastantes.
Como lo había previsto perfectamente, le bastó con fingir un
deseo de lucha para llevar a Lituania a la capitulación. A ésta, le sacó de mal
modo un tratado que reconocía las intromisiones subrepticias que habían
ocurrido a sus expensas bajo el reinado de Casimiro y abrumó a Alejandro con su
alianza al mismo tiempo que con su hija. La alianza debía de servirle para
impedir que este último se defendiera contra los ataques organizados por su
suegro; y su hija, para encender una guerra religiosa contra el Rey, católico
intolerante, y sus sujetos de confesión ortodoxa, a los que perseguía. Sólo en
medio de este desorden se arriesgó al fin a desenvainar la espada, y se apoderó
de los dominios rusos que dependían de Lituania hasta Kiev y Smolensk.
Generalmente, la religión griega se mostró uno de sus mas poderosos medios de
acción. Al manifestar pretensiones a la herencia de Bizancio, al disimular los
estigmas de la servidumbre mongol bajo el cobijo de los porfirogenetas, al unir
el trono del advenedizo moscovita con el Imperio glorioso de San Vladimiro y al
darle con su persona un nuevo jefe temporal a la Iglesia griega, quién
desafiaba a Iván? El Papa romano.
En la Corte de éste último vivía la última princesa de
Bizancio. Ivan la alejó del Papa haciéndola abjurar mediante una promesa
solemne, promesa que luego orden6 recoger a su propio arzobispo metropolitano.
Basta con cambiar los nombres y las fechas para hacer evidente que entre la
política de Iván III y la de la Rusia moderna no hay similitud sino identidad.
Por su parte, Iván III no hizo otra cosa que perfeccionar la política moscovita
tradicional que Iván I Kalita había legado a sus sucesores. Iván Kalita, el
esclavo mongol, había conquistado la gloria utilizando el poder de su propio
enemigo, el tártaro, contra enemigos de segundo orden, los príncipes rusos.
Pero no hubiera podido hacerlo sin simulaciones. Obligado a ocultarles a sus
amos la fuerza que había acumulado realmente, le era necesario deslumbrar a sus
pares, siervos como él, mediante un poder que no tenía. Para resolver este
problema, debió erigir en sistema las astucias de la servidumbre más abyecta y
aplicar ese sistema con la paciencia del esclavo. La fuerza abierta, ella también,
sólo pudo entrar en calidad de intriga en un sistema de maniobras, de
corrupción y de trabajo subterráneo de usurpación. No hubiera podido golpear
sin haber corrompido antes. La unidad de los propósitos se volvía en él
duplicidad en la acción. Eran los caracteres particulares de los amos al mismo
tiempo que los de la raza sometida, que habían inspirado la política de Kalita:
reforzarse usando fraudulentamente el poder de un enemigo, debilitar ese poder
por el simple hecho de usarlo, y finalmente derribarlo gracias a los efectos
producidos por el recurso empleado.
Esta política siguió siendo la misma con Iván III. También
fue la política de Pedro el Grande. Sigue siendo la de la Rusia moderna: sólo
han cambiado el nombre, la sede y la naturaleza del poder enemigo que debía
emplear. Si Pedro el Grande sigue siendo el protagonista de la política de la
Rusia moderna, es porque la despojó de sus caracteres puramente locales, de los
elementos que se habían introducido en ella accidentalmente para reducirla a su
quintaesencia, para extraer su fórmula abstracta, para generalizar sus
objetivos y elevarlos del derrumbamiento de un poder dado y limitado a la
conquista de un poder ilimitado. El convirtió a Moscovia en la Rusia moderna,
al generalizar su sistema político, y no al añadirle unas cuantas provincias.
En resumen: Moscovia se formó y creció en la escuela de
abyección que fue la terrible esclavitud mongol. Su fuerza sólo la acumuló al
volverse una virtuosa en el arte de la servidumbre. Incluso una vez emancipada,
Moscovia siguió jugando su papel tradicional de esclavo - amo. Al final, Pedro
el Grande reunió la habilidad política del esclavo mongol con las orgullosas
aspiraciones del amo a quien Gengis Khan había legado la tarea de conquistar el
mundo.
Notas
1 Ludwig - August Schloetzer, célebre historiador liberal de
Gotinga del siglo XVIII. Se interesó por Rusia, aprendió ruso y eslavón, tuvo
largas estancias en San Petersburgo en los años 1760 y estudio las viejas
crónicas. En Alemania misma, es considerado como figura central de la
historiografía moderna. Su Crónica de Néstor, 1805, fue muy leída. En un
reporte dirigido a Catalina Segunda, escribió orgullosamente que no había
historia en Rusia y que él solo sería capaz de crearla. Se encuentra la
resonancia deforma& de esa palabra en la frase de Marx. B.H.
2 Historiador alemán de los Balcanes y del Cercano Oriente.
Nota
editorial
En los últimos meses de 1856 y en los primeros de 1857, Karl
Marx publicó una serie de artículos, en el periódico conservador
Free Press,
sobre la política internacional de la Gran Bretaña frente a la Rusia zarista,
durante el siglo XVIII. En esos artículos Marx se propuso mostrar la
complicidad de los sucesivos gobiernos ingleses con el expansionismo
imperialista del zarismo. El tema era de actualidad en aquellos años: la guerra
de Crimea había enfrentado, una vez más, a los dos grandes regímenes
autoritarios: el imperio otomano y el ruso. El director y propietario de Free
Press era David Urqubart, “un thory de la vieja escuela”, como lo llamaba
Engels con cierta simpatía. Urqubart era un enemigo acérrimo de Rusia y un
simpatizante de la
Sublime Puerta, en
la que veía un dique de la expansión rusa. Marx y Engels compartían esta idea
con el ultraconservador Urqubart y de ahí que, a pesar de sus opuestas
posiciones políticas e intelectuales, no vacilasen en colaborar en su
periódico. Los artículos de Marx aparecieron bajo un título general:
Secret Diplomatic History of The Eighteenth
Century.
En uno de los capítulos de su pequeño libro, Marx hace una
sorprendente incursión histórica y examina los orígenes de la política
expansionista rusa, desde sus comienzos hasta el periodo de Pedro el Grande. El
análisis de Marx no es “marxista”, en
el sentido usual de la palabra; el parecido de este breve y brillante ensayo
hay que buscarlo, más bien, en aquellos historiadores que encuentran en el
‘genio de los pueblos” la explicación de los hechos históricos.
Genio, alma o carácter que, a su vez, es consecuencia de los
acontecimientos y experiencias del pasado. Para Marx la política imperial rusa,
con su mezcla desconcertante de tiranía y servilismo, violencia y pasividad,
era el resultado de los siglos de dominación tártara: el esclavo convertido en
soberano y que reproduce en sus actos y gestos a su antiguo señor. Tesis osada,
discutible y brillante.
Cualquier historiador moderno podría criticar algunos de los
errores y omisiones de Marx. Por ejemplo, por una curiosa simpatía nada
marxista pero muy germánica, exagera la influencia de los elementos escandinavos,
que él llama ‘normandos ’, en el origen de Rusia, es decir, en los antiguos
centros de Kiev y Nóvgorod. Así mismo, Marx pasa casi completamente por alto la
presencia determinante de Bizancio en la formación de Rusia: religión,
escritura, arte, pensamiento, visión político-religiosa (“la Tercera Roma’).
Sin embargo, el ensayo de Marx es interesantísimo y posee vigencia todavía.
Traducción del inglés
por Aurelia Álvarez Urbajtel