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Karl Marx ✆ M. Barnard |
► Los empréstitos permiten a los gobiernos hacer
frente a gastos extraordinarios sin que el contribuyente se dé cuenta
► Como la deuda pública tiene que ser
respaldada por los ingresos del Estado, que han de cubrir los intereses y demás
pagos anuales, el sistema de los empréstitos públicos tenía que ser
forzosamente el complemento del moderno sistema tributario
El sistema del crédito público, es decir, de la deuda del
Estado, cuyos orígenes descubríamos ya en Génova y en Venecia en la Edad Media,
se adueñó de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial,
con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por
eso fue Holanda el primer país en que arraigó.
La deuda pública, o sea, la
enajenación del Estado —absoluto, constitucional o republicano—, imprime su
sello a la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que
entra real y verdaderamente en posesión colectiva de los pueblos modernos es…
la deuda pública(1). Por eso es perfectamente consecuente esa teoría moderna,
según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se carga de deudas. El
crédito público se convierte en credo del capitalista. Y al surgir las deudas
del Estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay remisión,
cede el puesto al perjurio contra la deuda pública.
La deuda pública se convierte en una de las palancas más potentes
de la acumulación originaria. Es como una varita mágica que infunde virtud
procreadora al dinero improductivo y lo convierte en capital sin exponerlo a
los riesgos ni al esfuerzo que siempre lleva consigo la inversión industrial e
incluso la usuraria. En realidad, los acreedores del Estado no entregan nada,
pues la uma prestada se convierte en títulos de la deuda pública, fácilmente
negociables, que siguen desempeñando en sus manos el mismísimo papel del
dinero. Pero aún prescindiendo de la clase de rentistas ociosos que así se crea
y de la riqueza improvisada que va a parar al regazo de los financieros que
actúan de mediadores entre el Gobierno y el país —así como de la riqueza
regalada a los arrendadores de impuestos, comerciantes y fabricantes particulares,
a cuyos bolsillos afluye una buena parte de los empréstitos del Estado, como un
capital llovido del cielo—, la deuda pública ha venido a dar impulso a las
sociedades anónimas, al tráfico de efectos negociables de todo género, al agio;
en una palabra, a la lotería de la bolsa y a la moderna bancocracia.
Desde el momento mismo de nacer, los grandes bancos,
adornados con títulos nacionales, no fueron nunca más que sociedades de
especuladores privados que cooperaban con los gobiernos y que, gracias a los
privilegios que éstos les otorgaban, estaban en condiciones de adelantarles
dinero. Por eso, la acumulación de la deuda pública no tiene barómetro más
infalible que el alza progresiva de las acciones de estos bancos, cuyo pleno
desarrollo data de la fundación del Banco de Inglaterra (en 1694). Este último
comenzó prestando su dinero al Gobierno a un 8% de interés; al mismo tiempo,
quedaba autorizado por el parlamento para acuñar dinero del mismo capital,
volviendo a prestarlo al público en forma de billetes de banco. Con estos
billetes podía descontar letras, abrir créditos sobre mercancías y comprar
metales preciosos. No transcurrió mucho tiempo antes de que este mismo dinero
fiduciario fabricado por él le sirviese de moneda para saldar los empréstitos hechos
al Estado y para pagar los intereses de la deuda pública por cuenta de éste. No
contento con dar con una mano para recibir con la otra más de lo que daba,
seguía siendo, a pesar de lo que se embolsaba, acreedor perpetuo de la nación
hasta el último céntimo entregado. Poco a poco, fue convirtiéndose en
depositario insustituible de los tesoros metálicos del país y en centro de
gravitación de todo el crédito comercial. Por los años en que Inglaterra dejaba
de quemar brujas, comenzaba a colgar falsificadores de billetes de banco. Las
obras de aquellos años, por ejemplo, las de Bolingbroke(2) muestran qué
impresión producía a las gentes de la época la súbita aparición de este
monstruo de bancócratas, financieros, rentistas, corredores, agentes y lobos de
bolsa.
Con la deuda pública surgió un sistema internacional de
crédito, detrás del que se esconde con frecuencia, en tal o cual pueblo, una de
las fuentes de la acumulación originaria. Así, por ejemplo, las infamias del
sistema de rapiña seguido en Venecia constituyen una de esas bases ocultas de
la riqueza capitalista de Holanda, a quien la Venecia decadente prestaba
grandes sumas de dinero. Otro tanto acontece entre Holanda e Inglaterra. Ya a
comienzos del siglo XVIII, las manufacturas holandesas se habían quedado muy
atrás y Holanda había perdido la supremacía comercial e industrial. Por eso,
desde 1701 hasta 1776, uno de sus negocios principales consiste en prestar
capitales gigantescos, sobre todo a su poderoso competidor: a Inglaterra. Es lo
mismo que hoy ocurre entre Inglaterra y los Estados Unidos. Muchos de los
capitales que hoy comparecen en Norteamérica sin cédula de origen son sangre
infantil recién capitalizada en Inglaterra.
Como la deuda pública tiene que ser respaldada por los
ingresos del Estado, que han de cubrir los intereses y demás pagos anuales, el
sistema de los empréstitos públicos tenía que ser forzosamente el complemento
del moderno sistema tributario. Los empréstitos permiten a los gobiernos hacer
frente a gastos extraordinarios sin que el contribuyente se dé cuenta de
momento, pero provocan, a la larga, un recargo en los tributos. A su vez, el
recargo de impuestos que trae consigo la acumulación de las deudas contraídas
sucesivamente obliga al Gobierno a emitir nuevos empréstitos, en cuanto se
presentan nuevos gastos extraordinarios. El sistema fiscal moderno, que gira
todo él en torno a los impuestos sobre los artículos de primera necesidad (y
por tanto a su encarecimiento) lleva en sí mismo, como se ve, el resorte
propulsor de su progresión automática. El excesivo gravamen impositivo no es un
episodio pasajero, sino más bien un principio. Por eso en Holanda, primer país
en que se puso en práctica este sistema, el gran patriota De Witt lo ensalza en
sus Máximas (3) como el mejor sistema imaginable para hacer al obrero
sumiso, frugal, aplicado y… agobiado de trabajo. Pero, aquí no nos interesan
tanto los efectos aniquiladores de este sistema en cuanto a la situación de los
obreros asalariados como la expropiación violenta que supone para el campesino,
el artesano, en una palabra, para todos los sectores de la pequeña clase media.
Acerca de esto no hay discrepancia, ni siquiera entre los economistas
burgueses. Y a reforzar la eficacia expropiadora de este mecanismo, por si aún
fuese poca, contribuye el sistema proteccionista, que es una de las piezas que
lo integran.
La parte tan considerable que toca a la deuda pública y al
sistema fiscal correspondiente en la capitalización de la riqueza y en la
expropiación de las masas, ha hecho que multitud de autores, como Cobbett,
Doubleday y otros, busquen aquí, sin razón, la causa principal de la miseria de
los pueblos modernos.
El sistema proteccionista fue un medio artificial para
fabricar fabricantes, expropiar a los obreros independientes, capitalizar los
medios de producción y de vida de la nación y abreviar violentamente el
tránsito del modo antiguo al modo moderno de producción. Los Estados europeos
se disputaron la patente de este invento y, una vez puestos al servicio de los
acumuladores de plusvalía, abrumaron a su propio pueblo y a los extraños, para
conseguir aquella finalidad, con la carga indirecta de los aranceles
protectores, con el fardo directo de las primas de exportación, etc. En los
países secundarios dependientes vecinos se exterminó violentamente toda la
industria, como hizo por ejemplo Inglaterra con las manufacturas laneras en
Irlanda. En el continente europeo, vino a simplificar notablemente este proceso
el precedente de Colbert. Aquí, una parte del capital originario de los industriales
sale directamente del erario público.
Notas
1. William Cobbett observa que en Inglaterra todos los
establecimientos públicos se denominan “reales”. En justa compensación, tenemos
la deuda “nacional” (national debt).
2. “Si los tártaros
invadiesen hoy Europa, resultaría difícil hacerles comprender lo que es entre
nosotros un financiero” [Montesquieu. Esprit
des loix (“Espíritu de las leyes”), t. IV, p. 33, éd. Londres. 1769].
3. Marx se refiere aquí a la edición inglesa del libro “Aanwysing der heilsame politike Gronden en
Maximen van de Republike van Holland en West-Friesland” (“Indicación de los
más importantes principios y máximas de la República de Holanda y de Frisia
Occidental”), atribuido a Jan de Witt y publicado por vez primera en Leyden en
1622. Como se ha establecido, a excepción de dos capítulos escritos por Jan de
Witt, el autor del libro era Pieter von der Hore (Pieter de la Court),
economista y empresario holandés.
El texto anterior fue extraído de El Capital, Capitulo XXIV, “La llamada acumulación originaria”.