João Leonardo Medeiros
& Eduardo Sá Barreto | Es seguro afirmar que la preocupación por la
inminente crisis ambiental es hoy generalizada. Además de los desastres
ambientales provocados por los seres humanos –como los casos de derramamiento
de petróleo del Amoco Cadiz en la costa francesa y del Exxon Valdez en el Golfo
de Alaska, la tala de árboles en el Amazonas, el accidente nuclear en
Chernobil–, la intensidad y el número de eventos extremos llamados naturales
exhiben cada vez más su carácter antropogénico. No sorprende, de esa forma, que
la temática ambiental haya provocado reflexiones en diversos sectores de la
sociedad.
Aunque restrictas en número y en capacidad de movilización,
es posible identificar formulaciones teóricas de los problemas ambientales que
se inspiran en análisis radicalmente críticos de la sociedad (i.e., en Marx y
en el marxismo). Autores como Foster (2002) y Burkett (1999) ya establecieron,
a nuestro juicio con éxito, el vínculo entre la dinámica propia de la formación
socio-económica vigente y los innumerables fenómenos de degradación ambiental.
Incluso así, continúa prevaleciendo en el debate sobre el tema lo que
llamaremos ecologismo acrítico (o presentista): el ecologismo (estudio
científico de la relación entre la vida social y el ambiente natural) que se
distingue por la pretensión de superar los problemas ambientales en el interior
de la formación social en que vivimos, la sociedad regida por el capital.
Nuestro objetivo en este artículo es llamar la atención
sobre una debilidad fundamental del ecologismo acrítico: el desdoblamiento de
las preocupaciones ambientales en preceptos éticos abstractos. El problema, en
este caso, reside en el hecho de que la ética en que se resuelven las teorías
del ecologismo acrítico es simplemente postulada, sin que sea investigada su
relación con los presupuestos objetivos de la práctica social que pretende
realizar los valores que le dan forma. Buscaremos demostrar, a lo largo de las
próximas secciones, que los valores no son entidades meramente subjetivas, que
pueden ser enunciadas de modo arbitrario, de manera que el ecologismo acrítico
padece de un problema de origen.
Más detenidamente, el punto a sustentar es que los valores
son condiciones objetivas de la práctica social, cuyas condiciones de
realización pueden y deben ser investigadas. Por otro lado, procuramos defender
la concepción, inspirada en una relectura de la crítica social de Marx, de que,
en la sociedad capitalista, todos los valores, inclusive aquellos presupuestos
en la “ética ambiental” implicada por el ecologismo acrítico, tienen su
realización subordinada a una especie de ética objetiva: la ética del capital.
Eso hace que el problema teórico del ecologismo acrítico adquiera una expresión
práctica: el error teórico de postular valores se convierte en un problema de
realización de los valores porque los valores postulados se demuestran
incompatibles con los valores que caracterizan la sociedad del capital en el
plano ético-moral.
El argumento arriba esbozado es desarrollado en tres
secciones, además de la conclusión. La sección que sigue presenta una síntesis
bastante general de las principales ideas, normalmente asociadas a la noción de
desarrollo sustentable, que aquí reunimos bajo el término de ecologismo
acrítico. En la tercera sección del artículo, buscamos apoyo en Lukács para
demostrar que la ética, la moral y los juicios de valor, aunque involucren
nítidamente la subjetividad humana, poseen una raíz objetiva insuperable. En la
cuarta sección recurrimos a Marx, en una interpretación obviamente no
exhaustiva, para defender la noción de que la “dominación abstracta” de la
humanidad por el capital descripta en su principal obra contiene un momento
ético: la subordinación de los objetivos humanos al valor (tiempo de
trabajo).[1]
El
ecologismo acrítico y la hipervalorización de la subjetividad
La teoría social en general y su subconjunto que aborda las
cuestiones ambientales casi siempre recurren, como fundamento teórico y como
certificado de prestigio, a las teorías económicas. Si se trata de representar
aquello que denominamos “ecologismo acrítico” es, por lo tanto, en el
pensamento económico volcado a las cuestiones ambientales donde se encuentra el
material bruto. Es preciso reconocer, sin embargo, que en el interior de la Economía
hay un corte significativo en cuanto a la forma de entender las cuestiones
relacionadas a la degradación del medio ambiente. De un lado, hay una línea
ortodoxa, que atribuye a la ausencia de determinados incentivos de mercado la
causa de los principales problemas ambientales. La construcción teórica, en
este caso, se convierte en justificativo y sugestión de mecanismos (incentivos)
que faculten la extensión de la lógica del mercado a situaciones en las cuales
éste todavía opera claramente de modo eficiente. Siendo adoptados los
incentivos correctos, se cree, los individuos redireccionarían sus prácticas
dilapidadoras hacia un sentido sustentable.[2]
Aunque el abordaje arriba indicado predomine en el interior
de la ciencia económica, existe una corriente que procura tratar la temática
ambiental en términos alternativos. Esa línea se distingue por la defensa de la
producción y del consumo conscientes, basados en una nueva ética. En otros
términos, la resolución de la crisis ambiental estaría asentada sobre una
transformación ética generalizada, que estaría directamente enfocada hacia las
prácticas individuales. El análisis que realizaremos a lo largo de este
artículo se concentra en esa segunda vertiente, aunque las críticas aquí
realizadas puedan ser también extendidas de modo integral, con las debidas
mediaciones, a las formulaciones ortodoxas. Tal opción se justifica por el
hecho de que, en esa segunda versión del ecologismo acrítico, la ética
ambiental es formulada de modo abierto y consciente en lugar de ser simplemente
asumida, como en la vertiente ortodoxa.
Comencemos por la recomposición de los antecedentes del
ecologismo acrítico y del contexto que favoreció su desarrollo. En cuanto a los
antecedentes, podemos recurrir a la síntesis de Smith (1996), en la cual el
autor apunta que el cuestionamento del crecimiento económico como un fin en sí
mismo ya está presente en las formulaciones de pensadores como Sismondi,
Ruskin, Hobson y Tawney. El autor recurre, por ejemplo, a la noción de
bienestar orgánico de Hobson: un estado en el cual una serie de valores no
económicos (artísticos, religiosos etc.) son tenidos en cuenta en la actividad
económica. En la opinión de Smith, este estado debería ser anhelado como el fin
de la producción, en oposición al objetivo, ilimitado a priori, de expansión de
la producción procurando el lucro (Ibid: 203-204). El autor recurre a Sismondi,
haciendo uso del conocido cuento de Gandalin (el aprendiz de hechicero), para
destacar la posibilidad de que la utilización intensiva de una maquinaria cada
vez más eficiente en el proceso productivo termine por inundar el medio
ambiente con una producción incesante y, en buena medida, superflua. (Ibid:
189-190)
Para Smith, el impulso por la ampliación irrestricta de la
producción (y la degradación ambiental que la acompaña) está íntimamente
asociada a un determinado conjunto de valores sin conexión directa con lo que
serían las reales necesidades de los seres humanos. Por sustentar tales
valores, los individuos conducirían la producción social en un sentido
antiecológico, perdiendo la oportunidad de economizar recursos al utilizar los
avances tecnológicos de forma dilapidadora. Small e Jolland (2006) retoman esa
idea al presentar dos mitos griegos para tipificar de qué manera el desarrollo
económico, tomado como un fin en sí mismo, puede crear problemas ambientales
irreversibles.
Con el mito de Prometeo, los autores procuran representar el
dominio de la humanidad sobre la naturaleza, posibilitado por el progreso
tecnológico. Para representar los riesgos implicados en tal progreso, esto es,
la posibilidad de liberar males desconocidos y desencadenar una sucesión de
eventos con efectos inesperados y potencialmente adversos, los autores recurren
al mito de Pandora. El acesso a la dominación de la naturaleza por los seres
humanos tendría, en fin, un carácter dual de brindar mayor confort y
simultáneamente posibilitar la transformación de la naturaleza de forma
imprevisible y a veces hasta irreversible. (Ibid: 348-349)
Como nos muestra Smith, la preocupación en torno de la
interacción establecida entre sociedad y naturaleza ya se hace presente en
formulaciones económicas del siglo XIX y del inicio del siglo XX. El
tratamiento sistemático de esas ideas ocurre, no obstante, a partir de la
década de 1970. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente Humano,
realizada en Estocolmo en 1972, es normalmente reconocida como el primer
momento en que las cuestiones ambientales entran efectivamente en la agenda
internacional (Sachs, 2002: 48). Sin embargo, el principal marco para el
reconocimiento formal de la urgencia en alcanzar una sociedad ambientalmente
sustentable es la publicación, en 1987, del relatorio intitulado Nuestro Futuro
Común (CMMAD, 1991), posteriormente reforzado por el encuentro de la cumbre de
Río de Janeiro de 1992.
Desde entonces, un amplio conjunto de propuestas conquistó
espacio, amparadas por el creciente entendimiento científico de los impactos
humanos sobre el deterioro de las condiciones de la vida en la Tierra. Eso se manifiesta
en la expansión del número de proyectos inspirados en una (alegada)
responsabilidad ambiental y en una tendencia de alteración de hábitos de los
consumidores y hasta de algunos nichos del sector productivo. Podemos situar en
el así llamado tercer sector algunos de los ejemplos más representativos de la
esperanza que es depositada en la modificación de hábitos individuales.
En el documento intitulado How to Save the Climate (Greenpeace, 2007), por ejemplo,
encontramos una extensa lista de pequeñas modificaciones a ser realizadas en lo
cotidiano para revertir el proceso de calentamiento global. Las consignas son:
“¡Esté mejor informado!”, “¡Comience por usted mismo!”, “¡Intente convencer a
otras personas de hacer lo mismo!” (Ibid.: 10). Eso no difiere mucho de la
campaña ambientalista reciente de Al Gore. Según el ex vicepresidente
norteamericano, ante la crisis ambiental,
“(...) es fácil
sentirse masacrado e impotente, sin confianza en que los esfuerzos individuales
puedan realmente tener un impacto. Mas precisamos resistir a esa reacción, pues
esta crisis sólo va a tener fin si nosotros, como individuos, asumimos la
responsabilidad por ese problema. Procurando informarnos e informar a los
otros, haciendo nuestra parte para minimizar el consumo y el desperdicio de
recursos, volviéndonos más activos políticamente y exigiendo cambios –entre
muchas otras maneras–, cada uno de nosotros puede hacer la diferencia.”
(Gore, 2006: 317)
También podemos encontrar el ideal de la sustentabilidad en
diversas propuestas de políticas públicas que buscan la adopción de modelos
económicos y sociales amparados en una ética de la sustentabilidad. En Canadá
surgió una de las primeras propuestas de modelo de desarrollo con restricciones
al crecimiento económico e incentivos al uso más eficiente de los recursos
naturales disponibles.[3] El gobierno holandés, a su turno, propuso el primer
plan nacional de orientación del desarrollo hacia la obtención de mejoras
cualitativas en la cuestión ecológica.[4] El plan holandés prevé una división
considerada más eficiente de costos privados y sociales de la actividad
económica (inclusive en un sentido intergeneracional), supuestamente
penalizando las prácticas contaminantes y desalentando de varias formas el uso
no sustentable de los recursos naturales. De manera todavía más amplia, está el
reconocimiento de la ONU sobre la importancia de directrices sustentables
(cuidado de todas las formas de vida, por ejemplo), registradas en la propuesta
conocida como Earth Charter.
La Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y Desarrollo
(CMMAD, 1991) considera que el desarrollo sustentable debe ser un proceso capaz
de armonizar crecimiento económico, inversiones, avance tecnológico, etcétera,
con la explotación de los recursos y del medio ambiente en general. En este
mismo sentido, Sachs (1986; 2002: 52) afirma, basado en un criterio de equidad,
la imposibilidad de suspender el crecimiento económico, que “[…] debería ser
socialmente receptivo e implementado por métodos favorables al medio ambiente,
en vez de favorecer la incorporación depredatoria del capital hacia la
naturaleza [sic.] al PIB”. Daly (2007), a su vez, alerta que el crecimiento
económico presupone el empleo de recursos naturales, que sólo debería ocurrir
si su utilización fuese mantenida al menos constante o en un ritmo que
permitiese su renovación. Un crecimiento de esta naturaleza sería posibilitado
por la creciente eficiencia tecnológica aliada a una reorientación moral en el
sentido de producir y consumir sólo mediante metas cualitativas definidas
(Ibid: 57-59; Daly & Townsend, 1996: 155-157)
De acuerdo con Schumacher (1996a; 1996b), un nivel reducido
de consumo para la atención de las necesidades básicas parece ser uno de los
objetivos cuya realización todavía es distante del tiempo actual, en que la
lógica de lo excesivo tiende a comandar todos los aspectos de nuestras vidas.
Transformar los valores asociados al consumo es, para él, condición sine qua
non para una sociedad sustentable. El autor recurre al budismo y al
cristianismo (o al menos, a su entendimiento de esas concepciones teológicas)
para generar su concepto de consumo consciente, basado en la simplicidad y en
el freno del “deseo por más”. Desde el punto de vista ético, eso implica una
redefinición – tomando como base la formulación utilitarista– de la noción de
bienestar como una condición alcanzada con el mínimo de consumo, no con el
máximo. Tal revisión de valores (ética) y comportamientos (moral) y las consecuentes
modificaciones en el consumo generarían modelos sustentables de uso de los
recursos naturales, supuestamente invirtiendo las tendencias actuales a la
degradación completa.
Como se puede percibir, las propuestas analizadas se resumen
en la defensa del control consciente de la producción, de la utilización de los
recursos y del consumo privado (en este caso, el control sería individual). Es
bien cierto, por un lado, que esas propuestas cumplen un papel importante al
exponer los modelos actuales de producción, consumo, polución y degradación
ambiental. Por otro, es nítido el entendimiento general de que la reversión de
esas tendencias ocurriría por medio de la transformación ética (y de la moral).
La defensa de una nueva ética, por consiguiente, se basa en la creencia de que
la producción, aunque sometida a la lógica capitalista, sería subordinada a los
designios de una conciencia radicalmente renovada, ecológicamente responsable,
comprometida con la sustentabilidad ambiental. El eslogan que sintetiza esta
línea de razonamiento, en fin, es el siguiente: si frenamos nuestro ímpetu
consumista y modificamos nuestros hábitos derrochadores, todo el resto se
ajusta automáticamente.
No parece absurdo sugerir, a partir de la síntesis expuesta
arriba, que las concepciones del ecologismo acrítico abren una grieta que
fracciona radicalmente la existencia social entre la subjetividad, de un lado,
y las condiciones objetivas, de otro. Por ejemplo, jamás se cuestiona la
relación entre los valores antiecológicos y la conciencia dilapidadora y las
necesidades de la reproducción social. Además, la ética es encuadrada en el
campo subjetivo, como una idea formada de modo libre e irrestricto en la
conciencia de los individuos. Se trata, en este caso, de un doble equívoco: el
de apartar enteramente la objetividad y la subjetividad y el de considerar la
ética como algo exclusivamente subjetivo. Infelizmente, el espacio limitado del
texto sólo nos faculta a realizar la crítica de esta última concepción.
Lukács y los
fundamentos de la defensa de la ética materialista
Volvamos ahora a la forma como Lukács defiende el carácter
ontológico de los valores como la base de la construcción de su ética
materialista.[5] El punto de partida de ese argumento es la demostración de que
los valores son momentos que no se pueden eliminar de las prácticas humanas.
Para eso, el autor examina detenidamente la forma de práctica humana
originaria, que sedimenta (como “modelo” ontológico) todas las modalidades de
la acción humana: el trabajo.[6] Siguiendo la conocida descripción (marxiana)
del trabajo, Lukács (2004: 60) observa que el trabajo se distingue como forma
de práctica típicamente humana por constituirse en esencia de la objetivación
de una finalidad previamente definida, i.e. de la materialización de una idea.
En una acepción abstracta, independiente de cualquier forma histórica concreta,
se puede describir el trabajo como la práctica que procura objetivar un
valor-de-uso o simplemente un valor asociado a la satisfacción de las necesidades
materiales de los seres humanos. Valor-de-uso puede ser dicho valor en el
sentido general de finalidad, propósito, carencia perseguida por la práctica
humana, y no en el sentido específico de tiempo de trabajo socialmente
necesario, que es determinación específica de la producción capitalista.
Lukács reconoce incluso, como Marx, que, una vez puesta la
finalidad que conduce el trabajo (i.e., el valor-de-uso a ser producido), es
preciso que el proceso de trabajo sea compatible con su objetivación. (Ibid:
90) Desde el punto de vista ético, eso significa que el nexo entre el valor y
el deber-ser (la práctica que debe-ser compatible con la realización del valor)
ya se presenta como momento indispensable del trabajo, incluso en sus formas
más primitivas. También este aspecto, o sea, el hecho de contener una ética
(valor) y una moral (deber-ser), distingue la práctica humana del trabajo (y la
práctica humana en general) de las actividades análogas de los animales. En la
naturaleza, como dice Lukács, hay emergencias y satisfacciones, pero no
valores. (Lukács, 1979: 86; 2004: 143)
El trabajo, en suma, ya presupone en su interior,
inicialmente como momentos subordinados, el campo de la ética y de la moral, el
valor y el deber-ser. El hecho de que el valor y el deber-ser sean presupuestos
del trabajo está directamente ligado al carácter teleológico, intencional de la
actividad humana. Para ser más claro: es porque el trabajo es una actividad
destinada a realizar una finalidad previamente definida que no sólo esa finalidad
emerge como guía directriz de todo el proceso de objetivación (como ética),
sino también como la base del comportamiento de quien trabaja (como moral) y
como criterio para juzgar la adecuación de la práctica (juicio de valor). En
los términos de Lukács: “toda praxis, incluso la más inmediata y la más
cotidiana, contiene en sí esa referencia al acto de juzgar, a la conciencia,
etcétera, visto que es siempre un acto teleológico, en el cual la posición de
la finalidad precede, objetiva y cronológicamente, la realización”. (Lukács,
1979: 52)
Es preciso, en este punto, introducir una categoría
fundamental en la inspección lukácsiana de la praxis humana: la alternativa. El
trabajo (en verdad, el obrar humano), además de ser caracterizado como
realización de una finalidad preconcebida, debe ser comprendido como elección
entre alternativas concretas. En todo acto humano no sólo una finalidad (valor)
sino un curso de acción (deber-ser) y todos los otros medios necesarios para
realizarla objetivamente en un mundo en sí insensible en relación a los
designios humanos son elegidos, y otros negados. (Lukács, 2004: 88-89)
Reconocer ese carácter de elección entre alternativas nos permite revelar,
finalmente, el fundamento objetivo de los valores y partir de ellos, de los deberes-ser
y juicios de valor.[7]
Abstrayendo de todas las importantes cuestiones relacionadas
a la formación de la subjetividad necesaria para desarrollar esa práctica que
elige alternativas, se puede percibir que la propia elección depende del hecho
de que el mundo contenga en su configuración objetiva posibilidades todavía no
explicitadas y que jamás se explicitarían a no ser por la realización exitosa de
la práctica humana. Eso significa que aquello que es afirmado o negado como
valor en el interior de una práctica específica es la explicitación o la
negación de una posibilidad del mundo reconocida por la subjetividad humana y
objetivada a través de la propria praxis. La conclusión es que el fundamento
objetivo de los valores es la labilidad [fragilidad, inestabilidad, gc] propia
de la existencia tanto natural como social. (Ibid: 88-90)
Por otro lado, si la realización exitosa de la práctica
depende no sólo de la elección de los medios adecuados sino también de la
correcta ejecución (de la conducta adecuada), podemos reconocer que la elección
entre alternativas también envuelve el curso de acción en el trabajo, el
proceso de trabajo. Por consiguiente, es imprescindible que, en su práctica,
los sujetos reconozcan y elijan los cursos de acción que se ajustan a la
realización de la finalidad puesta al inicio idealmente. Con el desarrollo de
la praxis humana, las formas de conducta adecuadas se cristalizan como
deberes-ser sociales y, en esta configuración, como la base de los juicios de
las prácticas individuales y sociales. Es exactamente con ese razonamiento que
Lukács desarrolla la demostración del carácter objetivo de los valores en la
demostración del carácter objetivo del deber-ser y de los juicios de valor.
(Ibid: 98-99)
Además, en su análisis del trabajo, Lukács, como Marx,
señala que el desarrollo de la praxis involucra la explicitación de las
“potencias adormecidas” en la naturaleza humana. Ese reconocimento de la
capacidad del ser humano de desarrollar (por el condicionamiento, por la
educación, por el entrenamiento) habilidades contenidas en la corporalidad y en
la subjetividad humanas que inicialmente eran sólo posibilidades tiene
importancia fundamental no sólo para la ética, sino para la propia concepción
marxiana del ser humano.
El ser humano se distingue de todas las formas de vida por
reconocer de algún modo la labilidad presente en su propia constitución
biológica y desarrollarla por la práctica, por el accionar teleológico. El
momento originario de ese desarrollo es precisamente el trabajo y es por eso
que el análisis de esta modalidad de praxis se revela tan fecunda para el
entendimento de la especificidad del ser social. En las palabras de Lukács:
“(...) el trabajo es
antes que nada, en términos genéticos, el punto de partida de la humanización
del hombre, del refinamiento de sus facultades, proceso del cual no se debe
olvidar el dominio sobre sí mismo. Además, el trabajo se presenta, por un largo
tiempo, como el único ámbito de ese desarrollo; todas las demás formas de
actividad del hombre, ligadas a los diversos valores, sólo se pueden presentar
como autónomas después de que el trabajo alcanza un nivel relativamente
elevado.” (Lukács, 1979: 87)
No se puede jamás olvidar que el trabajo es tomado aquí
“simplemente” como modelo ontológico de las diferentes modalidades de práctica
social. Las prácticas humanas (inclusive la producción intelectual) son siempre
actividades con condiciones materiales antecedentes, con condiciones causales,
algunas de las cuales son extraídas directamente de la naturaleza, otras ya
creadas por la actividad humana. Lo que hacen los seres humanos, en su
práctica, es reconocer en esas condiciones materiales la posibilidad de dar
origen a algo que de ellas no surgiría en la ausencia de la propia práctica: el
resultado previamente proyectado del obrar, el valor que motiva y condiciona
todo el proceso de realización (en el caso del trabajo, el producto). Al
transformar causalidades insensibles a las finalidades humanas en causalidades
“puestas” por su práctica, los seres humanos crean en el mundo nuevas formas
materiales. Al así hacerlo, más allá de transformar la propia naturaleza, como
nos indicó Marx en su análisis del trabajo, los seres humanos abren espacio
para nuevas creaciones, para la posición de nuevas finalidades.
En suma, en su práctica, los seres humanos amplían las
condiciones objetivas y subjetivas para el reconocimiento y la posición de
nuevas finalidades, propósitos, carencias. Eso quiere decir, literalmente, que
modifican el campo de los valores y, por su intermedio, de los deberes-ser y de
los juicios de valor. A cada etapa del desarrollo social, por lo tanto,
corresponde no sólo un conjunto de valores, una ética, sino una moral y una
forma de subjetividad (que tal vez nosotros podamos llamar ideología). Para
conocer la ética y la moral de una determinada época, se deben descubrir los
condicionantes de la práctica humana determinados por el grado de desarrollo
social. Es la aplicación de ese razonamiento a la teoria del valor de Marx que
nos permite, con base en las indicaciones de Lukács, desarrollarlo directamente
en una formulación (crítica) de la ética idealista presupuesta en el ecologismo
“acrítico”.
Antes de seguir adelante, es importante observar que, si el
argumento de Lukács captura correctamente la relación entre la ética, la
práctica social y las estructuras causales que constituyen el mundo, entonces
los valores del ecologismo acrítico también poseen un fundamento objetivo. Como
valores legítimos de la convivencia social contemporánea, expresan en el plano
de la conciencia moral la tragedia social que acompaña contradictoriamente las
conquistas de los seres humanos sobre la naturaleza en la sociedad del capital.
La cuestión, por lo tanto, no es si esos valores son o no objetivos – cuestión
que respondemos afirmativamente–. La cuestión es si la objetividad de esos
valores está o no fundada en una contradicción objetiva que torna inviable su
realización en la época actual.
Marx y la
ética del capital: una brevísima relectura
Para extraer del análisis de la sociedad del capital
elaborado por Marx una concepción respecto de la ética, o por lo menos de la
ética de esta sociedad, es preciso partir de la categoría del valor. En este
caso, es preciso destacar que el hecho de que una misma categoría, valor,
denote simultáneamente el tiempo de trabajo socialmente necesario para la
producción de una mercadería y el conjunto de objetivos (propósitos, carencias,
proyectos) que mueve la práctica humana en general está lejos de ser pura y
simple coincidencia. Al contrario, entre los autores que reconocieron el
trabajo como fundamento del valor (en el sentido “económico” del término), Marx
fue aquél que estableció de manera más articulada (aunque no explícita) las
implicaciones para la ética.
Es importante retomar, en este particular, la línea central
del argumento desarrollado por el autor ya en los primeros capítulos de El
capital.[8] Todos saben que, para Marx, valor y trabajo (social medio) es la
actividad social cristalizada como propiedad de las mercaderías. Esa
peculiaridad del trabajo humano de presentarse como propiedad de las cosas
producidas, o de los productos ser la “sublime objetivación del valor” (Marx,
1998: 74), es destacada por el autor como una determinación que por sí misma
caracteriza la forma de trabajo históricamente específica que corresponde a la
sociedad comandada por el capital. Para demostrarlo, Marx examina los
presupuestos históricos de la emergencia de esa forma misteriosa de
objetivación del trabajo humano.
El punto de partida del argumento es el reconocimiento de
que, en los actos de cambio, los sujetos comparan, por alguna medida común a
todos los productos, las cosas que tienen. Para que esa comparación entre
productos pueda ser realizada con regularidad, es indispensable que los
individuos sean propietarios privados de las cosas comparadas. Es preciso, por
lo tanto, que la propiedad privada sea la forma de propiedad dominante. Por
otro lado, si la mayor parte del producto social es producida como objeto de
satisfacción de necesidades externas es porque el cambio ya se tornó la forma
de distribución de los productos dominante. Eso presupone, a su vez, que la
división social del trabajo sea compleja y los productores especializados.
Si las cosas son producidas para el cambio y si el cambio
exige una igualación entre las cosas producidas con base en alguna propiedad
común (al menos) a la mayor parte del producto social, entonces es razonable
considerar que el trabajo, considerado abstractamente (como tiempo), figure
exactamente como medida de esta comparación. A fin de cuentas, las cosas
cambiadas son cualitativamente distintas y, dejando de lado su carácter
cualitativo diverso, sólo resta la propiedad común de ser resultado del
dispendio de energía humana en los actos de trabajo. Es exactamente por eso que
el tiempo de trabajo figura como valor de las mercaderías.
Es crucial subrayar, finalmente, que si el propio trabajo,
al figurar como propiedad (valor) de las mercaderías, media la articulación
entre los sujetos en el mercado, entonces se puede afirmar que el trabajo pasa
a funcionar como una finalidad de las prácticas humanas: tener más valor, tener
más trabajo (o sus representantes, como el dinero o los títulos) significa
tener capacidad de absorber una parcela mayor de la riqueza social, significa
estar más rico.
Con la elaboración teórica que acabamos de resumir, Marx
consigue demostrar que, en esta sociedad, el trabajo figura como finalidad de
las prácticas económicas de los seres humanos. Además, Marx consigue demostrar
que esa propiedad de la producción capitalista distingue no sólo la propia
producción, sino también al capitalismo de las sociedades que lo antecedieron.
En todas las otras formas sociales, a no ser en circunstancias limitadas y
episódicas, el trabajo es, ante todo, la actividad mediante la cual los seres
humanos crean, en niveles históricamente diferenciados, sus condiciones
materiales de existencia. Se trata, entonces, de medio para la realización de
valores, y no de finalidad, valor en sí.
Naturalmente, el trabajo preserva, en la sociedad
capitalista, su condición de medio de satisfacción de finalidades humanas, mas
asume prioritariamente la condición de fin, de valor. Es ése el sentido de la
reinterpretación de la teoría del valor de Marx que sugerimos libremente a
partir de Lukács: la teoría del valor de Marx nos revela que, en determinadas
condiciones históricas, el trabajo, que es medio para la satisfacción de
necesidades, emerge como fin, como valor. Además, el trabajo es “el valor”, en
singular y sin calificativos, dejando claro que se trata de una finalidad
humana que se eleva por sobre todos los demás valores que mueven la práctica
humana, subordinándolos.
En el capitalismo, para reforzar, el valor (valor = tiempo
de trabajo) subordina todos los otros propósitos humanos, subordina todos los
otros valores, estéticos, afectivos, religiosos etcétera y las formas de
práctica correspondientes, tornando la realización de estos valores por estas
prácticas una determinación secundaria de la existencia humana, como quiera que
ellas sean juzgadas subjetivamente. Secundaria porque, entre todas las
finalidades que deben ser satisfechas por la práctica de cada uno de los
sujetos que vive en esta sociedad, la única efectivamente ineludible para todos
es la apropiación de riqueza bajo la forma de valor.
La categoría capital, tal como es concebida por Marx,
captura con precisión esa subordinación de los valores y de las prácticas
humanas al valor. El autor nos presenta el capital inicialmente como el valor
que, en su movimiento, busca la valorización (i.e., la auto expansión). Si, en
esta misma frase, cambiamos la palabra valor por su contenido efectivo,
trabajo, llegamos a una expresión de la categoría capital que evidencia, en sus
términos, la dinámica auto centrada del trabajo en la formación social
capitalista: capital = valor que, en su movimiento, busca la expansión; o sea,
capital = trabajo que, en su dinámica, busca la expansión.
Es el carácter auto centrado de la dinámica del trabajo que
caracteriza la forma de subordinación correspondiente a la sociedad
capitalista.[9] El trabajo de esta sociedad tiene una configuración
estructural, surgida espontáneamente de las ruinas de la sociedad feudal, de la
cual emana un movimiento dinámico en el sentido de su propia expansión. Una vez
que esa dinámica auto centrada del trabajo –el “sujeto automático”
[automatisches Subjekt] del que hablaba Marx (1998: 184)– es movida, como todo
lo que ocurre en la sociedad, por la práctica de individuos concretos, es
preciso que todos los presupuestos de esa práctica estén en conformidad con su
reproducción (la reproducción de la dinámica).
Entre esos presupuestos se encuentran no sólo las
condiciones materiales de las prácticas humanas (las causas materiales
aristotélicas) y el conocimiento necesario para conciliar medios y fines, sino
los propios fines, los valores previamente concebidos en torno de los cuales
gira la práctica humana. Al convertírse en la principal finalidad de las
prácticas humanas, el trabajo crea las condiciones subjetivas para que la
dinámica auto centrada del trabajo se mueva por la acción de los individuos. Se
forma, así, la ética compatible con la dinámica incontrolable del trabajo en
expansión. Es exactamente eso lo que Marx quiso decir en su análisis del
fetichismo de la mercancía. El trabajo, aunque sea producto de nuestras
prácticas, adquiere una dinámica propia, extrañada, que nos coacciona, nos
subordina. Es sobre esa dinámica que se levanta la formación social en la que
vivimos, “una formación social en la que el proceso de producción domina al
hombre, y no el hombre al proceso de producción”. (Ibid: 103)
Podemos, finalmente, concluir que, para Marx, la sociedad
del capital es, en verdad, la sociedad del trabajo extrañado (capital) y de su
ética. Como en toda ética, la ética del capital se desdobla en una moral, en un
conjunto de deberes ser. Como siempre, el deber ser correspondiente depende de
la condición particular en que se encuentran los individuos concretamente
existentes. En caso de la sociedad capitalista, la condición de clase, por ser
determinante directa de la condición económica particular de los individuos, se
torna el elemento fundamental en la determinación del deber ser correspondiente
a la realización del valor. Para la clase trabajadora, la realización del valor
exige el comportamiento adecuado al aprovechamiento por el capital (o sea, el
enfrentamiento de la competencia entre los trabajadores en el mercado de
trabajo). Para la clase capitalista, se exige el comportamiento adecuado para
la reproducción ampliada (competencia entre capitales).[10]
Es importante dejar claro que los valores y las prácticas de
los sujetos de las dos clases son subordinados al capital (al valor), aunque
las condiciones de subordinación sean distintas y, en general, obviamente más
favorables para la clase capitalista. Sean cuales fueren las condiciones de
subordinación, no obstante, el hecho es que a nadie, en esta forma de sociedad
–sean trabajadores, ocupados o no; capitalistas; rentistas; ricos y pobres– le
es dado el derecho o la libertad de oponerse al movimiento dinámico del
capital, so pena de la pérdida de la condición social y, en el límite, física.
Para Marx, librarse de esa subordinación exige librarse del capital. O sea,
librarse del valor. O sea, librarse del trabajo bajo la forma capitalista (y no
de la forma de trabajo capitalista). Y con él, de la ética del trabajo que subordina
el comportamiento de los sujetos (todos los valores, de todos los sujetos) en
la sociedad en que vivimos.
Conclusión
Si nuestra interpretación de Marx es válida y, de hecho, la
sociedad capitalista supone la subordinación de la ética (y de la moral) al
valor (trabajo), entonces los valores que constituyen la ética implícita al
ecologismo acrítico no pueden escapar a esa subordinación. Considerando que las
teorías que dan forma al ecologismo acrítico reciben el calificativo “acrítico”
justamente porque ni siquiera mencionan la posibilidad de superación histórica
de la sociedad capitalista – siendo, por lo tanto, que la sociedad del valor es
admitida a priori–, entonces la posibilidad de realización objetiva de la así
llamada ética ambiental es determinada por su relación con la realización del
valor. Si esa “ética ambiental” contiene prácticas que impiden o contradicen la
reproducción ampliada del valor, ella es, a no ser en ámbitos restrictos y
limitados, insustentable, para emplear la jerga del ambiente.
Demostrar esa condición de insustentable requiere una
investigación rigurosa y extensa de las condiciones de realización de los
valores que dan forma a los anhelos (auténticos o forjados) de transformación
radical de la relación entre los seres humanos y el ambiente. En nuestro
artículo no asumimos esa demostración como objetivo, ni podríamos haberlo
hecho. Al contrario, procuramos aquí invertir la lógica del raciocinio crítico
y demostrar que, en verdad, el ecologismo acrítico parte de un presupuesto que
sustenta todo el edifício teórico (y confiere legitimidad a las prácticas
correspondientes): que la realización de los valores de la “ética ambiental” es
compatible con la realización del valor que subordina la ética y la moral en la
sociedad del capital. No es absurdo imaginar que la objetivación de la “ética
ambiental” exija una brutal y costosa transformación de la producción, del
consumo, de la estructura urbana, de las viviendas, del sistema de transportes,
de todos los contornos de la vida social, en fin. Si es así, parece claro que
el peso de la prueba cabe a los que, explícita o veladamente, postulan la
compatibilidad entre ese extenso conjunto de prácticas y la preservación de la
categoría que, no casualmente, distingue la forma social en que vivimos: el
capital
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Notas
[1] “Dominación abstracta” es la expresión empleada por
Postone (1993: 3) para describir la forma de dominación que caracteriza a la
sociedad del capital.
[2] Esa primera versión del ecologismo tiene como
principales articuladores a Hotelling (1949), Coase (1960), Solow (1976),
Pearce y Turner (1990), Costanza et al. (1997), Stern (2007), entre otros.
[3] Ontario
Round Table on Environment and Economy Models Principles (Edwards, 2005).
[4] The
Netherlands National Environmental Policy Plan (Edwards, 2005).
[5] Una formulación alternativa a Lukács en la defensa de la
naturaleza simultáneamente objetiva y subjetiva de las categorías que forman la
ética puede ser encontrada en Vázquez (2007). Nos parece, no obstante, que el
análisis de Lukács tiene mayor rigor y precisión teórica. Entre los trabajos
más conocidos que procuran difundir el análisis de Lukács de la ética, creemos
que Lessa (2002) ofreció una interpretación bastante problemática, por haber
atribuido al trabajo una condición jerárquicamente superior en el complejo de
la práctica humana. Ya en Infranca (2005), la categoría del trabajo es
correctamente percibida “tan solo” como el modelo ontológico de la praxis
humana. El análisis de la relación del trabajo con la ética (Ibid: 126pp.),
aunque igualmente acertada, se sitúa en un nivel de abstracción bien diferente
del que adoptamos en este artículo, y semejante a aquél adoptado por Tertulian
(1999). Vale señalar que Infranca también enfatiza el carácter simultáneamente
subjetivo y objetivo de la ética (Ibid: 128). Una síntesis del argumento de
Lukács más próxima de la que presentamos en este artículo se encuentra en
Duayer & Medeiros (2007).
[6] La descripción de Lukács de la praxis humana a partir
del trabajo es muy semejante al modelo transformacional del obrar humano
propuesto por Bhaskar (1998: 33-37). En ambos casos, el análisis pretende
revelar propiedades de la práctica humana en general a partir del trabajo y no
sustentar la superioridad del trabajo como forma de praxis. Cf.: Lukács (2004:
103-104).
[7] Una buena síntesis de este argumento puede ser
encontrado en Barroco (2008: 25).
[8] El argumento de los próximos párrafos es una síntesis de
la síntesis del raciocinio de los cuatro primeros capítulos de El capitalpresentada
en Duayer & Medeiros (2008). Aquel texto, y ahora la síntesis de él, está
inspirado en la instigante relectura de la obra propuesta por Moishe Postone
(1993). En lo que dice respecto de la síntesis de los argumentos de Marx
(1998), presentada en esta sección, optamos por evitar referencias a pasajes
puntuales. Como se trata de un texto muy conocido, consideramos que la simple
identificación de los capítulos de El capital (los cuatro primeros) es
suficiente.
[9] Diversos autores destacaron en la lectura de Marx ese
momento del argumento como el elemento central de su análisis crítico de la
sociedad burguesa. Entre ellos, podemos destacar: Kurz (1992), Postone (1993) y
Mészáros (2002).
[10] En el interior de cada clase, condiciones particulares
de ocupación, de calificación, condiciones físicas e incluso genéticas dan
contorno final al tipo de comportamiento adecuado (útil, eficiente, bueno etc.)
al aprovechamiento por el sujeto automático.