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Karl Marx ✆ Xavier Lorman
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► La buena gente nos preocupa. Parece que no pueden
realizar nada solos, proponen soluciones que exigen aún tareas. En momentos
difíciles de barcos naufragando, de pronto descubrimos fija en nosotros su
mirada inmensa. Aunque tal como somos no les gustamos, están de acuerdo, sin
embargo, con nosotros.” | Bertolt
Brecht, Canción de la Buena Gente
Mario
Espinoza Pino | Si tuviésemos que periodizar la
evolución del marxismo en el siglo XX, una de las fechas obligadas de nuestro
itinerario sería 1956, año del 20º Congreso del PCUS. Dicho congreso, punto de
partida del proceso de desestalinización del Bloque Comunista, abriría una
profunda brecha ideológica e intelectual en el horizonte del marxismo
internacional, que durante más de veinte años se había organizado en torno al
“canon teórico” del Diamat. La denuncia del “Culto a la Personalidad” por parte
del nuevo presidente de la URSS, Nikita Khruschev, haría públicos los rasgos
más atroces de la era estalinista, caracterizada por una política de terror y
represión colectiva: deportaciones masivas, purgas obreras, depuraciones en los
órganos del partido, censura, campos de trabajo forzado para los disidentes
(GULAG), etc. Aunque estos hechos marcarán de forma irreversible el futuro de
la tradición marxista mundial, 1956 sería escenario de otros dos
acontecimientos históricos que acelerarían la fractura de la dogmática
estalinista: las Revoluciones húngara y polaca.
1. Más allá
del deshielo y la crisis del marxismo: España, hacia la invención de una
tercera vía
El 23 de Octubre el pueblo húngaro se levantó contra la
policía soviética y el gobierno de la República Popular de Hungría, tratando de
provocar un cambio político y social en el país. Entre otras demandas, los
revolucionarios buscaban la salida del país del pacto de Varsovia y la
convocatoria de elecciones democráticas. Aunque al principio la URSS dio
muestras de estar dispuesta a negociar con el gobierno insurrecto, el 4 de
Noviembre las tropas soviéticas invadirían la República húngara, forzándola a
capitular el día 10 del mismo mes. El Octubre polaco, sin embargo, y pese a lo
tenso de las negociaciones entre Polonia y la URSS, tuvo un desenlace de
carácter diplomático. El pueblo polaco se levantó contra el dominio soviético y
unas condiciones de vida cada vez peores, canalizando el descontento a través
de un fuerte sentimiento nacionalista. La insurrección comenzó en Junio con la
Revuelta de los trabajadores de Poznán, y alcanzó su punto álgido entre Octubre
y Noviembre. El desenlace de las conversaciones diplomáticas elevaría al poder
nuevo líder del Partido Obrero Unificado Polaco, el reformista Wladyslaw
Gomulka, que había dejado claro a la URSS que Polonia no abandonaría la órbita
soviética, sino que buscaría su propia vía dentro del bloque comunista. No
obstante, su inicial tendencia aperturista se revelaría muy pronto como un
gesto superficial, un gesto que revelaba el profundo acuerdo del nuevo gobierno
con las tradicionales políticas del PCUS. El proceso de democratización de
Polonia sería más aparente que real, y el malestar económico y político
(también la represión) se incrementarían hasta el final del mandato de Gomulka
en diciembre de 1970.
Con la lectura del “informe secreto” y la denuncia del
stalinismo, Khruschev parecía querer iniciar una nueva etapa dentro del bloque
comunista, una fase de apertura y ampliación de las libertades civiles. Pero la
represión de la revolución húngara y las condiciones de la negociación con
Polonia mostraron que la política real de la URSS –lejos de cualquier avance
democrático– seguía estando fundada en su poder militar y su capacidad
represiva. Estos acontecimientos hicieron crecer el descontento en la comunidad
marxista europea, para la cual las políticas del deshielo terminarían siendo un
mero lavado de cara ideológico del régimen soviético, pero nunca una verdadera
toma de posición en favor de la democratización y la refundación del comunismo.
En consecuencia, muchos militantes e intelectuales occidentales rompieron con
sus respectivos partidos nacionales, poniendo en cuestión la ortodoxia teórica
soviética y la “nueva política” del PCUS. A partir de aquel momento surgirían o
gozarían de mayor publicidad varias corrientes marxistas disidentes, las cuales
podemos aglutinar bajo el rótulo integrador de marxismos críticos: el grupo
húngaro Praxis o, de un modo más general, la línea del humanismo marxista, el
marxismo estructural de L. Althusser en Francia, el marxismo científico de
Della Volpe y L. Colletti en Italia, el nuevo marxismo de los creadores de la New Left Review en Inglaterra, la diáspora
trotskista (R. Rosdolsky en USA, E. Mandel entre Francia, Alemania y USA), el Operaismo italiano en la década de los
70, etc. Si bien no todos los intelectuales de estas corrientes rompieron sus
lazos con las organizaciones comunistas, todos ellos pensaron en contra de la
ortodoxia filosófica y política de la URSS. Cada una de estas tradiciones
articuló sus críticas desde un legado cultural e histórico diferente, adoptando
posiciones teórico-políticas de signo a veces radicalmente opuesto.
En España –que se hallaba bajo el yugo del general Franco–
el eco de las rupturas y debates mencionados tuvo lugar en las asociaciones
comunistas antifranquistas, organizadas en la clandestinidad del régimen
fascista. La figura que marca la recepción crítica del marxismo en España
durante el deshielo es, sin duda, la
de Manuel Sacristán, militante del PCE y el PSUC desde 1956. Dotado de una
elevada formación filosófica y buen conocedor del idioma alemán, Sacristán
pronto se convertiría en uno de los intelectuales más importantes de la
izquierda española. Su incansable labor crítica y editorial consiguió impulsar
una sólida infraestructura cultural marxista, en torno a la cual se iría
fraguando toda una tradición de pensadores y militantes. Una tradición que pudo
tomar cuerpo, entre otras cosas, gracias a que Sacristán no se limitó a
“importar” pasivamente el pensamiento de la tradición marxista, ni siquiera a
“adaptarlo” a las condiciones del país: heredero de una formación filosófica
que podríamos calificar de “anómala”, el filósofo español labró una apuesta
teórica de carácter personal –un verdadero programa de trabajo– que influyó a toda
una generación de autores. Pero la “anomalía” de Sacristán no se cifraba sólo
en el orden intelectual, sino también en el carácter de su ethos como militante comunista, mucho más vinculado a la tradición
gramsciana del “intelectual orgánico” que al perfil del “teórico puro” de los
filósofos de la III Internacional.
El filósofo español supo conjugar dos líneas de pensamiento
muy diferentes, poco habituales en el marxismo de la época: la filosofía analítica
–centrada en la lógica, la gnoseología y el análisis formal– y el paradigma marxista
en toda su complejidad y amplitud. La interrelación de ambas corrientes contribuirá
a dar forma a una filosofía crítica singular, capaz de poner en tela de juicio
algunos de los tópicos intelectuales más habituales de la izquierda de la
época: por ejemplo, los conceptos de “ciencia” y “epistemología” utilizados
tanto por la escuela ortodoxa soviética como por los filósofos franceses e
italianos, que –salvando las distancias– tendían a fetichizar la teoría de Marx
en un aparato conceptual sumamente abstracto y poco operativo. Sin embargo,
Sacristán –que valoraba el programa teórico de Karl Marx y su potencia crítica–
tampoco terminaría por adherirse a las derivas humanistas que inspiraron gran parte
del marxismo posterior al deshielo. Ni humanismo ni “marxismo del teorema”. Su apuesta
pasaría por vincular la dimensión científica de Marx, sus aportaciones teóricas
en materia de economía política, con el quehacer crítico y político del
proyecto revolucionario comunista.
Uno de los textos que mejor expone la concepción
sacristaniana del marxismo es ¿A qué
“género literario” pertenece El Capital de Marx?, escrito durante 1968 y
publicado en 1996 en la revista Mientras
Tanto. Este breve escrito sintetiza la apuesta teórica del filósofo español
en su lectura de la obra Marx, una apuesta que romperá tanto con la tradición
del marxismo occidental como con la recepción de los escritos del pensador
alemán por parte de la filosofía académica. La tarea del texto es delimitar el
universo discursivo de El Capital,
labor que exige confrontar algunas de las interpretaciones filosóficas más
tradicionales de dicha obra. La reflexión sacristaniana insistirá en las
dificultades del pensamiento burgués para asumir la radicalidad de la crítica
de la economía política forjada en El
Capital, ya que sus singulares dimensiones epistémicas y políticas implican
–entre otras cosas– una revolución conceptual difícilmente asumible por la
intelectualidad académica burguesa. Los críticos de Marx – en este caso Joseph
Schumpeter y Benedetto Croce– trataban de analizar su obra desde un plano
“puramente teórico” y axiológicamente neutral, lo cual les llevaba
inmediatamente a rechazar la “heterogeneidad discursiva” de El Capital. La gran obra de Marx, tal y
como apuntaba Croce, no cumplía con el standard
de cientificidad de los tratados económicos al uso, sino que más bien era
una suerte de “suma de elementos” poco homogénea: un “conjunto de “cánones” o
métodos para la interpretación del pasado, más unos cuantos análisis y
proposiciones en forma propiamente teórica, más un impulso “profético” o
“elíptico” hacia otro tipo de sociedad...”2. Por lo tanto, y atendiendo al
estado de la teoría económica de la época –que había adquirido un alto grado de
formalización matemática–, El Capital
quedaba convertido en una obra anticuada y políticamente “viciada”. Yendo más
allá de la validez o corrección de la lectura croceana –una interpretación que
ha creado escuela en el ala liberal–, lo que su análisis revela es una enorme
dificultad para entender de manera integral la gran obra de Marx. Problema
compartido también, aunque en otro sentido, por la propia tradición marxista.
La cuestiones parecían plantearse del siguiente modo ¿Cuál de esos géneros
discursivos mencionados por Croce (teórico, interpretativo, político,
“profético”, etc.) era el dominante en El
Capital? ¿Cuál es el significado de tal variedad? ¿Y cómo se relaciona esta
obra con la práctica revolucionaria de Marx y su producción filosófica de
madurez?
La respuesta de Sacristán a estas cuestiones pasará por
mostrar que la sistemática del trabajo intelectual, un sistema de pensamiento
inevitablemente vinculado a la división del trabajo social, tiende a inmunizar
a los profesionales de la cultura contra cualquier desafío hacia los
fundamentos del saber instituido (es decir: el saber que practican usualmente y
en el que se reconocen). O, de otro modo: que la producción de conocimientos
está enraizada en el capitalismo, en su estructura clasista, y que, por tanto,
no deja de responder a sus necesidades sistémicas de reproducción social y
cultural. Por todo ello, la crítica meramente “metodológica” y “académica” de
los escritos de madurez de Marx –representada aquí por Croce– no era capaz de
apresar lo fundamental del esfuerzo del filósofo de Tréveris en El Capital. El dispositivo conceptual
del texto, su apuesta simultáneamente histórica, crítica, económica y política,
no era legible desde la división disciplinar de la academia (tanto por motivos
de organización del saber como por motivos de clase). El concepto académico de
“teoría” era mucho más restringido que el utilizado por Marx en su obra. Por
otra parte, el vehemente desacuerdo de Sacristán con Althusser tendrá que ver,
precisamente, con la lectura de los escritos de madurez del filósofo alemán
elaborada por este último: Althusser y su escuela entendían la problemática de
las obras maduras de Marx como una cuestión eminentemente “teórica”, e
intentaban dotar al marxismo de un carácter científico actual desde los presupuestos
de la epistemología estructural. La cuestión para Sacristán no era “descifrar
correctamente” la teoría de El Capital
o descubrir la “ciencia madura” de Marx, sino más bien entender la singularidad
y especificidad de dicha obra más allá de los presupuestos de la sistemática
intelectual académica. La interrogación por el género discursivo dominante en El Capital no era, pues, una cuestión
primordialmente teórica. Ésta pregunta apuntaba –como hemos mencionado más
arriba– hacia la coexistencia de diferentes tipos de discurso que de por sí
desbordan el plano epistémico3 . En este sentido, Sacristán afirmará que para
entender lo que está en juego en la obra de Marx, ha de comprenderse, sobre
todo, su proyecto general: “fundamentar y
formular racionalmente un proyecto de transformación de la sociedad”4 . Una
tarea praxeológica, es decir, un proyecto en el que la teoría ha tiene por
objetivo la “fundamentación científica de una práctica”. La praxeología pone en
juego una dinámica que va desde el programa político hacia la fundamentación
teórica y viceversa, un gesto que no puede identificarse ni con la “política
pura” ni con la “teoría académica”. Tampoco, por supuesto, con la servidumbre
de la teoría ante las necesidades de la política: “La relación entre el “género
literario” praxeológico y el de la teoría pura (en sentido fuerte o formal) no
es de antagonismo, sino de supraordinación: para la clarificación y la
fundamentación de una práctica racional la teoría es el instrumento más
valioso, aparte de su valor no instrumental, de conocimiento”5 . La teoría
tiene “autonomía”, pero sus objetivos prácticos rebasan el ámbito del discurso
científico.
Sacristán se oponía así tanto a la disolución de la teoría
marxista en una suerte de “filosofía humanista” como al “teoricismo” de corte
epistemológico, consagrado por la tradición del marxismo occidental
(especialmente Althusser, Della Volpe y Colletti). Ambos enfoques le parecían
del todo estériles y reduccionistas a la hora de comprender a Marx 6 . De este
modo, el filósofo iniciaba una tradición en España que no sería complaciente
con ninguna de las “modas” marxianas del momento. Lo cierto es que Sacristán no
dejaba de ser un intelectual a contracorriente: frente a los grandes marxistas
del momento –profesores de filosofía y vinculados a la institución universitaria–
él era una figura excluida, obligado a morar en los márgenes de la universidad
por motivos políticos; frente a la desvinculación de la praxis de los
intelectuales en las organizaciones comunistas, fruto de las derivas
reaccionarias de la III Internacional, Sacristán aparecía como un intelectual
orgánico del partido, colaborando activamente en la construcción de una sólida
célula cultural y militante en el PSUC; y frente al desconocimiento de gran
parte de los filósofos marxistas de la teoría de la ciencia y el análisis
formal, el filósofo español destacaba en este ámbito como un buen especialista.
Todos estos elementos marcarían a los herederos de Sacristán, que participarán
de la lectura praxeológica de su maestro, dando forma a una tradición marxista
crítica original en España.
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Foto: Jacobo Muñoz |
2. El
marxismo de Jacobo Muñoz
Tal y como lo retrata Francisco Vázquez en La Filosofía Española: Herederos y
Pretendientes, el vínculo entre Jacobo Muñoz y Manuel Sacristán se fundaba
en múltiples similitudes biográficas e ideológicas: militancia antifranquista,
pertenencia al PCE (Muñoz se adhiere en 1966) y una sensibilidad filosófica y
cultural muy afinadas. Ambos se conocieron en Barcelona a mediados de la década
de los 60, cuando Muñoz estaba finalizando la especialidad de Filosofía. Su ethos común les llevaría a forjar una
relación de amistad y un significativo nexo Maestro-Alumno, a través del cual
Muñoz se adentraría en el marxismo. Y no sólo en él. Esta relación se
estrechará todavía más cuando el alumno llegue a ser director literario de
Grijalbo (circa 1974) y anime a Sacristán a colaborar todavía más activamente
en una editorial a la que siempre había estado vinculado. Desde la perspectiva
del marxismo español, una tradición enterrada por el franquismo, no es en
absoluto exagerado calificar de fundamental el trabajo realizado por la
editorial Grijalbo (labor en la que se incluyen nuestros dos autores). Quizá
baste con recordar algunos de los títulos de la colección Instrumentos o de la
serie Teoría y Realidad: La acumulación
del capital, de Rosa Luxemburgo, Historia
y Conciencia de Clase, de G. Lukács, Materialismo
y Empirocriticismo, de Lenin, o, de otra parte, Actualidad del pensamiento político de Gramsci, escrito por otro
discípulo de Sacristán, Francisco Fernández-Buey.
Lecturas de Filosofía
Contemporánea (1978) –la primera obra de Jacobo Muñoz– tendrá una notable
impronta sacristaniana. Las coordenadas desde las que piensa Sacristán, su
posición crítica respecto de los marxismos humanistas y estructurales, servirán
a su discípulo de eje cartográfico para situarse en los debates teóricos del
momento. Muñoz, consciente de la potencia teórica del marxismo en el ámbito de
las ciencias sociales, y poseedor de una elevada competencia en epistemología y
filosofía analítica, forjará su apuesta intelectual mirando tanto hacia el
interior de la tradición marxista como hacia afuera. En cierto modo, Muñoz es
heredero de la misma “anomalía” formativa que Sacristán (no hay que olvidar que
su tesis doctoral, dirigida por Emilio Lledó, versaba sobre Ludwig
Wittgenstein), sin embargo, su posición institucional –mucho más favorable que
la de Sacristán– y una vocación filosófico-cultural más decidida y abierta, le
impulsarán a trascender los límites del legado de su maestro. Hay tres escritos
dentro de Lecturas que ilustran bien
las preocupaciones de Jacobo Muñoz durante esta época, y que en conjunto
permiten comprender su recepción original del marxismo; estos escritos son: Reconsiderando a Lukács (1973), ¿Qué es el marxismo? (1975) y Filosofía de la Praxis y Teoría General del
Método (1976). A lo largo de estos textos se perfila la cuestión
transversal de la especificidad del marxismo en todas sus vertientes (como
tradición intelectual, como discurso científico, como crítica socio-cultural,
como praxis política y revolucionaria, etc.), incluida la pregunta central por
su dimensión filosófica: ¿Qué es o qué puede ser una Filosofía Marxista? ¿Cuál
es su papel?
En el primero de los textos citados, Reconsiderando a Lukács, Muñoz aborda el legado del pensador
húngaro tomando como punto de partida su influencia intelectual en el Mayo
francés. Más allá de los acontecimientos de Mayo, el filósofo español pone en
perspectiva el pensamiento de Lukács, situándolo como una de las alternativas
filosóficas que renacieron tras la crisis del estalinismo. En aquella época de
transición – a la que hicimos referencia más arriba– dos vías parecían
dibujarse en el panorama del marxismo occidental: una subjetiva, caracterizada
por la filosofía revolucionaria lukacsiana de Historia y Consciencia de Clase (pero también por la vía humanista
de la Escuela Praxis y otros marxismos
más “liberales”) y otra teórica, cuyo baluarte fueron las escuelas de Louis
Althusser y Galvano Della Volpe. Mientras Mayo del 68 florecía en las calles de
París, en España se cultivaba el “marxismo estructural” francés, centrado casi
exclusivamente en la problemática epistemológica de Marx y en la construcción
de un canon hermenéutico marxista. A pesar de las diferencias entre ambos
enfoques, Muñoz veía una empresa solidaria en las dos tendencias: la
recuperación del proyecto leninista más allá de la dogmática de Stalin y los
avatares del bloque soviético. Sin embargo, la crisis existente era mucho más
profunda, e involucraba tanto al programa revolucionario de Lenin como los
discursos clásicos de los partidos comunistas. El capitalismo ya no era el
mismo, había mutado y se caracterizaba por un sinfín de nuevos desafíos y retos
que exasperaban los viejos antagonismos; Muñoz retrataba así este período
convulso: “la agudización… de la
contradicción básica del modo de producción capitalista o contradicción entre
el desarrollo acelerado del carácter social de las fuerzas productivas y la
propiedad privada de las mismas[…]; la repulsa, por parte de sectores cada vez
más numerosos de la población de unas relaciones sociales basadas en la
competitividad y en la ley del beneficio privado; la crisis estructural (y no
meramente coyuntural) del capitalismo imperialista, cuya amplitud obliga de
manera cada vez más clara a hablar de una “crisis civilizadora” de dimensiones
insospechadas; la crisis ecológica…”8 . Era obvio, por tanto, que los
esfuerzos políticos del marxismo habían de renovarse. Y la tarea no sería
fácil: se hacía necesario un nuevo compromiso con la política, el cual debía ir
acompañado de investigaciones capaces de dar cuenta de los nuevos conflictos
que habitaban el mundo globalizado. Pero, además, era fundamental entender que
ese nuevo compromiso revolucionario no surgiría ni de las críticas liberales al
dogmatismo –pues diluían la especificidad teórica del marxismo- ni de las
apuestas que no se atreviesen a articular un “rechazo global y explícito” del
socialismo realmente existente.
La recuperación de Lukács en este contexto de alternativas
apuntaba, esencialmente, a su noción de método, un concepto que podía
contribuir a la forja de un marxismo a la altura de la época. Muñoz criticará
los excesos subjetivistas y voluntaristas de Historia y Consciencia de Clase (1923), sobre todo la confusión
lukacsiana entre los planos epistémico y ontológico. Para el filósofo húngaro
la unidad de la teoría y la práctica radicaba en la toma de conciencia del
proletariado, y ésta sólo podía acontecer a través del conocimiento crítico del
capitalismo. Ahora bien, conocer el modo de producción capitalista significaba
para los trabajadores mucho más de lo que suponía “conocer” para la burguesía:
comprender la sociedad impulsaba, al mismo tiempo, el auto-conocimiento del
proletariado como clase social para sí, lo que suponía descubrir tanto su papel
central en el sistema capitalista como su potencial en tanto sujeto
revolucionario. Pero Lukács privilegiaba la toma de consciencia como el “paso
decisivo” del proceso que había de llevar a la revolución, como si el
auto-conocimiento subjetivo del proletariado bastase para desencadenar la
acción colectiva y el cambio. Muñoz se apartará del idealismo lukacsiano, cuya
base era la identidad hegeliana entre sujeto y objeto, destacando, sin embargo,
la dimensión totalizadora que Lukács asignaba al método dialéctico. Lo
importante era recobrar la capacidad sintética del pensar dialéctico y el
anhelo revolucionario que atravesaba Historia
y Conciencia de Clase, de modo que, superadas las tentaciones idealistas,
ambos elementos pudieran situarse en un plano real: en el terreno de la
praxeología.
El conocimiento dialéctico y su método, la
síntesis-totalizadora, constituían – como había señalado Sacristán–
herramientas conceptuales dirigidas hacia la praxis, hacia “la transformación
programada de la realidad”9 . Dialéctica quería significar, pues,
reconstrucción de la situación social concreta a partir los datos obtenidos por
la investigación científica; estructuración y elaboración de esos datos en un
marco global que pudiera hacer inteligibles los antagonismos para la clase
trabajadora. No se trataba, por tanto, de teoría o ciencia sin más, sino de un
conocimiento de lo concreto cuyo fin era construir estrategias para la intervención.
Pero apostar por la comprensión dialéctica de la realidad social precisa,
además, de un proceso de fijación de objetivos y valoraciones que rebasa la
teoría y el ámbito de la “razón demostrativa”: el proceso de decisión
ético-política, una toma de posición de clase. De este modo, Jacobo Muñoz
elevaba dos críticas al marxismo contemporáneo: una al subjetivismo de los
nuevos lukacsianos –que creían que el paso decisivo para la revolución se daba
en la “conciencia proletaria”– y otra al “teoricismo” de Althusser, que
confiaba a la ciencia las decisiones ético-políticas del proletariado y sus
estrategias de acción. Pero lo fundamental era que Muñoz –al matizar lo que
entendía por método dialéctico– ponía de relieve algunos de los rasgos que
podían dar forma a una filosofía marxista sustantiva: su necesaria atención a
las ciencias y, en particular, a la historia; la consideración procesual de los
fenómenos que entraban en su órbita de análisis (procesualidad que apuntaba al
cambio y a las transformaciones); su vinculación con las diferentes prácticas
sociales y –por supuesto– su óptica totalizadora.
Poco después Muñoz escribirá ¿Qué es el marxismo? (1975),
uno de los mejores textos que se han escrito en castellano sobre la tradición
marxista. El escrito no sólo aborda algunos de los debates más candentes de la
época, sino que logra dar una explicación global, rigurosa y sintética de los
principales rasgos y líneas de trabajo que conforman el marxismo (sus
dimensiones teórica, crítica, ética, política e histórica) Pero ¿por qué
apostar por una definición general del marxismo? Dos parecían ser los objetivos
de tal proyecto: por una parte, participar en los debates que tenían lugar a
mediados de los 70, un momento de crisis y re-definición, por otra, crear un
marco desde el que dialogar con las demás corrientes filosóficas. Se trataba de
clarificar qué era el marxismo para volver a impulsarlo, propiciando, al mismo
tiempo, que toda conversación entre paradigmas pudiera transcurrir más allá de
los prejuicios epistemológicos, éticos e historicistas acostumbrados. Para
empezar, Muñoz critica la recepción académica típica de la obra de Marx
–aquella que ya denunciara Sacristán en las figuras de Croce y Schumpeter–,
destacando la pluralidad del “canon” marxista frente a la aparente neutralidad
axiológica y “homogeneidad” del saber instituido. Para el filósofo español, la
heterogeneidad discursiva del marxismo, lejos de ser un impedimento para su
consideración como teoría, era uno de los pilares de su potencia analítica. Que
esta pluralidad fuese, al mismo tiempo, fuente de confusión para diversas
corrientes (Análisis, Hermenéutica, Economía standard, etc.), solo significaba que éstos no solían molestarse en
trascender sus propias posiciones de clase, y lejos de adentrarse en la
complejidad del marxismo preferían mantenerse en el terreno de sus propias
espirales ideológicas. Para analizar qué sea el marxismo hay que establecer
ciertas cautelas y diferenciaciones atendiendo a su naturaleza praxeológica:
a) el marxismo es una teoría, es decir, Marx procede a una
crítica del capitalismo basada en las herramientas de la economía, la historia
y la sociología;
b) el marxismo propone un programa político, es decir, posee
una vocación revolucionaria y transformadora informada por el conocimiento
científico del modo de producción capitalista; c) entre la dimensión teórica y
la política tiene lugar la mediación de una dimensión filosófica, un ámbito
crítico y propositivo que establece un puente entre los otros dos niveles.
Establecidas estas diferenciaciones, el marxismo puede ser
considerado estrictamente como teoría, aplicándole un análisis epistemológico e
histórico para comprender tanto las condiciones históricas de su emergencia
como la validez (o caducidad) de su dispositivo conceptual. Muñoz da cuenta
extensamente de ambas cosas en el texto, atendiendo a las condiciones
históricas y sociales de posibilidad del marxismo y a la autoconciencia teórica
de Marx. De la reconstrucción de la historia del marxismo realizada por el
filósofo cabe destacar, especialmente, su insistencia en que la crítica de la
economía política marxiana tiene un carácter básico de clase, construido
paralelamente al desarrollo de la sociedad capitalista del siglo XIX. Los
economistas clásicos David Ricardo y Adam Smith podían no entender aún lo que
significaba la contradicción entre trabajo y capital, pero autores
contemporáneos de Marx como J. S. Mill si lo hacían, y sus propuestas
–similares en muchos aspectos a las de algunos “socialistas”, como Proudhon–
sólo tenían como objetivo armonizar las condiciones de explotación desde
posiciones pequeño-burguesas. Trasladaban su ideología –cargada de espejismos y
utopía– al terreno del análisis, incurriendo en errores en los que Marx,
gracias a su perspectiva de clase, no cayó jamás. Frente a la justificación o
la ingeniería bienintencionada de lo dado, en Marx siempre prevalecía la
crítica de clase, la cual, por otro lado, y teniendo en cuenta el momento
histórico desde el que escribe, puede considerarse como garante crítico de
objetividad 10.
En cuanto a la formación de la teoría de Marx y su
evolución, Muñoz describe su génesis histórica con enorme rigor,
introduciéndose, además, en uno de los debates más complejos del marxismo de
mediados del siglo XX: el de la naturaleza histórica y teórica de las
categorías de la crítica de la economía política, es decir, el debate en torno
a las relaciones entre historia y estructura conceptual dentro de la
epistemología marxista11. Reproducir dicho debate sería muy extenso, ya que
involucra el desarrollo del pensamiento de Marx a lo largo de diversos textos,
etapas y transiciones. Sin embargo, cabe poner de relieve algunos de los
aspectos que el propio Muñoz rescata, ya que dan forma a una posición original
en el marco de dicha discusión. Por ejemplo, a la hora de analizar las fuentes
del pensamiento de Karl Marx, Muñoz va más lejos que Lenin, agregando a la
filosofía alemana, al pensamiento político francés y a la economía política
inglesa, una más: el movimiento obrero. Este paso –compartido también por
Althusser en su segunda autocrítica de los 7012– indica claramente algo que ya
ha aparecido a lo largo del texto: que el marxismo es, ante todo, una
praxeología cuyo agente es la clase trabajadora, y que para comprender la
evolución de un autor hay que prestar atención a la historia social desde la
que emerge su reflexión (en este sentido, Muñoz cita la revuelta de los
tejedores Silesia como revulsivo para la teoría del joven Marx). De otra parte,
y ya adentrándonos en un terreno más abstracto, resulta muy interesante la
posición de Muñoz en la polémica sobre el alcance explicativo de las categorías
teóricas de la crítica de la economía política de Marx, una cuestión
relacionada estrechamente con la génesis histórica de las propias categorías.
Reproducir este debate, uno de los más vivos dentro de lo que fue el Marxismo
Occidental, es imposible en estas líneas. Quizá baste decir que Muñoz no optó
ni por la vía estructural de Louis Althusser en Lire le Capital, ni por la galileana
de Galvano Della Volpe en Logica come
Scienza Storica. Tampoco por la perspectiva genética lineal de un autor
como Ernest Mandel. Muñoz pensaba –junto a Jindrich Zeleny– que la teoría de
Marx, sus categorías y esquemas de investigación, estaban radicalmente
atravesados por la historia, y que su novedosa forma de conceptuar las
relaciones económicas estaba adaptada a la procesualidad de los fenómenos
socio-históricos. No había contradicción entre un esquema teórico formal,
construido a fuer de investigar empíricamente en los campos de la economía, la
política y la historia, y los fenómenos socio-históricos que se trataba de
investigar. Y no la habría siempre que tuviésemos presente, como apuntaba
Zeleny, que las categorías de Marx eran siempre relativas y dinámicas. Es
decir: las categorías no podían ser –como en la economía burguesa– generales,
estáticas y sin sustancia histórica; al contrario, su referencia había de ser
histórica, específica y relativa al modo de producción estudiado (capitalista,
feudal, asiático, antiguo o primitivo). Además, y esto es algo en lo que Muñoz
hace hincapié, el método de Marx es genético-estructural: para conocer la
estructura de una sociedad, su funcionamiento y dinámica, se ha de conocer
también su génesis, pues de lo que se trata es de entender las leyes dinámicas
de su nacimiento, desarrollo y destrucción 13. Las categorías, por tanto, han
de comprender las relaciones sociales que articulan la estructura de una
sociedad en movimiento, en un devenir conflictivo que puede acabar con ella.
La parte final de ¿Qué
es el marxismo? lo aproxima directamente a Filosofía de la Praxis y Teoría General del Método (1976), el
tercer texto que Lecturas de Filosofía
Contemporánea que trataremos de poner en perspectiva. Como ya señalamos, el
escrito sobre el marxismo trataba de despejar los prejuicios típicos de otros
paradigmas sobre el pensamiento de Marx, en especial aquellos que se empeñaban
en entender el marxismo como un naturalismo ético y como una forma de
historicismo. Muñoz, que había articulado el pensamiento de Marx en tres
niveles (recordemos: teoría, política y filosofía), mostraba que la
incomprensión del paradigma marxista radicaba en la confusión de los distintos
planos de actividad en los que éste se desarrollaba. Así, los que acusaban a
Marx de no diferenciar suficiente entre los enunciados valorativos, fácticos y
proposiciones teóricas, intentaban introducir en la teoría marxista falacias
naturalistas que realmente no estaban en ella. De hecho, la teoría no podía llevarse
a la práctica sin el elemento de decisión –destacado varias veces por Muñoz–
que permite fijar objetivos, valorar situaciones y comprometerse con una
estrategia de actuación específica. El conocimiento del ser no lleva –por no se
sabe qué acrobacia– al deber ser. Son la deliberación y la decisión las que
permiten ajustar los resultados del análisis teórico a un programa político14.
Respecto a las acusaciones de historicismo, en las que Popper tuvo un papel
protagonista, éstas se revelan como absurdas a poco que uno tenga la voluntad
de leer –más allá de algunos marxismos vulgares– lo que Marx pensaba sobre la
historia y su evolución. Esa aparente necesidad que atravesaría las
explicaciones causales del materialismo histórico se debe, esencialmente, a la
simplificación de la teoría marxista divulgada por la II Internacional y la
Socialdemocracia Alemana. En los textos de Marx no existe un carácter fatal o
una serie de leyes históricas fijas sobre la transición de los modos de
producción, leyes que se prolongarían (por su propia “necesidad”) hacia la
profecía del fin del capitalismo. Si así fuese, insistir en la praxis
revolucionaria del proletariado se revelaría como una tarea inútil, ya que la
economía y la historia harían por sí solas el trabajo de la política. Pero Marx
jamás pensó así: “Desde la perspectiva marxiana no puede hablarse, pues, de un
carácter “fatal” o “necesario” de las posibilidades abiertas por las relaciones
estructurales. Marx no se propuso nunca elaborar recetas suprahistóricas, formular
“leyes” inexorables de tipo “universal”… ni “garantizar”, en suma, el
advenimiento de nada […] De ahí las últimas palabras de esa curiosa refutación avant la lettre de la manipulación
popperiana de su pensamiento:” 15 .
Formuladas estas dos críticas, y despejado el terreno de los
prejuicios, Muñoz se proponía en Filosofía
de la Praxis y Teoría General del Método iniciar un diálogo con el Análisis y la Filosofía de la Ciencia
standard. El filósofo dibujaba un ambicioso programa de investigación para establecer
nexos entre la teoría marxista y la teoría de la ciencia, una mutua
interpenetración crítica de la que podrían haber surgido interesantes frutos.
Sin embargo, era difícil en aquella época obtener un feedback intelectual como
el que tal programa perseguía, y –por desgracia– las posiciones y líneas de
discusión solo quedaron planteadas. En dicho texto –inicialmente una
conferencia– Jacobo Muñoz vuelve a los temas de ¿Qué es el marxismo?,
tomándolos como base argumental para del debate. Es difícil reproducir todo el
proyecto de Muñoz en unas pocas líneas, pero podemos sintetizarlo reseñándolo
de manera global:
1) Un análisis de las críticas usuales de la Filosofía
Analítica al marxismo desde los planos epistémico y metacientífico (su status
científico) tomando en consideración que el marxismo no es una mera “teoría”,
sino una articulación de teoría, política y consciencia crítica o reflexiva;
2) Examen del instrumental analítico para organizar una
aproximación al marxismo, desde lo más básico (conceptos de verdad,
contrastación empírica, teoría, explicación científica) a lo más complejo
(valoración de los métodos “especiales del marxismo”, método de abstracción
decreciente, derivación empíricamente vinculada, status de las prognosis del
marxismo, etc.);
3) Introducción no sólo del contexto de validación de las
teorías en el diálogo, sino también del contexto de formación y génesis
histórica y sociológica de las mismas;
4) Partir en el debate de la crisis del concepto galileano
de ciencia, apelando al desarrollo de nuevos enfoques que intentan dar cuenta
de qué pueda ser la ciencia, la causalidad y la investigación científica
(Teoría de sistemas, Hermenéutica, Sociología crítica, etc.);
5) Tener en cuenta en la construcción de este diálogo el
lugar académico y social que ocupan las teorías que conversan (Análisis y
Marxismo), abordando así el problema de las posiciones de clase en la ciencia;
6) Despejar, de una vez por todas, las pseudocríticas que
entienden el marxismo como un naturalismo ético o un historicismo, ya que son
los clichés que habitualmente impiden un diálogo inter-paradigmático serio.
Como vemos, el programa –desarrollado aquí en sus líneas más globales–
manifestaba una potente ambición y una apertura dialógica profunda, nada
superficial.
Aunque aquel diálogo no obtuviese la respuesta deseada, su
elaborada propuesta daba el marxismo de Jacobo Muñoz un carácter hasta entonces
inusual en España. Se trataba de llevar la teoría marxista al centro de los
debates intelectuales del momento, en el ámbito académico y fuera de él; se
trataba, en definitiva, de darle carta de validez en los espacios y tradiciones
que lo habían repudiado por motivos políticos o por mera holgazanería
intelectual. Uno de los puntos fuertes de aquel artículo era el concepto de
filosofía marxista (o crítica) que Muñoz perfilaba en sus líneas. Para empezar,
y retomando algunos de los rasgos que ya hemos anticipado, para el filósofo
español la filosofía marxista constituía una mediación reflexiva entre la
teoría y la praxis, entre el conocimiento científico (histórico, económico y
social) y el programa político. Pero esta mediación no podía ser sin más una
concepción del mundo, es decir, una suerte de yuxtaposición y mezcolanza de
hechos, valoraciones, proposiciones teóricas y objetivos no confesados. Si por
algo se caracterizaba el marxismo era por su proyecto antiideológico y su
apelación a la claridad de la consciencia, elementos que rompían con la
amalgama pseudo-teórica que siempre han propuesto las diversas visiones del mundo
(sea su naturaleza religiosa o pseudo-científica). En las concepciones del
mundo se da una fusión de discursos cualitativamente diversos (hechos, valores,
objetivos), mientras que la filosofía marxista se auto-constituye como
mediación consciente, como razonamiento práctico cuyo objeto es doble: a) los
resultados del conocimiento adquiridos a partir del materialismo histórico; por
tanto, la crítica, ordenación y valoración de esos datos con vistas a tomar
decisiones y fijar objetivos con la mayor claridad posible, de modo que
nuestros juicios acerca de la realidad sean nítidos y no reposen en ninguna
forma de auto-engaño b) la constitución de un programa de acciones adecuado,
fundado tanto el conocimiento socio-histórico de la coyuntura como en la valoración
pormenorizada de la misma, valoración que se realiza, además, desde una
posición de clase que interpreta los datos y asume las estrategias a seguir
para transformar la realidad. La filosofía marxista es, por tanto, el ámbito de
la reflexión y la decisión, el terreno de la proposición de fines. La
construcción del conocimiento dialéctico, es decir, la construcción de una
imagen del mundo cada vez más concreta, global y explícita, solo puede llevarse
a cabo gracias a la orientación filosófico-práctica que brinda esta mediación,
ya que desde ella emerge ese impulso totalizador llamado a intervenir y
subvertir las desigualdades sociales.
3. Desvíos
hacia una Filosofía de la Resistencia
Después de los años de la transición, apagados ya los fuegos
de una posible revolución política de izquierdas, una nueva edición de Lecturas
de Filosofía Contemporánea vería la luz en 1984, esta vez para la editorial
Ariel. Aquella edición incluía un Epílogo que marcará un punto de inflexión en
la producción filosófica de Jacobo Muñoz. A partir de aquel texto, lúcido y
grave, el filósofo abandonaría el marxismo como ámbito central de su proyecto
intelectual. Aunque este abandono será, como veremos, algo más aparente que
real. El epílogo agregado a la nueva edición de Lecturas traducía el
escepticismo del autor ante la “nueva cultura” post-transicional –la de la
llamada posmodernidad– que parecía no ser más que el nuevo avatar ideológico de
las relaciones de producción tardo-capitalistas. Tal y como Muñoz anticipaba en
su texto Reconsiderando a Lukács, la ciencia y la tecnología más avanzadas se
habían convertido ya en fuerzas productivas stricto sensu, la sociedad de
consumo –instalada de golpe en España– comenzaba a convertirse en el sucedáneo
atrofiado de la libertad que algún día habitó en los anhelos de la izquierda, y
la cultura había pasado a ser un objeto más de consumo en un mercado banal y
acelerado. Las tres escuelas filosóficas analizadas a lo largo de aquel escrito
–el Análisis, el Marxismo y la Hermenéutica– eran tratadas de manera
pormenorizada. El autor exponía los ejes de sus corpus filosóficos y
radiografiaba la actualidad (o desfase) de su problemática. Se sondeaban, muy
especialmente, los límites de las tradiciones filosóficas centrales y las
cuestiones que habían articulado su decurso (los problemas del Sentido, el
Sujeto, el Lenguaje, el Progreso, la Sociedad Moderna, la Historia y la
Historicidad etc.) hasta la década de los 80. Lo que parecía indicar aquel
Epílogo era el fin de cierta época, un cambio de etapa en el que las
tradiciones convocadas estaban condenadas –de uno u otro modo–al diálogo o al
eclecticismo. Sobre todo si querían sobrevivir en una sociedad que mutaba
aceleradamente. Poco después el marxismo fue abandonado en masa por muchos de
sus intelectuales, consolidando una tendencia que se había iniciado en la
transición democrática; el pragmatismo renacería años más tarde gracias a
filósofos como Richard Rorty, alineado en torno al bon sens neoliberal de una
época que equiparaba libertad con gasto y consumo; la Hermenéutica comenzaría
progresivamente a gozar de una salud universitaria y editorial cada vez mayor,
marcada por la recepción española de Gadamer y la difusión del pensiero debole
de G. Vattimo; hubo cierto re-encantamiento estéticoliterario gracias al
post-estructuralismo, sobre todo en su línea deconstructivista (J. Derrida). Lo
que quedaba claro es que la filosofía española abandonaba las líneas más
sólidas legadas por la filosofía contemporánea (también las legadas por la
modernidad y su crítica) para instalarse en un panorama post que miraba,
fundamentalmente, al interior del texto. La sociedad, la política y la economía
dejaron de ser preocupaciones fundamentales (especialmente en su sentido
crítico). También el diálogo con otros saberes. Aunque esto último, tal y como
analizan hoy varias obras, sólo volvía a confirmar una tendencia
filosófico-institucional gestada a lo largo del franquismo en las Facultades de
Filosofía españolas16 .
Aunque Jacobo Muñoz se apartara de las problemáticas
epocales del marxismo, la proyección crítica de su pensamiento persistió,
remontando los años dorados de la posmodernidad desde una suerte de
escepticismo comprometido, nunca cínico. Un escepticismo que, por otra parte,
lo era con una época y un establishment
cultural y académico específicos, no con el carácter emancipador de la
filosofía marxista, la Teoría Crítica o la lucha política. Muñoz continuó, año
tras año, dedicado a su labor editorial al tiempo que elaboraba una brillante
carrera académica como profesor y catedrático universitario. Quizá uno de sus
empeños más destacables haya sido su afán por mundanizar la filosofía, por
devolverla al horizonte social y cultural para interrogarse acerca de los
problemas reales del individuo contemporáneo. Por otra parte, el filósofo ha
buscado dialogar con la mayoría de las tradiciones filosóficas de finales de
siglo, y buena muestra de ello son las obras que ha ido coordinando y
publicando a lo largo desde la década de los 90 hasta ahora. Por citar solo
algunas: La impaciencia de la libertad.
Michel Foucault y lo político (2000),
El Retorno del Pragmatismo (2001),
Figuras del Desasosiego Moderno (2002),
Caminos de la Hermenéutica (2006) o, más recientemente, Filosofía de la Historia. Origen y
desarrollo de la conciencia histórica (2010) y Melancolía y Verdad. Invitación a la lectura de Th. Adorno (2011).
A través de todos estos trabajos, de todas estas lecturas y empresas
filosóficas, Jacobo Muñoz insistió en sostener un debate constante tanto con
las tendencias intelectuales nacionales como con aquellas que recorrían
transversalmente occidente.
Uno de los rasgos más interesantes de la evolución de Jacobo
Muñoz, especialmente en este período tardío, ha sido su progresivo regreso al
marxismo, una vuelta más que oportuna considerando la actual crisis global. Por
ejemplo, el capítulo dedicado a Marx y a la tradición marxista en su mencionada
Filosofía de la Historia es más que destacable; aborda el proceso de
constitución de la Historia como ciencia, desgranando las hipótesis centrales
del materialismo histórico (recogidas sintéticamente en su célebre Prólogo de
1859 a la Contribución a la Crítica de la
Economía Política 17) y muestra la fecundidad de su enfoque en autores como
Antonio Gramsci o en los historiadores anglosajones de izquierda (desde el
insustituible Eric J. Hobsbawm, vinculado al Partido Comunista de Gran Bretaña,
al no menos insustituible Edward P. Thompson, uno de los creadores de la New
Left). Muñoz defiende el materialismo histórico más allá del plano de la
metodología, entendiendo sus presupuestos como las bases de una teoría de la
macroevolución social, y lo hace teniendo siempre cuidado de no extrapolar las
líneas maestras del discurso teórico a cualquier situación histórica18: las
hipótesis del enfoque histórico de Marx inspiran la investigación y permiten
construir análisis concretos, es decir, sus resultados no pueden ser entendidos
como patrones explicativos omniabarcadores o generales. No hay leyes de la
historia, la legalidad es coyuntural y concreta, está en la historia y se
re-construye gracias a la investigación empírica. De hecho, como vimos más
arriba, es gracias a la concreción de estos análisis, cuyo esfuerzo es
totalizar e individuar un momento histórico, que puede construirse una praxis
sólida y correctamente dirigida.
Por otra parte, y siguiendo con esta renovada aproximación
de Muñoz al marxismo, el filósofo ha reeditado recientemente el Manifiesto del
Partido Comunista, actualizando así uno de los clásicos del pensamiento
político y antagonista en un momento de crisis global. De ahí también su Karl
Marx, una obra que recopila algunos de los textos medulares del filósofo alemán
y que, además, viene acompañada de un trabajo introductorio magistral. Dicho
escrito no sólo es una de las contribuciones más sólidas de Jacobo Muñoz al
marxismo, sino que quizá sea la mejor introducción al pensamiento de Karl Marx
escrita en España. El texto atraviesa y aborda minuciosamente todos los
aspectos del filósofo de Tréveris, ofreciendo un retrato detallado de su vida y
su producción intelectual: la biografía de Marx es considerada en todas sus
facetas –teórica, política y existencialmente–, y a través de ella se iluminan
los hitos más importantes de su pensar; su trabajo como periodista, su formación
filosófica, la construcción del materialismo histórico como paradigma, su
constante actividad política y militante, las líneas maestras de su crítica de
la economía política, etc. Además, ésta panorámica de la obra del pensador
alemán critica frontalmente muchas de las representaciones más difundidas y
erróneas de su teoría: críticas a la concepción economicista del marxismo, al
marxismo como naturalismo ético o esa lectura que lo deforma en una suerte de
historicismo profético. Los argumentos de Muñoz contra estas concepciones
siguen la línea de Lecturas de Filosofía
Contemporánea, pero esta vez escritos desde una perspectiva más madura y
como invitación a una lectura de Marx exenta de los prejuicios tradicionales
Uno de los últimos gestos de Jacobo Muñoz ha sido su
original empeño en forjar una Filosofía
de la Resistencia, un proyecto coherente, por otra parte, con su
vinculación al marxismo. Esta tarea, quizá el proyecto de toda una vida, no
puede ser entendida sin la preocupación del filósofo español por el papel de la
filosofía marxista, por sus potencialidades críticas y emancipadoras. Tampoco
puede ser comprendida si no se repara en la constante atención de Muñoz a la
historia y a la sociedad contemporáneas. La construcción de una filosofía que
pone en el centro el término “resistencia” (y no, por ejemplo, libertad) surge
como respuesta a las constantes debilitaciones del pensamiento filosófico, a la
cada vez mayor fragmentación de la realidad debida a la globalización y a la
aceleración de los procesos sociales y productivos, a la imposibilidad de
reunir en visiones sinópticas u esquemáticas el ingente (y contradictorio)
caudal de la experiencia ofrecida por el presente. Se trata, pues, de resistir
reflexivamente ante tal expansión de la realidad, de superar la dispersión
inicial –la fragmentariedad– para hacer inteligible el mundo en que vivimos. Y
resistir de forma crítica, honesta, supone no abandonarse a los abismos del
irracionalismo y la fe, no retrotraerse a una suerte de “ontología fundamental”
que – preñada de teología– busque de nuevo la “autenticidad” en el mundo o
–insistiendo en al canon moderno– a una filosofía que siga usando las nociones
de “Identidad”, “Tradición”, “Ideología”, “Estado”, “Nación”, “Valores”,
“Sociedad”, incluso “Crítica”, con ciega obediencia al legado de una
Ilustración ya desbordada. Frente a todo lo anterior, una “Filosofía de la
Resistencia” invita a un ejercicio radical de lucidez, algo que sólo puede
llevarse a cabo en ruptura con el escenario posfilosófico de los múltiples
pensamientos débiles que saturan el mercado cultural. Pero ¿Cómo?
Una Filosofía de la Resistencia se caracterizaría por su
vocación de pensamiento fuerte, por su esfuerzo de totalización de lo real en
un marco de referencias –precarias y móviles– que permita hacer nuestro entorno
cada vez más cognoscible. Y lograr ese objetivo supone la tarea de realizar
inventario de los rasgos que definen las sociedades contemporáneas. Un proyecto
arduo y difícil que, tal y como están las cosas, sólo podrá ver la luz de forma
mestiza, porque ¿Cómo construir cartografías de las nuevas relaciones sociales
posfordistas sin dialogar con la Sociología o analizar, de la mano de la
Economía, la financiarización de toda la trama comercial? ¿Cómo conceptualizar
las mutaciones de las ideologías o los nuevos usos de nociones como Estado y
Nación sin mantener un lazo estrecho con la Historia y la Ciencia Política?
¿Cómo comprender la vida de nuestras ciudades multiculturales sin reflexionar
sobre las investigaciones de una nueva Antropología pos-colonial? Y, para
terminar, ¿cómo analizar los antagonismos sin acercarse a las exigencias de
liberación y justicia social de los movimientos sociales? Difícilmente un
pensamiento encerrado en sí mismo, ya sea en la academia o en los prejuicios de
una hipotética (e imaginaria) tradición, podrá hacer frente y resistir a una
realidad –la de un capitalismo depredador y globalizado– que conquista cada vez
más espacios de libertad intelectual mediante su lógica mercantil y banal. La
apuesta de Muñoz será, siguiendo lo anterior, construir “nexos de sentido”,
dibujar “cartografías cognitivas” de nuestro tiempo en un incesante diálogo con
la sociedad y con otras disciplinas. Y el objeto de tal trabajo no es
“teórico”, sino praxeológico: en el fondo, y esto es algo muy vinculado con su
concepción de la filosofía marxista, el pensamiento de la resistencia debe ser
“normativo”, debe analizar para proponer fines y objetivos que guíen las
acciones colectivas. El pensamiento no debe retroceder ante la realidad, la
realidad debe ser afrontada y transformada mediante su conocimiento. Sólo así
podremos construir en común un relato emancipatorio inclusivo, adecuado a
nuestro presente.
Cabría preguntarse si no es esto marxismo, si el filosofar
de la resistencia no es un nuevo avatar –situado y contemporáneo– de un nuevo
marxismo posible. Creemos que sí. Porque, de algún modo, lo que se hace valer
en su propuesta es aquella concepción sui generis de la dialéctica que tanto
subrayaba Sacristán: el análisis de una situación histórica concreta cuyos
resultados han de ser sintetizados, totalizados dialécticamente, para la
posterior transformación práctica del mundo. La Filosofía de la Resistencia
parece ser, a la luz de aquella concepción, una nueva dialéctica autoconsciente
de su tiempo y de la situación globalizada del capitalismo. Una renovación de
la “vía praxeológica” inaugurada por Sacristán, pero, a su vez, un proyecto
original que sólo ha sido planteado y exige ser acometido más allá de las
debilitaciones y fragmentaciones posmodernas; y es que, como solía decir cierto
dramaturgo y poeta, cuando la verdad sea demasiado débil para defenderse,
tendrá que pasar al ataque Resistir activamente tal vez sea hoy pasar al
ataque.
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Barcelona 1974.
Notas
1 Para situar la “anomalía” de Sacristán es recomendable el
artículo Lógica y filosofía de la lógica
en la obra de Manuel Sacristán, de
Luis Vega Reñón, que permite valuar su contribución a la Filosofía Analítica;
para acercarse su papel como militante e intelectual comunista, el espléndido
escrito El intelectual y el partido.
Notas sobre la trayectoria política de Manuel Sacristán en el PSUC de
Giaime Pala. Ambos textos están compilados en V.V.A.A., El legado de un
Maestro, FIM, Madrid 2007.
2 Manuel Sacristán, Escritos
sobre el Capital, El Viejo Topo, Pág. 49.
3 Nos referimos a la inclusión de dimensiones éticas,
políticas y críticas -valorativas, al fin y al cabo- en su discurso, y ya no
sólo al rebasamiento de la organización del saber académico en el estudio
marxiano de la sociedad capitalista.
4 Ibíd. Pág.50
5 Ibíd. Pág. 51.
6 “Lo único realmente
estéril es hacer de la obra de Marx algo que tenga por fuerza que encasillarse
en la sistemática intelectual académica: forzar su discurso en el de la pura
teoría, como hizo la interpretación socialdemócrata y hacen hoy los
althusserianos, o forzarlo en la pura filosofía, en la mera postulación de
ideales, como hacen hoy [1967-68] numerosos intelectuales católicos tan bien
intencionados como unilaterales en su lectura de Marx”. Ibid. P. 51.
7 Esta cuestión, como iremos viendo a lo largo del texto, es
una de las interrogaciones centrales del pensamiento de Jacobo Muñoz. El
filósofo no ha dejado de plantearse hasta hoy cuál pueda ser el papel de una
filosofía verdaderamente contemporánea, un pensamiento que él ha concebido
siempre como crítico, emancipador, en saludable mestizaje con las disciplinas
históricas y científicas.
8 Jacobo Muñoz, Lecturas
de Filosofía Contemporánea, Ariel, Barcelona 1984. Pág. 28.
9 Ibíd. Pág. 36.
10 “Marx considera,
pues, que una vez históricamente cristalizada la formación social capitalista,
con su nivel específico de lucha de clases, no era posible un estudio
“imparcial” de la misma “sin remontarse sobre el horizonte de la burguesía” […]
Dentro del horizonte de la burguesía a lo más que podían aspirar los
economistas… era a armonizar (à la J. S. Mill) la economía política del capital
con las aspiraciones del proletariado”. La imparcialidad y objetividad, por
tanto, no podían venir desde un enfoque que mistificaba las relaciones
económicas con una ideología “armonizadora”. Ibíd. Pág. 81.
11 Este debate puede seguirse bien el las obras principales
de Galvano Della Volpe y en el segundo gran escrito de Louis Althusser. Ver
respectivamente: Logica come scienza
storica, Editori Riuniti, Roma 1969 y Lire
le Capital, PUF, París 1996. Para una panorámica histórica y situada de
este debate: Perry Anderson, Consideraciones
sobre el marxismo occidental, Siglo XXI, Madrid 1979.
12 La inclusión del movimiento obrero como fuente se debe a
Sacristán, tal y como Muñoz le atribuye, sin embargo, Muñoz parece sacar más
conclusiones que el primero acerca de la naturaleza de clase de la filosofía
marxista. Por otra parte, y de manera sorprendente, existe un acuerdo importante
entre la inclusión de esta cuarta “fuente” por parte de los marxistas españoles
y uno de sus “enemigos teóricos”, Louis Althusser. El pensador francés
propondrá en Marx dans ses limites
(1978) que la teoría marxista es algo interno a la clase trabajadora,
corrigiendo así su deriva teoricista y profundizando en las raíces clasistas
del pensar de Marx. Ver: Marx dans ses
limites, especialmente el capítulo 4 (La
Théorie Marxiste n’est pas extérieure mais intérieure au mouvement ouvrier),
recopilado en Louis Althusser, Écrits
Philosophiques et Politiques, STOCK/IMEC, París 1994. Para poner en
perspectiva el escrito y la evolución de Althusser en esta etapa: Althusser: un
trabajo sobre la ideología y los límites del marxismo, escrito por Juan Pedro
García del Campo como prólogo a la edición castellana del texto (Marx dentro de sus límites, Akal, Madrid
2003)
13 Sobre este punto, la obra del pensador checo Jindrich
Zeleny, La estructura lógica de El
Capital de Marx, Grijalbo, Barcelona 1974. Por insistir en un viejo debate
¿No cae el hegelianismo de Zeleny –con todos los matices que queramos
atribuirle– en esa suerte de mirada histórico-categorial que considera el
tiempo histórico como un lugar homogéneo y continuo? ¿un lugar que no admite la
coexistencia de diversas temporalidades en un mismo momento histórico ni
discontinuidades? Podría ser que, a pesar de su flexibilización categorial
materialista, fuese más fiel a Hegel de lo que parece.
14 “El razonamiento
práctico (rótulo identificable con el más tradicional de “argumentación ética”)
debe ser considerado como el espacio de mediación entre el conocimiento
positivo de la realidad –obtenido, en este caso, gracias al arsenal
analítico-conceptual del marxismo, pero, por supuesto, no sólo a través de él–,
la valoración de esa realidad y las finalidades u objetivos que se proponen a
la acción revolucionaria”. Óp. Cit. Pág. 124.
15 Ibíd. Págs. 105-106.
16 Nos referimos a La
norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la
Guerra Civil y La Filosofía Española:
Herederos y Pretendientes, escritos por José Luis Moreno-Pestaña y
Francisco Vázquez respectivamente.
17 Karl Marx, Contribución
a la crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid 1980. Prólogo.
Págs. 3-7.
18 Muñoz hace inventario de las hipótesis del materialismo
histórico (atención fundamental a la producción material, a la contradicción
creciente entre fuerzas productivas y relaciones de producción, entre
socialización del lo común y propiedad privada, lucha de clases, etc.) y
después escribe: “Las hipótesis
transcritas no son, por otra parte, sino indicaciones esquemáticas:
indicaciones metodológicas que ni aspiran a presentarse como patrones
explicativos ni deben ser elevadas a esa condición. Su ámbito de incidencia específico
no debe ser nunca desbordado. Marx fue el primer en desautorizar cualesquiera
posibles extrapolaciones de sus análisis históricos concretos”. Jacobo
Muñoz, Filosofía de la Historia. Origen y
desarrollo de la conciencia histórica, Biblioteca Nueva, Madrid 2010. Pág.
244.