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José Carlos Mariátegui ✆ Carlín
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Rafael Ojeda | En un período
de cambios trascendentales, en el que las tradicionales teorías que hasta no
hace mucho nos habían servido para explicar la realidad, han dejado de ser
útiles; emerge un contradictorio contexto teórico-social afectado por un
simultáneo proceso de fragmentación y homogeneización. Una problemática
agudizada más aún en nuestros países latinoamericanos. De ahí que el estudio de
algunas aristas teóricas un tanto marginales a los tradicionales estudios
mariateguistas, nos dice hasta qué punto este pensador peruano, pudo entrever,
desde los años veinte, las nuevas vías que asumiría después la cultura, la
ciencia y las dinámicas sociales de la sociedad contemporánea; al vislumbrar,
desde su conciencia modernista, los umbrales de esa diversidad y
multidimensionalidad negada por el centralismo lineal, universalista y
etnocéntrico de la sociedad contemporánea. En una tendencia propiciada por el
embate homogeneizador que la globalización está inyectando en estas tierras, y
un proceso simultáneo de heterogeneización característico a la conciencia
posmoderna.
Introducción
Las
modas intelectuales casi siempre han sido generadas por el deseo de negar lo
anterior y superarlo a partir de presupuestos nuevos que marquen una ruptura,
superación y distanciamiento con el pasado. Las demás de las veces, estos
cambios son solo respuestas a los defectos mismos de los paradigmas teóricos
vigentes. Actitudes que no siempre responden a necesidades reales, sino, a
veces, a un esnobismo de fijación efímera e insensata que puede arrastrarnos
por falsas pistas de renovación y vías de salida. Modas, más bien derivadas de
un ánimo de cambio no necesariamente funcional o efectivo, sino esteticista y
performántica, desde una disposición “filoneista”, en la que, al igual que los
objetos, los grandes discursos de la razón se hallan atrapados también por la
irresistible lógica de lo nuevo.
La
irrupción crítica que ha generado la teoría de la posmodernidad en el
pensamiento social de América Latina, ha ido disipando progresivamente esa
antigua fascinación que ha ejercido la modernidad en este continente.
Coincidiendo con el paulatino desocultamiento de entidades encubiertas y
emergencia de sensibilidades subalternas que, distanciándose del logocentrismo
civilizatorio occidental y autoconstruyéndose fuera de su magnetismo
representacional, han empezado a contar su propia historia. Presentándonos una
realidad auspiciosa, ante la progresiva visibilización de aquella multiplicidad
supérstite ̶aunque solo
fragmentariamente ̶ a la Conquista y la
República, en las manifestaciones del sincretismo cultural y religioso, que las
resistencias de las poblaciones originarias han tenido que desplegar para no
perder del todo su “identidad”, ante el neocolonialismo epistemológico
independentista; lo que ha hecho que la modernidad se presente ahora como un
paradigma de límites y fronteras evanescentes.
Para
los que siempre hemos habitado al sur de la “modernidad”, en esa multiplicidad
negada, cuyas sensibilidades han persistido subterráneamente en los originarios
códigos etnoculturales andinos, costeños y amazónicos vetados por el
logocentrismo occidental; una diversidad negada por el centralismo totalitario
y excluyente de un orden modernista unilineal, universalista y etnocéntrico,
que bajo el rótulo homogeneizante del Estado-nacional, pasó a encubrir la
complejidad cultural de las múltiples civilizaciones y naciones originarias;
estos conflictos se han tornado aún más graves, debido al embate
homogeneizador, estandarizante, transculturizador e hiper modernizador que la
globalización ha inyectado en estas tierras.
La modernidad como tragedia
del desarrollo
Ha
sido Karl Marx, quien al iniciar su libro El Dieciocho de Brumario de Luis
Bonaparte ha escrito que la historia suele repetirse algunas veces como
comedia y otras como tragedia (1971, 11). Tal vez por ello, Mariátegui como un
pensador moderno mediatizado por sus ideales socialistas y marxistas, fue
entendiendo la independencia como un proceso de aceleración de la asimilación
de la cultura europea. Es decir, un proceso de occidentalización
contradictoriamente recolonizador o neocolonialista, pues la modernización
implicaba el industrialismo como un modelo de desarrollo[2] que, sin quererlo sustentaba una lógica colonial, regida
por la retórica salvacionista de la modernidad eurocéntrica. Una modernidad
auspiciada por ese ideal fáustico descrito por Marshall Berman como la
“tragedia del desarrollo”, debido a las potencialidades creativas y
destructivas que alberga la vida moderna, donde el iluminismo se presentaba, en
América Latina, como políticamente emancipatorio y epistemológicamente
colonialista.
Tal
vez por ello, José Carlos planteó el mito de la modernidad como la “razón”,
razón que ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de sus
antiguos mitos (1970, 18). Mas, esa razón moderna, sustentada en el mito del
desarrollo y el mito del progreso, como visiones de tiempo lineal que le ha
dado a la civilización occidental la base teórica de su unidireccionalidad
historicista, haciéndole ver el carácter monocausal del mundo; en nuestro país
se presentó como un tránsito alucinado e ilusoriamente independentista, más que
industrializador, debido a las asimetrías que fue generando en nuestra compleja
trama social, dual y de rezagos coloniales. En regiones movilizadas por una
oligarquía terrateniente, que ante el debacle de su estilo de vida, pasaron a
convertirse en una casta financiera antes que productora e industrial. Lo cual
siguió colisionando con el olvido en el que estaban sumidos la grandes mayorías
de la población, no consideradas ni incluidas en los proyectos “nacionales” de
país; lo cual le daba al Perú, en vez de las características de una “comunidad
imaginada” ̶si lo dijéramos a la manera
de Benedict Anderson (1993), ante el carácter impositivo y políticamente
programático de los “relatos de dominio colectivo” ̶, las características de una “comunidad inventada”, en esa
artificialidad reduccionista que implica la idea de lo nacional en un espacio
plural y múltiple.
Tal
vez por ello, Mariátegui veía al Perú como una nación en formación, sosteniendo
una idea de nacionalidad en gestión, que fue definiendo una noción de
peruanidad para los tiempos modernos. Y pese a que había escrito en un texto de
1924, que “la conquista española que destruyó el Perú autóctono, frustró la
única peruanidad que ha existido” en el Perú, agregando que “la peruanidad,
profusamente insinuada es un mito” (1970b, 26), y que la realidad nacional es
menos independiente de la civilización occidental, de lo que creen los
nacionalistas, vio al Perú como una entidad que aún debe constituirse para ser
reconocida en sus especificidades, para ser reconocida como un todo social
identificable; abrazando un proyecto de inclusión y reconocimiento moderno,
visible ya en aquella celebérrima frase de sus textos peruanistas, en los
que sugiere que el progreso del Perú no será peruano, si no significa el
bienestar de las grandes masas peruanas que en sus cuatro quintas partes son
indígenas y campesinas (1987, 75).
Llevado
al campo cultural, estas tesis inciden aún en los debates contemporáneos en
torno a la interculturalidad y el multiculturalismo, abriendo también el
espectro teórico de lo social hacia una noción posmoderna de la diferencia, a
partir de la emergencia de sensibilidades antropológicas nuevas, que nos
confronta, a los que continuamos aferrados a la razón modernista, con el
vértigo a la diversidad. Donde la modernidad, al pretender instaurarse en
sociedades periféricas complejas como la nuestra, fue experimentando también
esa discronía generalizada, que impedía que exista esa visión uniforme y de
conjunto de las cosas, tal y como lo ha describiera Jean-François Lyotard
(1986), ante los primeros índices del adviento de lo que él llamó la “condición
posmoderna”.
De
ahí que históricamente, la razón instrumental impuesta por la modernidad
implicó el origen de dos dimensiones enfrentadas de humanismo, visiones que
podrían ser rastreadas desde el proceso de Valladolid, entre Gines de Sepúlveda
y Bartolomé de las Casas, y sus discusiones sobre la naturaleza y humanidad de
los indígenas americanos.
No
obstante esa desconfianza a la razón instrumental, terminó por imponerse en América,
no como una desagregación o superación de los objetivos de la modernidad, que
se juzgaba así misma más eficaz, determinando su hegemonía eurocentrada y
monocultural sobre la diferencia americana y la del resto del mundo, sino como
una conciencia de lo preexistente a la modernidad, y como la evidencia de una
multiplicidad desencubierta, de tiempos y simultaneidades heterogéneas, que ya
no pueden ser sumidas en el espacio de la razón universal y el ordenamiento
occidental del mundo, por su pronunciado “primitivismo” e irracionalidad; una
diversidad que ante las evidencias se han hecho incontrolables para el proyecto
de racionalidad y orden articulado por la modernidad. Lo que ha despertado
nuevas contradicciones, no concebibles en los países de altos niveles de
desarrollo, aparentemente más homogéneos, y que se presentan como los ejes de
una racionalidad eurocéntrica, sustentada en el discurso moderno y
universalista cartesiano-hegeliano-marxista-weberiano en general, y
epistemológicamente iluminista, cuyas estrategias, para seguir auto
sosteniéndose en este período cambios estructurales, se han hecho más
tecnocráticas, neoilustradas, neopositivistas, cientificistas y globales.
Ruptura epistemológica
y adviento posmodernista
Ha
sido Jean-François Lyotard el primero en divulgar, hacia 1979 -año en el que
publica La condición posmoderna-,
que mientras “las sociedades entran en la edad llamada posindustrial y las
culturas en la edad posmoderna, el saber cambia estatutos” (1986, 13). Y es esa
idea de que el “saber cambia de estatutos” la que evidencia la ruptura
epistémica que ha significado la noción de posmodernidad. Una “revolución”
–para decirlo en términos de Kuhn- en el que el “paradigma” moderno ya no puede
responder a los retos planteados en el interior del “paradigma” posmoderno,
convirtiéndose, la racionalidad modernista, en lo que Bachelard ha llamado
“obstáculo epistemológico”; es decir, un conocimiento erróneo que impide el
avance del saber, por lo que debe ser desechado. En un contexto en el que la
racionalidad moderna, universalista y etnocentrista, resulta ineficaz ante el presente
auge de las diversidades, de procesos discontinuos, caóticos, fragmentarios e
inestables, que están afectando a todos los procesos culturales, sociales,
políticos, éticos, estéticos y científicos de la sociedad contemporánea.
El
Posmodernismo actual nos remite a una forma de cultura contemporánea, en tanto
la posmodernidad, a un período histórico específico. Período presentado como el
de la crisis de la legitimidad de los metarrelatos que habían sostenido las
bases de la modernidad, de pérdida de los fundamentos, o del fin de la
certidumbre. En el que los modelos de análisis, que hasta ahora nos habían
servido para analizar y explicar la realidad, han devenido en inservibles y ya
no nos pueden decir nada en este nuevo estadio social. Modelos desbordados que
están obligándonos a producir o migrar hacia un nuevo aparato conceptual que
plasme teóricamente, las consecuencias que la “ruptura epistemológica” –si lo
decimos a la manera de Althusser- posmoderna, ha significado en el orden del
saber, y en todas las transformaciones políticas y sociales que siguieron a la
crisis del paradigma modernista, tras el descrédito de los proyectos
universalistas, globales y etnocentristas de Occidente.
Los
períodos de crisis obligan a tomar medidas drásticas en pos de soluciones
teórico-empíricas que nos permitirán escapar de la zona de turbulencias. Thomas
Kuhn ha planteado los períodos de “crisis” como tiempos de inestabilidades y
anomalías en los que los problemas sobrepasan la capacidad de respuesta
esperada de un paradigma determinado. Siendo esa sensación de mal
funcionamiento del modelo, el que crea el espacio propicio para que las
revoluciones acaezcan (1996, 93).
Estos
períodos intermedios de transición, de inestabilidades y turbulencias, muchas
veces han sido aprovechados por sectores conservadores o neoconservadoresque
han visto estos cambios como un peligro para su condición de privilegio;
movimientos de defensa de categorías del pasado que, tras haber perdido el
poder, buscan nuevas formas de legitimar e imponer su señorío.
La
teoría de la posmodernidad se ubica entre estos márgenes. Entre la mirada
inconciliable de filósofos y críticos de arte, entre las pugnas por una
nominación estricta y los cambios societales reales, entre los presupuestos de
Lyotard, que enuncia la ruptura de laepísteme modernista que inaugura la
posmodernidad, o los de Habermas que reclama la modernidad como un proyecto
inacabado.
Pero
ver el posmodernismo como algo diferenciado de lo posmoderno, ha originado
malentendidos derivados de su multivocidad y las supersticiones de los estudios
historicistas. Sobre todo a partir de su adopción a las distintas teorías
del arte contemporáneo. Entre la literatura y la arquitectura, entre
Hassan y Jencks. Donde el posmodernismo, visto como una vanguardia artística
caracterizada por un eclecticismo radical e historicista, sintetiza estilos del
pasado, presente y tendencias futuras, plasmando aquella idea, de aprender de
todas las cosas, que a manera de manifiesto expusiera Robert Venturi (1971),
refiriéndose al espacio arquitectónico de Los Ángeles.
Para
el espectro Latinoamericano, ampliando una aseveración que Isaac Goldberg
hiciera en unos estudios de literatura hispanoamericana, publicado en 1939,
Luis Alberto Sánchez escribe: “si con el
modernismo la literatura indoamericana entra en lo universal, con el
posmodernismo, la inquietud americana se incorpora también a la del Universo”
(1973, 18).
Perry
Anderson, indagando en Los orígenes de la posmodernidad, concluyó que,
contra el supuesto convencional, el término e idea de lo “posmoderno” que
supone familiaridad con lo “moderno”, no nació en el centro del sistema
cultural de su tiempo, sino en la lejana periferia: “no provienen de Europa ni
de los Estados Unidos, sino de Hispanoamérica. El término “modernismo”, como
denominación de un movimiento estético fue acuñado por un poeta nicaragüense
que escribía en un periódico guatemalteco sobre un encuentro literario que
había tenido lugar en Perú” (2000, 9).
El
posmodernismo hispanoamericano surgió como una reacción al agotamiento de las
posibilidades poéticas del modernismo, cuyo mayor representante fue Rubén
Darío, siendo Federico De Onís, crítico literario amigo de Unamuno y Ortega y
Gasset, quien acuñara el término. Más, este posmodernismo solo fue una
corriente literaria sucedánea de la corriente modernista, restringida a los
estudios literarios hispanoamericanos.
En
el Perú, este modernismo tuvo como punto de partida la poesía de Manuel
González Prada, mentor e inspirador del grupo Colónida liderado por Abraham Valdelomar. Colónida fue la
esencia del posmodernismo peruano e implicó una insurrección contra las formas
del modernismo anquilosado en frases edulcoradas y un exotismo vacío de
tanto repetirse. Y en esas filas se encontraba el joven José Carlos
Mariátegui, quien más tarde recordará esta experiencia calificándola como
su “edad de piedra”, o el período de sus “primeros tanteos de literato
inficionado de decadentismo y bizantinismo finiseculares, en pleno apogeo” [3].
Tal
vez esa audacia y espíritu esnob heredados de Colónida, acompañó a
Mariátegui el resto de su vida. Afianzándose más aún, luego de su estancia en
Europa y su matrimonio con la italiana Ana Chiappe. Algo que pudimos vislumbrar
en 1917, cuando aún firmaba como Juan Croniqueur, con un guiño afrancesado, y
fuera detenido junto a Falcón y la bailarina Suiza Norka Rouskaya, tras el
célebre incidente nocturno en el Cementerio Presbítero Maestro.
Podemos
agregar también sus constantes citas en francés e italiano y su recurrencia a
Nietzsche, quien prácticamente abre los 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, que ha sido,
durante décadas, el centro de polémicas e intrigas esgrimidas en torno a su
obra. Pero Mariátegui no era solo un snob, fue también un militante
comprometido con el socialismo y con todos los movimientos sociales de su
tiempo –estudiantes, obreros y campesinos.
Por
ello, es la actitud anticientista y antipositivista, inspirada en Bergson y
Sorel, la que le da matices posmodernos a Mariátegui, que en 1923, poco tiempo
después de regresar de Europa, decía: “las filosofías afirmativas, positivistas
de la sociedad burguesa, están minadas por una corriente de escepticismo, de
relativismo. El racionalismo, el historicismo, el positivismo, declinan
irrefrenablemente” (1980, 24). Lo cual coincide con los tópicos principales de
los estudios posmodernos. Es decir, el rechazo a la representación empirista,
el escepticismo epistemológico y su pretendido distanciamiento del
historicismo.
Es
probable que su condición de pensador periférico le haya hecho decir que su
mejor aprendizaje lo había hecho en Europa, dándonos una pista para la reconstrucción
de su derrotero intelectual, pues, entre 1919 e inicios de 1923, su experiencia
en el viejo continente había sido esencial para su formación política. Allí
Mariátegui se detendrá en el estudio del advenimiento del fascismo, el ascenso
del socialismo y de manera muy especial en la crisis mundial. Pero existieron
también hechos que marcaron profundamente su formación teórica, sobre todo en
Italia, donde en 1921 asistió al Congreso Socialista de Livorno, y en 1922 al
Congreso Internacional de Génova, viaje en él que se notarán los primeros
influjos de Croce y Gobetti, además de marxistas originales como Labriola y
Antonio Gramsci. Después en Francia conocerá a Barbusse, se documentará sobre
Georges Sorel, para pasar luego a Alemania y Hungría, donde conocerá in situ, los diversos conflictos y
síntomas del proceso político europeo de entreguerras.
En
el curso Historia de la crisis mundial, dictado por Mariátegui en la
Universidad Popular Gonzáles Prada, entre junio de 1923 y enero de 1924,
el temario sobre la crisis filosófica incluye: “La Decadencia del historicismo, del racionalismo, del positivismo; el
escepticismo, el relativismo, el subjetivismo” (1980, 13). Cuyo desarrollo
no fue incluido en el volumen que apareció después. Pero es en una entrevista
que le hicieran en mayo de 1923, publicada en la revista Claridad, en la
que expone somera y claramente estas tesis. Habla de una filosofía negativa
–opuesta a la afirmativa de períodos de apogeo-, en la que bullen el
pensamiento relativista y el escepticismo, en una civilización declinante y
moribunda -casi esbozando el “principio de incertidumbre”. Y basándose en los
estudios del italiano Adriano Tilgher clasifica como los “cuatro mayores
relativistas contemporáneos a Einstein, Vailungher, Spengler y Rougier” (1975,
17).
Sus
diagnósticos sobre la crisis mundial son contundentes, pero sus argumentos un
tanto folletinescos e imprecisos, como su lectura sobre la crisis de la
democracia que él achaca entonces a una crisis del parlamentarismo y no a un problema
de legitimidad -algo comprensible pues él mismo ha catalogado la época de sus
conferencias, como un ciclo de aprendizaje mutuo. Un libro fundamental para él,
durante ese período fue La Decadencia de occidente, tan efectivo
para demoler la certeza como lo fue la física relativista de Einstein.
Quizá
de haber conocido a Heisenberg, Prigogine o Thom, los habría citado con
premura. Pero Mariátegui murió demasiado joven –tenía 35 años-, y pese a ello
había podido vislumbrar aquella crisis que su optimismo marxista le hacia leer
como síntoma del advenimiento de una sociedad nueva. Y no obstante la brevedad
de su vida, él pudo intuir las vías alternativas que asumiría, décadas después,
la dinámica social del país y las formas de hacer política, desde una nueva
conciencia microfísica y micropolítica, discutidamente posmoderna para el
mundo. Desde un entorno que fue marcando esa apostasía mariateguista sustentada
en sus comprensiones cíclicas de la historia, en su visión de las rupturas y
discontinuidades epistemológicas de los modelos civilizatorios dominantes,
acercándolo a enfoques antihistóricos y fragmentarios posmodernos. Dejando
entrever, en sus textos, las contradicciones y crisis de una modernidad
asfixiada por una lógica de guerra y el neototalitarismo economicista global,
como síntomas anómalos de lo que Ernest Mandel llamara “capitalismo tardío”.
Pensar el mundo desde el
Nuevo Mundo
Con
frecuencia, los estudios que se han hecho sobre la vida y obra de José Carlos
solo han sido abordados fragmentariamente, descuidando a ese otro Mariátegui
histórico, en el que teoría y la praxis confluyen, como un héroe que desde su
silla de desvalido –pues a comienzos de 1924, atacado por una enfermedad
tuvieron que amputarle la pierna derecha ̶ pudo
esbozar las bases para una renovación cultural y social.
En
su famosa carta autobiográfica dirigida en 1928 al argentino Samuel Glusberg,
Mariátegui sitúa en 1918 la determinación de su orientación socialista, aunque
el filósofo David Sobrevilla sitúa en 1924, el logro de su claridad teórica
marxista (2005). Mas para alguien que vivió entre 1894 y 1930, y le tocó madurar
en el período de entre guerras, definitivamente no podía ser diferente. En solo
un lustro Europa había vivido la Primera Guerra Mundial y la Revolución
Socialista Soviética; demás está decir también el embate latinoamericanista
inyectado en los miembros de la Generación del Centenario, por el movimiento de
la Reforma Universitaria, surgido en Córdoba en 1918.
En
noviembre de 1925 aparecerá La escena contemporánea, libro en el que
recoge parte esencial de su experiencia europea, sistematizando sus
publicaciones de la serie titulada “Figuras y aspectos de la vida mundial”,
aparecidos en Variedades y la revistaMundial. En 1928, saldrá a
luz los 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, siendo estos
los únicos libros que publicará en vida, pues el resto de su obra será de
edición póstuma. Además, dentro de su obra cumbre también debemos mencionar a
la célebre revista Amauta, presentada como tribuna libre de las ideas.
La
generación de Mariátegui fue una generación antipositivista, como reacción;
pues les había tocado madurar en un medio de contradicciones y crisis sociales,
políticas y culturales, que los llevó a afrontar los traumas de la
Primera Gran Guerra Mundial, además de los augurios románticos de la Revolución
bolchevique de octubre; los cuales sumados a los problemas estrictamente
regionales y nacionales, le daban viabilidad a los tránsitos y anomalías que
fueron determinando las especificidades de una época que ya empezaba a ser
desbordada por nuevos sujetos sociales. Pues, hacia 1926, cuando escribe el
“Editorial” del primer número deAmauta, convergían ya en él todas las emociones
socialistas, etnicista, intelectuales y revolucionarias del la nueva época,
pues él creía que, por encima de todo lo que los diferenciaba, los espíritus
disímiles solían anteponer todo lo que los aproximaba; es decir la “voluntad de
crear un Perú nuevo dentro de un mundo nuevo” (1979, 237).
Mariátegui
escribió acerca de casi todas las vanguardias artísticas de su tiempo. Pero lo
más trascendente en él fueron sus profundos juicios políticos y sociales, que
lo llevarán a pretender desarrollar una línea de acción para los sindicatos,
las universidades populares y la organización del frente único; ideas aún hoy
referenciales para algunos grupos políticos y movimientos de izquierda.
Estaba
convencido ̶ como lo expusiera en una de
sus conferencias compiladas en el libro Historia de la crisis mundial ̶ de que el instrumento de la revolución socialista era el
proletariado industrial urbano. A partir de 1923, asumió la dirección de la
revista Claridad, que de ser el
“órgano de la juventud libre del Perú” ̶ bajo
la dirección de Haya de la Torre ̶,
bajo su patrocinio pasará a ser el vocero de la Federación Obrera
Local de Lima. Lo cual, además del hecho de haber organizado la Confederación
General de Trabajadores del Perú (CGTP), con Julio Portocarrero, en 1929, nos
dice mucho de su cercanía al movimiento obrero nacional.
Mas,
no obstante su manifiesta actividad obrerista, en él se expresa, por primera
vez en América Latina, la idea de descentrar el sujeto histórico y
revolucionario marxista e incluir el problema indígena y campesino en sus
reflexiones políticas y sociales, tesis en la que residirá la originalidad de
su corpus teórico, escribiendo en sus 7 ensayos: “La nueva
generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por
lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el
bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y
campesina” (1991, 56).
Por
ello fue tachado de “populista” por sectores cercanos a la Tercera
Internacional, que como Mirochevski, afirmaban que Mariátegui no había
entendido el papel histórico del proletariado y su hegemonía dentro del
movimiento revolucionario. Siendo esto suficiente para que fuera acusado, por
los ortodoxos de la komintern, de confusionista, llegando incluso a combatirse
el movimiento que empezaba a gestarse en torno suyo llamándolo despectivamente
“amautismo”, lo cual explica el por qué tras su muerte, acaecida en abril de
1930, se desplegó sobre él una campaña de ocultamiento que sólo terminará
en la década del 40.
Tal
vez porque no fue un devoto implicado en el desarrollo teórico, como Althusser
–que sacrificó su originalidad en pos de enriquecer el paradigma marxista ̶, Mariátegui tuvo otros alcances culturalistas. Su esfuerzo
por recrear y adaptar el marxismo a la realidad nacional, y construir un
socialismo que no sea calco ni copia, buscaba responder a las contradicciones
que presenta nuestra compleja trama andina, en la que el factor étnico y
cultural se combina con el clasista.
Se
sabe que Mariátegui utilizó el materialismo histórico como método para el
estudio de la realidad nacional y el análisis del capitalismo, y no el
materialismo dialéctico ̶ que
se lo debemos antes que a Marx, más bien a Engels, y que luego la ortodoxia
estalinista terminará imponiéndolo como doctrina. Y es en esa opción divergente
en la que se elucida su heterodoxia, pues en 1928, luego de fundar el Partido
Socialista Peruano ̶
nunca fundaría un partido comunista ̶,
entrará en contradicción con su interés de afiliarse a la Tercera
Internacional. Pues, de acuerdo a lo que se había establecido en el Segundo
Congreso celebrado en Polonia, todo partido socialista que desee afiliarse a la
Komintern, debería denominarse Comunista.
La
originalidad del pensamiento de José Carlos había significado un salto
cualitativo, un quiebre epistémico que solo podrá ser entendido muy tarde por
sus detractores. Al respecto Basadre escribió que la riqueza del aporte de
Mariátegui fue tan viva que después de las críticas iniciales empezó un
reconocimiento póstumo, con los estudios de Sermenov, Culgovsky, Korionov y
otros, en la misma Unión Soviética. Llegando incluso a interesar a los maoístas
debido a su especial atención por el campesino (1980, 304-305). Iniciándose
desde entonces el proceso de instrumentalización sistemática de la ha sido
víctima, por los grupos armados y los partidos políticos de izquierda.
Pero,
es esa presunción de aquella multiplicidad cultural, la que lo llevará a intuir
la idea de los espacios múltiples, que, pese a descuidar otros factores
sociales, raciales y grupos etnoculturales ̶como
los amazónicos, por ejemplo ̶, lo
llevarán a reconocerse en su intento de crear un marxismo para tierras
americanas. Inquietud valiosísima, sobre todo si consideramos que él no pudo
conocer los textos que Marx escribiera sobre los modos de producción no
capitalistas.
De
ahí que en su idea de un Perú integral –expuesta en su sonada polémica con Luis
Alberto Sánchez ̶, se exprese ese
culturalismo incipiente que pretendió desplegar, en su intención de descentrar
el sujeto revolucionario hasta hacerlo más aplicable a los problemas
estrictamente nacionales. Lo cual nos remite a una obstinación contemporánea
por consolidar los derechos de grupo a fin de alcanzar esa sociedad integral en
la que participen y quepan todos.
Todo
esto fue delineando un contexto en el que José Carlos emergió como uno de los
productos más representativos de la crisis de su tiempo. Como un pensador
fronterizo, ubicado en el centro nodal de varios extremos, y que, pese al
entorno difícil que le tocó vivir, pretendió articular, desde América Latina,
las contradicciones sociales, políticas, étnicas, sociales y culturales,
que la crisis nacional e internacional les estaba imponiendo a las racionalidades
“otras” de las periferias del mundo: lugares que fueron experimentando el doble
embate de lo general y lo particular, como tendencia de aceleración y
desaceleración social, concebida antes, como ahora, en términos de desarrollo.
Visiones posmarxistas y
visiones mariateguistas
El
filósofo francés, estudioso de Gramsci, Francis Guibal, en su obra Vigencia
de Mariátegui (1995), había intentado hablar de él, desde presupuestos
filosóficos contemporáneos como los de Ricoeur, Derrida, Levinas y Castoriadis,
pretendiendo plantearle los problemas derivados de la experiencia de la
modernidad. Esto debido a que la flexibilidad que José Carlos ofrece para los
diversos enfoques y líneas de estudio; lugar en el que cualitativamente reside
su heterodoxia. Algo expuesto con razón por el historiador francés Robert
Paris, quien cuestionó su formación marxista debido a sus argumentos
sorelianos, y a sus escapes idealistas vía Benedetto Croce.
Tal
vez por ello, como vías de indagación creativa, debamos ahondar más y sin
contriciones, en esa heterodoxia suya, percibida en su similitud o paralelismo
al marxismo creativo de Gramsci –cuyas tesis sobre la subalternidad, le siguen
brindando un espacio privilegiado en los estudios culturales contemporáneos. En
su ascendencia soreliana, crítica de las ilusiones del progreso, y en su veta
irracionalista nietzscheana que podría seguir dotándolo de interés, en un
entorno global de crisis, regida aún por esa lógica de confrontación bélica que
ha despertado, ante una vulgarización de la crueldad y la muerte vía el
mercadeo de imágenes que hacen los mass media, un entusiasmo por la
logística propagada e incluso traspasada a las teorías del management y
el mercadeo contemporáneo, que glamourizan el arte de la guerra.
Pese
a haber preconizado un sujeto urgente en su concepción de la
multidimensionalidad de los tiempos históricos peruanos, ante la evidencia de
un colonialismo supérstite en nuestra República, sobre todo manifiesto en las
asimétricas relaciones entre el campo y la ciudad, Mariátegui pudo esbozar las
vías hacia un multicentrismo revolucionario, que su vida breve, pero intensa,
no le permitió definir con claridad. En un corpus ideológico que con
sus limitaciones pudo entrever las pautas teóricas que décadas después servirán
para la comprensión de las nuevas cartografías de una modernidad fracturada y
posmodernizada en sus circunstancias.
Y
es debido a esa irrupción en la multiplicidad societaria, que sus ensayos de
interpretación de la realidad, se presentaron como fundamentales para
aprehender la conflictiva imagen que tendremos luego del país. Un país
fracturado ante la emergencia de nuevos sujetos sociales y revolucionarios;
que, con el paso de los años, irán dando pautas teóricas para comprender esa
nueva dimensión de la realidad nacional, más heterogénea, multicultural e
inestable.
Más,
no obstante estos alcances culturalistas, sería exagerado entrever en
Mariátegui a un pensador posmoderno, a partir sus escapes antihistoricistas, su
praxis política y sus lecturas del entrampamiento en el que había caído la
filosofía y ciencias occidentales de su época. Pero en todo caso resulta válido
verlo como un sintomatólogo ̶si nos detenemos en uno de
los conceptos caros a Gilles Deleuze ̶ de una realidad cambiante;
como un producto lúcido de esa crisis nacional y mundial en la que se estaba sumiendo
el mundo de su tiempo. Un pensador cuya disposición creativa y heterodoxia, le
permitió esbozar las vías alternativas que asumiría luego la dinámica
económica, política y cultural de la sociedad globocolonialista contemporánea;
intuyendo una epistemología crítica de la racionalidad universalista y
etnocentrista de la modernidad, desde la que se fueron desprendiendo algunos
rudimentos de lo diferencial y múltiple, que en la idea de pluralidad de
“movimientos sociales”, dará origen a nuevas teorías políticas o
“micropolíticas”, enmarcadas dentro del posmarxismo o de los paradigmas
teóricos, políticos y sociales del posetructuralismo posmodernista.
Con
Gilles Deleuze, que se pronunciaba por una desjerarquización y horizontalidad
de protagonismos; con Jean Baudrillard sosteniendo la idea de una multiplicidad
de sujetos que causan una implosión de lo social; Felix Guattari, que vio en
las revueltas sociales la incidencia de una revolución molecular en marcha; o
el posmarxismo de Ernesto Laclau, que plantea una heterogeneidad articulada por
un colectivo hegemónico que asume el liderazgo ̶ideas que quizá serían más
cercanas a Mariátegui, debido a sus tempranas intuiciones, análogas a algunos
presupuestos de Gramsci, acusados en él de “populistas” por ideólogos
comunistas de la Komintern.
Además
de intelectual, Mariátegui fue un periodista comprometido, un observador agudo
de la Escena contemporánea, que de seguir vivo, después del debacle del
socialismo real soviético ̶en un ámbito en el que todos
desean darle la razón a Huntington y Fukuyama, sometiéndose a sus tesis
centristas ̶, quizá hubiese estado más cercano a ideas de
marxistas posmodernos como Frederic Jamenson, o a las de críticos marxistas de
la posmodernidad como Terry Eagleton, que escribió: “El posmodernismo no es
solamente una especie de error histórico. Es, entre otras cosas la ideología de
una época histórica específica de occidente, cuando grupos de oprimidos y
humillados están comenzando a recuperar algo de su historia e identidad” (1988,
178).
Y
tal vez leyendo esto en términos Jacques Derrida, lo entenderemos como una
crisis del “logocentrismo” étnico y cultural, o la caída del
etnocentrismo; es decir la paulatina pérdida de la costumbre de ver
a Occidente como la civilización central o cultura base. Algo que nos
permite replantear, otra vez, el problema del indio y la condición de todos
los olvidados y marginados de la Tierra.
Notas
[1] Escritor y periodista peruano. Estudió Ciencias Sociales
y Comunicación Social en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima.
Sus estudios se publican en diversas revistas nacionales y extranjeras.
Contacto: rafaelojeda@hotmail.com
[2] “El desarrollo del país ha dependido directamente de este
proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes
materiales del progreso nos han llegado de fuera (…) Cuando se ha debilitado
nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido”. (1975,
27).
[3] De la carta autobiográfica enviada al argentino Samuel
Glusberg, director de la revista La vida literaria, que aparecía en Buenos
Aires, y que fue publicada en homenaje a Mariátegui, en su número de mayo de
1930.
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