Paul Lafargue |
Conocí a Karl Marx en febrero de 1865. La Primera Internacional había
sido fundada el 28 de septiembre de 1864 en una reunión celebrada en Saint
Martin's Hall, Londres y me dirigí a Londres, desde París, para informar a
Marx del desarrollo de la joven organización en aquella ciudad. M. Tolain,
ahora senador en la república burguesa, me dio una carta de presentación.
Tenía entonces 24 años. Recordaré mientras viva la impresión que me
produjo aquella primera visita. Marx no estaba bien de salud. Trabajaba en el primer volumen de El capital, que no se publicó
sino dos años después, en 1867. Temía no poder terminar su obra y se
sentía contento de recibir visitas de jóvenes. "Debo preparar a otros para
que puedan continuar, a mi muerte, la propaganda comunista" —solía decir.
Karl Marx era uno de esos escasos hombres que pueden ser, al
mismo tiempo, grandes figuras de la ciencia y de la vida pública: estos
dos aspectos estaban tan estrechamente unidos en él que sólo era posible
entenderlo tomando en cuenta tanto al intelectual como al luchador socialista. Marx sostenía la opinión de que la ciencia debe ser
cultivada por sí misma, independientemente de los
resultados eventuales de
la investigación pero, al mismo tiempo, creía que un científico sólo se
rebajaría si renunciara a la participación en la vida pública o se
encerrara en su estudio o en su laboratorio como un gusano en el queso,
permaneciendo alejado de la vida y de la lucha política de sus contemporáneos.
"La ciencia no debe ser un placer egoísta —solía decir—. Los que tienen la
suerte de poder dedicarse a las tareas científicas deben ser los primeros
en poner sus conocimientos al servicio de la humanidad."Uno de sus lemas
favoritos era; "Trabajar en favor de la humanidad."
Aunque Marx se emocionaba profundamente ante los
sufrimientos de las clases trabajadoras, no fueron las consideraciones sentimentales
sino el estudio de la historia y la economía política lo que lo acercó a
las ideas comunistas. Sostenía que cualquier hombre no deformado, libre de
la influencia de los intereses privados y no cegado por los prejuicios de
clase debía llegar necesariamente a las mismas conclusiones.
No obstante, al estudiar el desarrollo económico y político
de la sociedad humana sin ninguna idea preconcebida, Marx escribió sin otra
intención que la de propagar los resultados de su investigación y con la
decidida voluntad de aportar un fundamento científico al movimiento socialista,
que hasta entonces se había perdido en las nubes de la utopía. Dio
publicidad a sus opiniones sólo para favorecer el triunfo de la clase
trabajadora, cuya misión histórica es establecer el comunismo, tan pronto como
haya logrado la dirección política y económica de la sociedad.
Marx no limitó sus actividades al país donde había nacido.
"Soy ciudadano del mundo —decía—; actúo dondequiera que me
encuentro." Y en efecto, cualquiera que fuera el país a donde los
acontecimientos y la persecución política lo llevaran —Francia, Bélgica,
Inglaterra— tuvo siempre una participación prominente en los movimientos
revolucionarios que allí se desarrollaban.
Pero no fue; al incansable e incomparable agitador
socialista sino más bien al científico al que vi, por primera vez, en su
estudio de Mailand Paik Road. Ese estudio era el centro de reunión al que
acudían los camaradas del Partido procedentes de todas partes del mundo
civilizado para conocer las opiniones del maestro del pensamiento
socialista. Hay que conocer ese recinto histórico para poder penetrar en la
intimidad de la vida espiritual de Marx. Estaba en el primer piso,
inundado de luz por una gran ventana que miraba hacia el parque. Frente a la
ventana y a cada lado de la chimenea, las paredes estaban cubiertas por
libreros llenos de libros y repletos hasta el techo de periódicos y
manuscritos. Frente a la chimenea, a un lado de la ventana, había dos mesas
cubiertas de papeles, libros y periódicos; en medio de la habitación, a plena
luz, se encontraba un pequeño escritorio sencillo (de tres pies por dos) y un
sillón de madera; entre el sillón y el librero, frente a la ventana, había un
sofá de cuero en el que Marx solía reposar por ratos. Sobre la chimenea había
más libros, puros, cerillas, cajas de tabaco, pisapapeles y fotografías de las
hijas de Marx y de su esposa, de Wilhelm Wolff y de Frederick Engels.
Marx era un gran fumador. "El capital —me dijo una vez—
no pagará siquiera los tabacos que he fumado mientras lo escribía."
Pero aún gastaba más en cerillas. Se olvidaba con tanta frecuencia de su pipa o
su puro que utilizaba un número increíble de cajas de cerillas en muy poco
tiempo para prenderlos de nuevo.
No permitía a nadie que pusiera sus libros y papeles en
orden o más bien en desorden. El desorden en que se encontraban era sólo
aparente; en realidad todo estaba en el sitio escogido, de modo que para él
resultaba fácil tomar el libro o el cuaderno de notas que necesitaba. Aun durante
la conversación, hacía con frecuencia una pausa para mostrar en algún libro una
cita o una cifra que acababa de mencionar. Él y su estudio eran uno: los libros
y papeles que había allí estaban bajo su control en la misma medida que sus
propias piernas.
Marx no gustaba de la simetría formal en el arreglo de sus
libros: volúmenes de tamaños diversos y folletos se encontraban juntos. Los
arreglaba de acuerdo con el contenido, no por el tamaño. Los libros eran
instrumentos de trabajo mental, no artículos de lujo. "Son mis esclavos y
deben servirme según mi voluntad" —solía decir. No le importaba el tamaño
ni la encuadernación, la calidad del papel ni la tipografía; doblaba las
esquinas de las páginas, marcaba con lápiz los márgenes y subrayaba líneas
enteras. Nunca escribía en los libros, pero algunas veces no podía abstenerse
de hacer un signo de exclamación o de interrogación cuando el autor iba
demasiado lejos. Su sistema de subrayar le facilitaba encontrar cualquier
pasaje que necesitara en un libro. Tenía una memoria extraordinariamente fiel,
que había cultivado desde su juventud siguiendo el consejo de Hegel y
aprendiendo de memoria versos en un idioma extranjero que no conociera.
Conocía de memoria a Heine y a Goethe y los citaba con
frecuencia en sus conversaciones; era lector asiduo de los poetas en todas las
lenguas europeas. Leía todos los años a Esquilo en el original griego. Lo
consideraba, junto con Shakespeare, como los más grandes genios dramáticos que
hubiera producido la humanidad. Su respeto por Shakespeare era ilimitado: hizo
un estudio detallado de sus obras y conocía hasta el menos importante de
sus personajes. Toda su familia rendía un verdadero culto al gran
dramaturgo inglés; sus tres hijas sabían muchas de sus obras de memoria. Cuando,
después de 1848, quiso perfeccionar su conocimiento del inglés, que ya
leía, buscó y clasificó todas las expresiones originales de Shakespeare.
Hizo lo mismo con parte de las obras polémicas de Will'am Cobbett, de
quien tenía una gran opinión, Dante y Robert Bums se contaban entre sus
poetas favoritos y escuchaba con gran placer a sus hijas, cuando éstas
recitaban o cantaban las sátiras y baladas del poeta escocés.
Cuvier, incansable trabajador y maestro de las ciencias,
tenía una serie de habitaciones arregladas para su uso personal en el
Museo de París, del cual era director. Cada habitación estaba dedicada a
un uso específico y contenía los libros, instrumentos, auxiliares
anatómicos, etc., necesarios para esos fines. Cuando se cansaba de un tipo
de trabajo se dirigía al otro cuarto y se dedicaba a algún otro; este
simple cambio de ocupación mental, se dice, era un descanso para él.
Marx era un trabajador tan incansable como Cuvier, pero no
tenía los medios para arreglar varios estudios. Descansaba caminando de un
lado a otro por la habitación. Había una franja gastada en el suelo, de la
puerta a la ventana, tan claramente definida como un sendero a través de un
prado.
Cada cierto tiempo se recostaba sobre el sofá y leía una
novela; a veces leía dos o tres a la vez, alternándolas. Como Darwin, era un
gran lector de novelas y prefería las del siglo XVIII, especialmente Tom Jones
de Fielding. Los novelistas más modernos que consideraba más interesantes eran
Paul de Kock, Charles Lever, Alejandro Dumas padre y Walter Scott, cuyo libro
Ohi Mortality consideraba una obra maestra. Tenía una clara preferencia
por las historias de aventuras y de humor.
Situaba a Cervantes y a Balzac por encima de todos los
novelistas. Veía en Don Quijote la épica de la caballería en desaparición,
cuyas virtudes eran ridiculizadas y escarnecidas en el mundo burgués
en ascenso. Admiraba tanto a Balzac que quería escribir una crítica de su
gran obra. La comedia humana, tan pronto como hubiera terminado su libro
de economía. Consideraba a Balzac no sólo como el historiador de su
tiempo, sino como el creador profético de personajes que todavía estaban en
embrión en los días de Luis Felipe y no se desarrollaron plenamente sino
después de su muerte, con Napoleón III. Marx leía todos los idiomas
europeos y escribía tres: el alemán, el francés y el inglés, para
admiración de los expertos lingüistas. Gustaba de repetir: "Una
lengua extranjera es un arma en la lucha por la vida."
Tenía mucho talento para los idiomas, que sus hijas heredaron.
Se dedicó a estudiar el ruso cuando ya tenía 50 años y, aunque ese idioma
no tenía mucha afinidad con ninguna lengua moderna o antigua de las que
conocía, en seis meses lo aprendió tan bien que encontraba gran placer en la
lectura de los poetas y prosistas rusos, entre los que prefería a Pushkin,
Gogol y Schedrin. Estudió ruso para poder leer los documentos de
investigaciones oficiales acalladas por el gobierno ruso debido a las
revelaciones políticas que contenían. Amigos fieles consiguieron los documentos
para Marx y éste fue, sin duda alguna, el único estudioso de la economía
política en Europa Occidental que pudo conocerlos. Además de los poetas y
novelistas, Marx tenía otra manera notable de descansar
intelectualmente: las matemáticas, por las que sentía un gusto especial.
El álgebra le producía inclusive un consuelo moral y se refugiaba en ella
en los momentos más dolorosos de su accidentada vida. Durante la
última enfermedad de su mujer no podía dedicarse a su trabajo científico
habitual y la única manera en que podía sacudir la depresión producida por
los sufrimientos de ella era sumergirse en las matemáticas.
Durante esa época de dolor moral escribió una obra de
cálculo infinitesimal que, según la opinión de los expertos, es de gran
valor científico y será publicada en sus obras completas. Veía en las
matemáticas superiores la forma más lógica y, al mismo tiempo, la más
sencilla del movimiento dialéctico. Sostenía la opinión de que una ciencia no
está realmente desarrollada mientras no ha aprendido a hacer uso de las
matemáticas.
Aunque la biblioteca de Marx contenía más de mil volúmenes
cuidadosamente seleccionados a lo largo de una labor de investigación de
toda una vida, no le bastaba y durante años acudió al Museo Británico, cuyo
catálogo apreciaba altamente. A pesar de que se acostaba muy tarde, Marx se
levantaba siempre entre las ocho y las nueve de la mañana, tomaba un poco
de café negro, leía los periódicos y se dirigía a su estudio, donde trabajaba
hasta las dos o tres de la madrugada. Sólo interrumpía su trabajo para comer y,
cuando lo permitía el tiempo, para dar un paseo por Hampstead Heath
al atardecer. Durante el día dormía algunas veces una o dos horas en el
sofá. En su juventud trabajaba con frecuencia toda la noche.
Marx sentía pasión por el trabajo. Se absorbía tanto en él
que muchas veces se olvidaba de comer. Frecuentemente había que llamarlo varias
veces para que fuera al comedor y apenas había terminado con el último bocado
cuando regresaba a su estudio.
Comía muy poco y hasta sufría de falta de apetito. Trataba
de vencerlo con alimentos muy condimentados: jamón, pescado ahumado, caviar,
pepinillos. Su estómago tenía que resentir la enorme actividad de su
cerebro. Sacrificaba todo su cuerpo al cerebro; pensar era su gran placer. Con
frecuencia le oí repetir las palabras de Hegel, el maestro de filosofía de
su juventud: "Aun las ideas criminales de un malvado tienen más
grandeza y nobleza que las maravillas de los cielos."
Su constitución física tenía que ser buena para poder
resistir este modo de vida poco común y el exhaustivo trabajo mental.
Tenía, en efecto, una poderosa constitución, era más alto de lo normal,
de anchos hombros, pecho profundo y piernas bien proporcionadas, aunque la
columna vertebral era bastante larga en comparación con las piernas, como
suele suceder con los judíos. Si hubiera practicado la gimnasia en su
juventud se habría convertido en un hombre muy fuerte. El único ejercicio
físico que hacía regularmente era caminar: vagaba o subía a los cerros
durante horas, conversando y fumando, y no se sentía en absoluto fatigado.
Puede decirse que inclusive trabajaba mientras caminaba en su
estudio, sentándose sólo durante cortos periodos para escribir lo que
había pensado mientras caminaba. Le gustaba caminar para arriba y para
abajo mientras hablaba, deteniéndose una que otra vez cuando la explicación se
hacía muy animada o la conversación muy seria.
Durante muchos años lo acompañé en sus caminatas nocturnas
por Hampstead Heath y fue caminando por los prados como adquirí mi formación
económica. Sin advertirlo, me fue exponiendo todo el contenido del primer
libro de El capital mientras lo escribía.
Al regresar a mi casa, anotaba siempre lo mejor que podía
todo lo que había escuchado. Al principio me resultaba difícil seguir el
profundo y complicado razonamiento de Marx. Desgraciadamente he
perdido esas preciosas notas, porque después de la Comuna la policía
saqueó y quemó mis papeles en París y en Burdeos.
Lo que más lamento es la pérdida de las notas que tomé
aquella noche en que Marx, con la abundancia de pruebas y consideraciones
que le era típica, expuso su brillante teoría acerca del desarrollo de la
sociedad humana. Fue como si se me cayeran escamas de los ojos. Por primera vez
comprendí claramente la lógica de la historia universal y pude remontarme a los
orígenes materiales de fenómenos aparentemente tan contradictorios como el
desarrollo de la sociedad y las ideas. Me sentí deslumbrado y esa impresión
perduró por muchos años.
Los socialistas de Madrid [1] tuvieron la misma impresión
cuando les desarrollé, en la medida de mis escasas posibilidades, la más
magnífica de las teorías de Marx, sin duda una de las más grandes elaboradas
jamás por el cerebro humano.
El cerebro de Marx estaba armado con un acervo increíble de
datos de la historia y las ciencias naturales, así como de las teorías
filosóficas. Tenía una capacidad notable para utilizar el conocimiento y las
observaciones acumuladas durante años de trabajo intelectual. Podía interrogársele
en cualquier momento, sobre cualquier tema, y obtenerse la respuesta más
detallada que pudiera desearse, acompañada siempre de reflexiones filosóficas
de aplicación general. Su cerebro era como un guerrero acampado, listo para
lanzarse a cualquier esfera del pensamiento.
No hay duda de que El capital nos revela una mente de
sorprendente vigor y saber superior. Pero para mí, como para todos los que
conocieron a Marx en la intimidad, ni El capital ni ninguna otra de
sus obras refleja toda la magnitud de su genio ni la medida de su
conocimiento. Era muy superior a sus propias obras. Yo trabajé con Marx;
sólo era el escribano al que dictaba, pero esto me dio la oportunidad de
observar su manera de pensar y de escribir. El trabajo era fácil para él y
al mismo tiempo difícil. Fácil porque su mente no encontraba dificultades para
abarcar los hechos y las consideraciones importantes en su totalidad. Pero
esa misma totalidad hacía de la exposición de sus ideas una cuestión de largo y
arduo trabajo.
Vico decía: "El objeto es un cuerpo sólo para Dios, que
conoce todo; para el hombre, que sólo conoce lo exterior, sólo es
superficie." Marx captaba los objetos a la manera del Dios de Vico. No
sólo veía la superficie, sino lo que estaba por debajo de ésta. Examinaba
todas las partes integrantes en su acción y reacción mutuas; aislaba cada
una de estas partes y rastreaba la historia de su desarrollo. Luego pasaba
del objeto a su ambiente y observaba la reacción de uno sobre el otro. Buscaba
el origen del objeto, los cambios, evoluciones y revoluciones que había
atravesado y procedía finalmente a sus efectos más remotos. No veía una cosa
singularmente, en sí y para sí, aislada de su entorno: veía un mundo muy
complejo en continuo movimiento.
Su intención era desenvolver todo ese mundo en sus numerosas
y siempre variantes acciones y reacciones. Hombres de letras de la escuela
de Flaubert y los Goncourt se quejan de que es muy difícil expresar con
exactitud lo que se ve; sin embargo, lo único que quieren expresar es la superficie,
la impresión que les produce. Su obra literaria es un juego de niños en
comparación con la de Marx: hacía falta un extraordinario vigor de pensamiento
para captar la realidad y expresar lo que veía y quería hacer ver a los demás.
Marx nunca se sintió satisfecho de su obra, siempre hacía correcciones y
siempre consideraba que la expresión era inferior a la idea que quería
manifestar...
Marx tenía las dos cualidades del genio: un incomparable
talento para dividir una cosa en cada uno de sus elementos y era un
maestro para reconstituir el objeto dividido con todas sus partes, con sus
diferentes formas de desarrollo y de descubrir sus relaciones internas
recíprocas. Sus demostraciones no eran abstracciones, reproche que le hicieron
economistas incapaces de pensar por sí mismos; su método no era el del
geómetra que toma sus definiciones del mundo que lo rodea pero se abstrae por
completo de la realidad al trazar sus conclusiones. El capital no da
definiciones ni fórmulas aisladas; da una serie de análisis muy
penetrantes que ponen de relieve los matices más evasivos y las gradaciones más
difíciles de captar.
Marx comienza por expresar el hecho claro de que la riqueza
de una sociedad dominada por el modo de producción capitalista se presenta como
una enorme acumulación de mercancías; la mercancía, que es un objeto concreto,
no una abstracción matemática, es pues el elemento, la célula, de la riqueza
capitalista. Marx toma la mercancía, le da vueltas de arriba abajo y le extrae
un secreto tras otro de que los economistas oficiales no tenían la menor idea,
aunque estos secretos son más numerosos y profundos que todos los
misterios de la religión católica. Después de examinar a la mercancía en todos
sus aspectos, Marx la considera en su relación con otra mercancía, en el
cambio. Después se ocupa de su producción y los presupuestos históricos de
su producción. Considera las formas que asumen las mercancías y muestra cómo
pasan de una a otra, cómo una forma es necesariamente engendrada por la otra.
Expone el desarrollo lógico de los fenómenos con un arte tan perfecto que
podría pensarse que lo ha imaginado. Y, sin embargo, es un producto de la
realidad, una reproducción de la dialéctica real de la mercancía.
Marx fue siempre extremadamente meticuloso con su trabajo:
nunca dio un dato ni una cifra que no fuera respaldada por las mejores
autoridades. Nunca se sintió satisfecho con la información de segunda mano,
siempre fue él mismo a las fuentes, por tedioso que fuera este procedimiento.
Para confirmar el menor dato iba al Museo Británico y consultaba varios libros.
Sus críticos nunca lograron probarle que fuera negligente ni que basara sus
argumentos en datos que no hubieran sido objeto de una estricta comprobación.
Su costumbre de ir siempre a las fuentes lo llevó a leer a
autores poco conocidos y que sólo él citaba. El capital contiene tantas citas
de autores poco conocidos que podría pensarse que Marx deseaba hacer gala
de su ilustración. Pero no era esa su intención. "Administro la justicia
histórica —decía—. Doy a cada uno lo suyo." Se consideraba obligado a
citar al autor que había expresado por primera vez una idea o la había
formulado con la mayor corrección, por insignificante y poco conocido que
fuera.
Marx era tan meticuloso desde el punto de vista literario
como desde el punto de vista científico. No sólo no se basaba jamás en un dato
del que no estuviera plenamente seguro, sino que nunca se permitía hablar de
algo antes de estudiarlo concienzudamente. No publicó una sola obra sin haberla
revisado repetidas veces, hasta encontrar la forma más apropiada. No podía
soportar la idea de manifestarse públicamente sin una cuidadosa
preparación. Habría sido una tortura para él mostrar sus manuscritos antes de
darles el toque definitivo. Esto le preocupaba tanto que una vez me confesó que
preferiría quemar sus manuscritos antes que dejarlos inconclusos.
Su método de trabajo le imponía con frecuencia tareas cuya
magnitud difícilmente puede imaginar el lector. Así, para escribir las veinte
páginas sobre legislación fabril inglesa que contiene El capital revisó toda
una biblioteca de Blue Books con informes de las comisiones y los inspectores
fabriles de Inglaterra y Escocia. Los leyó de punta a cabo, como puede
advertirse en las marcas de lápiz que allí aparecen. Consideraba estos informes
como los documentos más importantes y autorizados para el estudio del modo de
producción capitalista. Tenía una opinión tan alta de los encargados de
hacerlos que dudaba de la posibilidad de encontrar en otro país de Europa "hombres
tan peritos, imparciales e intransigentes como los inspectores de fábricas de
aquel país [Inglaterra]". Les rindió este brillante tributo en el Prefacio
de El capital*
De esos Blue Books Marx extrajo una gran riqueza de datos.
Muchos miembros del Parlamento a los que se les distribuyen sólo los utilizan
como blancos de tiro, juzgando la potencia del rifle por el número de páginas
atravesadas. Otros los venden por libras y es lo mejor que pueden hacer, ya que
esto permitió a Marx comprarlos baratos a los viejos comerciantes de papel de
Long Acre, a los que solía visitar para revisar sus libros y papeles viejos. El
profesor Beesley decía que Marx había sido quien más había utilizado las
investigaciones oficiales inglesas y las había puesto en conocimiento de todo
el mundo. No sabía que, antes de 1845, Engels tomó numerosos documentos de esos
Blue Books, para escribir su libro sobre la situación de la clase trabajadora
en Inglaterra.
2
Para conocer y amar el corazón que latía en el pecho de Marx
el intelectual había que verlo una vez que había cerrado sus libros y,
cuadernos y se encontraba rodeado de su familia, o los domingos por la tarde
con el grupo de sus amigos. Entonces se mostraba como la más amable de las
compañías, lleno de ingenio y de humor, con una risa que venía directamente del
corazón. Sus ojos negros bajo los arcos de sus pobladas cejas brillaban de
complacencia y de malicia siempre que escuchaba una opinión ingeniosa o una
observación pertinente.
Era un padre amoroso, bondadoso e indulgente. "Los
hijos deben educar a sus padres" —decía. Nunca hubo la menor señal del
padre autoritario en sus relaciones con sus hijas, cuyo amor hacia él era
extraordinario". Nunca les daba una orden, sino que les pedía que hicieran
lo que él quería como un favor o les hacía sentir que no debían hacer lo que
deseaba prohibirles. Y, no obstante, difícilmente un padre habría podido
tener hijos más dóciles que los suyos. Sus hijas lo consideraban un amigo y lo
trataban como un compañero; no lo llamaban "padre" sino.
"Mohr" —un apodo que debía a su tez morena y su cabello y sus barbas
negros como el azabache. Los miembros de la Liga Comunista, por su parte, lo
llamaban "el padre Marx" antes de 1848, cuando no tenía siquiera
treinta años...
Marx se pasaba horas jugando con sus hijas. Éstas recuerdan
todavía las batallas marítimas en una gran tina de agua y el incendio de
las flotas de barcos de papel que les hacía y a los que prendían fuego
después para su gran entusiasmo. Los domingos sus hijas no lo dejaban
trabajar; les pertenecía por todo el día. Si el tiempo era bueno, toda la
familia iba a dar un paseo por el campo. En el camino, se detenían en alguna
posada modesta a comprar pan, queso y cerveza de jengibre. Cuando sus hijas
eran pequeñas les hacía sentir más corto el camino durante un largo paseo
contándoles interminables historias fantásticas que inventaba en medio de la
marcha, desarrollando y haciendo más tensas las complicaciones de acuerdo con
la distancia que tenían que recorrer, de modo que las pequeñas se olvidaran del
cansancio al escucharlo. Tenía una imaginación incomparablemente fértil:
sus primeras obras literarias fueron algunos poemas. La señora Marx conservaba
cuidadosamente los poemas escritos por su marido en su juventud, pero nunca los
mostraba a nadie. Su familia había soñado con que se convirtiera en hombre de
letras o en profesor y consideraba que se estaba rebajando al entregarse a la
agitación socialista y la economía política, desdeñada por entonces en
Alemania.
Marx había prometido a sus hijas que escribiría para ellas
un drama sobre los Gracos. Desgraciadamente no pudo cumplir su palabra.
Habría sido interesante ver cómo él, llamado el "campeón de la lucha de
clases", hubiera tratado ese episodio terrible y magnífico de la lucha de
clases en el mundo antiguo. Marx elaboró muchos planes que nunca fueron
realizados. Entre otras obras, proyectaba escribir una Lógica y una Historia de
la Filosofía, siendo éste su tema favorito en sus días de juventud. Habría
tenido que vivir cien años para realizar todos sus planes literarios y entregar
al mundo una parte del tesoro que albergaba su cerebro.
La esposa de Marx fue su colaboradora durante toda su vida,
en el más verdadero y pleno sentido de la palabra. Se habían conocido de niños
y habían crecido juntos. Marx sólo tenía diecisiete años cuando se
comprometió. La joven pareja tuvo que esperar siete largos años antes de
casarse en 1843. Desde entonces jamás se separaron.
La señora Marx murió poco antes que su marido. Nadie tenía
un mayor sentido de la igualdad que ella, aunque nació y se crió en el
seno de una familia aristocrática alemana. Recibía a los trabajadores, vestidos
con sus ropas de trabajo, en su casa y en su mesa con la misma cortesía y
consideración que si fueran duques o príncipes. Muchos trabajadores de
distintos países disfrutaron de su hospitalidad y estoy convencido de que
ninguno de ellos imaginó siquiera que aquella mujer que los recibía con una
cordialidad tan hogareña' y sincera descendía,' por la línea materna, de la
familia de los Duques de Argyll y que su hermano era ministro del rey de
Prusia. Esto no le importaba a la señora Marx; había renunciado a todo para
seguir a su Karl y nunca, ni siquiera en las épocas de tremenda necesidad,
lamentó haberlo hecho.
Tenía un cerebro claro y brillante. Sus cartas a los amigos,
escritas sin restricciones ni esfuerzo, son logros magistrales de un
pensamiento vigoroso y original. Era un placer recibir una carta de la
señoraMarx. Johann Philipp Becker publicó varias de sus cartas. Heine, satírico
despiadado, temía la ironía de Marx pero sentía gran admiración por el espíritu
penetrante y sensible de su esposa; cuando los Marx estaban en París era uno de
sus visitantes habituales.
Marx tenía tanto respeto por la inteligencia y el sentido
crítico de su mujer que le mostraba todos sus manuscritos y daba gran
importancia a su opinión, según él mismo me dijo en 1866. La señora Marx
copiaba los manuscritos de su marido antes de enviarlos a la imprenta.
La señora Marx tuvo varios hijos. Tres de ellos murieron a
una tierna edad, durante el periodo de dificultades que atravesó la familia
después de la Revolución de 1848. Por entonces vivían como emigrantes en
Londres, en dos pequeñas habitaciones en Dean Street, Soho Square. Yo sólo conocí
a las tres hijas. Cuando fui presentado a Marx en 1865 su hija más joven, ahora
la señora Aveling, era una niña encantadora con un carácter muy alegre. Marx
solía decir que su mujer se había equivocado en el sexo cuando la había traído
al mundo. Las otras dos hijas formaban un contraste sorprendente y armonioso.
La mayor, la señora Longuct, tenía la tez morena y la complexión vigorosa del
padre, los ojos oscuros y el pelo negro azabache. La segunda, la señora
Lafargue, tenía el cabello claro y la piel color de rosa, su hermoso
cabello rizado tenía un resplandor dorado, como si hubiera apresado los rayos
del sol poniente: era como su madre.
Otro miembro importante del hogar de los Marx era Hélène
Demuth. Nacida de una familia campesina, entró al servicio de la señora Marx
mucho antes de su matrimonio, cuando apenas era más que una niña. Cuando
se casó, permaneció a su lado y se dedicó a la familia Marx con un olvido total
de sí misma. Acompañó a su señora y al esposo de ésta en todos sus viajes por
Europa y compartió su exilio. Era el hada de la casa y siempre encontraba
solución a las situaciones más difíciles. Fue gracias a su sentido del orden, a
su economía y a su habilidad que la familia Marx nunca se encontró privada de
lo más esencial. Sabía hacer de todo: cocinaba, limpiaba la casa, vestía a las
niñas, les cortaba sus vestidos y los cosía con la señora Marx. Era ama de
llaves y mayordomo al mismo tiempo: manejaba toda la casa. Las niñas la querían
como a una madre y los sentimientos maternales que abrigaba hacia ellas le
daban tal autoridad. La señora Marx la consideraba su amiga del alma y Marx le
dispensaba una amistad especial: jugaba con ella al ajedrez y con frecuencia
perdía.
Héléne quería ciegamente a la familia Marx: todo lo que
hicieran estaba bien a sus ojos y no podía ser de otra manera; quien criticara
a Marx tenía que vérselas con ella. Extendía su protección maternal a todo el
que fuera admitido en la intimidad de los Marx. Era como si hubiera adoptado a
toda la familia Marx. Sobrevivió a Marx y a su mujer y entonces trasladó sus
cuidados a la casa de Engels. Lo había conocido desde niña y le dispensaba el
mismo afecto que tenía por la familia Marx.
Engels era, por así decir, un miembro de la familia Marx.
Las hijas de Marx lo llamaban su segundo padre. Era el alter ego de Marx.
Durante mucho tiempo sus dos nombres nunca se separaron en Alemania y
permanecerán unidos para siempre en la historia.
Marx y Engels fueron la personificación en núestro tiempo
del ideal de amistad pintado por los poetas de la antigüedad. Desde su juventud
se desarrollaron juntos y paralelamente, vivieron en una íntima camaradería de
ideas y sentimientos y compartieron la misma agitación revolucionaria; mientras
vivieron cerca trabajaron en común. Si los acontecimientos no los hubieran
separado por más de veinte años habrían trabajado juntos, probablemente,
durante todas sus vidas. Pero después de la derrota de la Revolución de 1848,
Engels tuvo que irse a Manchester, mientras que Marx se vio obligado a permanecer
en Londres. Aun así, continuaron su vida intelectual en común, escribiéndose
casi diariamente, dándose sus opiniones sobre los acontecimientos políticos y
científicos y sobre el trabajo de ambos. En cuanto Engels pudo librarse de su
trabajo se apresuró a marchar de Manchester a Londres, donde fijó su casa a
sólo diez minutos de distancia de su querido Marx. Desde 1870 hasta la muerte
de su amigo no pasó un solo día sin que ambos se vieran, unas veces en casa de
uno y otras en la del otro.
Fue un día de gozo para los Marx cuando Engels les anunció
que venía de Manchester. Se habló mucho de su próxima visita y, el día de
su llegada, Marx estaba tan impaciente que no podía trabajar. Los dos amigos se
pasaron toda la noche fumando y bebiendo juntos y conversando sobre todo lo que
había sucedido desde su última reunión.
Marx apreciaba la opinión de Engels más que la de ningún
otro, porque Engels era el hombre al que consideraba capaz de ser su
colaborador. Engels constituía para él todo un auditorio. Ningún esfuerzo le
habría parecido excesivo a Marx para convencer a Engels y ganarlo para sus
ideas. Lo he visto, por ejemplo, leer una y otra vez volúmenes enteros para
encontrar el dato que necesitaba para hacer variar la opinión de Engels
sobre algún punto secundario que no recuerdo, acerca de las guerras políticas y
religiosas de los albigenses. Fue un triunfo para Marx lograr que Engels
cambiara de opinión.
Marx estaba orgulloso de Engels. Se complacía en enumerarme
todas sus cualidades morales e intelectuales. Una vez hizo el viaje
especialmente a Manchester conmigo para presentármelo. Admiraba la versatilidad
de sus conocimientos y se alarmaba por lo más mínimo que pudiera sucederle.
"Tiemblo —me decía— por miedo de que pueda sufrir un accidente de caza. Es
tan impetuoso; galopa por el campo con las riendas flojas, sin pararse ante
ningún obstáculo."
Marx era tan buen amigo como esposo y padre amante. En su mujer y sus hijas, en
Hélène y Engels encontró los objetos merecedores del amor de un hombre de su
calidad.
3
Habiendo comenzado como dirigente de la burguesía radical,
Marx se vio abandonado tan pronto como su oposición se volvió demasiado
resuelta y lo consideraron como un enemigo en cuanto se hizo socialista. Fue
hostigado y expulsado de Alemania después de haber sido desacreditado y
calumniado y después se hizo una conspiración del silencio contra él y su obra.
El 18 Brumario, que demuestra que Marx fue el único historiador y político de
1848 que comprendió y reveló la verdadera naturaleza de las causas y resultados
del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, fue completamente ignorado. A
pesar de la veracidad de la obra ni un solo periódico burgués la mencionó
siquiera.
La miseria de la filosofía, respuesta a la Filosofía de la
miseria y Una contribución a la crítica de la economía política fueron
igualmente ignorados. La Primera Internacional y el primer libro de El capital
rompieron esta conspiración del silencio que había durado quince años. Marx no
podía seguir siendo ignorado: la Internacional propagó por el mundo la gloria
de sus realizaciones. Aunque Marx permaneció en segundo plano y dejaba que
otros actuaran pronto se descubrió quién era el hombre detrás de los
bastidores. El Partido Socialdemócrata fue fundado en Alemania y se convirtió
en una fuerza cortejada por Bismarck antes de atacarla. Schweitzer, seguidor de
Lasalle, publicó una serie de artículos, muy elogiados por Marx, para difundir
El capital entre el público trabajador. Por una moción de Johann Philipp
Becker, el Congreso de la Internacional adoptó una resolución que atraía la
atención de los socialistas de todos los países hacia El capital como la
"Biblia de la clase trabajadora."[2]
Después del levantamiento del 18 de marzo de 1871, en donde
muchos pretendieron ver la obra de la Internacional y después de la derrota de
la Comuna, a la que el Consejo General de la Primera Internacional se
dedicó a defender contra la rabia de la prensa burguesa en todos los países, el
nombre de Marx se dio a conocer en todo el mundo. Fue reconocido como el más
grande teórico del socialismo científico y el organizador del primer movimiento
internacional de la clase trabajadora.
El capital se convirtió en el manual de los socialistas de
todos los países. Todos los periódicos socialistas y de la clase trabajadora
difundieron sus teorías científicas. Durante una gran huelga que estalló en
Nueva York se publicaron extractos de El capital en forma de volantes para
inspirar a los trabajadores la resistencia y para demostrarles cuan justificadas
eran sus demandas.
El capital fue traducido a las principales lenguas europeas:
ruso, francés e inglés y se publicaron fragmentos en alemán, italiano, francés,
español y holandés. Siempre que sus opositores hicieron intentos en Europa o en
los Estados Unidos para refutar sus teorías, los economistas recibían siempre
una respuesta socialista que les hacía cerrar la boca. El capital es hoy
realmente, como fue llamado por el Congreso de la Internacional, la Biblia de
la clase trabajadora.
La participación de Marx en el movimiento socialista
internacional le quitaba tiempo a su actividad científica. La muerte de su
mujer y de su hija mayor, la señora Longuet, también ejercieron un efecto
adverso sobre aquélla. El amor de Marx por su mujer era profundo e íntimo.
Su belleza había sido su orgullo y su alegría, su bondad y dedicación habían
aligerado para él las dificultades necesariamente resultantes de su accidentada
vida como socialista revolucionario. La enfermedad que llevó a la muerte a
Jenny Marx acortó también la vida de su marido. Durante esa larga y dolorosa
enfermedad Marx, exhausto por la falta de sueño y de ejercicio y aire fresco y
por la preocupación moral, contrajo la nemonía que había de arrebatarlo a la
vida. El 2 de diciembre de 1881, la esposa de Marx murió como había
vivido, como comunista y materialista. La muerte no le producía terror. Cuando
sintió que se acercaba el fin exclamó: "¡Karl, me faltan las
fuerzas!" Ésas fueron sus últimas palabras inteligibles.
Fue sepultada en el cementerio de Highgate, en terreno no
consagrado, el 5 de diciembre. Conforme a los hábitos de su vida y de la de
Marx, se cuidó que sus funerales no se hicieran públicos y sólo algunos amigos
íntimos la acompañaron a su último lugar de descanso. El viejo amigo de Marx,
Engels, pronunció la oración fúnebre sobre su tumba.
Después de la muerte de su mujer, la vida de Marx fue una
sucesión de sufrimientos físicos y morales que soportó con gran fortaleza.
Éstos se agravaron con la súbita muerte de su hija mayor, la señora Longuet, un
año después. Estaba destrozado y ya no habría de recuperarse. Murió en su mesa
de trabajo, el 14 de marzo de 1883, a la edad de sesenta y cuatro años.
Notas
* Publicado originalmente en Die Neue Zeit, vol.
I, 1890-I89I.
1 Después de la derrota de la Comuna de París,
Lafargue emigró a España, comisionado por Marx y el Consejo General
de la Primera Internacional para que se ocupara de la lucha contra los
bakuninistas anarquistas.[E.]
* El capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1959, p. XV. [E.]
2 Esta resolución fue adoptada por el Congreso de Bruselas de la Primera
Internacional, en septiembre de 1868. [E.]